Narcotráfico y políticas de consumo
El día que se acabó la guerra contra las drogas

Por Alejandro J. Capriati (CONICET / UBA) y Ana Clara Camarotti (CONICET / UBA)

Cuando se acabó la guerra contra las drogas en América Latina, comenzó un tiempo de profundas transformaciones. Por supuesto, los cambios no fueron de la noche a la mañana pero se avanzó en una dirección precisa: hacia el respeto de los derechos de las personas y el cuidado de la salud. En el caso de Argentina, al igual que en muchos de los países de la región, las mayores resistencias a los nuevos lineamientos de las políticas de drogas fueron generadas por diversos grupos que durante décadas se beneficiaron del negocio de la prohibición, la clandestinidad y la persecución. Pero lo más importante fueron los cambios en las acciones de salud y el fin de las políticas represivas sobre mujeres y jóvenes.

Los millones de dólares que los Estados gastaban año tras año para sostener la guerra contra las drogas fueron invertidos en el mejoramiento de las condiciones de vida de los barrios más desfavorecidos, en la prevención de los consumos problemáticos de drogas y el cuidado de la salud. Las acciones de prevención dejaron de ser decorativas y retóricas. Los centros barriales y los servicios de salud con trabajo comunitario ampliaron el alcance de su trabajo y fortalecieron sus acciones de acompañamiento a las personas con problemas de consumo. La construcción de respuestas efectivas desde los centros de salud demoró más años, fue ardua la reversión del estigma que los profesionales de salud tenían en torno a los consumidores de drogas. Los mayores esfuerzos del Estado a nivel programático priorizaron las áreas más vulnerables al consumo de drogas: los barrios que concentraban las mayores privaciones sociales, en los cuales circulaban las peores sustancias y se disponían de los menores recursos para la atención y protección. La cantidad de personas detenidas por infracciones a las leyes de drogas comenzó a descender notoriamente. Se revirtió la proporción de encarcelamiento de usuarios y vendedores de poca monta por el enjuiciamiento a través de investigaciones efectivas de redes de organizaciones criminales.

Por supuesto, estos dos párrafos introductorios son ficcionales en América Latina. Estos cambios todavía no sucedieron. Si bien en los últimos 20 años se multiplicaron iniciativas alternativas a la penalización en distintos países, todavía rige en gran parte del mundo y en casi todos los países de América Latina. Somos una región que, con excepción de los avances en Uruguay, todavía no se ha permitido salir del fracaso represivo de la guerra contra las drogas. Cerca de finalizar el 2018, a cuarenta años de la sanción de la Convención Única de Estupefacientes, todavía vivimos en el pasado.

Desde los años sesenta del siglo XX, las políticas de drogas están basadas en el sistema de Fiscalización y Control de Drogas Ilícitas. Se focalizan los gastos del Estado en la reducción de la oferta y se asume como principio rector que el uso de drogas debe ser eliminado. El fracaso de estas políticas puede sintetizarse en los siguientes doce puntos que describen los supuestos que sostienen las políticas abstencionistas y punitivas:[1]

  1. La idea de que el consumo de drogas podría ser eliminado en el mundo, en lugar de aceptar que las drogas han estado presentes en todas las culturas y en todos los tiempos.
  2. El hecho de mantener la falsa dicotomía entre drogas “ilícitas” y “legales”, aun cuando se trata de una división arbitraria.
  3. Pretender imponer un único modelo como respuesta a las problemáticas de las drogas sin tener en cuenta diferencias culturales y personales y el respeto de los derechos de las personas.
  4. Haber encarado las respuestas sanitarias al consumo problemático de drogas fundamentalmente desde la asistencia a los usuarios, sin priorizar esfuerzos preventivos en relación con las causas de la adopción de las prácticas de dicho consumo.
  5. En el nivel de la asistencia, no tener en cuenta las necesidades y demandas de los usuarios de drogas, dificultando en consecuencia su acceso al sistema socio-sanitario.
  6. Haber pretendido responder al consumo problemático de drogas encarándolo de un modo aislado, escindido de otras problemáticas sociales derivadas de la marginalidad y la exclusión social.
  7. Haber dejado de lado la participación de los usuarios en la gestión de sus propios problemas, aceptándolos como interlocutores válidos y desarrollando sus competencias y su capacidad de autocontrol.
  8. Haber desconocido las importantes diferencias entre tipos de consumo de drogas, homologando así grupos sociales y prácticas tan disímiles como el consumo de pasta base por parte de sectores juveniles socialmente excluidos y el de las llamadas drogas recreativas por parte de jóvenes de clases medias y altas.
  9. Haber contribuido a la estigmatización de los consumidores de drogas presentándolos como socialmente peligrosos, imagen multiplicada desde los medios de comunicación masiva al identificar juventud, violencia y consumo de drogas.
  10. Haber propiciado el concepto de “escalada del consumo de las drogas”, desconociendo el hecho de que, de los consumidores, sólo un porcentaje pequeño incurre en consumos problemáticos. La mayor parte de la población que ha usado drogas deja de hacerlo, la gran mayoría de quienes se relacionan con las drogas hace un uso eventual de ellas y sólo una pequeña parte hace uso frecuente de las mismas.
  11. Haber rechazado nuevas estrategias de respuestas como, por ejemplo, la reducción del daño, que pretende dotar a los individuos de cierto control sobre sus prácticas, a partir de la identificación de los riesgos y de las situaciones de vulnerabilidad en las que se desarrollan sus vidas.
  12. Haber trabajado más en la identificación de los factores de riesgo en relación con los consumos de drogas que con los factores protectores y las prácticas de cuidado.

Tal como documenta el Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas, red global para la promoción del debate sobre las políticas de drogas en su Guía sobre políticas de drogas (marzo de 2012), estas políticas han dejado y continúan generando un aumento de los problemas sanitarios y sociales de las personas que consumen drogas como así también un empeoramiento de la calidad de vida de las comunidades. En el informe del 2018 de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) se estima que el 5.6% de la población mundial de edades comprendidas entre los 15 y 64 años (275 millones de personas) consumió drogas en al menos una ocasión durante el 2016. Como nunca en la historia, los consumidores tienen tanta variedad de sustancias y mezclas a su disposición.[2]

El aumento del consumo de la mayoría de las sustancias, el incremento de la violencia en todo el hemisferio, la criminalización de los usuarios de drogas, la falta de atención adecuada a las personas dependientes, son algunas de las consecuencias de este paradigma. Los efectos de estas políticas no se distribuyen aleatoriamente, por el contrario, las regulaciones y las sanciones son selectivas: se ejercen sobre ciertos grupos de usuarios y determinados territorios. De las decenas de graves problemas que este paradigma genera queremos detenernos en los efectos de estas políticas en las vidas de los varones y las mujeres jóvenes, en las cuales las intersecciones entre la edad, el género, la raza y el territorio refuerzan situación de exclusión.

Residir en un barrio popular no significa solamente vivir en un área con pésimas condiciones de habitabilidad y escasa disponibilidad de servicios, refiere también a la experiencia del estigma. Sobre los prejuicios habituales de su localidad (“barrio peligroso” o “zona caliente”), se superponen lógicas discriminatorias que convierten a sus residentes, especialmente varones jóvenes, en sujetos sospechosos. “Pobres y vagos”, “negros y drogadictos” son las expresiones arquetípicas que concentran la peligrosidad en determinados cuerpos jóvenes. Hace más de 20 años, la antropóloga Reguillo alertaba cómo estas estigmatizaciones que definen a los jóvenes como el “nuevo enemigo interno”, generan una opinión pública que tiende a justificar las violencias policiales y violaciones de los derechos humanos.[3] Mientras se alimenta ese imaginario, los jóvenes que son sancionados legalmente por posesión o por estar consumiendo drogas, sea la cantidad que fuere, afrontan mayores dificultades en sus trayectorias biográficas, al quedar excluidos de los ámbitos escolar y laboral. Paradójicamente o no, el castigo a los usuarios varones no garantiza la atención ni conlleva un tratamiento o acompañamiento adecuado a sus necesidades y posibilidades. La evidencia disponible muestra que muchos de los tratamientos en el hemisferio realizan prácticas que violan los derechos de las personas, que no respetan la autonomía y que vulnera la dignidad de las personas. De este modo, la atención a personas que usan drogas no siempre está basada en estándares de calidad, evidencia científica y respeto a los derechos fundamentales.

En los últimos años se ha consolidado una nueva víctima de este sistema selectivo de administración de los ilegalismos en torno a ciertas mujeres. En Argentina 6 de cada 10 mujeres detenidas en cárceles federales lo están por delitos de drogas (Procuración Penitenciaria de la Nación, 2014). Estas mujeres en su mayoría son madres y jefas de hogar, ocupan roles menores y fungibles dentro de las actividades de tráfico. La detención de estas mujeres no interrumpe la cadena del comercio de las drogas: a partir del encarcelamiento solo se agrava sus condiciones de vulnerabilidad, tal como se documenta en el informe de “Mujeres en prisión: los alcances del castigo” (CELS, Ministerio Público de la Defensa y Procuración Penitenciaria de la Nación). Las mujeres encarceladas se enfrentan a un lugar violento y se empeoran sus condiciones de salud. El castigo las trasciende y afecta a sus allegados: en tanto son ellas quienes realizan la mayor parte de los cuidados domésticos, el encierro aumenta la vulnerabilidad de su núcleo familiar y la situación de desamparo de sus hijos.

¿Hacia dónde vamos?

Los magros resultados obtenidos y el impacto negativo derivado del actual Sistema de Fiscalización y Control de Drogas Ilícitas, el enfoque punitivo que tomó como estandarte el lema “un mundo libre de drogas”, resultó no solo irreal sino contraproducente al examinarlo desde un marco de salud y derechos. Las evidencias sobran y los consensos internacionales son robustos. Falta decisiones políticas que permitan dar vuelta esta oscura e injusta página de la historia de América Latina para poder avanzar de modo decidido hacia un capítulo centrado en la prevención y el cuidado de la salud.

¿Cuántos estudios más necesitamos? ¿Qué datos o indicadores nuevos hacen falta para tener la evidencia suficiente para los cambios necesarios? ¿Cómo es posible que se siga con la misma política cuando es tan amplio el consenso de los organismos especializados? ¿Será que la vulneración del derecho a la salud y la administración diferencial de los ilegalismos es funcional a la consolidación de las desigualdades, la perpetuación de los estigmas y la administración diferencial de los ilegalismos? ¿Será, acaso, que este paradigma es afín con un sistema excluyente de amplios sectores de la población?

Entre tantas preguntas, contamos también con algunas certezas. Desde comienzos del siglo XXI, diversos Estados y Organismos Internacionales han propuesto leyes y políticas públicas en materia de drogas que cuestionan el paradigma prohibicionista tradicional, fundamentalmente desde una perspectiva de derechos humanos y salud pública. En los últimos quince años se han empezado a escribir las primeras páginas de un nuevo capítulo en las políticas de drogas; si bien la necesidad de generar políticas alternativas al enfoque prohibicionista y securitario tiene cada vez más fuerte en la agenda global, los debates locales en cada país son singulares.

Los nuevos caminos que se deben transitar ya están siendo ensayados en distintas ciudades y países del mundo. Sin una mirada que valorice el esfuerzo de cientos de organizaciones comunitarias, servicios públicos de salud, grupos de activistas, perdemos de vista la potencia existente, las novedosas experiencias que se están gestando. Estas experiencias están dando lugar a nuevos paradigmas, asentados en la prevención y cuidado de la salud, el respeto a los derechos humanos, a partir un abordaje integral y de base comunitaria. Si bien no hay una receta mágica ni universal, es evidente la necesidad de superar los viejos debates y construir formas diversas que puedan dar respuesta al fenómeno de las drogas en su heterogeneidad. Como es sabido, las problemáticas varían según los territorios, los grupos poblacionales y las configuraciones políticas y sociales.

En esta dirección, en los últimos años hemos colaborado con diversas experiencias comunitarias que realizan acciones de prevención, atención y acompañamiento.  A contramano de los abordajes dominantes, estas experiencias saben que las respuestas a los consumos problemáticos de drogas demandan acciones que exceden a un servicio, un programa o un sector en particular. Estas estrategias inscriben a los consumos en escenarios mayores, en contextos singulares de vulnerabilidad social, alientan la participación activa de la población en la definición de sus prioridades y trabajan para fortalecer las redes programáticas y comunitarias existentes en los territorios. En estas colaboraciones, que nos han permitido cuestionar enfoques y repensar perspectivas de trabajo, hemos dado forma a herramientas de sistematización y avanzado en el desarrollo de un modelo para la acción.[4] Como siempre, los acuerdos y las afinidades son tan frecuentes como las diferencias, y el trabajo colaborativo es rico en encuentros y desencuentros.

Mientras avanzamos en este camino, en el mientras tanto del cambio de los grandes cambios, es imprescindible comunicar a la sociedad: sintetizar argumentos y compartir datos para que sean cada vez más las personas informadas sobre los reiterados fracasos, convencidas sobre la necesidad de dar vuelta esta página. En esta tarea, el fortalecimiento de las redes entre los diversos grupos de la sociedad civil, los centros de investigación y la política pública son una alianza imprescindible para amplificar la potencia de una demanda que hace tiempo exige ser un derecho.

 

[1] Estos doce puntos fueron elaborados con la contribución de los resultados de otras investigaciones en la que participaron los autores de este artículo. Camarotti, AC. (2013). Lineamientos Hemisféricos de la CICAD para la construcción de un Modelo Integral de Abordaje Comunitario para la reducción de la demanda de drogas, OEA/CICAD, 2013 y en Capriati, A. Camarotti, AC., Di Leo, P., Wald, G. y Kornblit, A. (2015). La prevención de los consumos problemáticos de drogas desde una perspectiva comunitaria: un modelo para armar. Revista Argentina de Salud Pública http://rasp.msal.gov.ar/rasp/articulos/volumen22/21-28.pdf

[2] Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, UNODC (2018) Resumen, conclusiones y consecuencias en materia de políticas. Disponible en: https://www.unodc.org/wdr2018/prelaunch/WDR18_ExSum_Spanish.pdf

[3] Reguillo, R. (1997) Jóvenes y medios: la construcción del enemigo. En Chasqui, 60, 16-19. Disponible en: http://revistachasqui.org/index.php/chasqui/article/view/1148/1177

[4] Compartimos tres de los trabajos publicados: Kornblit, Camarotti, Capriati, Di Leo y Wald (2013). Abordaje comunitario de los consumos de drogas. Una propuesta para sistematizar experiencias Teseo Press: Buenos Aires. Disponible en: https://www.editorialteseo.com/archivos/14385/abordaje-comunitario-de-los-consumos-de-drogas/ Camarotti, Wald, Capriati y Kornblit. (2018) Modelo integral comunitario para prevenir y abordar problemáticas de salud adolescente. Salud Colectiva, 14, p. 545-562. Disponible en: http://revistas.unla.edu.ar/saludcolectiva/article/view/1768

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