Por Juan Bautista Duizeide
Ha muerto un escritor polémico pero un gran escritor al fin. La muerte de Mario Vargas Llosa se lleva con él la gran novela del siglo XIX, “la mirada y procedimientos de Balzac y Flaubert” que llegó a su ápice, y culmina también “ese modo de novelar”, dice aquí el escritor, navegante y periodista marplatense Juan Bautista Duizeide.
Recuerdo perfectamente la época y los lugares en que fui leyendo las novelas La ciudad y los perros, Conversación en la catedral, La casa verde, Pantaelón y las visitadoras de Mario Vargas Llosa. Era yo un joven nauta a bordo del Capitán Constante de Y.P.F. Por primera vez en mi vida podía disponer de buenas sumas de dinero ganado por mí para gastar en libros. El inconveniente es que eran demasiado escasas las veces que tocábamos puerto. Nuestra derrota habitual —fascinante para mí por lo que es la Patagonia marítima, pero muy repetida— era ir a cargar petróleo crudo nafténico en el cargadero de Bahía San Sebastián, situado en la costa este de la Isla Grande de Tierra del Fuego, y llevarlo hasta la destilería de Berisso-Ensenada. Algunas pocas veces, cargábamos allí fuel oil y lo íbamos descargando luego, de regreso hacia el sur, en las usinas termoeléctricas de la costa atlántica argentina: Mar del Plata, Necochea, Puerto Deseado, Río Gallegos. Aprovechaba entonces las breves bajadas a tierra sobre todo para comprar libros. Había cursado un excelente programa de literatura en mi secundaria, pero escaso en obras latinoamericanas de las últimas décadas, no había leído más que algunos cuentos de Cortázar, de García Márquez y de Alejo Carpentier. Tenía una curiosidad muy grande por la producción de ese campo a partir de los años cincuenta. Fue sobre todo en librerías de La Plata y Mar del Plata donde logré aprovisionarme de tales objetos de mi deseo. Aquel año de iniciación a un mar único en el planeta, fue asimismo un año de muchos descubrimientos literarios. Conversación en la catedral y La casa verde quedaron para siempre unidas en mi memoria a ese litoral de vientos repentinos, de olas gigantescas, de corrientes desaforadas, de colores como no he vuelto a ver en la tierra.
Fui a lo largo de los años releyendo aquellos primeros volúmenes de Vargas Llosa con los que me había encontrado en mis navegaciones juveniles y se repitió el deslumbramiento, si bien ya con otra conciencia del lenguaje y de las estructuras narrativas. También disfruté varios de sus libros posteriores, y aunque me resultaron de un nivel decididamente inferior, no dejaron de resultarme interesantísimos. Libros de esos que a cada página invitan a subrayar pasajes brillantes, libros plenos de resoluciones inteligentes y originales. Supongo que si La fiesta del chivo o La guerra del fin del mundo hubieran sido obra de escribas ignotos, y no de un autor ya famoso internacionalmente, habríamos celebrado entusiastas la aparición de nuevas estrellas literarias.
Tanteando el balance al que la noticia de su muerte me precipita, aventuro que con Vargas Llosa culmina la gran novela del siglo XIX en dos acepciones del término: se lleva la mirada y procedimientos de Balzac y Flaubert a su ápice, y se termina con ese modo de novelar. La ciudad y los perros, Conversación en la catedral y La casa verde son para mí lo mejor del boom en cuanto a novela. Pero la gran novela americana en castellano me parece otra: El zorro de arriba y el zorro de abajo, de José María Arguedas. Una novela del siglo XX, o acaso del siglo XXI. También peruano, Arguedas. Y muy admirado por Vargas Llosa, que escribió páginas aviesamente laudatorias acerca de su colega y compatriota, no tan nítidas en su admiración ni tan decisivas en sus hipótesis de lectura como los largos ensayos que dedicó a Flaubert (La orgía perpetua) y a García Márquez (Historia de un deicidio). Ambos libros entre las mejores reflexiones acerca del arte de la novela escritas en castellano. Arguedas logró inventar un lenguaje que Vargas no logró imaginar, o que tal vez sí vislumbró, pero sólo en algunos pasajes de su narrativa, y por cierto no se animó a conducirlo hacia la radicalidad a la que invitaban esas intermitencias. Si Vargas Llosa escribió una suerte de Comedia Humana puesta al día, Arguedas logró integrar, no desde el atenuamiento tranquilizador, sino desde la exacerbación de sus tensiones, el raciocionio europeo, concretamente marxista, con el mundo mítico americano. Y en torno a ese eje, lo material con lo trascendente, la politización revolucionaria con la religiosidad mí(s)tica, el novelar hipnótico y la crítica literaria, incluida la puesta en abismo. Es una extraña novela (o una novela extrañada): al mismo tiempo que se auto desenmascara en tanto procedimiento, nos obliga a leer, tal resulta su pregnancia. La estructura de esa novela es además un producto de vanguardia irrepetible, porque nada tiene de escolástica, sino que es pura incrustación de la Historia, de la vida (y de la muerte) en el devenir narrativo. Vargas Llosa publicaba en Barral. Arguedas en Losada, cuyo gran editor, Gonzalo Losada, en esa última novela se puso a la altura de su narrador amigo, y se dio cuenta de que esa carta enviada por él en la cual le comunicaba su próximo suicidio, y pedía perdón por no terminar la novela prometida, es el final de la novela.
Yo estaba en el puerto de El Callao con un granelero ruinoso —el inolvidable Caleta Leones— cuando se realizaron aquellas elecciones presidenciales que coronaron a Alberto Fujimori. En una de mis escapadas desde el puerto a Lima, conseguí libros de Martín Adán, de Emilio Westphalen, de Sebastián Salazar Bondy, de Antonio Cisneros, de César Moro (poeta surrealista, homosexual, profesor del adolescente Vargas Llosa en el colegio militar Leoncio Prado), de Javier Heraud (poeta guerrillero muerto a los 21 años en una escaramuza con el ejército cuando su columna vadeaba el río Madre de Dios), y un catálogo con las fotografías de Martín Chambi. Pero mientras tomaba una cerveza, di con un número de Caretas —publicación de análisis político muy bien considerada por la intelligentsia— en la cual leí que Vargas Llosa iba a ser, sin duda alguna, el próximo presidente del Perú. En una breve nota de color se burlaban profusamente de un candidato outsider que, a juicio de los cronistas, no paraba de hacer el ridículo: sí, Alberto Fujimori.
“La muerte de Lucien de Rubempré fue el gran drama de mi vida”, gustaba decir Oscar Wilde. Creo que Vargas Llosa no amaba menos a ese personaje, uno de los más vivos creados por Balzac, protagonista de la monumental Ilusiones perdidas. Pero Vargas Llosa quería que sus ilusiones (de poder) no se perdieran. No quería ser como Rubempré, un arribista demasiado sensible y frágil como para lograr cuanto deseaba. Él quería ser el implacable Rastignac, Eugéne de Rastignac, personaje aparecido en Papá Goriot, que completó su derrotero de mezquindades, aventuras y oportunismos en sucesivas novelas: Los secretos de la princesa de Cadignan, Un asunto tenebroso, Una hija de Eva, La casa Nucingen, El diputado de Arcis y algunas más
Pagó un precio caro por ese intento, Varguitas; por supuesto, un intento de lo más balzaciano: a presidente del Perú no llegó, sólo fue un divulgador planetario del credo neoliberal más craso. Todo lo que no era como narrador, lo fue como propagandista: esquemático, aburrido, desmañado, inelegante, vulgar.
Juan Bautista Duizeide nació en Mar del Plata en 1964. Navegó como piloto de la marina mercante el Atlántico, el Pacífico, el Mar del Norte y el Báltico. Se recibió de periodista en la Universidad Nacional de La Plata. Entre otros libros, ha publicado: Kanaka (novela, 2004), Vuelta encontrada (novela, 2023), Noche cerrada, mar abierto (cuentos, 2018), Cuentos de navegantes (antología, 2008), Abordajes literarios (antología, 2020). Es invitado del área de estéticas fluviales de la Universidad Humboldt de Berlín.