Causa Riachuelo
El palacio y el pantano

Por Mariano Gutiérrez

En el año 2008 la Corte Suprema de Justicia de la Nación dictó un fallo que fue considerado histórico, al pronunciarse sobre el daño ambiental colectivo en la cuenca Matanza – Riachuelo. Sin embargo, en el mes de octubre de este año, la CSJN puso fin a su intervención en dicha causa. Además de los efectos jurídicos, son múltiples los efectos sociales y simbólicos que implica este cambio de marcha. En este artículo, Mariano Gutiérrez, abogado y magíster en Criminología, plantea: “En un mundo dominado por las grandes empresas que, con la connivencia de los estados, tercerizaron sus costos haciéndoselos pagar en tiempo y calidad de vida a los pobladores vecinos, la sentencia proponía invertir las posiciones. Lo que finalmente supone el nuevo fallo, 16 años después, es un poco la estatización de la deuda: ahora la deuda ya no es de las empresas ni de los estados. Es de todos.”

 

Los guionistas de la “Causa Riachuelo” parecen haber sufrido el mismo problema que -los que ya arañamos los cincuenta- recordamos de la serie “Lost”: cuando las ambiciones son muy grandes, y el éxito es todavía mayor al esperado, no se sabe cómo llegar al final sin decepcionar al público. Entonces se hace explotar una bomba para que todos mueran, o se va diluyendo la trama en una progresiva decepción que va perdiendo la atención, sin resolver los conflictos. O ambas opciones juntas. Deus ex machina. Lo cual, efectivamente, decepciona al público.

La “Causa Riachuelo” también trata sobre un grupo de gente varada en un lugar del que no pueden salir, en el que existen fuerzas que no se pueden terminar de entender y contra las cuales es muy difícil pelear para sobrevivir. Esta serie -bueno, esta causa- se gestó durante los años 2004 a 2008. Seguramente la intervención judicial más importante de la historia argentina en materia ambiental.

Resumamos: En 2004 un grupo de médicos y habitantes de Villa Inflamable (Dock Sud, Avellaneda) interpuso una demanda por contaminación de suelo, agua y aire, por daños en la salud, contra empresas contaminantes y los estados responsables de permitirlo. La Corte Suprema de la Nación declaró su competencia originaria. En 2006 aceptó la intervención de la Defensoría del Pueblo y de una serie de ONGs como “terceros interesados”. Tras escucharlos, en una exhibición de compromiso con el medioambiente, la Corte amplió su intervención a mucho más que la demanda original. Amplió el ámbito geográfico de la denuncia original a toda la cuenca del Riachuelo, que padecía similares problemas de contaminación a los de Dock Sud. En 2008 estos terceros interesados fueron organizados por la Corte en un “Cuerpo Colegiado” y pasaron a ser el centro del “frente activo” (es decir, el frente de actores, o de “demandantes”). Al mismo tiempo se creaba un ente tripartito, encabezado por el gobierno nacional, para gobernar la cuenca en todo lo que pudiera afectar al ambiente, la famosa ACUMAR, quien debía elaborar un Plan Integral de Saneamiento (el PISA, cuya primera versión presenta en el 2010). En 2010 además, se hizo un acuerdo entre la Nación y distintos municipios (y la CABA) para proveer 17771 soluciones habitacionales a barrios en situación de vulnerabilidad socioambiental. Los planetas políticos estaban alineados. Todo era militancia, o si se prefiere un vocabulario más primermundista, “activismo” (activismo judicial, por ejemplo) y optimismo. Limpiar el río, ordenar el territorio, dar soluciones habitacionales, todo en un espacio que alojaba a cuatro millones de personas, cientos de empresas y una decena de gobiernos locales.

Ese 8 de julio del 2008, se publicaron las palabras más lúcidas y tal vez las más importantes en la jurisprudencia argentina sobre la cuestión ambiental. “Daño colectivo”, “intereses difusos”, “derechos de las generaciones futuras”, “policéntrico” (esta me sigue costando), “interrelación” entre el derecho al ambiente, la salud, la calidad de vida, la vivienda y hasta la educación. Conceptos y reflexiones que se repetirán hasta el cansancio, ríos de tinta y pixeles en pdf. Aquí se forjaron nombres, carreras internacionales y premios; también se forjó el bronce, la mirada al horizonte, el paso a la historia de los guionistas.

Pero no tardarían en surgir problemas de esa maldita realidad que se cuela entre las rendijas de nuestros hermosos ideales ¡Ay, Platón, qué triste es la realidad; qué opaca y sin brillo al lado de las ideas prístinas de los grades juristas! Primero, la misma Corte decidió no hacer un seguimiento de su misma sentencia, y delegarla en dos jueces federales de primera instancia (uno de Capital para control de los contratos millonarios, otro de provincia para la ejecución del plan). El mismo año de la sentencia, el “Defensor de Pueblo” (institución cuyo nombre constitucional de 1994 claramente no receptó las luchas de género a tiempo) renunció, y hasta el día de hoy no se ha nombrado a otro/a. El Cuerpo Colegiado y por tanto el frente activo, quedó descabezado, a cargo de un grupo heterogéneo de ONGs, con agendas que no siempre podían consensuarse. También ocurrió que la Corte en su ilustre fallo (“fallo”, aclaramos, en el sentido de “decisión judicial”, no de “error”, esto ha de tenerlo siempre en cuenta el lector, pues podría cambiar todo el sentido del texto) había ordenado “liberar” el camino de sirga. El verbo utilizado nos sugiere un camino potencialmente verde y hermoso, que podría estar preso o secuestrado por sus captores. Se requería de desalojos forzosos masivos, para lo cual tampoco estaba previsto un mecanismo específico de representación judicial de los desalojados: es que, se descubrió que los semovientes a reubicar resultaron ser, en muchos casos, seres humanos, algunos incluso personas. Y por tanto reclamaban tener voz sobre su futuro. Parece que no siempre estaban de acuerdo. O que cuando lo estaban, igual las cosas no ocurrían. Y empezaron a manifestarse. ¡Qué bajeza de parte de estos individuos (qué digo individuos: familias; ¡barrios enteros!) interponerse así, en el camino de la gloria eterna de los magistrados, opacar el bronce con el barro! Para estas personas evidentemente no estaba hecho el brilloso busto en los oscuros pasillos de caoba antigua, sino el zinc acanalado, la madera chipeada, o, para los más afortunados, los ladrillos sin revoque.

Saltéemonos un par de temporadas, y vamos a la última. El 22 de octubre de 2024, ahora nomás, 16 años después de la sentencia que hizo historia, la misma Corte (bueno, la Corte es como el Barco de Teseo, no sé si todos coincidirán que es la misma Corte), ahora sí en un fallo con todas las letras, admite que sus órdenes no se encuentran cumplidas del todo; ninguna de ellas, de hecho. Es decir, que ni se dio solución habitacional a las 17771 familias (sí, era importante que él número fuera capicúa), ni se limpió el río, ni se controló la contaminación, ni la gente está sana, ni siquiera “se liberó” la sirga (pobre, sigue presa en algunos tramos, pero ¿Quién es completamente libre en realidad, eh?). Que, a pesar de todo esto que se encuentra sin cumplir, lo que sí está cumplida es la labor de la misma Corte. Como la estatua ecuestre genérica del prócer que con su índice ordena avanzar hacia el horizonte – a la que se agregaba el nombre luego según quien la comprase- su labor ya está cumplida al “señalar” los objetivos. Dicho con sus palabras, que la creación de la ACUMAR y sus planes de acción, ya son suficiente cumplimiento, aunque no se haya cumplido ninguna orden en realidad. Porque, de ahora en más es todo culpa de la “realidad”. Que lo que correspondía era fijar el deber ser, porque el ser, al final siempre viene sucio (o se vuelve a ensuciar una vez pasado el trapo), y que tratar de limpiarlo ya no es su problema: “En estos procesos no hay una fecha en la que se pueda afirmar que el río está limpio, porque los sistemas evolucionan permanentemente, y se agregan nuevas empresas, nuevas autoridades, nuevos habitantes, nuevos contaminantes”. ¿Limpiar el río? El río va y viene, qué sé yo. O si le creemos a Heráclito, este ya no es el mismo río, así que tal vez la sentencia no fuera para éste. Deberíamos aclararle al presocrático que este arroyo casi no tiene corriente, y por ahí los líquidos sean los mismos de hace 16 años, pero no sé si le importaría, pues no resulta muy cómodo a la alegoría.

¡Basta! Salgamos del pesimismo, proponía el más pesimista de los alemanes, que terminó cayendo en su propio abismo. Nietzsche[2] decía que el fundamento del orden social y del derecho mismo es la relación comercial: las posiciones deudor y acreedor que esta crea, que son la del dominado y dominante. Esta relación a veces se pacta entre personas que se reconocen como similares, y a veces se impone por la fuerza a quien es tenido por inferior. También que en la vida en comunidad nacemos deudores, en el mismo sentido que para los términos religiosos nacemos pecadores. Y esto es un fuerte lazo social de sujeción al orden colectivo. Si quisiéramos analizar la sentencia que “crea” la causa Riachuelo, en el 2008, lo que este máximo poder del estado estaba diciendo era muy disruptivo: que los Estados y las empresas eran los que se encontraban en deuda con los afectados por la contaminación y debían “pagar” y corregir su situación ¿se entiende lo disruptivo? En un mundo dominado por las grandes empresas que, con la connivencia de los estados, tercerizaron sus costos haciéndoselos pagar en tiempo y calidad de vida a los pobladores vecinos, la sentencia proponía invertir las posiciones. Lo que finalmente supone el nuevo fallo, 16 años después, es un poco la estatización de la deuda (¿les suena?): ahora la deuda ya no es de las empresas ni de los estados. Es de todos. Pero como todos somos los acreedores, también, ya no hay deuda. Otras deudas pequeñas, que quedan sueltas, adquieren la mera entidad de una obligación moral, no jurídica, echadas al viento.

Esta lectura transaccional de las posiciones de obligado y acreedor, no es en absoluto ajena al derecho. Es la forma más común de pensar al derecho: el deber es deuda, y a la inversa. La primera sentencia podía leerse como expresión del paradigma “donde hay una necesidad hay un derecho”: es la necesidad imperiosa, urgente, de la supervivencia de los seres humanos, y de una vida digna y sana, afectada la que genera una deuda (obligación), la del Estado hacia sus habitantes, y de las empresas, al menos, un compromiso a no seguir contaminando tan brutalmente para abaratar costos. Pero ya los integrantes de la Corte nos venían avisando desde 2022 que “No puede haber un derecho detrás de cada necesidad” (SIC). Y en 2024 termina coincidiendo con el nuevo principio que hace pocas semanas sintetizó brillantemente el ministro de Desregulación: “donde hay una necesidad habrá un mercado” (también SIC).

Si hay un mercado que se encargará del problema ¿Qué tienen que hacer allí esos serios juristas, que reciben su sabiduría de las nubes, que leen la filigrana oculta de los textos de infinitos libros de lomos marrones y dorados, que se acumulan tras sus espaldas en bibliotecas interminables, que pretenden antiguas? Ellos, que saben soplar el polvo de esos papiros, descifrar sus códigos, para recibir de una divinidad secular, el poder de establecer lo justo. El mercado es algo muy pedestre, en cambio. Dejemos que él se ocupe si quiere. Estos hombres ilustres están para otra cosa. Los juristas no están para encargarse de si esos niños de barro tienen o no agua para tomar, o peor, si tienen cloacas o los inundan sus heces. Se encargan de lo escatológico, sí, pero en el sentido oficial del término, de lo metafísico.

Si había una deuda del estado para con los cuatro millones setecientos mil habitantes de la cuenca del Riachuelo, el fallo ha declarado el default, la impagabilidad de la deuda. Y también es un default moral.

Bourdieu[3] dice que el mundo del derecho tiene reglas propias, y reglas comunes a todos los otros campos sociales. Está atravesado y constituido por la estructura social diferencial que atraviesa todo el orden social, pero a su vez, como todos los campos, tiene ciertas reglas específicas de producción de sus discursos. En este caso, el cumplir esas condiciones de legitimidad sirve para que estos tengan su fuerza específica, esa aura de superioridad moral, de ajenidad, de venir de un “más allá” de las partes, con un poder especial para nominar y establecer etiquetas (¿Alguien ha leído las sentencias importantes de los tribunales? Ciertamente se necesita tener una habilidad especial, saber hablar un lenguaje). En este caso, lo bizarro de la sentencia, contradictoria con todo el recorrido de la misma Corte durante 16 años, contradictoria con los mismos documentos que cita para justificarse, y contradictoria consigo misma, nos hacen cuestionarnos si no hay, Pierre, fenómenos específicos, donde el manto sacramental judicial se cae, y podemos ver a los jueces en su vergonzosa desnudez, y sin embargo los efectos políticos de la sentencia operan igual.

Foucault[4] nos rescata aquí, con una risotada antiestructuralista -al menos eso cree él- y nos dice que en ocasiones, el poder que se presenta de forma brutal, grotesca, burlesca, que no responde a ninguna condición de legitimidad, y eso es en sí mismo una demostración de poder. Es decir, que tras toda teoría de los dispositivos de poder y de la correlación de condiciones de poder y condiciones para decir la verdad (y para decir la justicia), debemos dejar espacio para considerar que hay expresiones de poder brutas, o brutales, que justamente en su falta de legitimación discursiva, en su exhibición de lo grotesco, lo grosero, lo ridículo, son una performance: expresión y creación de poder (el poder “ubuesco” lo llamó Foucault). Quisiera poner un ejemplo saliendo de lo judicial, tal vez pensando en cuestiones políticas más de coyuntura, de gobierno, pero ahora no se me ocurre ninguno.

Hemos comenzado diciendo que el final de la causa era “inexplicable”. Una ironía que apela a la forzada ingenuidad jurídica. Es incoherente, pero no inexplicable. Sospechamos que los lectores de esta revista tienden a superar esa mirada “ingenua” del derecho. Tal vez, como, en definitiva, se trata de la lucha por el suelo y el agua entre vecinos pobres y empobrecidos contra grandes empresas, es decir, de una disputa por el uso de recursos -para la supervivencia humana, o para la acumulación de capital, justamente se ha decidido, acorde con el tiempo político, que la resolverá “el mercado”. Y “el derecho” tan elaboradamente construido en la sentencia del 2008, deberá someterse a ese poder superior, correrse del centro de la escena, y cederle el sillón de presidente. Por poner sólo un ejemplo concreto: uno de los principales ejecutores de la causa era la empresa estatal de agua y saneamientos (AySa). Si esta empresa pasara al “mercado” ¿Qué posibilidades habría de que gente que apenas tiene para subsistir, pague para que una empresa privada instale redes de agua segura y tratamientos cloacales? La deuda establecida en la primera sentencia (la obligación de brindar agua y saneamiento), desaparece (o se vuelve incobrable que a los efectos prácticos es lo mismo), y la posibilidad de conseguir los servicios básicos para la supervivencia dependerá de la capacidad económica de esta población (tendiente a cero, o en saldo negativo). Digamos, entonces, que el final no es del todo inexplicable. Que probablemente operan otras fuerzas políticas, en este caso lo suficientemente poderosas para romper la pretensión de coherencia del discurso jurídico, y desnudarlo.

La cuenca del Riachuelo es, en realidad, un sistema de bañados, bajíos y arroyos casi sin caída ni corriente. Se presta fácil a la alegoría de cómo se empantanan aquí las políticas públicas y los impulsos se estancan. El lugar donde reside la Corte no necesita de ninguna alegoría. Orgullosamente se hace llamar El Palacio de Justicia. Tan lejos y tan cerca. Toma 20 minutos viajar del palacio al pantano. Pero los que viven en el palacio ¿por qué lo harían? Basta con estar a la distancia suficiente para que no lleguen el plomo, los efluvios de las heces, el barro. Mientras que los que vivan en El Palacio no lleguen a oler el pantano, será suficiente.

 

 

 


Mariano Gutiérrez es Abogado (UBA) y Magister en Criminología (UNLZ). Es miembro del Programa de Estudios del Control Social (IIGG-UBA). Ha publicado los libros La necesidad social de castigar: Reclamos de Castigo y Crisis de la Justicia y Populismo punitivo y justicia expresiva.

 


[1] Agradezco a mi maestro Juan Pegoraro algunas observaciones que han servido como ideas fuerza para este texto.

[2] Nietzsche, F. (2007). La Genealogía de la Moral. Madrid: Alianza Editorial.

[3] Bourdieu, P. (2000). Elementos para una sociología del campo jurídico. En P. Bourdieu y G. Teubner La fuerza del derecho. Ediciones Uniandes, Instituto Pensar, Siglo del Hombre Editores.

[4] Foucault, M. (2007). Clase del 8 de enero de 1975. En Los Anormales. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Comentarios: