UNIVERSIDADES Y POLÍTICAS SOCIALES
El PROGRESAR y la apuesta por la educación superior como abordaje de las juventudes

Por Paula Isacovich (CONICET-IESCODE-UNPAZ / ICA-UBA)

1. Las políticas de juventud y el problema del trabajo

Las acciones estatales específicamente orientadas hacia la juventud adquirieron cierta continuidad entre fines de los años ’80 y principio de la década de 1990.[i] Descontando políticas universales como la escuela, y asumiendo que la población joven está interpelada por políticas cuyos destinatarios no se definen en base a criterios etarios, lo que sostenemos es que desde entonces las políticas definidas en torno a problematizaciones sobre la juventud se tornaron parte de la actividad permanente (lo que significa que no hayan sido una y otra vez reformuladas, discontinuadas y reemplazadas por otras). Esto ocurrió en forma paralela, y más o menos simultánea, con el avance de las mutaciones del trabajo y la estructura productiva que se produjeron como correlato del despliegue de políticas neoliberales. En otras palabras, el lugar de la juventud en la política pública se relaciona con la perspectiva incierta de ingreso al mercado de trabajo[2].

Así planteado, el tema sigue vigente: la afluencia de nuevos trabajadores potenciales es permanente, por razones demográficas ligadas al ciclo vital y al modo en que socialmente se establecen -por medio de leyes y otras instituciones- expectativas sobre los modos de transitar, de vivir las edades, habilitando algunas en particular como períodos privilegiados para el “trabajo” y la “productividad”. Considerando esto, ante un futuro en el cual el trabajo, sus modalidades, sus condiciones, su accesibilidad, aparecen como interrogantes, esta afluencia es un problema: ¿Tendrán trabajo las nuevas generaciones? ¿En qué porcentajes? ¿En qué condiciones? ¿Qué herramientas serán necesarias para les jóvenes en ese mercado?

Pese a que vivimos desde entonces y a lo largo de más de 30 años tanto ciclos de deterioro profundo como así también otros de mejora significativa de las condiciones de vida de la población, el tema de la inserción laboral de les jóvenes, de los niveles de desempleo relativo en ese segmento de la población y, relacionadamente, de la pobreza juvenil, nunca más dejó de ser un problema agudo en comparación con la situación de les adultes. Los datos difundidos recientemente por el INDEC reafirman algo que hemos visto en distintos contextos: si la pobreza alcanzó el 35,4% en el primer semestre de 2019, considerando a les jóvenes de 15 a 29 años la cifra de pobres asciende a 42.3% (de les cuales, 9.4% indigentes). Esto indica que persiste la juvenilización de la pobreza, al tiempo que los datos de desocupación para el segundo trimestre también refuerzan esta mirada[3]: del 10,6% que alcanzó la desocupación para el segundo trimestre de este año, más de la mitad son jóvenes de hasta 29 años, en tanto que si miramos el empleo, del 42,6% de la población de aglomerados urbanos que está empleada, apenas el 9.7% está conformado por este grupo etario.

En sintonía con estos procesos, las políticas de juventud tienen, desde hace 30 años, la cuestión del trabajo como un asunto prioritario, con cierto foco en les desocupades. Amparadas en diagnósticos que señalaron la “escasa empleabilidad juvenil” o bien en retóricas que promovieron el “derecho a la educación”, entre otros enfoques divergentes, primaron las políticas educativas como modos de preparación para una futura inserción laboral, y también de promoción de la (incierta) movilidad social ascendente. Se subsumen aquí, por razones de espacio, modalidades tan diversas como cursos cortos de oficios o de ambientación laboral, pasantías, políticas de fortalecimiento de la escolarización, entre otras. ¿Y dónde estamos hoy? En otras palabras: ¿qué posibilidades encuentran les jóvenes cuando buscan (y no consiguen hallar) un trabajo?

2. Historicidades y nuevas condiciones en torno al “derecho” a la educación

Para entender dónde estamos, mencionaré brevemente algunas trazas de historicidad que configuran el presente de las políticas e instituciones que intervienen, de modos diversos, con relación al problema del trabajo juvenil.

Por un lado, la juventud argentina es heredera de un proceso de expansión de la matrícula en los distintos niveles educativos y de los años de escolarización promedio de la sociedad argentina, que atravesó todo el siglo XX. Ese proceso fue impulsado por políticas estatales entre las cuales podemos destacar hitos tales como la Ley 1420, de 1884. Un siglo más tarde, el foco de las políticas se orientó al nivel secundario con la eliminación de los exámenes de ingreso a la escuela media en 1985.[4] En los últimos treinta años, dicha expansión fue impulsada por distintas políticas, entre las cuales se destaca la Ley nacional Nº 26.260, que estableció en 2006 la obligatoriedad del nivel secundario, y el Plan FINES, de terminalidad educativa, que alcanzó entre 2008 y 2014 les 500.000 egresades, entre elles numeroses jóvenes que adeudaban materias del nivel secundario. Junto a las políticas, lo que evidencian esos datos es una importante adhesión de la población argentina a la educación como vía de inscripción social, de apuesta a la movilidad social ascendente, etc.

La apuesta educativa de la población y de las políticas, también halla espacio en lo que Sandra Carli[5] denomina la “tradición plebeya” de las universidades argentinas, en tanto proceso de ampliación del acceso de sectores medios y obreros a la educación superior. Ese proceso tuvo un hito determinante en el decreto por el cual J.D. Perón estableció su gratuidad en 1949, y luego se articuló con otras medidas como la eliminación de cupos y exámenes de ingreso en diferentes momentos del siglo XX. Aun cuando la Ley de Educación Superior de 1995 habilitó el arancelamiento, la tradición de gratuidad prevalece hasta el momento. Si bien este punto de la Ley fue reformado en 2015, la gratuidad reestablecida se ve periódicamente amenazada por discursos que sostienen que se trata de un gasto superfluo, una forma de transferencia regresiva de ingresos hacia los sectores más acomodados y que en cambio los sectores más postergados no estarían accediendo a la universidad, algo que desmienten distintas investigaciones.[6] De esta manera, y de acuerdo con datos de la Secretaría de Políticas Universitarias, los estudiantes de ese nivel pasaron de 1.586.520 en 2006 a 1.938.419 en 2016, lo que representa un incremento del 22% en 10 años. De ellos, el 50,4 % tienen hasta 24 años, el 25,2% son mayores de 30 años y el 57,6% son mujeres.

La extensión que alcanza la matrícula universitaria se hizo posible, en parte, por la creación de nuevas universidades. Si bien este proceso sucedió en distintos momentos a lo largo del siglo XX, resulta significativa la fundación de 17 universidades nacionales entre 2005 y 2015. La relevancia de estas instituciones se dimensiona mejor considerando que existen hoy 57 de dependencia nacional, que apenas 10 existían en 1970 y que las 17 más recientes se crearon en territorios de escaso desarrollo socio productivo y de infraestructura, los cuales no contaban con instituciones de ese nivel (en un contexto de incremento del presupuesto estatal destinado a la educación superior que entre 2006 y 2012 pasó del 0.61% al 1% del Producto Bruto Interno).

La creación de estas instituciones recientes abreva en dos retóricas: por un lado, la del “desarrollo[7]”; por otro lado, la del “derecho a la educación superior” declarado por la II Conferencia Regional de Educación Superior de 2008 y ratificado por la III de 2018. Ahora bien, como ha estudiado extensamente la antropología política, las declaraciones de derechos, aun su sanción legal, no es nunca condición suficiente para su concreción material. En cambio, esta puede requerir una acción política que, en este caso, no acaba con la creación de universidades, ni con el acceso inicial de los estudiantes. Por ello, la creación de nuevas universidades se complementa con políticas específicamente orientadas a la “inclusión académica”, tales como becas y dispositivos pedagógicos. Tanto unos como otros son implementados en distintas universidades que organizan cursos de introducción a la vida universitaria; tutorías para el apoyo en el estudio y la preparación de exámenes[8]; cursos complementarios optativos de lectoescritura académica y de expresión oral, y también becas de apoyo económico para sus estudiantes. Y no es que por ello quede resuelta la tensión entre el derecho y la dinámica cotidiana en las aulas y pasillos universitarios, pero sin duda hace a las condiciones de posibilidad del ejercicio de “derechos”.

En otro orden, las transformaciones estructurales de la economía y la sociedad argentinas, y el despliegue de políticas educativas orientadas a la juventud, también se cruzan de otros modos que hacen a la comprensión de dónde estamos hoy, como veremos a continuación.

3. Universidades y políticas sociales: nuevas interpelaciones para les jóvenes y retorno al “estímulo académico”

Entre el conjunto de políticas que acompañan el tránsito de les estudiantes en las universidades, existe una que se destaca una por la magnitud que alcanzó desde su creación, pero también por algunas novedades que trajo al universo de políticas de juventud: me refiero al Programa de Respaldo a Estudiantes de Argentina (más conocido por su sigla PROGRESAR).

El Programa fue creado en el año 2014 como una transferencia de dinero fijo mensual a estudiantes de entre 18 y 24 años que no trabajaban o no alcanzaban el salario mínimo (ni ellos ni su grupo familiar). La condición principal para participar del programa era, junto con los criterios de edad e ingresos, estar estudiando, ya fuera la escolaridad obligatoria o bien alguna modalidad de educación superior. Durante aquel primer año se inscribieron 861.280 jóvenes de todo el país. [9]

El Programa PROGRESAR presentó una interesante singularidad respecto de otras políticas orientadas a la población joven y proveniente de hogares de bajos ingresos. Mientras que éstas, en su mayoría, constituyeron a les jóvenes y más ampliamente a los sectores populares en objeto de intervenciones a través de los territorios-barrios o del espacio laboral, el PROGRESAR orientó la inclusión de les jóvenes sin empleo, con ocupaciones precarias, estructuralmente empobrecidos, hacia espacios que en otros contextos históricos no habían sido pensados para elles: las universidades. Y a diferencia de las becas internas promovidas y financiadas por las mismas casas de estudios, y también de las becas nacionales que existían desde mediados de los años ´90, no solamente convocó a quienes ya estaban estudiando al momento de inscribirse en el programa, sino que también operó como una invitación a embarcarse en estudios superiores. Dependiente originalmente de la ANSES, esta invitación llegaba directamente a usuarios de otras políticas sociales (les jóvenes, sus familiares). De esta manera, el PROGRESAR contribuyó a reunir a la población joven en un mismo ámbito, evitando las distinciones de acuerdo a situaciones socioeconómicas de los hogares familiares, muy habituales en políticas orientadas a este segmento.[10]

Durante los años de la gestión Macri el PROGRESAR continuó, aun cuando pueda estar notablemente devaluado su valor monetario y reducida la cantidad de usuaries. Pero en 2018, por medio del Decreto Nº 90, se modificó en forma sustantiva el programa: entre los múltiples cambios, se añadieron requisitos de rendimiento académico así como montos diferenciados para la percepción mensual de acuerdo al nivel educativo, la carrera elegida y la cantidad de materias aprobadas. Esto sucedió al tiempo que las distintas becas para estudiantes que otorgaba la Secretaría de Políticas Universitarias quedaron subsumidas en un único programa (segmentado) denominado Becas PROGRESAR.

De conjunto, las modificaciones desvirtuaron profundamente el programa: una política de promoción del derecho a la educación derivó en una beca de estímulo al desempeño académico, con ribetes excluyentes para quienes no alcanzaran a asentar su mérito. Desde entonces, quienes no cumplieron con más del 50% de las asignaturas previstas anualmente para el plan de estudios quedaron limitados a percibir apenas un 30% del exiguo valor de la beca.

4. La mejor política social es la política económica

Como mostraron importantes investigaciones en nuestro país, las políticas sociales cobraron centralidad en los modos de integración social y de regulación estatal para sectores muy amplios de la población desde que el desempleo y las desregulaciones del trabajo se expandieron en los años ’90.[11] La frase de cuño conservador no apunta aquí a desvalorizar las políticas sociales, pero sí advierte que debemos volver a mirarlas en marcos de procesos más amplios.

Así como esta centralidad se hace notable para quien preste atención a la vida en un barrio popular, la investigación y la docencia en la Universidad Nacional de José C. Paz me han permitido advertir una presencia significativa de estudiantes que son o han sido beneficiaries de políticas sociales como subsidios de desempleo, programas alimentarios y otros. Algunas de ellas acreditaban estudios universitarios como contraprestación para percibir un programa de transferencia condicionada de ingresos como por ejemplo el otrora denominado “Ellas hacen”, que promovía la conformación de cooperativas de mujeres.

En el marco de la “tradición plebeya”, estas presencias muestran un carácter cambiante de los sectores populares que acceden a la universidad, concordante con las mutaciones del trabajo y del capitalismo referidas al inicio: si en otros contextos históricos accedieron a estudiar los hijos e hijas de migrantes que trabajaban como obreros industriales, ahora son beneficiaries de planes sociales y trabajadores de los rubros menos prestigiados de la escala (como el servicio doméstico o el comercio informal) quienes se incorporan. En ese sentido, muestran que la creación de nuevas universidades dio lugar a la incorporación de sectores que tal vez no veían a estas instituciones como un horizonte posible, que –en palabras de una graduada de la Universidad Nacional de José C. Paz- ni soñaban con llegar a la Universidad, hasta que la universidad llegó al municipio.

No obstante, estos procesos posiblemente no alcancen para generar los espacios necesarios para la inserción laboral de les estudiantes, más allá de si logran sostener sus estudios de grado, si los discontinúan, si una beca apoya esa continuidad, si es onerosa o exigua, o si no hay beca. Como han sostenido investigaciones en distintos niveles educativos, la educación no es suficiente para generar puestos de trabajo, pese a lo que las retóricas del emprendedorismo (individual) insinúan con ejemplos edulcorados: que (sólo) es cuestión de esfuerzo.

En cambio, las universidades son espacios donde se alcanzan o revelan sueños. Les estudiantes descubren allí lecturas, circuitos profesionales, hábitos, lenguajes, amistades que algunes ni imaginaban. Los relatos en primera persona que circularon con intensidad en redes sociales cuando la gobernadora bonaerense afirmó que “nadie que nace en la pobreza llega a la universidad”, expresan de manera notable el orgullo que con el que estudiantes y trabajadores (docentes y no docentes) de universidades del Conurbano defendieron estas casas y los recorridos que allí realizan.

Además, las universidades pueden ser también usinas de conocimiento e innovación, y en ese sentido, motores del desarrollo. Con esa perspectiva, reforzar el derecho de les jóvenes (y por qué no adultes) a sostener sus estudios superiores sin depender (tanto) del acceso al trabajo remunerado en ese lapso, es una apuesta a multiplicar la formación pero también la producción de conocimiento, la preparación para el futuro pero también la creatividad en tiempo presente. Y en ese sentido, el PROGRESAR (revisado y revaluado) y nuestras universidades, constituyen puntos de partida para soñar.

 

 

 

[1] Sin duda existieron antecedentes de políticas orientadas a la población clasificada como joven. Por ejemplo, existieron políticas culturales y deportivas durante la última dictadura militar, las cuales operaron como dispositivos para regular usos del tiempo libre y mantener a los jóvenes alejados de la actividad política. Balardini, S. (2003) “Políticas de juventud: conceptos y la experiencia argentina”, en Dávila, O. (editor). Políticas Públicas de juventud en América Latina: Políticas Nacionales. Valparaíso: CIDPA Ediciones.

[2] Chaves, M. (2010) Jóvenes, territorios, complicidades. Una etnografía de la juventud urbana. Buenos Aires: Espacio Editorial.

[3] Fuente: INDEC, https://www.indec.gob.ar/uploads/informesdeprensa/mercado_trabajo_eph_2trim19ED75D3E4D2.pdfver

[4] La población que asistió a la secundaria se multiplicó por 100 en 85 años, pasando de menos de 25.000 estudiantes a nivel nacional en 1914 a más de 2.500.000 para el final del siglo. Si consideramos que en el mismo periodo la población total argentina se multiplicó por 5, vemos que la incidencia del nivel secundario sobre la población argentina creció un 22% (del 0,3% de la población al 6.9%). Miranda, A. (2006) “Desigualdad educativa e inserción laboral segmentada de los jóvenes en la Argentina contemporánea”. Tesis de Doctorado en Ciencias Sociales. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Buenos Aires.

[5] Carli, S. (2012) El estudiante universitario. Hacia una historia del presente de la educación pública. Buenos Aires: Siglo XXI.

[6] Por ejemplo, Suasnábar y Rovelli publican que entre 2004 y 2012 el porcentaje de estudiantes de entre 18 y 30 años pertenecientes a los dos quintiles más bajos de ingresos se elevó del 29,13% al 36,18%. El incremento para el primer quintil va del 10,76% en 2004 al 15,62% en 2012. Suasnábar, C. y Rovelli, L. I. (2016). Ampliaciones y desigualdades en el acceso y egreso de estudiantes a la Educación Superior en la Argentina. En: Pro-Posições, 27(3), 81-104.

[7] En distintos momentos de la historia Argentina, las Universidades constituyeron instituciones asociadas a proyectos de desarrollo económico por vía de la formación de trabajadores altamente calificados, o bien de la investigación científica de base y de aplicación tecnológica, y también desde los años ’70 ligadas al impulso del desarrollo local, a partir del polémico Plan Taquini. Mendonca, M. (2015) La creación de nuevas universidades nacionales en la década de los años setenta. En: Perfles Educativos, vol. XXXVII, núm. 150, IISUE-UNAM pp.171-187.

[8] Petrelli, L. (2019) Nuevas universidades, ¿nuevos puestos de trabajo? Sobre el trabajo de tutores y tutoras en la Universidad Nacional de José C. Paz. Ponencia presentada en la II Jornada de Estudios del Trabajo en la Región Noroeste del Conurbano Bonaerense. José C. Paz, junio de 2019.

[9] Calero, A. (2015). Juventud y desigualdad multidimensional. Cuaderno de Trabajo N° 8. Buenos Aires: Ministerio de Economía de la Nación.

[10] La distinción estuvo presente históricamente en políticas de juventud y también de adolescencia que desde áreas diferenciadas de gobierno interpelaban a les jóvenes de acuerdo a problemáticas asociadas a condiciones de vida ligadas a posicionamientos de clase. A modo de ejemplo, en distintas ciudades, las Direcciones de Juventud ofrecen programas de “conductor responsable” orientadas a quienes asisten en autos particulares a sus salidas nocturnas, en tanto que desde áreas de Desarrollo Social se promueven programas de prevención del delito juvenil.

[11] Manzano, V. (2013) La política en movimiento. Movilizaciones colectivas y políticas estatales en la vida del Gran Buenos Aires. Rosario: Prohistoria.

 

Imagen de portada: Imagen de Free-Photos en Pixabay

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