Crisis de la clase obrera
Entre la movilización y la institucionalización

Por Adrián Piva (CONICET/UNQ/UBA)

La recomposición de la clase obrera durante los gobiernos kirchneristas

Desde el año 2016, se asistió a una serie de marchas, concentraciones y huelgas obreras que mostraron el resultado de un proceso de recomposición de las capacidades organizativas y de lucha de los trabajadores después del ciclo de derrotas de 1976 (golpe militar) y de 1989 (hiperinflación y restructuración capitalista posterior). Ese proceso de recomposición puede rastrearse hasta los cortes de ruta y puebladas en Neuquén, Salta y Jujuy de los años 1996 y 1997.

Las rebeliones provinciales de la primera parte de la década del ’90 (“jujeñazo”, “riojazo”, “santiagazo”) provocaron la caída de gobiernos provinciales y en el largo plazo tendieron a imponer un límite a los ajustes en las provincias. Sin embargo, tuvieron un efecto limitado sobre el gobierno nacional y pudieron ser aisladas, es decir, el gobierno nacional pudo evitar la nacionalización del conflicto. En Santiago del Estero, incluso, el entonces interventor del Estado Nacional Juan Schiaretti recibió muestras de apoyo en las calles del mismo pueblo que horas antes se rebelara contra los tres poderes provinciales. Es decir, el mayor hecho de rebelión desde los saqueos en 1989 terminó por fortalecer, en lo inmediato, al gobierno menemista en lugar de debilitarlo. Por el contrario, los cortes y puebladas de 1996 y 1997 desafiaron a autoridades provinciales y nacionales, obtuvieron concesiones de ambos niveles del estado y tendieron a nacionalizar el conflicto a través de la generalización del corte de ruta como formato de protesta, la organización de movimientos de trabajadores desocupados en distintos puntos del país y de la construcción de apoyos sociales y políticos a nivel nacional. En este escenario fue particularmente importante la yuxtaposición espacio temporal – una alianza en los hechos aunque no de hecho – de movilización de trabajadores desocupados y sectores medios de la ciudad y del campo.

La insurrección del 19 y 20 de diciembre de 2001, por lo tanto, fue, por un lado, un acontecimiento y, por otro lado, el resultado de todo un ciclo de luchas sociales. Se trató de un acontecimiento porque produjo un quiebre en las relaciones de fuerzas sociales. De la derrota de 1989 – que abrió el paso a una ofensiva contra la clase obrera y los sectores populares desde el Estado hasta el lugar de trabajo – al bloqueo del ajuste deflacionario que terminó con la convertibilidad en 2001, transcurrió un sinfín de pequeñas victorias, una acumulación molecular de fuerzas desde mediados de los años `90. Pero eso no era suficiente, se necesitaba el salto, la ruptura, y la insurrección de 2001 fue eso. Por esa razón, la insurrección de 2001 no dio simplemente continuidad a aquel ciclo de recomposición, sino que lo expandió cualitativamente durante el período de post convertibilidad.

La recomposición de la capacidad de acción sindical de la clase obrera fue un aspecto central de ese proceso. En los hechos de protesta desde mediados de los años ’90 y en la insurrección de 2001, los trabajadores ocupados, en especial los sindicalizados, tuvieron un rol importante. Pero no central. Más allá de 2003 el fortalecimiento de las acciones y organizaciones sindicales fue visible. No quiero con esto rechazar como un elemento causal de esta recomposición la eficacia política de la estrategia política kirchnerista de recomposición del poder de estado post crisis. Esa estrategia construyó y reprodujo consenso político sobre la base de una política de satisfacción gradual de demandas obreras y populares. Solo planteo que esa estrategia, al igual que aquella recomposición, no hubieran sido posibles sin 2001. Y sin 2001 tampoco hubiera existido ese retorno de las huelgas obreras, muchas de ellas en las bases, de 2004 y 2005.

Dicha recomposición, sin embargo, mostró límites estrechamente vinculados al carácter parcial de la reversión de los efectos estructurales de las reformas neoliberales de los años ’90. Desde el punto de vista de las capacidades estructurales para la acción colectiva de la clase obrera, éstas se vieron limitadas por la persistencia de la fractura entre trabajadores precarios y trabajadores formales. A pesar de la caída del empleo informal, sus niveles no perforaron el tercio de la fuerza laboral que se consolidara en la segunda mitad de los años ’90. Incluso la fuerte caída del desempleo llevó su tasa a niveles similares al techo de los años previos a la crisis hiperinflacionaria, que se encontraba en torno al ocho por ciento.[1] En el terreno institucional, la vigencia de las paritarias y el incremento general de las negociaciones colectivas devolvió a los sindicatos un lugar relevante en la canalización del conflicto y en la fijación del salario nominal. La dualización de la fuerza laboral, sin embargo, limitó ese rol en la medida que los sindicatos vieron reducida su representatividad al trabajo formal y, en particular la CGT tuvo su principal fuente de poder en la representación de los trabajadores del sector privado formal[2]. Pero el proceso de institucionalización del conflicto obrero se desarrolló también a través de la incorporación de los movimientos sociales en mecanismos estatales de negociación[3]. De modo creciente el Ministerio de desarrollo social cumplió la función de un “ministerio de trabajo” de desocupados y precarios. Ello se vio favorecido por la centralización organizativa que experimentaron los movimientos sociales después de 2001 y que fue a su vez impulsada por el proceso de institucionalización. Hacia el final del período kirchnerista unas pocas organizaciones (la CTEP, la CCC y Barios de pie) representaban a la mayoría de los trabajadores organizados del sector informal. El resultado fue un fortalecimiento relativo de la clase obrera, en comparación con la década del ’90, caracterizado por la recomposición de las capacidades estructurales, organizativas y financieras de las organizaciones sindicales tradicionales, pero limitada por una fractura de la fuerza laboral que se cristalizó institucionalmente a través de la construcción de mecanismos diferenciados de incorporación al Estado. El retorno de las huelgas generales entre 2012 y 2015 mostró los contornos de esa reconfiguración. Por un lado, los sindicatos evidenciaron esa recomposición en las huelgas y en la movilización. Por otro lado, su principal demanda, la afectación de los salarios por el impuesto a las ganancias, mostraba el carácter parcial de su representación y las dificultades para unificar al conjunto de la clase obrera. Sin embargo, el proceso huelguístico también puso de manifiesto la debilidad de las bases obreras para producir acciones autónomas y de desafiar a las direcciones sindicales. En estas condiciones la recomposición de la acción sindical de los trabajadores significó mayores grados de libertad para la acción institucional de las direcciones sindicales. Algo similar sucedió con los movimientos sociales en el marco de una fuerte red de asistencia social sobre la base de la Asignación Universal por Hijo desde 2009.

Excursus: los cambios económicos mundiales y el agotamiento de la estrategia política kirchnerista

Como decíamos, los límites de la recomposición obrera estaban estrechamente articulados con la reversión parcial de los efectos estructurales de las reformas neoliberales de los años ’90. Esa reversión parcial se puso de manifiesto con el retorno de los déficits gemelos (fiscal y externo) entre 2010 y 2011. A partir de 2012 la reaparición de la llamada restricción externa al crecimiento (una salida neta de divisas originada en las importaciones y en el pago de deuda externa) inauguraba un largo período de estancamiento y tendencia a la crisis. La respuesta del kirchnerismo, el control de cambios (cepo cambiario) y la política de control de importaciones, buscó evitar la devaluación y el ajuste o conducirlo de modo gradual según los momentos y la situación económica y política. Pero en los momentos en que intentó avanzar gradualmente, por ejemplo reduciendo subsidios a las tarifas de los servicios públicos, se produjeron procesos de deslegitimación que pusieron de manifiesto la resistencia social al ajuste. Las huelgas obreras de ese período también mostraron la capacidad de bloqueo de la clase obrera. Aquel bloqueo al ajuste sin fin que significó la insurrección de 2001 parecía seguir vigente una década más tarde.

Sin embargo, lo que se evidenciaba de modo más general era un agotamiento de la estrategia económica y política del kirchnerismo. La capacidad del gobierno de conducir un proceso de satisfacción gradual de demandas obreras y populares se había desarrollado sobre una situación mundial y local que ya no existía. A nivel global, el aumento del precio de los commodities posibilitado por el fuerte crecimiento de China creó las condiciones para la formación de superávits externo y fiscal (los superávits gemelos) que dieron mayor margen de maniobra al Estado. A nivel local, la devaluación de 2002, la caída salarial, el alto desempleo y la baja utilización de la capacidad instalada de la industria, la disposición de la gran burguesía agraria y urbana a hacer concesiones en un cuadro de crisis económica y política sin precedentes y la fuerte renovación de capital que se había producido durante el primer gobierno menemista, generaron condiciones para un ciclo de crecimiento, caída del desempleo y recuperación de los ingresos populares. Si durante la fase de crecimiento ya aparecían tendencias al desequilibrio económico, el mayor margen de autonomía del estado permitía desplazar los antagonismos latentes al futuro. Pero la crisis mundial de 2008 primero, la reemergencia de los límites estructurales al crecimiento de la economía argentina después y la desaceleración económica de China y la consiguiente caída del precio de los commodities por último, cambiaron radicalmente la situación. Las condiciones que habían incrementado los márgenes de libertad para una política estatal de satisfacción gradual de demandas habían desaparecido. Pero además, terminado el ciclo de altos precios de los commodities, volvía al centro de la escena una transformación profunda del capitalismo que comenzara a mediados de los años ’70 y se acelerara desde los años ’90: la internacionalización de las relaciones capitalistas, la llamada globalización. La internacionalización limita la autonomía de los estados – nación para aplicar políticas disonantes con las necesidades de reproducción del capital a nivel global. Es decir, si la autonomía del estado respecto del capital no es nunca ilimitada y enfrenta como límite las crisis recurrentes, en las nuevas condiciones de crecimiento mundial débil y capitalismo internacionalizado, los márgenes de autonomía estatal resultan aun más reducidos. Por eso hablamos de agotamiento de la estrategia kirchnerista: en las nuevas condiciones post 2012 las posibilidades de desplegar una estrategia de satisfacción gradual de demandas y de desplazar la creciente presión por el ajuste al futuro eran más estrechas. La campaña electoral de 2015 lo puso en evidencia, el eje del debate no fue el ajuste sino su ritmo: shock o gradualismo.

La clase obrera ante el macrismo: ofensiva del capital y resistencia popular

El ascenso de Macri al gobierno significó un cambio completo de escenario político. El nuevo gobierno, a diferencia del anterior, se propuso llevar adelante una fuerte ofensiva contra los trabajadores como medio de recomponer las condiciones de acumulación del capital. Sin embargo, a poco de andar se enfrentó a una importante resistencia popular con centralidad del movimiento sindical y de los movimientos sociales, es decir, de las dos grandes fracciones de la clase obrera.

El llamado “gradualismo” de 2016 y 2017 no refiere a la ausencia de importantes avances en el proceso de ajuste (sobre todo en el aumento de tarifas) sino a las dificultades del gobierno para avanzar en sus objetivos a un ritmo compatible con las necesidades de reducción del déficit y con los objetivos de reducción de la presión tributaria sobre la gran burguesía. Esas dificultades se explicaban por la recomposición de la clase obrera post 2001. A diferencia del menemismo, la llegada al gobierno de Cambiemos se produjo sin una gran derrota previa de la clase obrera. El macrismo se vio entonces enfrentado a la imposible tarea de construir la condiciones políticas del ajuste al mismo tiempo que lo llevaba a cabo. De modo que, el gobierno de Macri se vio empujado al diferimiento de las consecuencias de ese “gradualismo”: el pasaje de la fase de estancamiento económico – que atravesaba la economía argentina desde 2012 – a una de crisis abierta. Y lo hizo sustituyendo el financiamiento en moneda local del gobierno anterior (vía transferencias dentro del estado – BCRA y ANSES –, vía endeudamiento en pesos con los bancos privados y vía emisión monetaria) por el endeudamiento externo. El ritmo de endeudamiento externo es la mejor aproximación a una medida de la brecha entre el ajuste que buscaba el gobierno y el que pudo conseguir. La contracara de esa medida es el número de conflictos con paro de 2016, que fue junto con el de 2014 el pico de la medición que hace desde 2010 la Secretaría de trabajo (antes ministerio) de evolución del conflicto laboral (Fuente: http://www.trabajo.gob.ar/estadisticas/conflictoslaborales/). No hay casualidad en esos picos: ambos fueron años de devaluación, recesión y caída del salario real. Ambos muestran, por lo tanto, la capacidad obrera de resistencia al ajuste.

El “gradualismo” de 2016 y 2017 le permitió al gobierno ganar las elecciones de octubre de 2017. Y el gobierno creyó que ahora sí podría avanzar en su programa de fondo: la reforma laboral (flexibilización de las condiciones de compra y uso de la fuerza de trabajo), la reforma previsional (extensión de la edad jubilatoria, cambio de sistema previsional y cambio del cálculo de haberes para reducir las jubilaciones) y reforma tributaria (reducción de la presión tributaria sobre el gran capital). El proclamado por el gobierno “reformismo permanente” suponía, a su vez, acelerar el ajuste fiscal, explícito en la reforma previsional pero implícito en la reforma tributaria y en la disminución de aportes patronales de la reforma laboral. Pero el “reformismo permanente” se estrelló contra la resistencia obrera. Primero, en la fractura de la CGT frente a la reforma laboral. Segundo, en la movilización de entre 150000 y 300000 personas, según los diferentes periódicos, del 18 de diciembre de 2017 que derivó en enfrentamientos de los manifestantes con las fuerzas de seguridad frente al Congreso Nacional. Ese día se votaba un aspecto de la reforma previsional: el cambio en el cálculo de la fórmula de movilidad. Si bien se votó, la magnitud de la movilización, de los enfrentamientos y el masivo cacerolazo con movilización al Congreso de la noche del mismo 18 de diciembre sepultaron políticamente el programa de reformas. Y con ello sepultaron todo el programa del gobierno. El anuncio de fin de año de que se reducirían las tasas de interés y se elevarían las metas de inflación era un reconocimiento del bloqueo popular al ajuste y la reestructuración y un intento de canjear inflación por algo de crecimiento y paz social. Pero la tendencia al alza del dólar evidenciada ya en enero y febrero y la persistencia de la debilidad de la inversión anunciaban que ya no quedaba más tiempo para soluciones de compromiso.

En ese sentido, la corrida cambiaria de abril y mayo de 2018, aunque tuviera como detonante coyuntural el aumento de las tasas de interés en Estados Unidos, fue la respuesta descoordinada de los capitales individuales a la movilización de diciembre de 2017. Frente a la evidencia del bloqueo popular al programa del gobierno, la salida de capitales produjo el pasaje de la fase de estancamiento a la de crisis abierta. En definitiva, lo que señaló la pérdida de financiamiento privado del gobierno y la aceleración de la fuga de capitales fue el final del período de posposición de la resolución de la relación de fuerzas entre capital y trabajo. En un marco de estrechamiento de los márgenes de autonomía del estado para ensayar estrategias de incorporación política de demandas populares – agravado por el endeudamiento externo y el acuerdo con el FMI – nuevamente parece ser la crisis el escenario de resolución de esa relación de fuerzas.

¿Cómo interpretar en ese contexto la evolución del conflicto obrero en 2018? Los datos disponibles del ex Ministerio de trabajo para el segundo trimestre de 2018 muestran una caída de los conflictos con paro respecto del mismo período en 2017 (Fuente: http://www.trabajo.gob.ar/estadisticas/conflictoslaborales/). Ese dato coincide con la percepción bastante general de un proceso de desmovilización desde el inicio de la crisis abierta. Eso sucede en un marco de fuerte reducción del salario real, aumento de despidos y suspensiones, crecimiento de la pobreza y del desempleo, etc., en el que la acción colectiva de los trabajadores se torna defensiva. Ese dato adquiere mayor significación si lo comparamos con lo sucedido en 2014 y 2016: años de devaluación, recesión y ajuste frente a los cuales se dieron picos de conflictividad obrera. Dos hipótesis pueden ser sugeridas: la primera es que la cercanía del período electoral oriente las expectativas hacia un cambio de gobierno, desplazando el campo de confrontación desde el conflicto obrero hacia la lucha electoral; la segunda es que el proceso de crisis abierta esté erosionando las capacidades estructurales de resistencia obrera y se esté produciendo un proceso de desmovilización de la clase obrera más duradero.

Después de diciembre de 2017 se desarrolló en los hechos una disputa en torno a los modos de la resistencia popular. Gran parte de la dirigencia sindical y social coincidió con la mayoría de la dirigencia política en orientar la acción hacia la canalización del conflicto por la vía institucional, en oposición a una estrategia de acción directa o extra institucional como la ensayada en la plaza de los dos congresos. Esta orientación de la mayoría de la dirigencia sindical y de los movimientos sociales es indicativa del proceso de institucionalización del conflicto durante los gobiernos kirchneristas, lo que marca una diferencia sustancial con el ciclo de luchas desarrollado entre 1996 y 2001. Pero paradójicamente el gobierno macrista solo retrocedió frente a la vía de la acción directa. La pregunta que surge, entonces, es si en un escenario de estrechamiento de los márgenes del estado para otorgar concesiones, de crisis abierta que erosiona las capacidades estructurales de resistencia obrera y de ofensiva capitalista, la vía predominantemente institucional del movimiento popular no es a su vez causa de un proceso de desmovilización más profundo. La insurrección de 2001 produjo un quiebre de las relaciones de fuerza sociales, pero sobre la base de la acumulación molecular de pequeñas victorias. Las derrotas también requieren de acontecimientos que produzcan un giro en las relaciones fuerza, pero se asientan del mismo modo que los avances populares en la acumulación molecular de pequeñas batallas perdidas.

 

Bibliografía

Marticorena, C. (2014). Trabajo y negociación colectiva. Los trabajadores en la industria argentina, de los noventa a la posconvertibilidad. Buenos Aires: Imago Mundi.

Piva, A. (2012). Acumulación y hegemonía en la Argentina menemista. Buenos Aires: Biblos.

Piva, A. (2015). Economía y política en la Argentina kirchnerista. Buenos Aires: Batalla de ideas.

Piva, A. (2019). “Del largo estancamiento a la crisis abierta”. Catarsis, 1 (1), (pp. 67 – 74).

Retamozo, M.; Di Bastiano, R. (2017). “Los movimientos sociales en Argentina Ciclos de movilización durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner 2003-2015”. Cuadernos del CENDES, 34 (95), (pp. 117-150).

Varela, P. (2016). El gigante fragmentado. Sindicatos, trabajadores y política durante el kirchnerismo. Buenos Aires: Final abierto.

 

[1] Los datos de referencia pueden consultarse en Piva, A. (2015). Economía y política en la Argentina kirchnerista. Buenos Aires: Batalla de ideas.

[2] Marticorena, C. (2014). Trabajo y negociación colectiva. Los trabajadores en la industria argentina, de los noventa a la posconvertibilidad. Buenos Aires: Imago Mundi; y Varela, P. (2016). El gigante fragmentado. Sindicatos, trabajadores y política durante el kirchnerismo. Buenos Aires: Final abierto.

[3] Piva, A. (2015). Economía y política en la Argentina kirchnerista. Buenos Aires: Batalla de ideas.; y Retamozo, M.; Di Bastiano, R. (2017). “Los movimientos sociales en Argentina Ciclos de movilización durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner 2003-2015”. Cuadernos del CENDES, 34 (95), (pp. 117-150).

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