Pensamientos de coyuntura
La democracia argentina en su laberinto

Por Javier Vázquez (UNPaz, UBA, UNLaM)

Las últimas elecciones, además de un acto de sufragio en el que se renovaron parcialmente las cámaras, constituyen un acontecimiento que ha abierto una nueva escena política en la democracia argentina. He aquí algunas ideas provisionales respecto de las implicancias de este acontecimiento y de lo que se puede entrever a futuro.

Lo primero que hay que decir es que el gobierno obtuvo un claro triunfo en las elecciones. Todavía es muy pronto para saber si ese triunfo va a significar la reelección de Mauricio Macri en 2019, pero no para reconocer que su tránsito por la arena política va a ser más tranquilo de lo que fue hasta ahora.

Este hecho condujo a algunos destacados analistas a afirmar que estaríamos ante la presencia de algo así como una nueva “hegemonía macrista” (José Natanson, Pablo Semán). Pues bien, la dimensión económica de ese concepto es de fácil corroboración, basta con ver los excelentes informes del Observatorio de las élites de la UNSAM. Dicho de otro modo: que el gobierno nacional expresa a los sectores económicamente dominantes es tan evidente que si sólo tomásemos este caso habría que dar por ganado el debate a Miliband. Sin embargo, todavía parece apresurado dar por realizada la dimensión ético-política de la hegemonía, sobre todo cuando no hace mucho el propio Natanson destacaba la pervivencia del kirchnerismo bajo la forma de una cultura política. Lo paradójico es que mientras al kirchnerismo se le dio por ganada la “batalla cultural”, una batalla que sus máximos líderes nunca se propusieron dar, el nuevo gobierno sí tiene entre sus propósitos dar esa batalla. “El cambio es para siempre” reiteran una y otra vez. O, como dijo la gran tuitera @lakolombina: “nosotros dijimos vamos por todo. Ellos lo hicieron”. Ellos sí se han propuesto alcanzar una hegemonía cultural, ellos sí se proponen invertir los guarismos de la encuesta de orientaciones ideológicas que cita Natanson. Aún es muy pronto para afirmar que lo han logrado.

 

Más exacto me parece el diagnóstico de Julio Burdman según el cual Cambiemos ha logrado construir un nuevo partido nacional (algo que en la Argentina se facilita enormemente cuando se cuenta con la caja nacional) y, podríamos agregar, una nueva identidad política. Si bien no hubiese sido posible sin el aparato de la UCR (o los aparatos de los radicalismos provinciales), el triunfo parece ser más del PRO que del radicalismo. Me permito incluso aventurar en un futuro próximo la paulatina subsunción de lo que fue la identidad radical en Cambiemos.

El discurso del PRO ha ofrecido una adecuada superficie de inscripción para el del radicalismo. Ciertos elementos del discurso del PRO han hecho sistema con antiguos elementos del discurso radical, aunque proviniesen de orígenes completamente distintos, además de encontrar en aquél un nuevo formato producto de las técnicas del marketing político. Primero, la prédica liberal en lo económico presente en el radicalismo desde sus orígenes, venía adosada a la defensa del liberalismo político y se fundamentaba en la defensa de una idea amplia de la libertad de los hombres; el librecambismo del PRO tiende a divorciarse del liberalismo político, es selectivo –por no decir que es para los giles (recordemos el episodio del gasoducto de Córdoba donde el gobierno intervino para evitar que la provincia compre caños chinos en vez de los de Techint) y se funda en la tan mentada búsqueda de la competitividad (y termina en una defensa cerrada del sector agropecuario, el único en condiciones de salir indemne del “salto mortal de la mercancía” que es la competencia –en este caso– internacional). Segundo, el énfasis en las inversiones extranjeras como motor del desarrollo, algo presente en el desarrollismo de Frondizi, provenía allí de la convicción en que el desarrollo sólo podía producirse como resultado de un modelo industrial que contase con un aparato industrial homogéneamente desarrollado y que fuese capaz de avanzar hacia las etapas “difíciles” de la industrialización sustitutiva; en el discurso de Macri la discusión de cómo se puede alcanzar el desarrollo está resuelta, la estrategia es la de la inserción internacional competitiva, según la cual el desarrollo industrial sólo debe darse allí donde la argentina tiene ventajas comparativas y dónde la industrialización puede ser eficiente (de allí la reticencia a proteger ramas consideradas ineficientes como las del polo tecnológico de Tierra del Fuego). Tercero, el componente antiperonista, que si en el radicalismo puede provenir de diversas fuentes (del conflicto entre la fe cívica y la legitimidad de la conducción, del carácter refractario del peronismo al “demoliberalismo”, o de la lectura que de él se hizo en el contexto de la segunda guerra mundial), en el macrismo emerge de un componente eficientista (la idea según la cual “el peronismo ha fracasado) y modernizador (la idea que éste ha quedado vetusto. Ese antiperonismo PRO no sólo existe en las redes sociales (donde adquiere matices rabiosos si tomamos en cuenta la forma en la que es propalado por las usinas manejadas por jefatura de gabinete), sino también en el discurso de los dirigentes aunque de forma más edulcorada (Vidal suele aludir al abandono de la provincia de los últimos 25 años que incluye a todas las gobernaciones peronistas excluyendo prolijamente la del radical Armendariz).

El PRO también ha recuperado elementos del discurso radical, sobre todo del radicalismo de la transición. Para reconstruir un orden común –que además fuese democrático– en las difíciles circunstancias que debió afrontar, Alfonsín debió y buscó (en la medida de sus posibilidades) garantizar la paz contra la violencia dictatorial, pero también contra la violencia de las organizaciones políticas que la había precedido. Con la comprensión política que lo caracterizaba, entendió que las fórmulas que habían buscado dar una solución a la “cuestión del peronismo” no sólo eran inaceptables en términos morales, sino que se habían probado ineficaces. Comprendió que la única forma de garantizar la paz era asociarla indisolublemente al respeto incondicional de los derechos humanos y a la plena vigencia de las libertades cívicas. Esto aseguraría la (su)pervivencia del peronismo pero al mismo tiempo lo obligaría a confrontarse con sus propios automatismos antidemocráticos. La defensa de la paz como rechazo de la violencia política ha reaparecido en el discurso del PRO, esto se puede apreciar en los discursos de Carrió, Vidal y Macri del día 22 de octubre, aunque esa importación se ha realizado olvidando las aristas más interesantes de ese discurso: sobre todo aquella que vinculaba la paz a la defensa irrestricta de los derechos humanos y las libertades cívicas. Podría decirse (aludiendo a aquella frase del 18 Brumario de Luis Bonaparte –sí una vez más– según la cual la historia se repite dos veces) que lo que en el alfonsinismo fue tragedia (la defensa de los derechos humanos y la rehabilitación de las libertades cívicas eran las garantías para la vida y la paz después de la tragedia y contra la tragedia de un régimen criminal) ahora es farsa. Y es farsa no sólo por los episodios represivos que se produjeron hasta ahora (de los cuales ningún gobierno está exento), no sólo por el gesto paródico de invocar una lucha contra una organización armada, sino porque lo que se busca es precisamente desanudar la relación que en la transición se había trabado entre la paz y la defensa de los derechos humanos y las libertades cívicas. Es en este punto en el que se pretende revisar el consenso de los ‘80.

 

Recientemente han aparecido valiosas contribuciones que hablan de una suerte de “deshielo del consenso alfonsinista” (Marcelo Leiras) o que afirman más categóricamente que el “contrato del Nunca Más ya no rige” (Roberto Gargarella). A pesar de las diferencias a la hora de identificar el contenido de ese acuerdo (algo obviamente difícil ya que hablamos de un consenso social de bordes no siempre delimitables) tanto Leiras como Gargarella entienden que su declinación se habría producido alrededor del 2008. Lo que hoy estaríamos viviendo no sería más que una prolongación de esa declinación.

Si bien hubo episodios en los que el gobierno de CFK infringió los términos de ese contrato (como puede ser la designación del General Milani) tiendo a creer que, al mismo tiempo, su conducta ratificó la legitimidad del mismo. Se da aquí un fenómeno similar al que describe Max Weber (Economía y Sociedad §5, 3) cuando sostiene que el ladrón que oculta su delito reconoce tácitamente la validez del orden legal. La actitud respecto de Milani (de esconderse, de intentar que su designación pase desapercibida: cuando Cristina habló del hecho nunca mencionó a Milani, fue ella misma la que terminó por removerlo y cuando fue detenido ni si quiera comentó el tema) indica más bien que el kirchnerismo terminó siendo condenado por el criterio con el que había juzgado “éticamente” los casos de violaciones a los derechos humanos. No obstante, esa actitud también suponía una ratificación de los términos del consenso, ya que al ocultar y negar el episodio reconocía tácitamente su legitimidad.

Hoy estamos, como señala Martin Plot, ante un deliberado intento de revisar los términos de ese contrato en lo que se refiere al uso de la violencia estatal que se considera legítimo para garantizar la paz. Los casos de Santiago Maldonado y de Rafael Nahuel muestra precisamente esta intención (en los términos de Macri la intención de “correr la raya cultural”). En el primer caso, cuándo aún se sabía poco de lo que había pasado y cuando todas las hipótesis conducían razonablemente al accionar de Gendarmería, la ministra Patricia Bulrrich, en el Congreso de la Nación, cuestionó a la víctima y a su familia y respaldó lo actuado por la fuerza (“no voy a tirar un gendarme por la ventana”). Esa actitud se profundizó luego de un caso más grave y donde todo está más claro, como es la muerte de Rafael Nahuel a manos de agentes de la Prefectura. En la conferencia de prensa posterior (también) Patricia Bullrich sostuvo, luego de leer un comunicado en el que se relataba un supuesto ataque a los prefectos, que “el beneficio de la duda lo debía tener la fuerza”, aunque exista una persona muerta luego de haber recibido un disparo de arma de fuego por la espalda y que el Ministerio de Seguridad le daba “carácter de verdad” a lo relatado por la fuerza y, por tanto, “el Poder Ejecutivo no tiene que probar lo que hacen las fuerzas”.

 

Las expresiones de Patricia Bullrich son algo más que una mera justificación respecto del accionar represivo de una fuerza: verbalizan una nueva política en materia de uso de la violencia estatal y del límite que es tolerable para garantizar la paz. Si el uso de la fuerza pública es inseparable de ciertos excesos, frente a “casos extremos” esos excesos deben ser tolerados. Los excesos siempre existieron, lo que es nuevo es la tolerancia a esos excesos. Si desde los años ‘80 el respeto a los derechos humanos y las libertades cívicas fueron garantía de paz, ahora existen casos extremos en los que la paz se coloca por encima de esos valores. En esto consiste el “consenso revisado”: frente a casos excepcionales, como podría ser el accionar de un grupo violento –real o manufacturado– (y de contornos borrosos en los que podrían caer fracciones de la oposición política, ya que como la ministra misma admitió la RAM es un “nombre genérico de grupos que actúan violentamente”), está permitido un uso más laxo de la violencia estatal. De este modo, “paz” significa, ahora, hobbesianamente, “orden”, el cual para ser garantizado ameritará el recurso, en la medida en que no pueda ser evitado, a la violencia estatal e incluso la tolerancia a los excesos que son inevitables en el ejercicio de las fuerzas de seguridad. Esa tolerancia es la que antes era intolerable.

Resumiendo, los elementos del radicalismo que hacen sistema con el discurso PRO provienen de un origen diferente y los que el PRO toma del radicalismo están tergiversados. Podría, entonces, augurarse una paulatina subsunción de aquella identidad en ésta. En este sentido más estricto la expresión “el cambio es para siempre” sí es exacta: no significa que el peronismo vaya a desaparecer, sino que ha nacido una nueva fuerza política que parece haber llegado para quedarse.

Una segunda conclusión es que la estrategia de polarización instrumentada por el gobierno le rindió muy buenos frutos y por tanto nada hace prever que vaya a caer en desuso. El gobierno buscó identificar a todos sus rivales con el kirchnerismo y esta supresión de matices y realidades locales parece explicar algunos triunfos impensables en distritos controlados por diferentes variantes del peronismo. Son ilustrativos aquí los casos del Chaco, La Rioja, Santa Fe y (aunque en las generales los Rodriguez Saa lograron revertir el resultado) las PASO en San Luis.

También hay que decir, como corolario de lo anterior, que la oposiciones que rivalizaron en semejanza con Cambiemos tuvieron un duro revés. Recién se destacaba el éxito de la estrategia del gobierno consistente en polarizar. Si esa estrategia fue exitosa, su reverso tampoco podía dejar de serlo. Las alternativas que buscaron mostrar su rechazo al pasado kirchnerista, antes que diferenciarse del gobierno, tuvieron una pobre performance electoral. Recurriendo a la metáfora de Iván Schargrodsky, puede decirse que los opositores “línea Pepsi” al gobierno sintieron el rigor del original: los consumidores prefirieron Coca. Los ejemplos obvios son los de Salta, Córdoba y, sobre todo, la provincia de Buenos Aires.

Hay que decir que esta situación no sólo fue el resultado de la polarización, sino también virtud del kirchnerismo que logró presentarse –de eso no hay dudas– como la oposición (con poder de fuego electoral) más firme. Esta actitud, muy valorada por aquellos que querían votar contra el gobierno de Macri, le valió el rol de segunda fuerza a nivel nacional con el 20% de los votos contra el 40% de Cambiemos aproximadamente. Esto supone algo bueno y algo malo para el kirchnerismo: lo bueno es que cualquier oposición que pretenda serlo necesita de esos votos (y, por tanto, sería absurdo proponerse como objetivo la supresión de ese espacio); lo malo es saberse, al menos por ahora, una minoría intensa. Esto le deja pocas alternativas: o bien, tender puentes con otros actores (si además de firme quiere ser una oposición con vocación de mayorías) o bien, resignarse a una progresiva erosión de su voto (es un lugar común decir que el voto del kirchnerismo está consolidado, sin embargo es difícil esperar que ese voto aguante por siempre).

Pasando ahora al plano de lo que podría ocurrir, puede decirse que, en el escenario legislativo por venir, al gobierno –si bien tendrá que negociar– no le será difícil conseguir las mayorías necesarias para aprobar las medidas que tiene en carpeta (reforma laboral, reforma previsional, reforma impositiva, cambios en la coparticipación etc.), de cuya ineluctabilidad ha logrado convencer a una gran parte de la ciudadanía.

Cambiemos pasó a ser la primera minoría en Senadores y lo seguirá siendo en Diputados, aunque aumentando la cantidad de bancas de las que dispone. Otro de los beneficiados fue el PJ no kichnerista, que pasará de 35 a tener 40 diputados –bancada acotada pero que le ha permitido negociar paz fiscal para muchas provincias– y conserva su poder de negociación en Senadores aunque ahora sea la segunda minoría. Por el contrario, el mayor perjudicado parece ser el massismo ya que disminuye su bancada en Diputados y pierde sus aliados cordobeses y chubutenses. Este sector que, con la habilísima conducción de Graciela Camaño en Diputados, supo obtener ventajas muy por encima de sus recursos institucionales, debería ahora preocuparse: muchos de sus dirigentes en la provincia de Buenos Aires –hoy conectados al respirador artificial de la gobernación– deben estar hoy evaluando las ventajas de un “sinceramiento” que los lleve definitivamente a las filas del PRO. Es cierto que una eventual alianza entre las distintas variantes del peronismo significaría para Cambiemos una dificultad, pero no parece ser que este vaya a ser el caso al menos por ahora. En términos de resultados el gobierno no debería esperar mayores dificultades que las que enfrentó hasta ahora en Senadores y que le trajeron no pocos éxitos.

En suma, el escenario legislativo no parecería ofrecer mayores dificultades en el tránsito del gobierno al 2019. ¿Por qué, entonces, Macri no encontraría un camino despejado a la reelección en 2019? La suerte del gobierno parece estar atada, no tanto a las contingencias de la política, como a las “leyes” de la economía, donde la acumulación de desequilibrios macroeconómicos resulta escalofriante (todos los guarismos que se le criticaban al kirchnerismo han empeorado: aumentó el déficit fiscal, va a haber un déficit comercial récord y, a una inflación que no cede, se le suma un proceso de endeudamiento externo vertiginoso). Un observador poco atento hubiese podido pensar que el PRO tenía grandes resultados para ofrecer en materia de gestión económica y que su punto flaco iba a estar en la negociación política. Pues bien, la situación ha sido exactamente al revés: las aguas de la política se presentan tranquilas para el gobierno, mientras que los resultados económicos que el mejor equipo de los últimos 50 años ha logrado conseguir distan mucho de estar a la altura de las expectativas.

Para concluir, es imposible eludir la pregunta por la estrategia que se dará la oposición. Haciendo un ejercicio de prognosis, que siempre tiene una dosis de arbitrariedad, parece haber tres escenarios posibles a futuro para el campo opositor a Cambiemos.

Los dos primeros escenarios serían variantes de la forma que podría asumir una reorganización de las distintas corrientes del peronismo. Esto sólo será posible si los actores involucrados renuncian a sus expectativas de máxima, esto es, si tanto el kirchnerismo abandona su postura cerril pero también si el peronismo no kirchnerista abandona la idea de que el gobierno haga el trabajo sucio de eliminar al kirchnerismo.

  • (Otra) renovación peronista: un escenario posible sería la reunión de las distintas partes del peronismo con el kirchnerismo en un rol marginal. Esta reunión podría producirse gracias a la aglutinación impulsada por alguno de los que han resultado victoriosos en las últimas elecciones y que aparecen como moderados (esto es, de fluida conversación con el gobierno nacional, aunque tendiendo puentes con el kirchnerismo).
  • Kirchnerismo sin Cristina (conduciendo): este escenario supondría la articulación de todos los espacios peronistas bajo una conducción afín al kirchnerismo que no sea la de CFK. Si antes estaba claro, ahora resulta obvio que Cristina no tiene la vocación (cfr. el discurso en Hurlingham), y probablemente tampoco la capacidad, de conducir la rearticulación de todas esas partes. Su rol seguiría siendo importante como conducción y referencia del sector kirchnerista, pero no para el conjunto. Esta situación permitiría, no obstante, la pervivencia del programa kirchnerista (que no se agota en la promoción del mercado interno y la industrialización sustitutiva de importaciones, sino que ha avanzado en discusiones que hacen a la forma de nuestra democracia –discusiones acerca del poder de los medios de comunicación, de cómo mejorar el ejercicio de la judicatura y de cómo construir una agencia de inteligencia acorde con esa democracia) más allá de sus liderazgos fundantes. Este escenario parece ser el menos probable o, por lo menos, el más trabajoso.

El último escenario sobrevendría frente al fracaso y/o abandono del intento de una rearticulación del peronismo.

  • Restauración conservadora (en el peronismo): En este escenario las partes del peronismo conservarían su dispersión. Así el kirchnerismo, abandonado a las tendencias que existen en él y que pugnan por transformarlo en una coalición progresista (con la imagen del “Podemos” español como horizonte), terminaría como una fuerza con un programa ideológicamente coherente, aunque confinada a representar sectores medios urbanos, estudiantiles e intelectuales. En este escenario, Cristina sí podría conservar su rol de conducción de un espacio devenido conscientemente en una minoría intensa. Desinteresándose el kirchnerismo de la disputa por el peronismo, las variantes no kirchneristas podrían dar rienda suelta a las tendencias conservadoras que anidan en su interior. Quizás recuperando –aunque no necesariamente– la defensa del mercado interno y la industrialización sustitutiva de importaciones, el peronismo quedaría como la expresión política de un programa conservador en lo cultural, escasamente generoso en materia de derechos individuales y decididamente inclinado a la demagogia punitiva.

No es fácil saber que va a pasar, mucho más fácil es saber qué es lo que hay que evitar.

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