Igualdad, libertad, fraternidad
La democracia en cuestión: composiciones entre lo viejo y lo nuevo

Por Roque Farrán

Que la democracia esté en peligro por el ascenso de las ultraderechas autoritarias no es una novedad argentina, es una señal de alarma en varios países del mundo. Para el filósofo Roque Farrán la filosofía tiene aquí un desafío fundamental que puede hacer de límite y recrear una salida: pensar filosóficamente el problema democrático.

 

El 17 de octubre es una fecha muy importante, doblemente histórica para nosotros, podríamos decir: fecha tanto de la revolución socialista rusa como de la revolución peronista argentina. Dos hitos clave del siglo XX. Hace poco escuchaba a unos colegas[1] que hablaban sobre el libro El siglo de Badiou, libro al que yo también aprecio mucho. Y coincido con ellos en cierto diagnóstico que vengo haciendo sobre la particularidad de nuestro incipiente siglo XXI. Si como dice Badiou el XIX fue el siglo de las utopías y promesas revolucionarias, el siglo XX fue en cambio el de las realizaciones, revoluciones y destrucciones masivas, pues, para bien y para mal se experimentó a fondo en las vanguardias artísticas, políticas, científicas y afectivas. Sin embargo, nuestro escuálido siglo XXI repleto de crisis, pandemias y guerras parece no dar mucho lugar a la experimentación o la invención, atrapados entre redes y algoritmos, a nivel intelectual nos conformamos a menudo con las conmemoraciones y los comentarios. Esta limitación ya no la aborda Badiou. Y lo vemos, no solo la academia se dedica a comentar autores, debates y combates, sino los programas de TV o streaming se basan en comentarios sobre la vida de otros, ni hablar de los comentadores odiosos de las redes que constituyen la subjetividad de época: el troll. ¿Quiénes crean en el presente? Paradójicamente, estas dos fechas conmemorativas nos confrontan con el enigma de cómo reactivar legados y reinventar tradiciones, entre lo viejo y lo nuevo: un gesto de audacia y generosidad se necesita.

Los relatos de grandes configuraciones epocales o marcos históricos de inteligibilidad ya no funcionan, son un modo de narrar que no moviliza el deseo de cambiar nada: permanecemos allí girando sobre lo mismo. El punto clave es cómo damos con nuestra historicidad singular, nuestra potencia de obrar o deseo en común, y cómo despejamos las vías de enlace y composición. Por supuesto, en términos musicales, componer nuevas melodías requiere conocer las notas, lenguajes e instrumentos más antiguos; no hay contradicción entre lo viejo y lo nuevo, si se saben ensamblar sus componentes. Hay múltiples modos emergentes sucediendo ahora mismo en distintas partes, entre quienes hacen música o cine, dan de comer o asisten, atienden pacientes o dan clases; el asunto siempre es cómo conectar en inmanencia. Más que un programa de acción o un concepto unificante, lo que necesitamos entender es la problemática común que nos implica. Apostar a que solo ante el hueco, ahondando con la máxima intensidad y honestidad intelectual posibles, resonarán los tambores que nos orientarán en el encuentro conjunto.

Como expresaba recientemente, festejamos los 40 años de democracia en un momento muy delicado en el cual ésta se ve asediada por formas neofascistas y autoritarismos varios que se inscriben en su seno de manera canalla o perversa, negando las diferencias que nos constituyen o postulando directamente la aniquilación del adversario político. A su vez, la dificultad de confrontar y ponerle un límite a semejantes avanzadas neofascistas y autoritarias tiene que ver con las debilidades propias del sistema político, con el signo de los tiempos violentos que corren, pero también con la dificultad de pensar filosóficamente el problema democrático. Parte del problema, sostengo, es la extrema dificultad para pensarlo en todas sus dimensiones. Trataré de mostrarlo a continuación.

Me referiré primero a los tres conceptos principales que definen a la democracia moderna: igualdad, libertad, fraternidad; luego haré una breve alusión al problema de la seguridad, para concluir reponiendo la matriz invariante de una subjetividad estatal. El giro práctico que promuevo hace tiempo se nutre de elaboraciones ontológicas, críticas y éticas para pensar nuestro presente. Procederé aquí al modo materialista trazando demarcaciones conceptuales y adelantando tesis cuyas consecuencias no desarrollaré en extensión porque son cuestiones que vengo presentando en distintos textos y lugares. Así, muestro en acto un modo de pensar que se forja en el entrelazamiento de diversos tópicos.

Igualdad

El primer concepto entonces es el de igualdad. En democracia asumimos la igualdad formal: todos somos iguales ante la ley, pues con las revoluciones modernas se resquebrajan los fundamentos que garantizaban las jerarquías estatutarias naturalizadas (Toqueville). El lugar del poder queda vacío, sin legitimación trascendente, y puede ser ocupado eventualmente por cualquiera (Lefort). Sin embargo, sabemos que no funciona así en la realidad. No sólo en relación al poder más ostensible que logra eximir a algunos ante la ley y condena a las mayorías a caer bajo su temible peso (persecuciones judiciales, confinamientos en condiciones lamentables, eterna posposición de resoluciones, etc.); tampoco en relación a las exclusiones más conocidas basadas en el género, la raza, la clase, etc.; sino en la micropolítica cotidiana que instaura jerarquías sociales en función de diversos méritos: trayectorias, experiencias, saberes, etc.

No pretendo denunciar aquí una nueva forma de exclusión encubierta, llámese capacitismo o gobierno de expertos, porque resulta obvio que si necesitamos alguien que nos opere por un problema de salud o que maneje una grúa no vamos a llamar a cualquiera. La paradoja democrática es que la igualdad formal, disputada cada vez y reinventada políticamente, no puede aplicarse a todas las demás prácticas sociales. Es decir que, en el mejor de los casos, ante la igualdad política proclamada o reclamada no podemos prescindir de jerarquías diferenciales en función de saberes y prácticas concretas. En la Universidad hay ayudantes alumnos, adscriptos, adjuntos, titulares; en los Hospitales hay residentes, médicos adjuntos, jefes de servicios, directores; en el Conicet hay investigadores asistentes, adjuntos, independientes, principales, superiores; y así. Son jerarquías frágiles y cuestionables, siempre bajo la lupa de la sospecha y la impugnación, por eso suelen generar sobreactuaciones de rol o desprecios masivos. De allí proviene también el odio hacia las instituciones estatales.

El punto clave es entonces la subjetivación: cómo no identificarse a la función ejercida ni creérsela en absoluto a partir de ocupar cierto lugar en una jerarquía, esto es, ejercer el lugar que toque con la máxima responsabilidad y el deseo de sostener la función éticamente. La verdad de la democracia quizá se juegue justo ahí mismo, en ese nudo problemático que no es exactamente la diferencia kantiana entre “uso privado” y “uso público” de la razón; sino la articulación entre igualdad política, diferenciación práctica y reflexividad ética.

Libertad

El otro concepto clave de la democracia moderna es la libertad. Suele ser el concepto más invocado por quienes le restan valor a la igualdad y promueven a ultranza el mérito más descarnado: los llamados “libertarios”. Sin embargo, como decía Spinoza (2000), los hombres se creen libres porque desconocen las causas por las que son determinados. Así, podemos encontrar personas de bajos recursos (económicos, afectivos o cognitivos) reivindicando formas de poder jerárquicas que los excluyen. No se trata entonces simplemente de lo que quiere hacer un individuo o un grupo cualquiera. Como dice Foucault, la libertad es la condición ontológica de la ética, pero la ética es el ejercicio reflexivo de la libertad. La única libertad posible surge de asumir nuestras determinaciones de manera crítica y reflexiva. Así, en lugar de quedar subordinados a ellas -las determinaciones- o creernos por encima de todo, nos colocamos en su mismo nivel: allí donde es posible el juego y la apertura.

En otro texto[2] ensayaba algunas preguntas al respecto; repongo aquí parte de lo expuesto. ¿Somos libres de hacer lo que queremos o la libertad está sujeta siempre al poder o al deber? ¿Se hace lo que se puede o se hace lo que se debe? Analicemos el sentido de cada frase. “Se hace lo que se puede” parece indicar cierta resignación práctica, limitación o incluso mediocridad, referida a quienes en principio podrían más bien poco. Sin embargo, también puede ser leída en un sentido afirmativo, como una manifestación omnipotente de quienes hacen cualquier cosa, sin límites, justamente porque pueden. “Se hace lo que se debe” parece indicar en cambio un sentido moral, que orienta la acción en función del deber ser en cualquier circunstancia, una virtud. Pero también puede ser leída como el modo de actuar que nos fija a la repetición y nos esclaviza bajo el mecanismo de la deuda, incluso inconsciente, contraída en hábitos que despotencian y conducen a la ruina (“los que fracasan al triunfar”, según Freud). Hasta aquí tenemos ciertas traducciones al sentido común de ideas filosóficas conocidas, como el imperativo categórico kantiano o la voluntad de poder nietzscheana.

Tendríamos que distribuir y anudar de otra forma los verbos implicados en estas fórmulas engañosas del sentido común, a veces reforzadas por filosofemas: “hacer”, “poder”, “deber”. El hacer, para que sea efectivamente libre y potente, no tiene que limitarse o extralimitarse según el poder o el deber; no tiene que caer bajo sus mandatos e identificaciones rígidas. Para eso hay que entender que el poder es una relación ficcional operatoria y, en algún punto, susceptible de ser invertida. Que el deber o la falta es un legado simbólico que es necesario reinventar o reformular. Que el hacer u obrar es un ejercicio cotidiano tramado en relaciones de poder y legados a heredar que constantemente hay que poner en cuestión y anudar del modo que sea más conveniente a nuestra potencia de existir. En definitiva, hacer no sería una pura determinación de la voluntad, pero tampoco una simple subordinación al poder o al deber; el hacer tiene que encontrar la justa distancia entre ellos para ejercerse libremente; hallar un nudo implicatorio singular entre esos verbos que nos constituyen. Una perspectiva filosófica materialista nos permite hallar y trabajar esa potencia nodal: ontología, crítica y ética.

La ontología es condición de la ética porque en el ámbito del ser en tanto ser no hay fijaciones, pero asumir las determinaciones reflexivamente nos permite mostrarlo y ejercitarnos en acto. Para eso hay que definir qué entendemos por ontología. Muchos psicoanalistas y/o cientistas sociales usan la palabra “ontología” como sinónimo de fijación o hipóstasis del ser; por el contrario: la ontología es una práctica histórica discursiva que se funda en el ser en tanto ser (Badiou), lo cual es absolutamente problemático, imposible de fijar o atribuir, pues resulta un ámbito esquivo donde es muy fácil resbalar y terminar mal parado. Por eso quienes hacen ontología son como los atletas de alto rendimiento o acróbatas chinos del pensamiento. Es decir que para ejercer la libertad cómo corresponde en democracia necesitamos contar con pensadores osados que puedan enseñarnos ontología y ética, no sólo crítica política o economía. La libertad exige pensamientos rigurosos y creativos porque no hay reaseguros de ningún tipo en el ámbito abierto de la infinitud absolutamente cualquiera.

Fraternidad

El tercer concepto es la fraternidad. ¿Cómo convivir con el otro, con el que piensa diferente, sin pretender eliminarlo? En relación a esto, dos cuestiones: primero, un diagnóstico crítico; luego un ejercicio de pensamiento ético-ontológico.

Leo a menudo notas sobre ciencia donde afirman que las células esclavizan, roban y compiten entre sí; notas sobre cultura general donde el psicoanálisis, devenido teoría todo terreno, explica cualquier fenómeno social; notas sobre política donde la racionalidad gubernamental se cifra en dos o tres palabras repetidas. Podríamos decir que estamos en el juego de la ideología dominante, de lo que ella permite y habilita en sus exiguos márgenes, sin peligro de cuestionamiento real. Así prolifera a sus anchas la subjetividad troll: huestes de seguidores, influencers, opinadores seriales y demás expertos en nada o en cualquier cosa. Siempre hay gente que va a opinar distinto de algo por el mero hecho de opinar, porque es gratis o desconoce el precio que paga, de acuerdo también a cómo se levantó ese día, qué comió, si comió o no, si estudió alguna vez o si sigue estudiando, si se copiaba en la escuela, si la trataron mal o la consintieron demasiado, si lo superó o elaboró, si se resintió o deprimió, etc. De allí la famosa grieta.

Pensar es otra cosa. ¿Cómo llega alguien a pensar y no meramente opinar? No es cuestión de ciencia informada, de lógica estricta o de experiencia personal. El asunto crucial es hacer el nudo justo entre una vida, su punto más frágil y expuesto, lo simbólico de un lenguaje depurado hasta el hueso, y lo real que nos interpela de manera urgente. Solo ahí podemos decir que alguien piensa. No es necesario que diga “yo”, o confiese la verdad sobre sí mismo, sino que la verdad lo implique en lo que hace y transforme. No importa si para hacerlo apela a imágenes, símbolos, sonidos, letras, conceptos, fórmulas o puestas en escena; no importa si se pierde en ello o encuentra de otra manera; no importan tanto los materiales en juego como el modo de anudarlos, asumiendo la máxima exposición y peligro: basta que uno no se sostenga para que el conjunto se desintegre. La verdad no es nota de opinión, pero se hace notar cuando alguien piensa.

Entonces pensar diferente, sí, pero antes que nada: pensar. En ese sentido, llama la atención la renuncia lisa y llana al pensamiento vertida en la expresión de deseo que circula en ámbitos de la derecha -supuestamente más moderada- que pretende “hacer desaparecer” al kirchnerismo. Invocar un significante tan cargado históricamente como la “desaparición” y aplicarlo a una fuerza política en democracia, no puede ser inocente. Pero habría que leerlo no solo en el plano de las intenciones manifiestas, sino de manera sintomática; porque, en definitiva, hay algo obliterado que retorna en esas enunciaciones destructivas y que no corresponde leer especularmente. Otra vez es necesario un entendimiento ontológico de los procesos de vida y muerte, aparición y desaparición, para no hacerle el juego a la derecha.

Podemos apelar a un conocido aforismo de Heráclito: «Lo que nace tiende a desaparecer». Hadot lo comenta: “Este aforismo expresaría así el extrañamiento ante el misterio de la metamorfosis, de la identidad profunda entre la vida y la muerte ¿Cómo es que las cosas se forman para desaparecer? ¿Cómo es posible que en el interior de cada cosa el proceso de producción sea indisolublemente un proceso de destrucción, que el movimiento mismo de la vida sea el movimiento mismo de la muerte, apareciendo así la desaparición como una necesidad inscrita en la aparición, en el proceso mismo de producción de las cosas? Marco Aurelio dirá: «Adquiere un método para contemplar cómo todas las cosas se transforman las unas en las otras. Observa cada cosa e imagínate que se está disolviendo, que está en plena transformación, pudriéndose y destruyéndose»” (2015: 35).

Comparto esa concepción de la naturaleza de las cosas, como buen materialista: lo que nace tiende a desaparecer. Pero es un ejercicio que cada quien tiene que hacer respecto a su propia identidad también, nadie puede exigirlo de los otros y mucho menos acelerar los procesos, porque querer la muerte o la destrucción es negar la vida en su reversibilidad continua. Es limitar la potencia a una puja de poder mediocre. En definitiva, es idiotez pura o canallada consumada que nada quiere saber de la naturaleza misma de las cosas. Para sostener la fraternidad en democracia no necesitamos pensar todos lo mismo ni apenas tolerar las diferencias, sino entender cómo se imbrican los polos contrarios que nos constituyen. Así, reafirmar una identidad pura sería tan necio como pretender su destrucción voluntaria.

Seguridad

¿Cómo es posible que el discurso de la seguridad sea usufructuado siempre por la derecha, cuando las medidas que nos proponen -como gobierno u oposición- se han mostrado incapaces de reestablecer cualquier orden social? No hay nada más inseguro que la derecha en el poder. Pero además, los sectores que sí desean la paz social y la articulación virtuosa del conjunto, se muestran algo tibios o dubitativos a la hora de reivindicar el papel del Estado como garante del orden público y la seguridad social. De ello depende esencialmente la democracia. Por lo tanto, el problema de la seguridad es demasiado serio para dejarlo al arbitrio de cuestiones o gustos personales, o siquiera de la libertad invocada de manera irresponsable. Recordemos lo que decía Spinoza en el Tratado político:

Un Estado cuyo bienestar dependa de la lealtad de algunas personas, y cuyos asuntos, para estar bien dirigidos, exijan que quienes los manejan quieran actuar lealmente, no tendría ninguna estabilidad. Para que pudiera subsistir habría que ordenar las cosas de tal manera, que los que administran el Estado, ya estén guiados por la razón o movidos por el afecto, no puedan ser llevados a obrar con deslealtad o de una manera contraria al interés general. Y poco importa a la seguridad del Estado cuáles son los motivos interiores que conducen a los hombres a administrar bien las cosas, siempre que realmente las administren bien; la libertad del alma, es decir, el valor, es una virtud privada; la virtud propia del Estado es la seguridad.[3]

No es cuestión de lealtad o deslealtad, de virtudes personales o cualidades afectivas, la lógica estatal pasa por otro lado. Habría que plantear con Spinoza que el Estado debe garantizar la seguridad de todos sus ciudadanos, incluyendo allí la salud, la educación, el trabajo, etc. No es cuestión de libertades personales, que suelen reivindicar tanto izquierdistas como libertarios, sino del cuidado del conjunto. Un gobierno materialista atiende a las necesidades reales y las transforma en derechos. Ello requiere también una subjetividad estatal fuerte que no se restringe a lo personal o individual, sino que es transindividual y genérica.

Subjetividad estatal

En un libro escrito durante la pandemia, Zizek (2020) repasaba todas las catástrofes climáticas que se nos avecinan y proponía un modo de gobierno al que llamaba “comunismo”, el cual no replicaría simplemente los pretéritos “socialismos realmente existentes”, ni tampoco el comunismo chino actual, aunque al igual que éste último también seguiría sosteniendo al capitalismo, solo que con un ejecutivo más fuerte y decidido, organizaciones sociales de base y algún tipo de institución internacional que, en conjunto, permitan controlar los mercados y los países disidentes. Con la democracia formal y representativa no basta, decía Zizek.

La verdad que este modelo se parece mucho más al peronismo histórico que al comunismo, habría que decir. En cualquier caso, no puedo estar más de acuerdo, allende la disputa por los nombres genéricos (populismo, socialismo, comunismo), porque la matriz genérica de la subjetividad político-estatal fuerte que invoca, sin citar a Badiou, siempre me pareció la clave de cualquier pensamiento militante anudado a lo real de las fuerzas concretas. Lo que importa es la orientación materialista que asume un gobierno, articulada por esas cuatro invariantes subjetivas que discernía Badiou en Lógicas de los mundos: 1) Voluntad, 2) Confianza, 3) Intervención, 4) Igualdad. Repasemos.

1) Con la Voluntad se trata de asumir que la política es una herramienta de cambio y no hay que someterse a ninguna ley o destino inexorables, sean las leyes ancestrales, las del mercado o las de la historia. No hay ninguna inexorabilidad en materia de organización humana y eso es lo que nos da una enorme responsabilidad para administrar nuestros recursos de la mejor manera posible, sin fatalismos ni dogmatismos, sin purismos ni estupideces. Hoy los dogmáticos del Mercado nos están conduciendo hacia la extinción masiva y perpetuando la injusticia social exacerbada por decisión política, no porque haya alguna ley de hierro que impida el cambio y condene a la muerte programada.

2) La Confianza implica que el gobierno debe apoyarse también en el poder y las iniciativas populares, no solo en el control y las directivas bajadas desde arriba, reproducidas muchas veces por funcionarios y militantes sin pensamiento situado; esto quiere decir que el gobierno popular debe escuchar, apoyar y estimular las propuestas que emergen de las organizaciones de base, desde múltiples espacios y sectores, y potenciarlas con instrumentos de gobierno que las amplíen y mejoren en virtud del conjunto. Hoy no solo existe la típica desvinculación de quienes gobiernan desde lugares ajenos al territorio, porque viven o trabajan en otros lados, sino porque la comunicación mediada por las nuevas tecnologías les hace creer que las burbujas de opinión y hashtags son lo real. Recuperar la presencia, el cuerpo a cuerpo, la escucha y la palabra son gestos de antigua sabiduría que hoy se imponen más que nunca.

3) La Intervención va en línea con lo anterior y define su contracara, pues se basa justamente en regular y controlar todos los mecanismos especulativos de los acaparadores de poder o de recursos que limitan las iniciativas populares e igualitarias, como también en facilitar y garantizar el acceso a servicios básicos. Es hacer valer todo el peso de la ley contra las desigualdades instituidas y naturalizadas. El intervencionismo estatal resulta fundamental para operar una redistribución virtuosa de los recursos disponibles. Cualquier gobierno popular debe saber que tiene que enfrentar a los poderes fácticos cuya naturaleza es acaparar las ganancias para sí mismos y mantener su posición dominante. Para ello tiene que apoyarse en otros sectores y habilitar nuevos emprendimientos que puedan disputar las hegemonías establecidas.

4) Por eso, finalmente, un gobierno potente apunta a la Igualdad, garantizando una vida digna y servicios básicos de salud y educación para todos los ciudadanos. No podemos naturalizar las gigantescas desigualdades que se han instaurado. Aunque objetivamente lleve un tiempo indeterminado modificar la situación estructural de desigualdad, subjetivamente tiene que haber un cuestionamiento permanente y una valoración consecuente de todo aquello que contribuya a la transformación con objetivos observables a corto y mediano plazo.

Ya no estamos metidos en la vieja gramática política de “reformismo o revolución”, dadas las condiciones de emergencia actuales, se hace más patente que nunca que el gobierno que pueda anudar estos cuatro invariantes a su modo -junto a los conceptos clásicos mencionados- será realmente revolucionario. Aun si su único gesto sea apuntar a la conservación de un pueblo diezmado y asediado por todas partes.

 

 


RoqueFarrán: Filósofo, investigador Independiente del Conicet, entre sus últimos libros: La razón de los afectos, El giro práctico, Militantes ¡Ocúpense de sí mismos!

 

* Este texto es una versión actualizada y bastante modificada de otro publicado en la revista Ideas. Farrán, R. (2023). Democracia y filosofía como forma de vida. Ideas. Revista De filosofía Moderna Y contemporánea, (18), 82–89.

[1] Me refiero a la mesa “El siglo de Alain Badiou: la pasión de lo real y los porvenires que cantan”, en la que expusieron Analía Melamed, Adrián Celentano y Pedro Karczmarczyk y comentaron Tatiana Staroselsky y Germán Prósperi (III Jornadas de Filosofía contemporánea, organizadas por la Universidad Nacional de La Plata, 3-4 de octubre de 2024).

[2] Farrán, Roque (2022). “Libertad popular”, en #lacanemancipa: revista de la izquierda lacaniana.

[3] Spinoza, Baruch (2005). Tratado político. Buenos Aires, Quadrata, 37-38.

 


Imagen de portada: Imagen de George en Pixabay

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