Juan José Saer
La narración como ensayo

Por Roberto Retamoso

“Si algo nos enseña el ensayar de Saer, es que ello no es más -pero tampoco menos-, que la posibilidad de pulsar la infinidad de potencialidades virtuales que ofrece la milenaria tradición del arte de narrar”, dice el escritor y crítico literario Roberto Retamoso, en una ponencia leída en las Jornadas en Homenaje a Juan José Saer realizadas en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, el 12 y 13 de junio de 2025, y que aquí publicamos en Revista Bordes.

 

El título de esta ponencia requiere de ciertas precisiones. La primera, consiste en advertir de que no estamos hablando de la totalidad de la obra narrativa de Juan José Saer, sino de cierta zona de la misma, caracterizada por su sentido experimental, que supone un constante ensayar sobre los aspectos formales y semánticos de un vasto campo de la literatura preexistente. Hablamos, en consecuencia, de cierta franja de la obra saereana, donde se destacan relatos como Sombras detrás de vidrio esmerilado, nouvelles como La Mayor o A medio borrar, y novelas como El Limonero Real, o Nadie Nada Nunca.

Está claro que no todos los textos de Juan José Saer enfrentan esa clase de pruebas de la misma manera. No lo hacen -al menos de forma nítida y contundente- algunos pertenecientes a su primera etapa, cuando Saer aún tributaba a las formas canónicas de las narraciones realistas. Tampoco lo hacen de manera abierta algunos pertenecientes a momentos posteriores, del mismo modo que, en su novela postrera, muchos de estos asuntos pueden estar insinuados, o inscriptos de forma larvada, sin que emerjan nítidamente en el texto. Y en cuanto a las obras mencionadas como pertenecientes a dicha zona, en modo alguno agotan la potencial serie que podría contener.

Seguramente que algunos otros títulos podrían sumarse, pero no los mentamos porque son los textos mencionados más arriba los que han captado con más intensidad nuestra atención, a lo largo de nuestra labor docente, investigativa y crítica. Dicho lo cual, debemos formular una segunda precisión, referida a la acepción que le asignamos aquí al término ensayo.

La literatura de Juan José Saer, específicamente aquella franja de la que nos hemos ocupado centralmente, tiene una particularidad, entre tantas: es una textualidad, una escritura, que ensaya. Y si decimos que ensaya, es porque advertimos que no se contenta con reproducir formas dadas. Muchas literaturas se contentan con eso, puesto que se trata de una manera segura, y por lo mismo llevadera, de componer una obra.

Pero la literatura de Saer es otra cosa. Es un ejercicio que, en vez de aceptar, enfrenta; que, en vez de reproducir, pone a prueba; que, en vez de respetar, tensa y lleva hasta el límite las posibilidades de las formas heredadas. No pretende crear ex nihilo. Escribir, en el caso de Saer, supone siempre partir de tradiciones, convenciones, incluso modelos, inevitablemente heredados.

Pero ello no constituye un tesoro inasible; por el contrario, ese tesoro -esa herencia- constituye un conjunto de bienes que exhortan a su intervención. Creemos que, en tal concepción acerca de la literatura, se sostienen la posibilidad y el sentido del ensayo que realiza Saer, sin que esto se confunda con lo que sería una adscripción al género ensayístico.

Es sabido que el término ensayo suele utilizarse como denominación de un género determinado, para referir a un escrito en prosa, donde el autor expone, analiza o examina un asunto determinado. Sin embargo, cuando decimos que la narrativa de Saer practica ensayos, o más precisamente, que al desplegarse va ensayando, nos estamos refiriendo, más que a sus caracteres genéricos, al significado del verbo ensayar, que puede entenderse como probar o experimentar (significados que no están ausentes en la acepción que tuvo, desde sus orígenes, el sustantivo ensayo).

En otras palabras: no estamos diciendo que la narrativa saereana se oriente hacia el tratamiento ensayístico de determinadas cuestiones -cosa que perfectamente podría ocurrir en este, o en cualquier otro caso-, sino que realiza pruebas y experimenta. ¿Con qué?… Puntualmente, y de manera precisa: con los modelos genéricos heredados.

La escritura narrativa de Saer, por lo menos a nivel de una importante zona del corpus que la compone, realiza esas pruebas y experimentos con las formas canónicas de los géneros narrativos, sean cuentos, nouvelles o novelas.  Ello supone, en primer lugar, que la práctica escrituraria se sitúa dentro de dichos géneros, no fuera. Y supone, además, que lo que prueba o experimenta, no se limita al plano de las técnicas narrativas, por más que algo de eso acontezca. Lo que se prueba y experimenta, en todo caso, son aspectos y dimensiones mucho más amplias, que abarcan cuestiones tales como el valor cognitivo de la narración literaria, sus posibilidades de representar al mundo, el papel del lenguaje en tales procesos, los modos de constitución de los sujetos que narran y de los eventos y personajes narrados, el papel de la letra en relación con la palabra, la materialidad de los textos y los discursos narrativos, la cuestión del tiempo y del espacio como operadores que subyacen a los acontecimientos referidos, o la condición ontológica de sujetos, eventos y mundo, por decirlo de la manera más sintética posible.

Ahora bien: ¿sobre qué horizonte, o territorio, la escritura de Saer pulsa el alcance de todas esas cuestiones?… Sobre uno bien preciso y definido: el del relato realista, dentro de cuya tradición, y herencia, su ensayar se sitúa. El realismo literario supone toda una gnoseología -incluso una epistemología- según la cual la realidad siempre puede ser conocida, y por lo mismo, representada. Por ello, propugna su aprehensión por medio de los lenguajes que, considera, logran captarla y reflejarla. Para el realismo, las cosas son lo que son, y las cosas son como son.

Ese pensamiento tautológico es lo que viene a poner en cuestión la narrativa de Saer, desde el interior mismo de los géneros narrativos canónicos. Porque desde ese lugar, o mejor aún, en ese lugar, pone en cuestión tales supuestos. De ese modo, los relatos saereanos, al experimentar, interpelan al lector, o a la lectura, por medio de una serie de interrogantes nunca enunciados de forma expresa, pero siempre presentes, como éstos: ¿Y si el mundo y las cosas fuesen, en el límite, inaprehensibles?… ¿Y si el lenguaje nunca lograse representarlos plenamente?… ¿Y si la forma de ser de todo lo que existe estuviese signada por la provisoriedad y por lo instantáneo?… ¿Y si no hubiera otra condición ontológica de sujetos y objetos que no fuese la de la pura evanescencia, la de la absoluta fugacidad?… ¿Y si el tiempo no fuera uno sino múltiples tiempos, y su superficie una superficie fractal?… ¿Y si el espacio no fuese más que un espejismo?…

Al sentido filosófico, metafísico, de esas cuestiones, lo acompaña, por otra parte, el de otras preguntas que interrogan a la condición de los géneros narrativos específicamente. ¿Y si no fuese posible escribir una narración en términos de absoluto y totalidad?… ¿Y si un relato no fuese más que una superficie lacunar, plagada de vacíos, donde el sentido nunca puede ser una compleción, sino tan sólo una sucesión de momentos discontinuos?… ¿Y si eso que llamamos escritura no fuese otra cosa que un ilusorio artificio, porque la escritura verdadera, la que consiste en trazar las inscripciones sobre el blanco del papel, carece de unidad, continuidad y sentido unívoco?…

La serie de textos referidos anteriormente, al igual que otros no referidos, representan la materialidad escrituraria donde esas cuestiones, y acaso otras, pueden reconocerse. Materialidad que se observa -se lee- en un conjunto de figuras y procedimientos, que actúan tanto sobre la lengua como sobre las formas heredadas.

Así, y por referir a los cinco textos mentados previamente –Sombras sobre vidrio esmerilado, La Mayor, A medio borrar, El Limonero Real y Nadie Nada Nunca– podría decirse que una particular poética los sostiene, basada en dos figuras de sintaxis: la elipsis y el hipérbato. Figuras que, por otra parte, se caracterizan por suprimir, constantemente, los vínculos de contigüidad que caracterizan a las relaciones gramaticales. En ellos la escritura saereana tensa, y trastoca, el orden canónico del discurso, suprimiendo desde constituyentes frásticos hasta secuencias completas del relato, del mismo modo que invierte, expande y desarticula el orden convencional de las estructuras oracionales y narrativas, por lo que el alcance de sus transformaciones bien puede llegar a ser supra-oracional.

Si ello se lee claramente en las nouvelles La Mayor y A medio borrar, se reconoce potenciado en Sombras sobre un vidrio esmerilado, donde los procedimientos del corte permiten, además, que un texto otro, el del poema, advenga en el seno mismo del relato que va enunciando Adelina – ¿Alfonsina? – Flores. Mientras que las novelas –El Limonero Real y Nadie Nada Nunca– se caracterizan por alterar el orden lineal de las narraciones clásicas, para sustituirlo por un orden circular, cíclico, en el cual, en el primer caso, se regresa sistemáticamente a esa suerte de leitmotiv que abre cada secuencia narrativa, mientras que, en el segundo, se vuelve sobre los mismos hechos, referidos desde perspectivas diferentes según distintos narradores.

De igual modo, ambas novelas exponen una relación conflictiva entre conciencia y percepción de lo narrado, dado que esa relación muchas veces supone una suerte de desconexión entre ambos términos, como sucede en ciertos pasajes de Nadie Nada Nunca, o directamente la desaparición de la conciencia, como ocurre en otros pasajes de El Limonero Real. Tamaña operatoria de des-composición de las formas clásicas del relato encuentra, inevitablemente, un correlato a nivel de los procedimientos de representación del mundo, que nunca será expuesto como algo objetivo y unívoco. Por el contrario, el mundo -o, mejor dicho: eso que llamamos mundo– siempre se muestra como algo fragmentario, disgregado, del que recibimos una amplia variedad de imágenes, o visiones, provenientes de diversos sujetos percipientes y hablantes. Tales visiones, variadas y heterogéneas, muchas veces suponen una suerte de puntillismo compartido, incluso exacerbado, que acercan esas formas de la representación saereana a ciertas modalidades de la representación pictórica, como si en ellas se estuviera activando una estética de tipo impresionista.

De todos modos, no se trata aquí de componer un exhaustivo catálogo de los mecanismos narrativos que podrían relevarse en este corpus. Lo dicho anteriormente no tiene otro propósito que el de recordar algunas de las decisivas cuestiones con las que la lectura de Saer nos enfrenta constantemente, sin pretender agotarlas. Cuestiones que, por otra parte, se encuentran situadas por fuera del territorio indiscutible de las demostraciones científicas o algebraicas, dado que se alojan en el terreno siempre provisional, y en desarrollo, de eso que hemos llamado un ensayar narrativo.

Finalmente, digamos que, si algo nos enseña el ensayar de Saer, es que ello no es más -pero tampoco menos-, que la posibilidad de pulsar la infinidad de potencialidades virtuales que ofrece la milenaria tradición del arte de narrar. O, en otros términos: que ese ensayar, más que basarse en rupturas de tipo vanguardista, se basa en la deconstrucción de aquello que transmiten herencias y legados. Y que, no por deconstruido, deja de estar inscripto en el relato, como una suerte de espectralidad siempre presente y seguramente inevitable.

 

 


Roberto Retamozo es Profesor y Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Rosario, donde se desempeñó como docente desde 1974 hasta 1975, y desde 2004 hasta 2017. Especialista en literatura argentina, acaba de publicar Juan José Saer:  la narración como ensayo (Ubu ediciones).

 

 

 

 

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