Crisis en América Latina
Las calles cierran el Congreso

Por José Saldaña Cuba (PUCP)

Lucha popular y legitimidad constitucional en la crisis política del Perú

El último 30 de setiembre, el presidente Martín Vizcarra disolvió constitucionalmente el Congreso peruano, como último recurso para soliviantar una grave crisis política, social y económica que atravesamos. A diferencia de las masivas manifestaciones en Ecuador y Chile, el extendido descontento social en el Perú ha encontrado en la disolución una suerte de respiro, pero las condiciones estructurales se mantienen intactas. Negando su calidad de ciudadanos a los actores sociales, la élite política e intelectual se ha limitado a discutir la crisis únicamente en torno a la interpretación constitucional y a sus efectos institucionales. En este artículo sostengo que las calles, como le denomino con ánimo simplificador, fueron gravitantes para legitimar una decisión altamente controvertida.

La confrontación y la guerra

Hace más de dos años, cuando la élite se negaba a aceptar la magnitud de la crisis, las calles ya anunciaban el cierre del Congreso. Keiko Fujimori, hija del dictador, quien había perdido por segunda vez una elección presidencial, pero controlaba el legislativo con 73 de 130 escaños, imponía una estrategia dual de confrontación y negociación. Por un lado, censuraron a algunos ministros y apuntaban a la vacancia presidencial de Pedro Pablo Kuzcynski; por otro, aprobaban sus proyectos de ley, delegaban facultades legislativas en el gobierno y negociaban cargos públicos en organismos importantes. El país seguía con desinterés las pugnas, aunque sectores urbanos de clase media impulsaron marchas en defensa de la política educativa, en particular, por la arremetida conservadora contra el enfoque de género.

Para entender bien hay que recordar que el fujimorismo ha añorado el poder desde que Alberto Fujimori renunció por fax desde Japón, en noviembre de 2000, por un grave escándalo de corrupción. Anhela el poder porque lo ve como un botín, un instrumento para expandir sus intereses ligados a actividades criminales como el narcotráfico y la minería ilegal. Pese a todo, el enfrentamiento con el gobierno nunca se planteó en términos antagónicos, nunca fueron cuestionadas las bases de la Constitución neoliberal que ellos mismos aprobaron luego del golpe de estado de 1992. Y las calles lo sabían al punto que mientras unos marchaban para defender al ministro de educación, los maestros de educación pública organizaban el paro educativo más grande de los últimos 15 años. Era claramente una confrontación entre los de arriba; del otro lado, la precariedad laboral de los de abajo ni siquiera era motivo de debate.

Consumada la vacancia de Kuzcynski en marzo de 2018, el vicepresidente Martín Vizcarra asumió la conducción de un gobierno precario a merced de un fujimorismo empoderado. Es probable que su final hubiera sido similar al de su antecesor, si no fuera por el desarrollo de las investigaciones en casos de corrupción. A través de grabaciones telefónicas, el periodismo de investigación reveló la existencia de una red de corrupción que vinculaba a políticos y altas autoridades del estado con organizaciones criminales, los llamados “Cuellos Blancos del Puerto”. Paralelamente, un grupo de fiscales independientes avanzaba las investigaciones en el caso Odebrecht y ponía en evidencia el financiamiento ilícito y las coimas a los principales partidos y líderes, incluidos el fujimorismo y sus aliados apristas. Era conocida la descomposición moral de la política, pero descendimos a otro sótano del infierno cuando escuchamos a un juez supremo, César Hinostroza Pariachi, vender su voto en un caso de violación sexual contra una niña. De esta forma, despertaba una conciencia nacional que sería a la larga la principal guardiana de la lucha anticorrupción.

Lo que vino después fue el tránsito de un enfrentamiento a una guerra por la supervivencia. Keiko Fujimori pasó de ser la líder de oposición a una imputada en prisión preventiva y su partido Fuerza Popular era investigado como una organización criminal dedicada al lavado de activos. El Consejo Nacional de la Magistratura, encargado de nombrar y destituir jueces, fue desactivado y sus miembros pasaron a ser investigados por corrupción. El Fiscal de la Nación, acusado de pertenecer a Los Cuellos Blancos, se aferraba al cargo y no dudó en remover a los jóvenes fiscales que lideraban las investigaciones en su contra. El Congreso se revelaba nítidamente como el centro de operaciones de una red criminal, protegían a los aliados del fujimorismo y perseguían a los magistrados que se atrevían a investigarlos. En plenas fiestas de fin de año, las calles marcharon masivamente para defender a sus fiscales y lograron frenar algunos excesos, pero la disolución del Congreso todavía parecía lejana.

Si algo hay que reconocerle al presidente Vizcarra es su capacidad para liderar estratégicamente la lucha frontal contra la corrupción, una demanda nacional que atraviesa las variables de clase, género y raza. Apoyado en el anti-fujimorismo, un sentimiento heterogéneo más que un movimiento organizado, propuso una reforma constitucional del sistema político que comprendía partidos, leyes electorales y nuevas relaciones entre el ejecutivo y el legislativo. El fujimorismo respondió modificando groseramente sus propuestas legislativas cuando no las archivó; el delito de financiamiento ilícito de partidos fue transformado para favorecer a Keiko Fujimori con penas menores y la eliminación de la inmunidad parlamentaria fue archivada sin debate. En estas circunstancias adversas, Martín Vizcarra tomó la decisión de usar hasta las últimas consecuencias la prerrogativa del artículo 133 de la Constitución: la cuestión de confianza.

Legalidad y legitimidad de la disolución

Aunque de evidente sesgo presidencialista, la cuestión de confianza es un mecanismo constitucional de contrapeso político con que cuenta el ejecutivo frente a un legislativo obstruccionista. Ante dos cuestiones de confianza denegadas, el ejecutivo puede disolver el Congreso y convocar de inmediato a elecciones legislativas para completar el periodo parlamentario; fue creada como respuesta a las crisis políticas del siglo pasado, establecida en la Constitución de 1979 y reforzada en la Constitución de 1993. El hecho es que esta ha sido su primera aplicación efectiva en la historia y lógicamente ha despertado toda clase de dudas y cuestionamientos.

La guerra por la supervivencia política escalaba y el gobierno presentó una primera cuestión de confianza sobre reforma política, si esta era denegada (ya había sido denegada una vez durante la presidencia de Kuzcynski), habilitaba la facultad constitucional de disolución. El fujimorismo la aprobó la cuestión, pero luego tergiversó su contenido hasta el absurdo; la aprobación terminaba siendo solo una formalidad, una excusa para evitar el cierre del Congreso. El juego político se volvía un debate dominado por abogados y leguleyos, donde la interpretación jurídica era instrumentalizada con demasiada frecuencia para defender intereses particulares. Se hacía evidente el creciente desprecio de la ciudadanía, en abril de este año el 84% desaprobaba al Congreso y el 70% aprobaba su cierre.

Vinieron más cuestiones de confianza. A la reforma política, siguió la propuesta presidencial de adelanto de elecciones generales (presidenciales y legislativas) y, a esta, la cuestión de confianza por reglas transparentes de elección de magistrados al Tribunal Constitucional. En el Congreso archivaron el adelanto de elecciones y se dispusieron a elegir 6 nuevos magistrados (todos afines a la alianza fujimorista – aprista) con inusitada rapidez. ¿Podía el presidente plantear cuestión de confianza por una ley o una reforma constitucional? ¿Podía hacerlo por la elección de magistrados al TC que es competencia exclusiva del legislativo? Nada estaba dicho porque era la primera vez que ocurría y abogados había para todos los gustos.

El lunes 30 de setiembre fue el día estelar. La elección de magistrados al Tribunal Constitucional estaba programada en la agenda del Pleno y el presidente del Consejo de Ministros, Salvador del Solar, asistió dispuesto a plantear la confianza. Inicialmente impidieron su entrada a la sala, luego no lo dejaron participar del debate y, finalmente, por invitación de un parlamentario, pudo hablar: “Si eligen a los magistrados sin votar antes la cuestión de confianza, la consideraremos denegada”. El fujimorismo y sus aliados, cegados por la soberbia, decidieron elegir al primer nuevo magistrado, Gonzalo Ortiz de Zevallos, primo hermano del presidente del Congreso; al cabo de un intento fallido de elegir un segundo magistrado, suspendieron la sesión para reabrirla por la tarde, cuando votarían y aprobarían la cuestión de confianza (otra vez como una formalidad). Era muy tarde, el gobierno había interpretado que se había dado una denegación fáctica.

Hay tres interpretaciones jurídicas posibles y contradictorias sobre estos hechos. La primera dice que la Constitución exige que la cuestión de confianza sea rechazada en una votación, por lo que no puede darse una denegación fáctica. La segunda que impedir el ingreso y el uso de la palabra al presidente del consejo de ministros, así como la decisión de elegir a un miembro del TC sin considerar las nuevas reglas planteadas, puede entenderse como un rechazo a la cuestión de confianza. Y la tercera que la denegatoria se configuró en dos momentos: uno, al postergar el debate hasta la tarde a través de una votación, y dos, cuando se eligió al magistrado Ortiz de Zevallos.

Lo cierto es que, si bien hay espacio de duda y márgenes de interpretación posibles, la derrota del fujimorismo fue contundente. Los congresistas fujimoristas y aliados del Congreso disuelto denunciaron un golpe de estado e intentaron una vacancia presidencial, pero carecían de los 87 votos necesarios. Finalmente, montaron una farsa y votaron por suspender al presidente declarando su incapacidad temporal y, enseguida, le tomaron juramento a la segunda vicepresidenta, Mercedes Aráoz, pero el show duró menos de 24 horas porque pronto esta declaró públicamente que el juramento fue solo un “acto político”. Al día siguiente, los estados vecinos, los organismos internacionales y la prensa extranjera se pronunciaron con un lenguaje prudente que llamaba a la resolución del conflicto por medios institucionales y reconocían, de forma implícita o explícita, la legitimidad del presidente. Se volvió indiscutible que Vizcarra resultó vencedor en esta batalla.

El constitucionalismo popular de los movimientos sociales

Algo que se extraña en los análisis sobre la crisis política es el papel que han jugado los movimientos sociales. Las semanas previas al cierre constitucional del Congreso hubo varias marchas de apoyo al presidente, pero la convocatoria era escasa. La desconexión entre la crisis política en las alturas con los problemas de la gente era evidente y hay dos hechos que grafican esta suerte de mundos paralelos: uno, el día viernes antes del cierre del Congreso, cuando los mismos congresistas anti-fujimoristas que denunciaban el carácter mafioso de Fuerza Popular votaban, conjuntamente a ellos y sin rubor, para prorrogar un régimen laboral especial para las grandes agroexportadoras; dos, una semana después del cierre, cuando una periodista le pregunto al presidente Vizcarra: “Ahora que no tiene el Congreso obstruccionista, ¿qué medidas legislativas va a aprobar?”. Su silencio fue esclarecedor, no tenia ni idea.

Las calles siempre lucharon contra la corrupción, pero trascienden a la disputa entre los políticos. En realidad, las semanas previas fueron intensas para trabajadores, pueblos indígenas y estudiantes universitarios. Dos semanas antes, los trabajadores mineros organizaron un paro nacional (con varias limitaciones) en el que exigían negociación colectiva por rama de actividad, cosa que les es negada ilegalmente por un contubernio entre la Sociedad Nacional de Minería y el Ministerio del Trabajo. Un mes antes, en la región sur andina, los pueblos indígenas y comunidades campesinas de Arequipa y Apurímac, contaminados por metales pesados, realizaron huelgas masivas bloqueando la producción de la mina más grande y el proyecto aurífero Tía María. Al mismo tiempo, los estudiantes de la primera universidad pública del país, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pararon la construcción de una obra vial que atravesaba su campus universitario, cuyo origen era un pacto corrupto entre un ex alcalde y la empresa brasilera OAS; mientras en una prestigiosa universidad privada, la Pontificia Universidad Católica del Perú, las estudiantes bloqueaban la vía principal de acceso en reclamo por casos de hostigamiento sexual e intentos de feminicidio. A todas estas protestas, el gobierno respondió con represión, militarización, torturas, detenciones arbitrarias.

Estas manifestaciones tienen sus raíces profundas en una historia de lucha que ha dado forma a nuestras Constituciones, aunque sea frecuentemente ignorada por los llamados constitucionalistas. Fue la reforma agraria de 1968, impulsada por las propias comunidades campesinas, el proceso más transformador de redistribución de tierras que se hizo en América Latina, la misma que permitió abolir las condiciones de esclavitud existentes. Fue el movimiento sindical y su histórico paro nacional del 19 de julio de 1977, los que obligaron a la dictadura militar a llamar una Asamblea Constituyente que dio fruto a la primera Constitución que reconoció los derechos sociales. Fueron las luchas indígenas por la autonomía comunal y propiedad colectiva de sus tierras en Bagua (2009) y contra la imposición de proyectos mineros contaminantes en las lagunas de Celendín (2012), las que permitieron la constitucionalización del derecho fundamental al agua y el reconocimiento legal de la consulta previa. Y siempre fueron las juventudes universitarias las que lucharon en primera fila contra la corrupción y la violencia patriarcal, haciendo frente a las arremetidas conservadoras que niegan el carácter humano de los derechos sexuales y reproductivos.

Esta permanente negación de ciudadanía popular e indígena lleva a planteamientos tan absurdos como el que atribuye la responsabilidad de la crisis política a una supuesta falta de precisión del texto constitucional. La crisis sería producto de una coincidencia, de la simple imprecisión de las palabras, mas no de una crisis estructural que afecta a la gente más pobre. En esta lectura minimalista del problema, la solución pasa por esperar el pronunciamiento del Tribunal Constitucional, no hay análisis constitucional de fondo, no hay una lectura del poder más allá del montaje institucional, aunque este muestre su podredumbre abiertamente. Por eso, un gran sector que apoyo a Vizcarra piensa que la crisis ha terminado y atribuyen a un radicalismo de la clase trabajadora su oposición al Plan Nacional de Competitividad y Productividad, cuyas medidas se asemejan a la flexibilización laboral del paquetazo económico de Lenin Moreno en Ecuador. Su desazón es notoria: “Si el fujimorismo esta fuera, ¿por qué en Apurímac las comunidades campesinas continúan con los bloqueos de vías?”.

El escenario político próximo no pinta más fácil para los de abajo pues los clivajes que parten a la sociedad peruana permanecen intactos luego de la derrota parcial del fujimorismo. El conservadurismo ya se reagrupa para las elecciones legislativas de enero y calienta motores para las generales del 2021. La izquierda partidaria cumplió un rol digno pero menor en la crisis política; desunida y enfrentada por el protagonismo personal de sus líderes, se presenta unas veces como incógnita y otras como discurso sin potencial de concreción hacia un proceso constituyente. Grita “Nueva Constitución” cual cliché, pero no aporta a su construcción socio-política, arenga por el poder popular pero no lo construye en su ejercicio político dentro y fuera de los movimientos sociales.

De cualquier forma, hay una amplia opinión pública que no se moviliza pero que vota y que se encuentra a la expectativa de una propuesta política institucional transformadora, mientras los movimientos sociales siguen siendo la gran fuerza moral de nuestros tiempos, los únicos capaces de frenar los peores excesos, a saber, el regreso del fascismo en América Latina.

 

 

*El autor quiere agradecer a las compañeras Sandra Miranda, Willy Zabarburu y Marlene Castillo, por los comentarios a este artículo.

Comentarios: