Por Iván Gabriel Dalmau
La política de desfinanciamiento del sistema científico y tecnológico atraviesa todas las disciplinas, pero las ciencias sociales son objeto de una sistemática campaña de desprestigio. El profesor Iván Dalmau pone de relieve el papel de las ciencias sociales en aspectos tanto cotidianos como estratégicos de nuestra vida en común, y sostiene que “renunciar a producir conocimiento científico acerca de lo social es entregar nuestra soberanía epistémica, es dejar que sean otras/os los que piensen nuestros problemas por nosotras/os”.
En el contexto del escenario político actual hay una cuestión que resulta insoslayable: las ciencias sociales suelen ser el blanco predilecto de la crítica propalada por el gobierno nacional y su ejército de trolls, pero el ajuste afecta a todas las áreas del conocimiento científico-tecnológico sin distinción. El recorte salarial, la interrupción de la financiación de proyectos de investigación y, la cara más terrible del ajuste, las/os más de 800 compañeras/os que concursaron y ganaron sus puestos en la carrera de investigador del CONICET pero continúan en el limbo, aqueja a todas las áreas. Sin desconocer que “nadie se salva solo”, a continuación nos enfocaremos en los aportes de las ciencias sociales, dado que –como lo hemos señalado previamente– se las estigmatiza para atacar a todas las disciplinas.
Así como “nadie se salva solo”, podría decirse que a la hora de desarrollar políticas públicas que atiendan a problemáticas que aquejan a la vida cotidiana, “ninguna disciplina realiza su aporte en soledad”. Tomemos, por ejemplo, el problema de los vínculos entre los accidentes de tránsito y la ingesta de alcohol por parte de las/os automovilistas antes de manejar[1]. Resulta ostensible que son las ciencias naturales las que nos aportan el conocimiento biomédico que permite establecer cuál es el nivel de alcohol en sangre que funciona como umbral a partir del cual nuestra capacidad de atención y nuestros reflejos se ven afectados, aumentando el riesgo de que –en caso de conducir en dicho estado– provoquemos un accidente o, al menos, “nos falten luces” para evitarlo ante una eventualidad. Ahora bien, dado que no somos meramente ni “seres vivos” ni “sujetos de derecho”, entre el extremo de nuestra biología que se ve afectada por determinadas sustancias químicas y el de los códigos jurídicos que reglamentan en qué condiciones podemos conducir un automóvil (o el rodado a motor que sea), se encuentra la práctica del manejo y el hábito recreativo de ingerir bebidas alcohólicas. Es decir que, en tanto que lo que se necesita es transformar una costumbre, con el conocimiento biomédico y la transformación de los códigos y reglamentos no alcanza.
Para que la política pública logre alcanzar su objetivo, resulta fundamental el aporte de las ciencias sociales, ya que son la sociología y la antropología las que nos permiten captar el régimen de prácticas sedimentadas en torno al ritual del consumo de alcohol y el del manejo. Solo mediante la exploración de las valoraciones y sentidos que se ponen en juego en torno de dichas prácticas se podrá tener un diagnóstico preciso del problema. Entre otras cuestiones, es esa indagación la que permitirá establecer –por ejemplo– si la respuesta ante esta situación deberá tomar como blanco a la población en su conjunto o requerirá de estrategias puntuales enfocadas en distintas fracciones de la población, en función de variables tales como el rango etario, el nivel socioeconómico, el género, etc. En ese sentido, en el caso de los varones jóvenes cabría preguntarse –a modo de ejemplo– en qué medida en torno a ambas prácticas se juega cierta idea/mandato de “hombría”. ¿No hemos escuchado repetidas veces la frase “dale, ¿qué te va a hacer un poquito más?, no seas cagón!”, dirigida por sus compañeros de velada a un joven que manifiesta que no seguirá tomando alcohol porque debe manejar? Si algo de esa índole se pusiera en juego de manera habitual, resulta palpable que para que dicho grupo poblacional modifique el hábito en cuestión no basta con que tomen conocimiento de que hubo un cambio reglamentario y del fundamento biomédico de la modificación. Como contracara de ello, serán la psicología social y las ciencias de la comunicación las que permitan pensar en campañas adecuadas para incidir sobre el curso de acción de las/conductores de cada grupo. En definitiva, la relevancia de las ciencias sociales para la elaboración de las políticas públicas se debe a que los/as conductores/as “de carne y hueso” escapan al conocimiento biomédico y las transformaciones reglamentarias, que resultan unilaterales e incapaces –en su abstracción– de incidir sobre la realidad social concreta si no media entre “lo biológico” y “lo jurídico” el abordaje científico de “lo social”.
Si desplazamos la mirada desde la vida cotidiana en su inmediatez a cuestiones “de fondo” que afectan nuestras condiciones de vida a mediano y largo plazo, podemos pensar la importancia de las distintas áreas del conocimiento ante el fenómeno de la transición energética[2]. Al respecto, resulta imprescindible el trabajo de profesionales del campo de la física, la química y la biología para el desarrollo de técnicas que optimicen la extracción del litio y minimicen el impacto ambiental de dicha práctica económica, como así también necesitamos de ingenieras/os para el desarrollo autónomo de baterías y, sobre todo, para escalar la producción a nivel industrial. Aun cuando dicho fenómeno involucre cuestiones ligadas al campo de las ciencias naturales (el agotamiento potencial de ciertos recursos, el daño ambiental ocasionado por la utilización de determinadas fuentes de energía), constituye un evento económico en torno al que se juegan disputas geopolíticas. En ese sentido, qué implicancias tiene para nuestro país el formar parte del triángulo del litio, cuáles son las formas de explotación (empresa estatal, asociación público-privada, empresa multinacional, etc.) y qué se hace con el mineral una vez extraído (se lo exporta en bruto, se lo utiliza como insumo para la producción local de baterías, etc.), son problemas y debates que involucran la expertise de profesionales del campo de la sociología, la economía y la ciencia política. Puesto que, si nos corremos de la agenda del corto plazo, acicateada por la necesidad de acumulación de reservas en un contexto de mega-endeudamiento externo, en torno a las formas de explotación de dicho recurso se pone en juego la cantidad y la calidad del empleo directo e indirecto que generará la actividad en cuestión, las posibilidades de desarrollo urbano en las zonas litíferas, como así también el modo en que repercutirá sobre la estructura productiva del país, alterando o no su forma de inserción a nivel regional y global.
Volviendo sobre la inmediatez de nuestra vida cotidiana, ¿no es acaso una ciencia social como la economía la que nos permite entender que –atraso cambiario mediante– los salarios en dólares pueden subir y en simultáneo el salario real caer? Ante este escenario, en el que se multiplican las/os asalariadas/os que no pueden llegar a fin de mes, pero que quienes aún no fueron “tapadas/os por el agua” tienen la capacidad de acceder a consumos suntuosos gracias a que el valor de la “moneda dura” se encuentra artificialmente pisado, la sociología económica puede diagnosticar minuciosamente los efectos de la fragmentación del mercado laboral en la estructura social y la ciencia política señalar las dificultades que acarrea para los partidos de raigambre popular el hecho de que su base electoral se encuentre atomizada.
De todos modos, no puede desconocerse que –como contrapartida de los ejemplos mencionados– podría objetarse que no todas las investigaciones en el campo de las ciencias sociales y humanas se ocupan de temas de relevancia estratégica. En torno a lo cual, cabe señalar que estas ciencias poseen, a diferencia de las naturales, una dimensión filosófica a “flor de piel”; puesto que, desde su surgimiento a mediados del siglo XIX hasta la actualidad, no han renunciado a la (re)formulación de la pregunta por el fundamento en que se sustenta el conocimiento que producen. Cuestión que se encuentra estrechamente vinculada con la convivencia de escuelas, tradiciones y enfoques al interior de ellas. En ese sentido, independientemente de cuál sea el marco teórico a partir del que se aborde un problema, lo cierto es que para que dicho abordaje logre “despegarse” del sentido común requiere de un sólido conjunto de herramientas teórico-conceptuales (y epistemológicas) que habiliten la “re-problematización” de los problemas, en lugar de dar por obvio lo que “se dice” acerca de ellos. Justamente, cualquiera que haya tenido contacto con la sociología sabe que la tarea del/a sociólogo/a consiste en “desnaturalizar la realidad social”. En consecuencia, pensada a nivel de la comunidad científica, la distinción entre investigaciones empíricas (y, por ende, relevantes) e indagaciones teóricas (supuestamente superfluas), resulta totalmente inapropiada. Si los trabajos empíricos dentro del campo de las ciencias sociales resultan fundamentales para la elaboración de las políticas públicas, la teoría política y social, la epistemología de las ciencias sociales y la historia intelectual son herramientas clave para problematizar los supuestos e implicancias de los marcos a partir de los que dichas políticas son elaboradas.
En función de lo señalado en el párrafo precedente cabría preguntarse, por ejemplo, ¿cuáles son los supuestos e implicancias de que las distintas esferas de la vida social sean problematizadas bajo la lógica economicista del cálculo de costo-beneficio como lo hiciera la teoría del capital humano desarrollada, entre otros, por Gary Becker en el seno de la Escuela de Chicago? Si tenemos en cuenta de que desde dicha perspectiva el capital humano se compone de nuestras aptitudes físicas e intelectuales, a partir de la conjunción entre lo innato y lo adquirido, y que desde la educación a la salud, pasando por la familia y las relaciones laborales son concebidas como “inversiones” en capital humano, podemos captar la racionalidad que articula ciertas prácticas de gobierno. Puesto que, como todo inversor sabe, invertir implica asumir un riesgo en pos de una ganancia y, por ende, así como somos legítimos gozadores del éxito, también somos responsables del fracaso. Nadie puede objetar nuestras decisiones de inversión, ni pretender una “colectivización de los triunfos”, pero ante nadie podemos reclamar cuando las inversiones “salen mal”. En definitiva debemos hacernos cargo de las decisiones de inversión que tomamos en función de nuestro plan de vida.
De este modo, por ejemplo, cobra pleno sentido el cuestionamiento de la diputada oficialista Lilia Lemoine a las/os médicas/os residentes del Garrahan: “si sos médico y no te sirve el sueldo, si no logras una compensación satisfactoria, tenés la libertad de hacer otra cosa”[3]. Asimismo, si como lo mencionáramos previamente, la alimentación y el acceso a la salud implican inversiones en capital humano, se torna palpable la lógica que otorga sentido a la reducción de jubilaciones y recortes de prestaciones de salud para los adultos mayores, puesto que están en “tiempo de descarte” y, por ende, no resulta adecuado invertir en ellos. Si recordamos que los vínculos familiares también son problematizados desde dicho encuadre, y que nuestra biología constituye parte de nuestro “capital humano”, ¿no se torna horrorosamente natural la frase “si tuviste un hijo con discapacidad es problema de la familia, no del Estado”?[4]
En la misma dirección, podríamos preguntarnos por los efectos sobre la convivencia democrática que se derivan del reciclaje de las críticas de la Escuela Austríaca de Economía a la democracia de masas y su patologización del pensamiento político de izquierda, tal como lo hicieran Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek. Dados los vínculos entre las distintas fracciones de la alianza gobernante, no resulta para nada trivial recordar, por ejemplo, el apoyo explícito de Hayek a la dictadura de Pinochet.
A modo de cierre, cabe enfatizar que las políticas públicas que permiten dar respuesta a los problemas que atañen a nuestra vida cotidiana, no son “autoevidentes” ni se formulan “en el aire”. Por el contrario, los diagnósticos de los problemas y las medidas propuestas para solucionarlos se realizan siempre a partir de determinada forma de problematización. Renunciar a producir conocimiento científico acerca de lo social es entregar nuestra soberanía epistémica, es dejar que sean otras/os los que piensen nuestros problemas por nosotras/os. En definitiva, es entregarnos a las fauces de los think tanks ligados al establishment financiero internacional.
Iván Gabriel Dalmau es licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA), licenciado y profesor de Sociología (UBA). Doctor en Ciencias Sociales (UBA) y posdoctorado en Ciencias Sociales (UBA). Investigador Asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Profesor Adjunto de Epistemología de las Ciencias Sociales en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y Docente Auxiliar de Filosofía (UBA). Autor del libro Michel Foucault: entre epistemología y política. Reflexiones en torno a la arqueo-genealogía del saber que vertebra la analítica de la gubernamentalidad neoliberal (Editorial Teseo / Colección Filosofía, 2024).
[1] Retomo este ejemplo a partir del sugerente artículo de Valeria Edelztein y Claudio Cormick “Elogio de las ciencias sociales”, publicado en Tiempo Argentino el 27 de agosto de 2023. Recuperado de: https://www.tiempoar.com.ar/ta_article/elogio-ciencias-sociales-ciencias-naturales-sociedad-necesita/
[2] En este punto, retomo algunas ideas presentadas previamente en mi artículo “En defensa de las ciencias (sociales y humanas)”, publicado en diciembre de 2023 en el blog Intervenciones. Política, Derecho y Sociedad.
[3] Recuperado de https://www.losandes.com.ar/politica/lilia-lemoine-vs-los-medicos-del-garrahan-nadie-tiene-que-pagar-tus-suenos-n5950737
[4] Recuperado de: https://www.ambito.com/politica/si-tuviste-un-hijo-discapacidad-es-problema-la-familia-no-del-estado-la-polemica-frase-del-titular-andis-n6151215