40 años de democracia
Ley y Guerra en la Argentina democrática: la política de defensa nacional de 1983 a la actualidad

Por Gerardo Tripolone

Con la recuperación de la democracia uno de los grandes objetivos y esfuerzos del gobierno de Alfonsín fue establecer un control civil sobre las Fuerzas Armadas, y delimitar su accionar a repeler agresiones externas. El investigador Gerardo Tripolone revisa este proceso que se desarrolló durante la consolidación de la democracia, el modo en que el menemismo incorporó las misiones de paz como función de las Fuerzas Armadas, y las discusiones actuales alrededor del terrorismo y el narcotráfico. 

 

En líneas generales, la literatura sobre defensa nacional de la postdictadura se ha concentrado en el control civil de las Fuerzas Armadas. Este énfasis estuvo justificado durante los años de transición. El gobierno necesitaba someter una institución que se había involucrado en la política local durante el siglo XX, promovido y participado en golpes de Estado y cometido violaciones graves a los derechos humanos. Sin embargo, el énfasis en el control civil nubló el análisis y la propuesta del aspecto central de la defensa: la preparación para la guerra.

En el Diccionario latinoamericano de seguridad y geopolítica, coordinado por Miguel Barrios, se define la política de defensa nacional como los principios y criterios destinados a proteger la integridad territorial y la soberanía nacional frente a amenazas externas. David Pion-Berlin, experto en cuestiones militares latinoamericanas de la Universidad de California en Riverside, la define como la capacidad estratégica, táctica y operacional de la fuerza militar para entrar en guerra con el propósito de defender el país de un ataque exterior.

Ambas definiciones incluyen el elemento de ataque exterior, lo que separa los asuntos de seguridad interna de la política de defensa nacional. Sin embargo, se tensionan con las mutaciones conceptuales en las nociones de guerra, ataque exterior o agresión internacional que han modificado el panorama de la defensa nacional en las últimas décadas. Estos cambios conceptuales se dieron a nivel global y, por supuesto, se reflejaron en la legislación argentina y en las decisiones estatales.

La guerra, asunto de Estados y de militares: la ley de 1988

Durante los primeros años de la transición democrática, las Fuerzas Armadas se hallaban en un “estado deliberativo”, según la fórmula que el teniente general (R) Martín Balza le comenta explícitamente a Germán Soprano para su biografía. El gobierno de Raúl Alfonsín tenía que lidiar, principalmente, con el sometimiento de los militares al poder civil. Debía retirarlos de la vida política y, para ello, tenía que sustraerlo de las tareas de seguridad interior que habían dominado la agenda militar del siglo XX.

Para lograr esto último, el gobierno constitucional debió modificar las ideas de guerra manejadas por las instituciones militares y también civiles de las décadas previas, las cuales no se amparaban en las definiciones de las Convenciones de Ginebra sobre derecho humanitario. Para las Convenciones, hay conflictos armados internacionales y no internacionales. Los primeros ocurren cuando dos o más Estados recurren a sus fuerzas armadas para atacarse, haya o no declaración formal de guerra. El protocolo adicional II de 1977 determinó que hay un conflicto armado no internacional cuando la lucha se desarrolla entre las fuerzas armadas de un Estado y fuerzas armadas disidentes o grupos armados organizados bajo la dirección de un mando responsable. Este grupo debe tener el control de una parte del territorio estatal y debe estar en condiciones de realizar operaciones militares sostenidas en el tiempo.

Esta definición deja fuera de la idea de conflicto armado no internacional (o, más simple, de guerra interna) a los disturbios derivados de protestas, a situaciones de inseguridad, por más graves que sean, a los ataques terroristas o de bandas dedicadas al narcotráfico. Incluso deja afuera a la confrontación de un Estado contra grupos armados que explícitamente quieran cambiar el sistema político de un país en la medida en que no controlen parte del territorio, no puedan realizar operaciones militares sostenidas y no estén organizados bajo la dirección de un mando responsable.

Hay un ejemplo contemporáneo caracterizado como conflicto armado no internacional en Argentina: la toma del cuartel militar de La Tablada en 1989 por parte del Movimiento Todos por la Patria (MTP). La Comisión Interamericana de Derechos Humanos lo consideró bajo esta figura cuando tuvo que tratar el caso de violaciones de derechos humanos cometidos por el Ejército en la represión del copamiento.

La llamada “guerra contra la subversión” no podía, jurídicamente, encuadrarse en un conflicto no internacional. Más allá de que tanto militares como miembros de las organizaciones armadas pensaban estar peleando en una guerra en sentido literal, jurídicamente no lo era. El juicio a las juntas militares, un punto central de la relación entre gobierno constitucional y Fuerzas Armadas en la historia reciente, consolidó esta idea desde el punto de vista judicial. La ley de defensa nacional 23554 de 1988 lo hizo desde el Congreso.

Los debates parlamentarios no dejan lugar a dudas: tanto quienes sostenían el proyecto como quienes se oponían pensaban que estaban sancionado una ley que dejaba fuera del alcance de las Fuerzas Armadas el combate contra el terrorismo y el narcotráfico. La ley estableció que el instrumento militar se utilizaría solo ante agresiones de origen externo. Ahora bien, más allá de lo que argumentaron los miembros del Congreso en su momento, lo cierto es que la ley no es tan explícita: no dice expresamente que el ataque armado de origen externo debe ser de un Estado. En otras palabras, deja abierta la posibilidad del uso de las Fuerzas Armadas ante un ataque de origen externo perpetrado por grupos privados con o sin apoyo estatal. Esto sería fundamental en las discusiones sobre la idea de guerra en el siglo XXI. Sin embargo, en 1988, primó la idea según la cual, desde ese momento, las Fuerzas Armadas se dedicarían solo a la defensa contra agresiones externas de un Estado.

La ley se promulgó en abril de 1988. Menos de un año después, el presidente Alfonsín llamó a los militares para combatir contra un grupo privado en una agresión de origen interno: el MTP en La Tablada. Como dijimos, los hechos de enero de 1989 pueden considerarse como un conflicto armado no internacional de 36 horas de duración. Sin embargo, esto no habilitaba, según la ley de defensa nacional, a usar el instrumento militar. No era una agresión de origen externo. Por supuesto, los efectivos del cuartel de La Tablada tenían el derecho y el deber de defenderse y defender las instalaciones del ataque. Sin embargo, el presidente no podía ordenar legalmente la movilización de más de tres mil militares de otras dependencias. Alfonsín debió valerse exclusivamente de las fuerzas de seguridad, dependientes en ese momento del Ministerio del Interior.

Recién en 1991, con la promulgación de la ley de seguridad interior, el presidente de la Nación estaría facultado legalmente para utilizar las Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad interior cuando las fuerzas de seguridad se hallen sobrepasadas, siempre que exista una declaración de estado de sitio previa. Esta ley se sancionó con Carlos Menem como presidente. Con el fin de la Guerra Fría, la idea de guerra había mutado considerablemente a nivel global. Argentina aceptó el cambio.

La cuadratura del círculo: un ejército para no combatir

Cuando se piensa en la política de defensa de Carlos Menem, normalmente se recuerda la sanción de dos leyes fundamentales: la de seguridad interior de 1991 y la de reestructuración de las Fuerzas Armadas de 1998. Sin embargo, el foco suele estar en cuatro eventos: los indultos a militares condenados por delitos durante la dictadura militar de 1976-1983 y a integrantes de la guerrilla; el levantamiento Carapintada de diciembre de 1990; la suspensión del servicio militar obligatorio luego de la muerte del conscripto Carrasco; y la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia.

Estos eventos refieren al control civil y a cuestiones de derechos humanos, además de un caso de corrupción en el marco de la política exterior menemista. Sin embargo, no se presta atención suficiente a la concepción de la guerra que atravesó las decisiones de defensa y política exterior de Menem.

Con el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos se convirtió en la policía global. Su primera prueba fue la Guerra del Golfo Pérsico. Luego de la invasión de Irak a Kuwait, una alianza internacional liderada por Estados Unidos hizo cumplir el mandato del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas de hacer uso de la fuerza para liberar Kuwait. No era una guerra en sentido de confrontación inter-estatal para resolver una disputa, sino lo que inglés se conoce como law enforcement, en este caso, del derecho internacional. Argentina formó parte de esa coalición.

Sin aprobación previa del Congreso Nacional (tal como manda la Constitución), el gobierno de Menem envió dos Grupos de Tareas de la Armada a la guerra el Golfo Pérsico para cumplir con el bloqueo naval a Irak. Este es el primero de una serie de actos relativos a la defensa nacional enlazados con la política exterior del menemismo. Argentina alineó su política exterior y de defensa a las directivas de Washington, lo que fue reconocido por George H.W. Bush y Bill Clinton, los presidentes de Estados Unidos durante los gobiernos de Menem.

La participación argentina en el Golfo Pérsico fue mediante acciones militares. El bloqueo naval es una acción propiamente bélica, lo que también le valió el reconocimiento por Estados Unidos al país y a los veteranos argentinos de esa guerra, quienes participaron en el desfile de la victoria en Nueva York. Ahora bien, Menem tendría una nueva propuesta para la función de los militares en relación con su política exterior: enviarlos a hacer la paz y no la guerra.

La administración de Menem creó una política de intervención que se mantiene hasta la actualidad. Argentina ha participado y participa activamente en misiones de paz en países como Haití, Bosnia, Kosovo, Croacia, Ruanda, Congo, en zonas del conflicto árabe-israelí, Chipre, entre otros. Este involucramiento tiene objetivos prioritarios de política exterior: Argentina muestra al mundo su contribución a la paz en el marco de la ONU. Sin embargo, cabe preguntarse si esto contribuye como política de defensa. Es decir, si colabora con el propósito de prepararse para defender al país de un ataque armado de origen externo.

Una fuerza militar contemporánea debe estar capacitada para misiones de paz y humanitarias. La literatura especializada señala que, a diferencia del militar “moderno”, el militar “posmoderno” es un efectivo que encuadra su actuación en parámetros humanitarios, morigera la violencia y orienta su estrategia hacia la pacificación. Por otra parte, la experiencia en contextos de guerra de los militares que participan en misiones de mantenimiento de la paz es, sin dudas, importante. Los obliga a convivir en un ámbito de hostilidad y requiere de capacidades interoperativas con militares de otros países, lo que incentiva a mejorar las propias.

Sin embargo, tal como detalla Soprano, el porcentaje de efectivos que participan en estas misiones es escaso en proporción: alrededor del 2% sobre el total de las Fuerzas Armadas y de un 4% sobre el Ejército. A su vez, muchas de las tareas que realizan, si las analizamos desde el punto de vista de las leyes argentinas, se encuadran en la seguridad interior. Es decir, son tareas que, en el territorio del país, no podrían realizar legalmente. Todavía más, según la reglamentación de la ley vigente, son operaciones para las que ni siquiera pueden prepararse doctrinaria ni logísticamente. Si mantenemos la distinción entre seguridad y defensa de la ley argentina, la participación de las fuerzas armadas en misiones de paz no se orienta exclusivamente hacia la preparación para la defensa, sino que, en muchos casos, lo hace hacia la seguridad.

Si durante el mandato de Alfonsín la política de defensa se orientó a la política militar de control civil, la de Menem completó esto y sometió la defensa a la política exterior. Enunciado de esta forma, no puede haber cuestionamientos: la política de defensa debe estar sometida a la política exterior porque la guerra es la continuación de la política por otros medios. Sin embargo, lo que sucedió durante el mandato de Menem (y se mantiene hasta la actualidad) es que la política de defensa colocó a las Fuerzas Armadas como un apéndice de la cancillería para misiones de paz, desorientando, al menos en parte, su misión principal según la ley: prepararse para la guerra ante un ataque exterior.

Esa guerra no es guerra: el terrorismo internacional

Argentina es el único país de América Latina en haber sido sede de un atentado terrorista islámico. Hasta el 11 de septiembre de 2001, el atentado a la AMIA y, antes, a la Embajada de Israel en Buenos Aires, habían sido los episodios más violentos de este terrorismo en toda América. Ahora bien, la magnitud en término de vidas humanas perdidas, espectacularidad y consecuencias posteriores de los atentados en Nueva York y Washington alteraron completamente la perspectiva de abordaje del terrorismo internacional.

Se operó una mutación conceptual que, aunque tenía antecedentes previos, se consolidó en la primera década del siglo XXI. La guerra global contra el terrorismo constituye una confrontación contra una modalidad de ataque (el terrorismo), lo que supone una lucha contra un enemigo difuso y desterritorializado que, en última instancia, puede ser cualquier sujeto que use el terrorismo como medio de ataque.

Argentina formó parte de la cruzada antiterrorista, aun cuando no envió efectivos militares al exterior, como sí lo hicieron otros países latinoamericanos. El país tomó medidas de protección de la zona más sospechosa para Estados Unidos: la Triple Frontera. Por ejemplo, firmó en 2002, junto a Brasil y Paraguay, un convenio con Washington de intercambio de información. A nivel interno, aprobó la Convención Interamericana contra el Terrorismo y el Convenio Internacional para la Represión de la Financiación del Terrorismo. Lo más polémico fue el dictado de la ley antiterrorista en 2007 y su modificación en 2011.

Todas estas son medidas de involucramiento en una lucha que, aunque es internacional, se combate en el interior de cada país. Sin embargo, ninguna supuso la participación directa de las Fuerzas Armadas. De hecho, mirado el terrorismo desde la política de defensa y la definición de guerra, el país se posicionó explícitamente en las antípodas de la visión bélica de la war on terror de Washington y sus aliados.

El primer decreto de reglamentación de la ley de defensa nacional, el 727/06 dictado por Néstor Kirchner, determinó que la idea de “agresión de origen externo” debía entenderse como agresiones perpetradas “por fuerzas armadas pertenecientes a otro/s Estado/s”. Esto constituye una especificación necesaria si se quiere evitar que el terrorismo internacional encuadre en la idea de agresión de origen externo. Como dije antes, la ley de 1988 no explicita que quien ataca debe ser un Estado, más allá de lo que expresaron los legisladores en su momento.

Es interesante que la fundamentación del decreto rechazaba la idea de las “nuevas amenazas” como supuestos de utilización del instrumento militar. Aceptarla suponía “extender y/o ampliar” el uso de las Fuerzas Armadas a “funciones totalmente ajenas a la defensa”. En otras palabras, cambiar el significado de la idea de guerra.

La autolimitación impuesta por el Ejecutivo a usar las Fuerzas Armadas se mantuvo hasta 2018. Mauricio Macri dictó el decreto 683/18 con la intención explícita de ampliar las funciones de las Fuerzas Armadas al combate contra el terrorismo. Tanto su discurso al promulgar el decreto, como la propia fundamentación y la Directiva de Política de Defensa Nacional de ese año no dejan lugar a dudas: la política de defensa determinaba que el terrorismo debía estar entre las funciones de las Fuerzas Armadas.

Esta propuesta no prosperó. En 2020, Alberto Fernández derogó el decreto 683/18 y restableció la vigencia del 727/06. Eliminó, nuevamente, al terrorismo perpetrado por grupos privados como una hipótesis de actuación de las Fuerza Armadas. La guerra contra el terrorismo no era, en realidad, una guerra para el Estado argentino.

Nunca seré policía: los militares y la guerra contra el narcotráfico

A la mutación del concepto de guerra que supuso el terrorismo se agregó, en especial en América Latina, el combate contra el narcotráfico como una guerra en sentido literal y no solo metafórico. Colombia, México y, en menor medida, Brasil adoptaron esta perspectiva. La war on drugs constituye la militarización de la lucha contra el narcotráfico. Aunque jurídicamente no pueda hablarse de guerra, el Estado utiliza las fuerzas militares para combatirlo.

A diferencia de otros países de la región, Argentina no involucró a los militares en acciones de combate contra el narcotráfico ni modificó la legislación o la doctrina militar al respecto. Sin embargo, esto no supuso que no se los haya involucrado de alguna manera. La ley de seguridad interior faculta al Estado nacional a utilizar a las Fuerzas Armadas en tareas de apoyo logístico a las fuerzas de seguridad. Es decir, el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea pueden prestar hangares, transporte o servicios de comunicación a las fuerzas de seguridad. Solo la Policía Federal, la Gendarmería Nacional, la Prefectura Naval o la Policía de Seguridad Aeroportuaria tienen permitido usar la fuerza. Sin embargo, pueden ser asistidas por los militares.

A partir de 2011, Argentina comenzó a involucrar fuertemente a contingentes de las Fuerzas Armadas en tareas de vigilancia y control de la frontera norte del país. Según Marcelo Sain, esto fue una propuesta que hizo el teniente general (R) César Milani a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Las tareas de apoyo logístico estaban cubiertas por la legislación, pero otras desbordaban la ley. El despliegue de unidades en el terreno es imposible sin la producción de inteligencia y, en caso de producirse un enfrentamiento, no existían reglas de empeñamiento que guíen la actuación de los militares[1]. Por lo demás, la progresiva orientación de los militares en una tarea de seguridad suponía un desvío de su función principal.

Con esta decisión se admitía un déficit de las fuerzas de seguridad para llevar adelante las tareas que les corresponden. A la par, implicaba un cierto grado de militarización del combate contra el narcotráfico y, como contraparte, una reorientación de las funciones militares hacia las propias de la policía. Es cierto que Argentina no aceptó la tesis de la guerra, en sentido literal, contra el narcotráfico, como tampoco lo hizo con el terrorismo. Sin embargo, el involucramiento militar fue mayor y constante desde hace una década.

Las Fuerzas Armadas como una agencia logística

La noción de “nuevas amenazas” abarca tanto el terrorismo y el narcotráfico, como otros eventos humanos y naturales. Por ejemplo, desastres naturales, migraciones masivas o epidemias y pandemias. Esto significa que, para esta noción, estos eventos constituyen amenazas a la seguridad del Estado. Argentina no ha aceptado esta tesis explícitamente. Sin embargo, las Fuerzas Armadas participan activamente en estos eventos, algo que se hizo muy evidente durante la pandemia del Covid-19.

Las tareas ante desastres naturales o pandemias se enmarcan en lo que la ley de reestructuración de las Fuerzas Armadas de 1998 legisló como “apoyo a la comunidad”. El Estado se vale de las capacidades remanentes de las Fuerzas Armadas, es decir, las capacidades que están disponibles una vez cumplida la función principal de defensa.

En Argentina, las Fuerzas Armadas han participado ante desastres naturales a lo largo de la historia. Es una institución que posee arraigo en todo el territorio nacional, su personal está entrenado y subordinado para cumplir órdenes en condiciones extremas y posee equipamiento y medios de transporte para acceder a zonas que no llegan otras dependencias.

Hasta 2020, esta función se relacionaba, principalmente, con las inundaciones. Sin embargo, la pandemia del Covid-19 cambió el paradigma. El por entonces ministro de defensa, Agustín Rossi, aseguró que no había habido una movilización militar de estas características desde la guerra de Malvinas. Sostuvo que las Fuerzas Armadas eran la “agencia logística más grande del país”.

El Estado se valió de ellas para fabricar barbijos y alcohol en gel, para ampliar la infraestructura sanitaria y para repartir bolsones de víveres secos y raciones de comida caliente. Usó la Fuerza Aérea para realizar vuelos con transporte de muestras e insumos y de personas repatriadas. Tal fue el involucramiento, que la Directiva de Política de Defensa de 2021 estableció que las Fuerzas Armadas debían preparase para enfrentar la futura pandemia perfeccionando su logística, equipamiento y entrenamiento.

Esto no necesariamente implica aceptar la idea de que las pandemias constituyen una amenaza a la seguridad o a la defensa nacional, como lo sostienen ciertos académicos, gobiernos y algunas resoluciones la ONU. Sin embargo, sí supone un desvío de recursos para cumplir la misión principal a funciones secundarias.

Argentina y las guerras de hoy

Los cuarenta años de democracia nos encuentra en un mundo donde las guerras inter-estatales son la amenaza principal en ciertas regiones. Esto parece darle la razón a quienes han buscado mantener la separación entre defensa nacional y seguridad interior tal como la expresa el decreto de 2006. La acotación supone especializar una institución del Estado para una función particular y no superponerla con otras.

Sin embargo, la separación no ha redundado en mejor equipamiento o entrenamiento. Los cuarenta años de democracia nos encuentran también con un acuerdo generalizado en que las Fuerzas Armadas están incapacitadas para cumplir su misión principal por falta de presupuesto y, por tanto, falta de equipamiento y horas de entrenamiento.

La separación de funciones sigue argumentándose en las violaciones masivas a derechos humanos, el pasado golpista y los riesgos de replicar experiencias como las de México o Colombia. En palabras de Sabina Frederic, al permanecer atados a las “trampas” del pasado, se sigue pensando la defensa nacional con las claves de la transición. Esto implica diseñar la política de defensa única o preponderantemente en clave de control civil o de protección de derechos humanos y no centralmente en la preparación para una agresión externa, es decir, la preparación para la guerra. El desafío es desentrampar la política de defensa para rediseñar las Fuerzas Armadas según las amenazas de la guerra actual.

 

 


Gerardo Tripolone es Investigador CONICET y Docente en el Departamento de Ciencias Jurídicas de la Universidad Nacional de San Juan. Autor de Vae Neutris! Argentina y las guerras globales, de 1914 hasta la actualidad. Un siglo sin neutralidad (Ediunc, 2022) y de La nostalgia por el orden. Carl Schmitt y el derecho internacional (Tirant lo Blanch, 2021).

 

Instagram: @gerardo.tripolone.

Twitter: @GerardoTripo

[1] Agradezco a Germán Soprano, quien me señaló esto último en una lectura previa del texto.

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