Por Horacio Moreno
¿Qué marchas y contramarchas tuvo la publicación de El Eternauta? ¿De qué modos la exitosa versión audiovisual recupera los márgenes narrativos de la obra de Oesterheld? En este artículo, Horacio Moreno, compilador del libro La imaginación científica popular. Paradigmas de los ’50 en El Eternauta y otras historias de Oesterheld, editado por EDUNPAZ, comparte su mirada sobre los modos en que el contexto que unos y otros tiempos de publicación dialogan con su coyuntura: “El mensaje es fuerte y claro, y es para festejar que en medio de una “nevada mortal” de sentido como la que estamos atravesando, haya sido escuchado y leído de manera impecable por una vasta población de compatriotas.”
Desde el pasado 30 de abril, El Eternauta está en boca de todos –o casi– gracias al éxito avasallador de la adaptación serializada de Netflix que se ha transformado en varias cosas a la vez: a) un boom comercial, que la catapultó a ser la serie de habla no inglesa más vista de la plataforma a nivel mundial (casi 11 millones de espectadores en la primera semana); b) una relectura de la historieta original, a la que han rebautizado como “cómic” o “novela gráfica”, según el nivel de coloniaje en sangre; c) un rescate de las fuentes de inspiración de Oesterheld, ya mencionadas hasta el hartazgo en otras ocasiones y a lo largo de los años; d) una trinchera para una nueva resistencia ante el avance imperial y sus cipayos refurbished; e) una rave permanente de nuevos y viejos aficionados, que agotan ediciones impresas y asisten de a miles a las Barrancas de Belgrano para una experiencia “eternauta live”; f) una oportunidad para recuperar memoria, verdad y justicia, a partir de la trágica historia de la familia Oesterheld y la “intervención” militante de las publicidades callejeras; y g) mucho, mucho más.
De la misma manera en que la historieta original ha tenido una y mil lecturas y relecturas, la serie imaginada por Bruno Stagnaro y compañía ha comenzado un periplo semejante y se ha convertido, también, en un campo en disputa de la batalla de opinión de la que hablaba Perón y que en estos tiempos modernos se menta con el más prestigioso apelativo de “batalla cultural”.
A batallar se ha dicho, entonces.
Textos y contextos: la larga marcha de una idea
Héctor Germán Oesterheld, el padre de la criatura, era un geólogo casual y un aficionado entusiasta de la escritura literaria, que comenzó despuntando con cuentos infantiles y libros de divulgación científica publicados en el auge de la industria cultural durante el peronismo clásico. Así, del trabajo de profesional de cierto prestigio –en YPF, en un banco– pasó a desempeñarse como escritor/creador a sueldo en la Editorial Abril, una de las múltiples generadoras de productos impresos masivos fundada por inmigrantes, en este caso, italianos judíos, comunistas y antifascistas que, con el ascenso de Perón, dieron refugio a muchos intelectuales argentinos exiliados o autoexcluidos de las cátedras universitarias de la época y que tendrían participaciones importantes en la década siguiente, durante la autopercibida “época de oro” de la universidad y la ciencia argentinas. Nombres como Boris Spivacow, Oscar Varsavsky o Gino Germani compartieron empresa con Oesterheld en esta etapa de crecimiento y experimentación en los géneros populares.
En 1952, Oesterheld debuta como guionista de historietas a pedido del dueño de Abril y crea a Bull Rockett, una especie de súper científico atómico, piloto, aventurero y amigo de sus amigos que, en una de sus peripecias –“Buenos Aires no contesta”–, muestra por primera vez a la ciudad como escenario de una aventura que únicamente solía ocurrir en el lejano Norte. Presenta, además, un primer mini “héroe colectivo” local, al que solo le faltaba el “acceso al conocimiento” para emular en logros tecnológicos a Bull y sus compañeros.
Cuatro años después decide fundar su propia editorial de historietas, Frontera, y publica una revista mensual en cuyas páginas ofrece su primer borrador de su obra consagratoria. Se trata de Rolo, el marciano adoptivo, una historieta en la que un maestro de escuela y sus amigos del club del barrio no solo previenen una insidiosa invasión extraterrestre sino que además liberan a Marte de sus opresores. En Rolo los precoces protagonistas de “Buenos Aires no contesta” han crecido y ya son capaces de encarar solitos la aventura y el desafío que les propone la invasión alienígena.
Casi en paralelo con las últimas entregas de esa historia, en septiembre de 1957 Oesterheld inaugura El Eternauta, pensada como una historieta serializada en un suplemento de aparición semanal de solo 16 páginas, Hora Cero semanal, donde compartía “continuarás” con otros personajes también famosos, como Ernie Pike, Sargento Kirk o Randall, the Killer. Esa historia de ciencia ficción se fue desarrollando en un único arco narrativo a lo largo de más de dos años, hasta noviembre de 1959, y es la base de la serie que nos ocupa en estas líneas. La idea de la invasión extraterrestre en Argentina ya no abandonaría la imaginería de Oesterheld.
Poco después Frontera debe cerrar sus puertas, quebrada por las deudas y la pauperización de su propuesta semanal dada la salida de sus mejores dibujantes y el final de El Eternauta. El guionista cede sus derechos del personaje a uno de sus acreedores, Emilio Ramírez, quien lanza en 1961 un nuevo título de revista, El Eternauta, cuyas tres primeras entregas son la recopilación de las páginas aparecidas entre 1957 y 1959. A partir del cuarto número, la revista incluye una sección, “Otra vez, El Eternauta”, en la que Juan Salvo como testigo privilegiado –por su calidad de viajero en el tiempo y en el espacio– narra el fin de Pompeya y la explosión de la bomba atómica en Hiroshima; y desde la sexta entrega hasta la cancelación de la revista, en el número 15 (1963), se publica lo que es la verdadera segunda parte de El Eternauta, en entregas novelizadas que incluyen algunas pocas ilustraciones. Esta nueva aventura de Salvo se desarrolla inicialmente en el Delta –un dato para recordar al mirar la serie de Netflix– y nos muestra a un protagonista mucho más proclive a la violencia y la paranoia, que “rescata” a Favalli de su condición de hombre-robot y presenta a los Estados Unidos como una potencia capaz de resistir los primeros embates de la invasión, aunque finalmente también sea derrotado y los protagonistas caigan nuevamente en manos de los Ellos. Esta novelización inconclusa no será retomada por Oesterheld, que paulatinamente irá descreyendo de su progresismo desarrollista de la mano de la decepción que fue Frondizi, el deterioro de su nivel de vida y sus condiciones de trabajo, y la fuerza simbólica de la Revolución Cubana.
Ya en 1965, HGO intenta revivir otro de los hitos que le tocó vivir como protagonista más o menos acreditado dentro de Abril. A la manera de la revista Más Allá (1953-1957), el autor/empresario publica dos números de una nueva revista de ciencia-ficción, Géminis, que en su segundo número (julio de 1965) anuncia “YA LLEGA. La novela de ciencia ficción que no se creía posible. EL ETERNAUTA. Por Héctor G. Oesterheld” y, como corolario del número, ofrece el cuento “Una muerte”. Esta historia otra vez situada en el Delta, narra el deceso de lo que parece ser un Mano, a quien en el momento final se le escapa un pájaro de la mano –una escena que repite con dibujos de Solano López en El Eternauta II (1976-1977)–.
Simultáneo al Cordobazo, en 1969 comienza la publicación en la revista Gente de una nueva versión de El Eternauta, en el que no solo el dibujo de Alberto Breccia complejiza la historieta sino que también se radicaliza y actualiza el guion original, ya con las grandes potencias del Norte no como eventuales portadoras de la “ayuda” para enfrentar la invasión sino como cómplices del imperialismo galáctico, al que entregan América del Sur a cambio de su propia inmunidad.
En 1970-1971, en una ecléctica revista intitulada 2001, periodismo de anticipación, aparece una nueva historia de invasión extraterrestre llamada ¡Guerra de los Antartes! (números 21 al 31), en la que se repite la traición de las grandes potencias con la entrega de Sudamérica al invasor y la resistencia, esta vez articulada entre un gobierno nacional y popular y las organizaciones libres del Pueblo. Es el momento del acercamiento de Oesterheld al peronismo, acompañando la militancia de sus hijas en organizaciones de base del movimiento. Paradójicamente, la generación que apoyó a la Revolución Fusiladora y a la “desperonización” forzada y vana, tuvo en sus hijos a los nuevos militantes del peronismo, quienes lograrían el fin de la larga proscripción de Perón. También en 1971, la dupla Oesterheld-Breccia presenta un híbrido llamado Platos voladores al ataque!!, una serie de figuritas, “teloneras” de unos tarjetones coleccionables dedicados al fútbol, que en el dorso ofrecían una historia de ciencia ficción en torno a una nueva invasión extraterrestre a Buenos Aires, con algunas pinceladas de los planteos habituales del autor para este tema, desde la posibilidad de un desarrollo científico-tecnológico vernáculo hasta el “héroe colectivo” argentino encarnado en jóvenes guiados por un maestro de escuela.
La Guerra de los Antartes, reaparece en una nueva versión entre febrero y agosto de 1974, serializada en el diario Noticias, órgano periodístico de Montoneros. Esta historieta queda inconclusa con la clausura del medio tras la muerte de Perón, y una vez más ofrece una utopía de resistencia al invasor extraterrestre motorizada por un gobierno nacional y popular sumado a organizaciones populares comprometidas. Como venía ocurriendo desde 1969, la complicidad de las grandes potencias con los alienígenas va de suyo.
La larga marcha de invasiones y resistencias se cierra con El Eternauta II (1976-1977), publicado por entregas en la revista Skorpio, que termina de publicarse ya con Oesterheld desaparecido, una víctima más de la última dictadura militar (1976-1983). La historia comienza exactamente en el lugar en que se cierra la primera versión de 1957-1959, con la “amnesia” de Juan Salvo –pista para quienes se preguntan qué son las extrañas visiones del personaje interpretado por Darín– respecto de la invasión sufrida en 1963 y la incorporación de Germán, el hasta entonces innominado guionista receptor de la historia original, como co-protagonista de las nuevas aventuras. En este caso, los personajes recorren un paisaje devastado después de la explosión atómica que asolara Buenos Aires –incluso el río ha retrocedido, otro tema para recordar cuando se mira la serie de Netflix– y ya no hay metáforas ni “pueblo organizado”, hay una especie de “iluminado” que lidera la resistencia del Pueblo de las Cuevas y lo lleva a la liberación, pagando cualquier costo, incluso el sacrificio de los seres queridos. El periplo de la clase media antiperonista se cierra con esta última apelación a la militancia extrema, lejos del humanismo que alguna vez trasuntaron las visitas anteriores al tema de la invasión y su combate resistente.
El sacrificio de Héctor, sus cuatro hijas, dos yernos y dos nietos nonatos “apropiados” y no recuperados a la fecha es el testimonio más que elocuente de una violencia salvaje que, otra vez desde el Estado y desde discursos del odio, parece querer volver a convertirse en moneda habitual después de 40 años de democracia.
Para los que ya vieron la serie televisiva, este recorrido por las diferentes versiones que HGO escribió a lo largo de su carrera les ofrece algunas pistas adicionales y les permite, además, percibir que la adaptación es bastante más fiel a sus planteos –de invasión, de resistencia– que fueron evolucionando con el correr de los años.
La serie: una adaptación de muchos Oesterheld (spoilers)
La serie presentada por la plataforma Netflix ofrece una versión de El Eternauta adaptada a los tiempos que corren y a la historia recorrida. Claramente, el espíritu de la historieta está imbuido en la serie, aunque las cosas cuestan mucho más que en el original dibujado. En la adaptación se nota esa “larga marcha” que describimos en el apartado anterior, se nota cómo se ha ido cargando de pesimismo y de sinsabores la comunidad que, puesta en crisis, deberá volver a apelar a eso que fue perdiendo a golpes en el camino. En ese sentido, la adaptación incorpora coherentemente la experiencia popular y la tensiona a través del tamiz de las derrotas sufridas en esos casi 70 años de historia nacional. Eso la hace creíble y cercana.
Así, uno de los grandes aciertos es mostrar de manera mucho más descarnada esa etapa inicial de “ley de la jungla”, apenas esbozada en la historieta, con un enfoque más que realista de los conflictos que se generan en el “adentro” del incipiente “héroe colectivo”. Es una sociedad permeada por la indiferencia y el fastidio ante los problemas ajenos. Juan Salvo (Ricardo Darín) se presenta refunfuñando frente a un piquete que lo obliga a desviarse del camino y un personaje nuevo, Omar (Ariel Staltari), un exiliado del 2001, señala lo evidente: se fue con piquetes y los piquetes siguen un cuarto de siglo después. Actualizado, el grupo es un rejunte de amigos que ante la primera constatación del desastre se cierra en un núcleo cada vez más chiquito, de afectos familiares antes que de necesidades comunes: Juan quiere buscar a toda costa a su hija adolescente, Favalli (César Troncoso) solo piensa en su casa y en su esposa (Andrea Pietra), Omar quiere irse de un lugar donde se siente sapo de otro pozo y Lucas (Marcelo Subiotto), como confiesa más tarde, se siente aliviado con la muerte del Ruso (Claudio Martínez Bel), a quien veía como un acreedor antes que como un amigo. Cada uno en la suya y perseverando en sus posiciones, a primera vista, irreconciliables en la tragedia.
Este planteo inicial es particularmente efectivo porque entonces todo lo que la serie va a ir desgranando tiene sentido y no está forzado, no es un traslado acrítico de lo narrado casi 70 años antes, en otra Argentina. Y para los muy fanáticamente cerrados al argumento original, Stagnaro ofrece guiños muy significativos: el partido de truco inicial –incluso en su dinámica–; los ruidos de los choques en el inicio de la nevada mortal –y la propia nevada–; la muerte inaugural del Ruso –originalmente, el jubilado Polsky–; la imposibilidad de avisar al vecino panadero, que muere junto a su mujer de la misma manera que Ramírez, el empleado ferroviario de la historieta; y siguen las firmas…
El argumento no es lineal respecto de la historieta y los personajes no tienen ni el mismo bagaje ni la misma dinámica, aunque sí son reconocibles. Lucas es un pusilánime, pero menos vulnerable que su contraparte dibujada, dura más en la historia y su final es totalmente diferente. Pablo aparece como víctima de bullying, pero no de un ferretero inescrupuloso sino de sus propios compañeros de estudio. Mosca y Franco apenas tienen unos pocos minutos de participación en estos primeros seis episodios, aunque sus personajes tienen todo para crecer. Y todas las figuras femeninas, originales o nuevas, tienen roles mucho más definidos, importantes y coherentes con nuestra sociedad actual.
Otro de los grandes aciertos es la inclusión de Malvinas como parte de la historia de la Argentina, incluso como una realidad palpable en el siglo XXI, y es sumamente inteligente utilizar la cualidad de veterano de guerra para explicar ciertos expertises de Juan o sus propios conflictos familiares o de relación con el mundo, aunque, en líneas generales, parece tener una mejor posición de vida comparada a las realidades de otros veteranos que vemos participar en la serie. Los nuevos protagonistas, como los originales de la historieta, parecen pertenecer todos a una clase media que no pasa sobresaltos económicos, con algún margen para ciertos placeres mundanos. Hay excepciones que son también aciertos, como el ya nombrado Omar, un exiliado del que sabemos que se autopercibe empresario pyme porque instala durlock en Estados Unidos, e Inga (Orianna Cárdenas), repartidora de delivery venezolana, seguramente similar a Omar en su visión de su patria chica y también producto de una migración. Estos dos personajes no podrían haber existido en la versión original, pero son perfectamente plausibles –y necesarios– en el aggiornamiento del argumento. Incluso, pese a que claramente no tienen una vida tan acomodada como los amigos inaugurales, son típicos productos de la respuesta individualista a las realidades nacionales de toda América Latina. Todos juntos son personajes paranoicos e individualistas, un poco en la línea que adquiere El Eternauta en su novelización inconclusa de 1961-1963: en la caída, no hay mucho lugar para el humanismo y la comunidad.
Lo que se muestra a lo largo de los primeros tres episodios es un tribalismo muy cerrado: los vecinos de Favalli que pretenden “cerrar” el barrio, los consorcistas del edificio donde habitan Elena (Carla Peterson) y Clara (Mora Fisz, la hija adolescente de Salvo), los saqueadores que atacan el supermercado o deambulan armados por la ciudad, robando incautos o buscando vehículos viables.
El punto de inflexión para los planteos individualistas aparece con la organización de los pobres en la iglesia. Personas en situación de calle, locos, boy scouts (organización ligada a la iglesia, obviamente) y una monja que organiza el refugio. Es un lugar en el que es más creíble la solidaridad y la acción de compartir lo que se tiene. Cuando Juan y Favalli entran en contacto con esta realidad, descubrirán que hay algo más que la ley de la selva en medio de la tragedia, que la solidaridad de los sin nada es una forma efectiva para empezar a resistir y, eventualmente, salvar el pellejo. Descubren, también, que se trata de una invasión extraterrestre: se ve por primera vez a las criaturas nacidas de la pluma de Oesterheld, los “cascarudos”, y se intuye la presencia de otras bestias, los “gurbos”, además de las “luces” del cielo, es decir, las naves del invasor extraterrestre.
En ese momento también aparece el Ejército Argentino, que cumple la función de aglutinar y organizar los intentos aislados de resistencia y enfrentamiento con el invasor, aunque lo hace de manera ramplona y bastante chapucera. No es el mismo Ejército que en la historieta unos verán como representación de la sublevación de Valle y Tanco y otros como metáfora de la Fusiladora; este es un Ejército menos potente como signo, menos presente como actor político.
Cuando el evento “Clara” se resuelve por sí solo –aunque sospechamos que no tanto–, se decide que los invasores son demasiado poderosos y que lo mejor es huir. En esa huida se cruzan con otros grupos de sobrevivientes que se han refugiado en un híper mercado/shopping y conviven pacíficamente, hasta que se produce el primer ataque de los hombres-robot, que ya intuimos que son menos obvios que los originales con su teledirector aparatoso implantado en la nuca. Eso llevará a todos los sobrevivientes a Campo de Mayo, donde se organizan ejército y sobrevivientes para intentar un nuevo rescate de quienes estén atrapados en la Capital Federal.
Ese “héroe colectivo” esforzado, que ha debido reconstruirse pacientemente en los episodios iniciales, se acentúa para emprender el último tramo de la primera temporada, con hallazgos cinematográficos como el de romper el “cerco” de la Capital Federal utilizando una locomotora Diesel, en una de las mejores escenas de la serie.
Stagnaro apela a muchos recursos que recuerdan a otros clásicos del cine de invasiones extraterrestres, como las dos versiones de La invasión de los usurpadores de cuerpos (Don Siegel, 1956 y Philip Kaufman, 1978), que van desde el “traidor” que señala a los pocos que escapan de la trampa –Donald Sutherland en la versión de 1978– o la organización de los hombres-robot para su infiltración, a la manera de la plaza central de Santa Mira –en la versión de 1956– pero en las Barrancas de Belgrano.
Este último escenario geográfico también presenta varias revelaciones: Juan descubre de dónde conoce a Franco, el ahora maquinista ferroviario, lo que también explica sus flashbacks y episodios “en blanco”, en principio atribuidos al estrés postraumático de Malvinas pero que en realidad son una clara pista para develar por qué la serie se llama El Eternauta. También vemos, parcialmente por lo menos, a un primer Mano que, en otra genialidad de la adaptación, ejecuta una especie de melodía con sus múltiples dedos para dominar a humanos y cascarudos congregados en el lugar.
Un detalle final: mucha de la estética de la serie recuerda a otro ensayo audiovisual, que fue presentado en 2014 en una exposición temática de El Eternauta organizada en Tecnópolis. Huellas de la invasión, un corto de poco más de 5 minutos, fue para los aficionados una pequeña muestra de lo que podía hacerse, efectos mediante, para adaptar la obra de Oesterheld a la pantalla, y algunos de los hallazgos del corto se pueden apreciar en la serie de Netflix.
Algunas conclusiones que no se terminan
La serie es una experiencia que maravilla desde las actuaciones, los efectos especiales y la brillantez de la adaptación y actualización del argumento. Incluye muchos guiños para fanáticos pero en ningún caso se fuerzan como para que se pierda el verosímil de lo narrado. El planteo de Stagnaro y equipo no se limita al clásico de 1957-1959 sino que es posible rastrear vestigios de muchas otras propuestas del guionista, que deleitan y no hacen ruido en una trama que se desarrolla sin tropiezos. A la pericia narrativa hay que agregarle un elemento más: hay que celebrar la ausencia de censura o “lavado ideológico” de parte de Netflix como productora de la serie. El mensaje es fuerte y claro, y es para festejar que en medio de una “nevada mortal” de sentido como la que estamos atravesando, haya sido escuchado y leído de manera impecable por una vasta población de compatriotas. Obviamente, es tan claro lo que se dice (“¡Viva la resistencia! ¡Viva Argentina!”) que somos testigos de una gran cantidad de operaciones que pretenden instalar la confusión y disputar lo que se cuenta. Así, escuchamos que el Eternauta es un héroe “libertario”, que los creadores deben poner coto a la semiosis despertada por sus planteos o que no debe politizarse el contenido.
Desde sus orígenes, El Eternauta es una historieta política, que ha sido leída en clave política a través de diferentes generaciones, más allá de las condiciones de su producción y concepción originales, del devenir ideológico de su guionista y su relectura en los 1970; más allá de su secuestro en dictadura; más allá del silencio inicial en la recuperación democrática, cuando los “especialistas” locales en ciencia ficción lo mencionaban de pasada mientras fantaseaban con sus propias “ficciones especulativas”; más allá de las formaciones y el asombro virginal con que nos asomemos a sus propuestas. El Eternauta es una historieta política y es, en su relectura, una manera de entender el mundo y a la propia comunidad, hito que esta adaptación seguramente replicará en nuevas generaciones.
Porque nadie se salva solo.

Horacio Moreno: Bibliotecario (UBA) y Especialista en Gestión de Información Científica y Tecnológica (UNLP, posgrado en curso). Ex Director General de Gestión de la Información y Sistema de Bibliotecas (UNPAZ), ex Director Provincial de Impresiones y Digitalización del Estado (Provincia de Buenos Aires), docente interino del Departamento de Ciencias Jurídicas y Sociales (UNPAZ) y del módulo “Políticas de acceso abierto y preservación” en el Seminario de Extensión “Publicaciones Científicas y Académicas” (Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Compilador del libro La imaginación científica popular. Paradigmas de los ’50 en El Eternauta y otras historias de Oesterheld (Edunpaz, 2024).
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