No a la baja de edad de imputabilidad
Los salvadores del niño (al ataque)

Por Ana Clara Piechestein (RUTGERS/UBA) y Cecilia Garibotti (STANFORD JSM’17)

El domingo 23 de julio se presentó una entrevista realizada a un niño de aproximadamente 12 años en el programa Periodismo para Todos (PPT) en la que contaba en primera persona supuestas experiencias ligadas al delito. Las repercusiones a favor y en contra del mensaje (en cuya producción el canal que hace más de 25 años celebra Un sol para los chicos no resguardó los derechos más básicos del niño reconocidos por UNICEF), han sido profusas en estos días y tienen, como telón de fondo, el anuncio del proyecto del Poder Ejecutivo de modificar la edad de punibilidad de los niños y niñas en conflicto con la ley, pasando de 16 a 14 años, y la reacción que ha originado a lo largo del espectro político. En ciertas esferas, el programa de PPT ha funcionado como un nuevo catalizador del “legalismo mágico” del sistema argentino que apela, como se hizo antaño con la “Ley Blumberg” o más recientemente con la reforma de la ley de ejecución de la pena, re-impulsada por el asesinato de Micaela García, a una respuesta rápida visceral e intuitiva en una ley, de cuya implementación todos y todas van a desligarse. En este artículo reflexionamos brevemente sobre la manera en que se desarrollan las discusiones en torno a la producción de reformas en la política de seguridad y la necesidad de salir del enfoque televisivo orientado al rating para centrarnos en el enfoque de políticas públicas donde la labor y la responsabilidad de nuestros gobernantes se pone en el centro de la escena. Frente a un nuevo intento de reducir las políticas públicas en materia de seguridad a su expresión más simplista, la penal, proponemos pensar críticamente la baja de edad de punibilidad y enfocarnos en el proceso público que debe ser llevado adelante para discutir esta iniciativa, así como en las posibles medidas alternativas y caminos “no tomados” en esta materia.

El régimen penal juvenil: problemas en su funcionamiento actual

Es cierto que nos debemos una discusión sobre el Régimen Penal Juvenil. En el sistema actual, los jóvenes de menos de 16 años son “no punibles” y aquellos entre 16 y 18 años están sujetos a una “punibilidad relativa”, es decir, el Estado reacciona con una consecuencia jurídico-penal que formalmente es distinta a la usada para un adulto. Esto significa que los niños y niñas entre 16 y 18 años actualmente son imputables (se los acusa del delito y un juez puede declararlos penalmente responsables), pero no se les impone una pena -vocablo del que deriva la idea de punibilidad– hasta que cumplen 18 años. En ese periodo, a los menores de edad (en su mayoría pobres), que cometieron un delito, se los somete a un “tratamiento tutelar” en los llamados “institutos de menores” -que son verdaderas cárceles- caracterizados por violencia, muertes, condiciones materiales deficitarias, falta de higiene y de alimentación adecuada[1]. Para colmo, su permanencia en estos institutos no se encuentra preestablecida en una sentencia sino que depende de una evaluación siempre discrecional del resultado del “tratamiento”. Es decir, que en los hechos no hay un plazo previamente establecido ni hay límite sobre la duración y condiciones de esa privación de libertad.

Los organismos internacionales han identificado y señalado las falencias de este sistema, instando a que se establezca un régimen diferenciado del de los adultos, que incluya en el tratamiento de la responsabilidad por las infracciones a la ley penal tanto los principios y garantías del derecho penal como los derechos previstos en instrumentos internacionales como la Convención sobre los Derechos del Niño, y que tome en consideración otros parámetros en cuanto a la capacidad de culpabilidad o de “reproche” penal por la conducta en cuestión, en función al estado evolutivo de la niñez.

 

La baja en la edad de punibilidad en el centro del debate

La historia de las políticas públicas en materia social y de seguridad en Argentina es una historia parida por tragedias dolorosas y rencillas ideológicas. Su cortoplacismo no ha podido enfrentar y dar soluciones a los procesos de exclusión económica y social que se evidencian en las noticias que muestran a menores de edad involucrados en crímenes violentos. En este sentido, la participación de niños y niñas en delitos es la consecuencia y no la raíz de un problema más complejo, que para ser solucionado requiere un debate regido por la discusión con base empírica y la definición clara de objetivos y medios.

Ya a inicios del siglo XX, la prensa sacudía ante los ojos de quien pudiera ver la truculenta historia de Cayetano Santos Godino (el “Petiso Orejudo”), acaso el preso más conocido del Penal de Ushuaia, de manera similar a como hoy muestra al niño del informe de PPT (“El Polaquito”): un chico de corta edad, acusado de varios asesinatos a sangre fría, que consumía alcohol, con antecedentes en instituciones de menores, que no mostraba señales de arrepentimiento. Durante esa época, los juristas y académicos ligados a la criminología positivista, como el médico Luis Agote, realizaban congresos y escribían artículos sobre “el problema de los menores delincuentes” y resaltaban el peligro que representaban para la sociedad. Así se gestó la  paradójica política de creación de los institutos de menores, para que el Estado (como un gran padre) pudiera controlar a esta niñez peligrosa pero a la vez protegerla por estar en peligro. El actual sistema es deudor de estas concepciones encarnadas por los que A. Platt denomino “los salvadores del niño”[2].

La reforma del régimen penal juvenil es sin lugar a dudas una deuda pendiente, pero que no se resuelve en base a reacciones viscerales a noticias periodísticas ni se encara bajando la edad de punibilidad. En este sentido, fue un dato positivo, aunque como los hechos han demostrado distó de ser suficiente, que cuando el Ministro de Justicia Garavano anunció la reforma, la haya programado para ser discutida por un plazo mayor a un año, renovación del Congreso mediante. Ciertamente ello podría contribuir a una mayor búsqueda de acuerdos, menos apremiados por la dinámica electoralista. Sin embargo, la remoción de la Secretaria Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia del Ministerio de Desarrollo Social a pocos meses de criticar el proyecto y el reciente anuncio del Ministro, el pasado 10 de julio, señalando que la primera etapa de la reforma juvenil se encontraba finalizada, y que recién ahora se reuniría con ministros de las áreas afectadas, no son auguriosos[3]. De todas maneras, en los hechos, poco va a valer que el Congreso llegue a un consenso mientras nuestros representantes busquen en el “legalismo mágico” respuestas hipersimplistas a un problema que es complejo. La ley, en abstracto, no es más que tinta sobre un papel que en los hechos dista de poder aplicarse sobre las personas reales. Su diseño puede tener las mejores intenciones, puede pretender ser una reforma “integral” como se ha manifestado, pero poco va a lograr si no se acepta primero la realidad del sistema penal juvenil y de sus verdaderas falencias. ¿Cuánto nos pueden decir nuestros representantes sobre la forma en que realmente funciona el régimen penal juvenil? ¿Qué datos nos han aportado sobre quiénes ingresan, cuándo salen? ¿Cuál es porcentaje de reincidencia de los jóvenes una vez que se retiran de esos institutos? Estas son preguntas básicas sobre las cuales nuestro Estado carece de información recogida de forma sistemática en los últimos años, y si la tiene no está publicada. No se dispone al momento de estadísticas oficiales que permitan conocer cuántos menores de edad a los que se imputan delitos han sido, en realidad, previamente víctimas a las que no se ayudó. A decir verdad, ni siquiera se sabe cuántos menores de edad son víctimas de delitos en general, y quizás igualmente grave aun, cuántos se encuentran tras las rejas. ¿De qué estamos discutiendo, entonces, cuando contamos en realidad con tan pocos datos? Ciertamente es atendible el temor de muchos ciudadanos, pero es responsabilidad de nuestros representantes no contestar a ese temor con prejuicios infundados sino buscar y generar respuestas a largo plazo que consideren a todas las partes afectadas. Porque en lo que todos y todas coincidimos es en que queremos disminuir la violencia social. Sin embargo, sin tener los datos más básicos para empezar a conversar sobre el tema, el gobierno nacional, y numerosos actores de los medios de comunicación, ya tomaron una primera determinación que es preocupante: enfocarse en el derecho penal y la edad de punibilidad.

Pensar en su punibilidad hoy sin pensar en qué va a suceder mañana con chicos que encontrándose en una situación vulnerable a los 14 años fueron institucionalizados, luego de haber cometido un delito, cuando salgan en libertad habiendo sido separados de sus padres en sus años formativos, sin haber accedido a una educación de calidad y con un prontuario legal, es patear el problema de la exclusión social para más adelante y condenar a estos pibes y pibas a que entren y salgan constantemente de establecimientos penales, condenarlos a que se conviertan en el estereotipo de “pibe-chorro”[4]. Que va a pasar Si bajamos la edad de punibilidad? A juzgar por las reacciones de las últimas décadas, cuando llegue el momento, propondrán aumentar las penas, asegurándose que esos otrora-niños-ya-adultos sigan en cárceles superpobladas que reciben a nuevos jóvenes.

Este punto debería llamar la atención especialmente de las personas que buscan en la pena el castigo a los culpables, se preocupan por la “impunidad” de los niños y niñas y a la vez claman por (su) mayor seguridad. En enero de este año el Ministro Garavano, nuestro salvador del niño, ha declarado sus intenciones para trabajar “sobre el abordaje temprano de los jóvenes que cometan el delito para darles una salida laboral, educativa y trabajar sobre la comunidad para evitar que se involucren en el delito. Debemos sacarlos de ese círculo vicioso del delito”[5]. Sin embargo, desde su anuncio, realizado sin la participación de los ministerios y funcionarios que trabajan sobre jóvenes, trabajo y educación, a tan sólo meses de aprobado un presupuesto que no incluyó esos puntos en su agenda, (aunque sí el pago de deuda contraída recientemente), y el silencio sobre la materia que ha reinado desde la esfera pública interrumpido por la televisación del informe de PPT, nos lleva a desconfiar de que la reforma lleve a buen puerto [6]. En un contexto en el que no existe un organismo en el Poder Ejecutivo que haya recabado la información necesaria para diseñar una política informada sobre la materia[7], el trabajo cooperativo entre la sociedad civil y el Estado a lo largo del espectro político debería ser central. De más está aclarar que no lo está siendo, en gran parte debido a la renuencia de ciertos sectores de escuchar que la ley, y es especial la penal, no es la solución. Así, mientras el proyecto de reforma avanza, el cargo de Defensor de la Niñez, creado por una Ley del Congreso en 2005, sigue vacante 12 años después.

La ley no es suficiente. Para un plan que pueda cumplir los objetivos anunciados por el ministerio, lo primero que deberíamos estar discutiendo es ¿cómo asegurar que habrá presupuesto más allá de cambios de gobierno en los próximos (¿digamos?) quince años para atender a estos jóvenes? ¿Cómo vamos a evaluar si hubo progresos? ¿Cómo vamos a corregir la política si hay errores? ¿Cómo vamos a lograr la coordinación entre los distintos niveles de gobierno siendo que la gran mayoría de los delitos violentos que preocupan a la sociedad son competencia de los gobiernos provinciales, y por tanto involucran establecimientos provinciales con presupuesto y fondos provinciales? Esta historia ya la conocemos. Pondremos muchos objetivos en una ley, que requieren distintos grados de erogación presupuestaria. Cuando el momento llegue, va a ser menos costoso punir a menores que lograr que ellos se incorporen como ciudadanos en igualdad de condiciones a nuestra sociedad. Hay que cambiar el eje de discusión de la agenda sobre ‘delincuencia y niñez’, nuestra historia ha probado que el derecho penal no soluciona este tema. Hay que dejar de patear el problema hacia adelante.

La falta de evaluación y los caminos no tomados

Debemos insistir con este punto: la respuesta penal no es la solución. A esta conclusión se ha llegado consistentemente en otras latitudes. Para dar un ejemplo, en la ciudad de Nueva York, ha avanzado un proyecto para elevar la edad de punibilidad -acompañando la tendencia a nivel nacional-, basado en que ello contribuye a proteger el “bienestar de la juventud, reducir la reincidencia y mejorar la seguridad pública”. Allí, el sistema actual somete a chicos de 16 y 17 años al mismo proceso penal que a los adultos, incluyendo cumplir penas en cárceles de adultos, lo que ha incrementado la tasa de encarcelamiento general por delitos menores o “no graves” y la tasa de reincidencia. La asociación de abogados (New York Bar Association) de ese estado, ha instado a la Comisión sobre Juventud, Seguridad Pública y Justicia, creada por el Gobernador, a que base sus recomendaciones en “los múltiples estudios que muestran qué abordajes traerán mejores resultados para la juventud y la seguridad pública.”

Se podría argüir, con razón, que el trasplante de soluciones foráneas nunca ha servido a Argentina. Por eso, cualquier reforma seria del sistema penal debería incluir en primer lugar la producción de datos y de monitoreo. Lamentablemente hoy no contamos con esos datos de la manera que quisiéramos. Con lo que sí contamos es con evidencia sistemática de que los menores de 18 años solo en raras ocasiones son victimarios de los delitos más graves y que un porcentaje muy elevado de la población penal adulta -alrededor de 60 mil- pasó por una institución de menores durante su niñez o juventud.

Solamente desde un espíritu revanchista y falto de previsión sobre los problemas que trae aparejados el encierro puede defenderse una medida que proponga someter tempranamente a los jóvenes al castigo penal, anclado en el encierro y el dolor.

 

[1]Cfr. Informe Anual PPN (http://www.ppn.gov.ar/?q=Otra%20muerte%20en%20un%20Instituto%20de%20Menores ) e Informe de Amnesty (https://amnistia.org.ar/luego-de-la-muerte-de-un-adolescente-durante-un-incendio-en-el-agote-se-debe-garantizar-el-control-de-los-institutos-de-menores/)  sobre los casos de fallecimientos en los Institutos Rocca (2015) y Agote (2014)

[2] La denominación de salvadores del niño se emplea para designar a un grupo de reformadores “desinteresados” que veían su causa como caso de conciencia moral, y no favorecían a ninguna clase ni ningún interés político en particular Loa salvadores del niño se consideraban a sí mismos altruistas y humanitarios, dedicados a salvar a quienes tenían un lugar menos afortunado en el orden social. Su interés en la “pureza”, la “salvación”, “la ‘inocencia”, la corrupción y la protección reflejaba una fe firme en la rectitud de su misión. Platt, A.M. (1982) Los salvadores del niño o la invención de la delincuencia. Buenos Aires/Madrid/Mexico: Siglo XXI.

[3] http://www.ambito.com/879966-macri-acepto-la-renuncia-de-funcionaria-que-pidio-no-bajar-la-edad-de-imputabilidad

[4] “El pibe chorro, entonces, es una categoría del sentido común que, antes que buscar comprender la realidad de los actores que está nombrando, se apresura a abrir un juicio negativo y despectivo sobre ellos. Una categoría moral que, cuando clasifica la sociedad para reproducir las desigualdades, quiere subalternizar a los actores que cosifica. No es una categoría analítica, sino un prejuicio que fue madurando en las habladurías y forma parte del fabulario argentino para invisibilizar a los jóvenes, demonizarlos, transformarlos en Otros absolutos.” Rodríguez Alzueta, E. (2017). Los pibes chorros no existen, en Crudos: Ensayos, tribulaciones y bocetos. Recuperado de http://rodriguezesteban.blogspot.com.ar/2017/07/los-pibes-chorros-no-existen.html

[5] http://www.infobae.com/politica/2017/01/05/german-garavano-debemos-sacar-a-los-jovenes-del-circulo-vicioso-del-delito/

[6] “Si bien los salvadores del niño justificaban sus reformas por humanitarias, es evidente que ese humanitarismo reflejaba su trasfondo de clase y sus concepciones elitistas de la potencialidad humana. Los salvadores del niño compartían la opinión de los profesionales más conservadores de que los ‘criminales’ eran una clase diferente y peligrosa, indígena en la cultura de la clase obrera, y un peligro para la sociedad ‘civilizada’.” Platt, A. M, ob.cit, p. 29.

[7] No existen todavía estadísticas oficiales siquiera sobre la cantidad de niñas, niños y adolescentes privados de libertad en Argentina (cfr. http://www.telam.com.ar/notas/201609/163371-al-menos-1300-chicos-estan-privados-de-libertad-en-todo-el-pais.html). Desde la Procuración Penitenciaria de la Nación se están procesando datos de una encuesta respecto de los alojados exclusivamente en los “Centros Socioeducativos de Régimen Cerrado” de la Ciudad de Buenos Aires(cfr. https://infogram.com/_/zqStVE1gQhQqKrxeoJxx)

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