Educación en tiempos de Pandemia
Luces y sombras del home-schooling

Por Verónica Tobeña (FLACSO Argentina/IICSAL-CONICET) 

Los memes, fotos y todo tipo de gracias que circulan por el chat de mamis me ayudaron a no sentirme sola los primeros días del home-schooling. Cuando al sacar la maestra ciruela que llevo dentro mi hija me hacía el papelito de niña rebelde, en vez de contar hasta cien me iba al contacto 4toB de mi WhatsApp. Ahí me consolaba escuchando los audios de esa madre con acento del norte que vive la llegada de las tareas escolares como una invasión que amenaza con minar la precaria armonía del hogar en tiempos de vida familiar obligada. O leyendo ese twit que se hizo viral: “Tres días más de deberes y me subo a un bondi a chupar el pasamanos”; o esa ocurrencia hecha banner: “Dos días de home-office en casa… La cuota del colegio me parece BARATA”. También está la que versa: “Día tres de cuarentena: Desconectando la red de internet de la maestra para que deje de enviar tarea”, ilustrado con la foto de un hombre subido a un poste de luz manipulando cables y sonriendo a la cámara con cara de pillo. O el que más gracia me causaba y que circuló tanto que hasta lo levantaron en la tele: “Si Alberto dice que se suspendieron las clases, ya está! No me hinchen las pelotas con la tarea”, corta en seco un mocoso a su madre cuando ella lo insta a entrar en razón. Este último es el que más me calmaba porque me hacía sentir que el amotinamiento que me dedicaban en casa era inofensivo, que no la tenía tan difícil. Mis hijos no apelaban a la autoridad para frenar mi embestida, ni expresaban la furia que sugería el lenguaje corporal de aquel niño. Lo de ellos era puro berrinche explosivo, una manifestación de la impotencia de no ser completamente dueños de esa extraña libertad de su día a día escolar que la cuarentena les regalaba.     

Así que a la hora de las brujas, cuando la rutina anquilosada que vuelve regla el encierro me tornaba más volátil y propensa a que la lucha diaria por los deberes desemboque en una escalada de gritos y forcejeos, iba al chat de mamis. Miraba todas esas pruebas de inteligencia colectiva que me confirmaban que no estaba sola y que el camino era la risa, que “el humor nos salva”, y me auto-administraba este calmante digital. Bien munida de estos antídotos de corte new age para contrarrestar el instinto predatorio de mis crías, volvía enyoguizada a por mis palomitas blancas. “¡Estos audios nos salvan el día!” opinaba una de las mamis en mi chat. Y yo no podía estar más de acuerdo.     

Una tarde la escena por los deberes de rigor me encontró sin batería en el celular. La imposibilidad del automático en el que me ponían mis calmantes digitales me permitió ver lo que hasta entonces no registraba. La tarea que tenían que cumplir a diario mis hijos era de un gris y una monocromía deprimente. No sé cómo explicarlo. Eran excesivamente escolares, enfocada hasta el paroxismo en las reglas, las convenciones y las formalidades que hay detrás de los usos de las matemáticas o de la lengua, sin reparar en la escasa utilidad que ese aprendizaje tiene para la vida real. Como ese video somnífero que la maestra de mi hija seleccionó de YouTube para que aprendan la diferencia entre el Hiato y el Diptongo y después los reconozcan en una serie de palabras. Comprobé con zozobra que nada del estado de excepción en el que vivíamos por culpa del coronavirus se colaba en esas tareas. Ni siquiera palabras como CUARENTENA y PANDEMIA fueron aprovechadas para volver significativo un aprendizaje tan prescindible. Esas tareas pecaban de falta de tacto, de criterio humano, de sentido de la oportunidad. En definitiva: de sentido común. Se mantenían en un como si nos viéramos las caras, en un como si fuera lo mismo un docente que una mamá contadora, en un como si no estuviéramos atravesando una crisis de proporciones y sin precedentes. Y lo peor, en un como si siguiéramos habitando en la linealidad de la palabra escrita y no en la multimedialidad y la multidimensionalidad de la era digital.   

Yo había entendido a fuerza de una investigación1 a la que me lancé en busca de explicaciones a los cortocircuitos que experimentaba con mis hijos, que ellos encarnan formas de vida tecnológicas.2 Es decir, que habitan el mundo de un modo propio y distinto al de los que crecimos privados de un invento como Internet y de tecnologías digitales.  

Logré entender así que las chispas que nos sacábamos se encuadraban en un choque generacional, en una incomprensión cultural que era mucho más honda que la que se expresaba a partir del salto tecnológico. Que toda esa palabrería que estaba circulando para designarlos (nativos digitales, bárbaros, pulgarcitas, generación post alfa, millenials, generación Z, y no sé cuantas otras letras que buscaban sumar matices), condensan significados que no se agotan en su ubicación en una línea del tiempo histórica. Son neologismos para nombrarlos en su mutación, producto de su adaptación al hábitat acuático en el que se ha convertido el mundo. Toda esa palabrería designa sujetos que son distintos a nosotros porque respiran la mayoría del tiempo con branquias, mientras que nosotros usamos pulmones.3 

Su carácter anfibio les da la posibilidad de deslizarse por diferentes lenguajes, porque los nuevos medios ya no los obligan a ser lineales ni a permanecer anclados a un lugar mental. Frente al desorden de la realidad digital, lo que los mantiene a flote es el movimiento y su habilidad para viajar de un punto a otro sin estancarse, sin quedar retenidos por un paisaje que los prive de conectar con nuevos escenarios. Porque en este medio lo que importa es la experiencia del viaje y no llegar a un destino prefijadoLa Web les permite dejarse dictar por el mundo la estructura de sus pensamientos y los movimientos de su mente4, y esto tiene repercusiones en distintas dimensiones de la vida.  

Por ejemplo, prefieren pensar y pensarse por medio de una composición hecha de imágenes y sonidos en lugar de hacerlo por secuencias estructuradas por la palabra escrita. De ahí la fascinación que mi hija siente por una aplicación como TikTok, una redsocial desde la que cultivan el yo los centennials. Del diario íntimo de su abuela y el canto frente al espejo que había caracterizado mi infancia, el yo como proyecto, como obra a completar, encuentra en TikTok una herramienta superadora. Filtros, efectos, sonidos, música, edición, hasta la posibilidad de jugar con la alteridad por medio del modo “dúo” hacen de esta aplicación una herramienta imbatible a la hora de pensarse a uno mismo, rayana a la idea de un hiper-yo.  

La preferencia por los lenguajes audiovisuales y los dispositivos digitales los hace dominadores de saberes tecnosociales5 que a diferencia de la lectoescritura que nosotros cultivamos en la escuela ellos forjan en la práctica social, es decir, no son producto de un saber experto que adquieren con el método de “la letra con sangre entra” sino que lo dominan a fuerza de ensayo y error, de hacer y experimentar. Sin duda el notable dominio de los números que ostentaba mi hijo a los 5 años no era una facilidad innata sino que se forjaba en el gusto por esos videojuegos creados para iniciarse en esta materia jugando.  

Durante esa investigación dí con un concepto para nombrar el modo en que habitan el mundo estos mutantes: cultura de la convergencia.6 En este universo las conversaciones cotidianas se van transformando sin solución de continuidad: saltan de medio en medio, de red social a red social, de un lenguaje a otro. Lo importante es la comunicación: todo el sistema se pone al servicio de ese intercambio, que deja de estar entendido desde la lógica del broadcasting propia de los medios tradicionales y transforma a cada receptor en un emisor que da espesor a una inteligencia colectiva nutrida de la praxis comunicativa en red. Quizás un buen ejemplo de esto sean esos videítos y memes alusivos al home-schooling que circulan en mi chat de mamis. Pero también Twitter, Instagram, Facebook son emergentes de esta praxis y de la inteligencia colectiva que ella motoriza.  

Al finalizar mi pesquisa comprendí otros aspectos que iban más allá de la praxis comunicativa. Por ejemplo, que en materia de sociabilidad la distinción espacio físico- espacio virtual no es relevante para los mutantes; para ellos estar juntos no es necesariamente sinónimo de encuentro físico. ¿Y no es un poco lo que nos pasa a todos con los audios de WhatsApp? En materia moral nuestro sistema de prohibiciones y virtudes tampoco representa guía alguna para regular sus conductas. Frente a la cultura del deber y el disciplinamiento que moldeó el cuerpo y la consciencia de quienes tenemos pulmones, los sujetos mutantes calculan en base al placer la conveniencia de sus actos. Y esto explicaba la resistencia que oponían mis hijos cuando los sentaba a cumplir con eso que llanamente llamamos “deberes”.  

*** 

¿Para qué me sirve esto de los diptongos, má?  

Me aprendo las provincias, está bien. Pero te aviso que ni loca las voy a pintar una por una en el mapa como me piden, eh.  

¿No se da cuenta la maestra que las preguntas que nos hace son idénticas al texto que nos dió para leer y que se contestan copiando? ¡Esto no tiene sentido!   

Los lamentos de mi hija se agolpaban en mi cabeza y no podía sentir otra cosa que empatía ante su frustración.  

Entre tanto, algunas mamis en el chat se rasgaban las vestiduras para entregar en tiempo y forma las tareas. Otras mantenían un cónclave para exigir a la escuela: 1) más clases sincrónicas, 2) encuentros virtuales más prolongados y 3) que las consignas sean transmitidas y explicadas por la maestra en un video que a los chicos les permita repasarla cuantas veces lo necesiten. Más escuela pedían ellas. En casa necesitábamos más sentido común. Si hubiera estado en condiciones emocionales de hacerme cargo de alguna petición, lo habría hecho apropiándome de una expresión que se atribuye a Michel de Montaigne, surgida de su aguda reflexión en torno al giro cognitivo al que entonces parecía obligar la creación de la imprenta por Gutenberg: “Más vale una cabeza bien hecha que una cabeza bien llena”. 500 años después e Internet mediante, quizás hoy las condiciones se presten mejor para que alguien por fin escuche cómo cambian las tecnologías las facultades intelectuales que necesitamos desarrollar.  

*** 

Si la fuerza instituyente de los sujetos anfibios es asombrosa, la propuesta de la escuela de mis hijos me demostraba que quienes defienden lo instituido opone una resistencia semejante. En este mundo atravesado por tensiones y fuerzas contrarias, los pequeños mutantes aprenden a desarrollar sus pulmones y mis congéneres sofistican sus branquias. 

Mientras sufría en soledad, en el chat de mamis seguían brotando ocurrencias y videítos alusivos a los estragos que el home-schooling causaba en sus hogares. Volví a conectar con ellas y antes de ceder a la resignación y el humor, me aferré al sentido de la responsabilidad que me quedaba y en confianza interpelé a una mami. 

Che, ¿no te preocupan las tareas que les están mandando? 

 Y sí contestó lacónica, y cerró con tono de chocolate por la noticia. Son un plomo. 

—¿Pero no te parece que atrasan cien años y que el contexto brilla por su ausencia? —insistí. 

Mirá, creo que se tienen que sacar de encima los deberes lo antes posible y pasar a otra cosa. Yo medio que los estoy extorsionando, ¿viste? Si terminan la tarea temprano vemos juntos un capítulo de Harry Potter, y así. El otro día estuve investigando algunos videojuegos educativos y ahora los estoy usando como chupetín. Hay uno para aprender a programar que está buenísimo, si querés te lo paso.  

Tomé su respuesta no como un desaire ni un ninguneo, sino como un llamado a gestionar mi angustia con mayor inteligencia. Ella, a modo de ¿paño frío?, me zampó este video:  

Me pareció claro que me estaba invitando a volver a la senda del humor. Incluso hasta llegué a sublimar esa escena final, proyectando en esa respiración fatigosa, en esa risa arenosa y bizarra con la que terminaba el video, articulada con pulmones gastados, una metáfora triste pero elocuente de la crisis por la que atraviesa la escuela y su cultura ilustrada. Me dio la impresión de que el consejo que elípticamente portaba era: no te calientes por las tareas, no vale la pena. Decidí tirar la toalla y tomarme el asunto de los deberes como un mal necesario, un trámite insoslayable que había que despachar de la forma más indolora y expeditiva que nos fuera posible en una circunstancia de ciencia ficción como la de la cuarentena. Acepté el consejo de mi mami confidente: incorporé apps y videojuegos con valor educativo y seguí usando el chat paraescolar como calmante digital.  

*** 

Si al principio todo esto de la suspensión de clases me pelaba los cables por el miedo a que mis hijos se atrasen, pierdan contenidos y que sufran consecuencias trascendentales en cuanto a su desarrollo cognitivo, de a poco me fui convenciendo de que este confinamiento obligado podía incluso hasta significar para ellos la oportunidad de explorar a sus anchas, nutrirse de la infinidad de propuestas que están disponibles y, por qué no, de jugar. Pero sobre todo era una oportunidad para conectar con aquello que la humanidad estaba viviendo en tiempo real, que no tenía precedentes y que de alguna manera los iba templando en el mundo incierto y complejo en el que les iba a tocar vivir.  

Vimos juntos las imágenes satelitales de una Europa prácticamente “limpia” de gases de efecto invernadero y hablamos de lo paradójico de que esta crisis sea beneficiosa para el medioambiente. Ellos expresaron su empatía por todos los que tienen que encarar esta cuarentena sin acceso a Internet. Yo traté de introducirlos en el concepto de la globalización y, apelando a aquella frase que describe al mundo como un pañuelo, les expliqué los riesgos que la pandemia conlleva en los términos más didácticos que pude.  

Imagínense que porque alguien estornudó en China hoy se expande por el mundo una enfermedad que nos tiene a todos encerrados y asustados.  

Hablamos de cómo situaciones así terminan de demostrar que “el sálvese quien pueda” tiene patas cortas, que es importante cuidarnos a todos por igual porque más tarde o más temprano el conjunto paga por un orden injusto.  

¿Y si todo esto nos termina de lanzar definitivamente al futuro?, me pregunté ilusionada.  

*** 

Justo cuando me había encauzado en mis emociones, el mensajero menos pensado, mi mami confidente, me clavó una daga con forma de video en el chat grupal 

¿Cómo podía mi socia en esta aventura del home-schooling postular como calmante digital el drama condensado en ese minuto y medio de creatividad? ¿Acaso ella no era consciente de que la materia prima de esos videos son audios que emanan de la vida real y que además datan de mucho antes de la pandemia? ¿Estaba comparando nuestra cuarentena con la de los que viven en condiciones incompatibles con el distanciamiento social, la higiene, el teletrabajo? No me da mi experiencia de clase media para imaginar todos los etcéteras que le caben a la oración anterior. Esa noche, un video con el que me topé por casualidad en un twit me permitió ponerle una imagen a otra experiencia suscitada por la suspensión de clases que yo no había sido capaz de imaginar: colas de cuadras en una escuela secundaria de un barrio pobre de la provincia de Buenos Aires para retirar la tarea. Como una ficha que cae de golpe, mi cabeza evocó una expresión que había oído hasta el hartazgo sin entenderla del todo para llenar ahora de un significado inequívoco toda esta realidad. Seguro la escucharon: el futuro ya llegó pero está mal distribuido. 

Dejé los calmante digitales por barbitúricos. Di un portazo en el chat y salí del grupo de mamis, no sin antes soltar esta frase robada del estribillo de una canción que siempre me gustó:  

Yo siempre lloré por no reír. 

 


1 http://revistamestiza.unaj.edu.ar/gente-rota/   

2 Lash, S. (2005). Crítica de la información. Buenos Aires: Amorrortu. 

3 Baricco, A. (2008). Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación. Barcelona: Anagrama.  

4 Baricco, A. (2019). The Game. Barcelona: Anagrama. 

5 Peirone, F. (2018). El saber tecnológico. De saber experto a experiencia social. Virtualidad, Educación y Ciencia, 17 (9) (pp. 66-80). 

6 Jenkins, H. (2008). Convergence Culture. La cultura de la convergencia de los medios de comunicación. Barcelona: Paidós.   

 

 

Imagen de portada: en Pixabay

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