40 años de democracia
Política criminal y cárceles en 40 años de democracia

Por Gabriel Ignacio Anitua

Desde la recuperación de la democracia la política criminal y penitenciaria estuvo atravesada por prácticas y discursos en tensión. Por una parte, como reacción a la última dictadura cívico militar, encontramos prácticas y discursos tuitivos de los derechos humanos. Por otra parte, observamos creación de delitos, aumento de penas, achicamiento del régimen de progresividad penitenciaria, y con todo ello un incremento de la tasa de prisionización. Para Gabriel Ignacio Anitua este último régimen de prácticas y discursos, al que han acudido gobiernos de diferente signo político, adquiere cada vez más preponderancia. 

 

Entre la protección de derechos humanos y la demagogia punitivista

Desde diciembre de 1983 numerosas variables han influido sobre la política criminal y en las cárceles de la Argentina. Para simplificar, pero a la vez poner principalmente la mirada en lo que se produce políticamente, es posible observar una notable oscilación entre discursos y medidas de signo opuesto. Por un lado, como lógica consecuencia de una institucionalización de sentido contrario al autoritarismo precedente, un discurso favorable a la protección de los derechos humanos y a la contención del poder punitivo. Por el otro lado, unas decisiones sometidas a demandas punitivistas, especialmente expresadas en los medios de comunicación, pero también por grupos de víctimas, que implicó creación de delitos y aumento de penas.

En 1983 la agenda pública lejos de atemorizarse por el delito común tenía presente los peligros de los delitos de Estado, cometidos siempre a través a agencias estatales y otras paraestatales, que también detenían y torturaban a sus víctimas. De allí un reclamo hacia políticas de juzgamiento de crímenes de Estado, cuyas oscilaciones a lo largo de cuarenta años no analizaré aquí.

Pero también por esta razón es que puede identificarse esa época, y los principios del gobierno de Raúl Alfonsín con la ratificación de diversos tratados  internacionales  en  materia  de  derechos humanos  que  establecían  reglas  en  materia  penal,  de  inspiración  liberal  y  garantista:  la Convención  Americana  de  Derechos  Humanos -Ley  23.054,  de  marzo  de  1984-,  el  Pacto  Internacional  de  los  Derechos  Civiles  y  Políticos y  el Pacto Internacional  de  los  Derechos  Económicos, Sociales y Culturales -ley 23.313, de mayo de 1986-, y  la  Convención  contra  la  Tortura  y  Otros Tratos  Crueles,  Inhumanos  y  Degradantes  -ley 23.338, de julio de 1986.

También en 1984 debe destacarse el dictado de otras leyes que directamente influían en una reducción del poder punitivo: a- La Ley 23.057 que modificó las reglas del Código Penal sobre reincidencia y condena condicional, que restringía la reincidencia a quien había sufrido efectivamente una pena privativa de la libertad y limitaba en cierta medida la posibilidad de aplicación de la “medida de seguridad” de “reclusión por  tiempo  indeterminado”  del  artículo  52 del Código Penal para “multirreincidentes” y especialmente, ampliaba la posibilidad  de  aplicación  de  la  condena  condicional a delitos cuya pena máxima fuera de tres años de  prisión (hasta entonces limitada a dos); b- la Ley 23.070, que  establecía  un  cómputo  especial para todas las personas condenadas o procesadas que hubieran estado privadas de su libertad en el período dictatorial, contabilizándose tres días cumplidos por cada dos  pasados en prisión; c- da Ley  23.077 o Ley de Defensa de la Democracia, que derogaba diversas leyes y reformas, incluso anteriores a la dictadura, que penalizaban supuestas actividades subversivas, incluso la pena de muerte; d- la Ley 23.098, que regula el procedimiento de habeas corpus.

Ese espíritu de la política legislativa se acompañaba con lenguaje del Poder Ejecutivo, que desde el Consejo para la Consolidación de la Democracia encaraba diversos proyectos que pretendían democratizar a la justicia penal, especialmente el diseño de un proyecto de Código Procesal Penal de la Nación, que fue resistido por el poder judicial federal.

Desde ámbitos jurídicos, y ello se advierte en la Corte Suprema y algunas decisiones del poder judicial, se acompañaba esa tendencia con la aplicación de una jurisprudencia “garantista” (tomada de la Corte Suprema liberal de Estados Unidos en los sesenta) en torno a la despenalización de la tenencia de drogas, garantías de defensa y contraria a los abusos policiales.

Durante la presidencia de Alfonsín, especialmente en los primeros años, la agenda pública seguía preocupada por el mantenimiento de la democracia. Sin embargo, hacia el final del período presidencial, la crisis económica ocupaba la mayor parte de los comentarios y propuestas, aun cuando ciertas formas de delito, como el secuestro extorsivo seguido de muerte, provocaban alarma social y comenzaba la preocupación por los delitos callejeros.

Lo cierto es que el número de personas presas se redujo notablemente al principio del mandato y luego aumentó, aunque seguía siendo inferior al de 1983 en el ámbito federal. No existen registros para esa época de la población reclusa en todo el país, pero se supone ello de los datos provinciales existentes. En todo caso, se puede tener en cuenta que en la provincia de Buenos Aires la tasa de encarcelamiento era en 1983 de 65 cada 100.000 habitantes, pasando  a  ser  de  66  en  1989, lo que es un 43% más que en 1985 en que se llegó al mínimo de 47 presos por cada cien mil habitantes.

A partir de 1985 se observa un incremento de personas presas, matriz que continuó en el gobierno de Carlos Menem. Pero incluso en esta administración pueden destacarse hitos en materia de programas favorables a los derechos humanos. En primer lugar, la reforma constitucional de 1994. Es imposible soslayar la importancia de otorgar jerarquía constitucional a los Tratados antes mencionados (y permitir una relación directa con la jurisprudencia de la Corte Interamericana), así como también constitucionalizar los habeas corpus, e imponer modelos de la administración de justicia penal y los ministerios públicos y de la defensa. En gran medida como consecuencia de esta constitucionalización  y de la jurisprudencia de la Corte Interamericana se sancionaron otras reformas como la  Ley orgánica de la policía federal (Ley 23.950) destinada a limitar las facultades de detención de personas (tras el homicidio de Walter Bulacio), o la Ley de Seguridad Interior (Ley 24.059).

Antes de ello, se logró la reforma del Código procesal a nivel federal (Ley 23.984), que introdujo garantías para el acusado y principios del acusatorio, así como alternativas a la pena, que luego la Ley 24.316 instalará como la probation en el Código Penal, mediante la incorporación del artículo 27º bis. Y la reforma más importante en esta materia, que formó parte de un intento de una coherente política penitenciaria, fue la sanción de la Ley 24.660, de ejecución de la pena. Por último, cabe mencionar la Ley 24.390, que establece una modificación al Código Penal en lo que refiere a los plazos de la prisión preventiva. La norma, conocida como “dos por uno”, se destinaba a limitar la duración de la prisión preventiva a futuro, pero sobre todo sirvió para desencarcelar o reducir condenas de las personas ya condenadas.

En el otro lado de la balanza, se debe decir que es en esta etapa cuando comienza a legislarse demagógicamente, con unas veintisiete reformas penales que en general agravan las penas, entre ellas la nueva Ley de estupefacientes (23.737). Las provincias también comenzarían a intervenir en materia política criminal, con reformas de índole procesal y penitenciaria. Y, al igual que en el Estado federal, se produce un aumento importante en plantas y salarios del personal y magistrados del poder judicial y de los ministerios públicos. También en estos casos se advierte la oscilación entre propuestas garantistas y concreciones punitivistas, lo que especialmente produjo efectos en las cárceles en la provincia de Buenos Aires y bajo el mandato del gobernador Ruckauf, que abarca tanto el final del gobierno de Menem como el de Fernando De la Rúa.

Para entonces, la retórica de la “mano dura”, incluso repitiendo propuestas que no obtienen los resultados de reducir sino que aumentan la sensación de inseguridad frente a delitos predatorios (llegando a postular la introducción de la pena de muerte legal o ilegal -“meter bala”-, un constante aumento de las penas para ciertos delitos, disminución de la edad de la inimputabilidad, etc.), se convierte en leit motiv de las candidaturas de derecha, que simultáneamente proponen modelos económicos excluyentes.

Esos dos debates marcarán la agenda posterior a las represiones de 2001 y, en gran medida, el programa de gobierno de Néstor Kirchner, cuyas propuestas en comienzo de mandato, junto con los avances más relevantes alcanzados en el juzgamiento de los crímenes del Estado durante la última dictadura (agosto de 2003 a través del Decreto 579/2003 y anulación legislativa de leyes de olvido), tuvieron que ver, por el contrario, con rescatar el discurso de los derechos humanos y prestar atención a la nueva cuestión social también en el tratamiento de la inseguridad. Dichas medidas se acompañaron de reformas institucionales como la renovación de los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, cuya importancia se mencionará luego.

El notable aumento del número de personas presas, que se equiparaba socialmente con la represión legal e ilegal de fines de 2001, se iba a asociar, como en el resto de Latinoamérica, con el ascenso del neoliberalismo como un proyecto político trasnacional. Esta interpretación es la que Wacquant utilizó para pensar el caso de Estados Unidos, y luego extendió para comprender el aumento de presos en Europa –particularmente en Francia- a través de la identificación de un proceso de importación de discursos y prácticas penales generados precedentemente en aquel escenario, en torno a la construcción de una “penalidad neoliberal”. Sin embargo, también con procesos políticos y sociales en clara oposición a ese modelo, al menos retórica, en Argentina se siguió con el proceso de hiperencarcelamiento. Más allá de un inicial freno en 2004, las políticas que atañen a lo penal o criminal, y sobremanera en lo que hace a las transformaciones cuantitativas y cualitativas en las prisiones, seguirían en esa tensión mencionada.

En lo que hace a lo legislativo, el comienzo del gobierno de Kirchner está marcado por un aumento de la severidad penal en las llamadas “reformas Blumberg” –comenzando aquí una tendencia observada en otros contextos de nominar ciertas reformas legales que incrementan la punitividad utilizando el nombre de una víctima en torno a la cual se generó una movilización colectiva. Entre abril y agosto de 2004 se sancionó una serie de leyes nacionales que aumentaron las penas para diversos tipos de delitos: los robos en los que se utiliza arma de fuego (Ley 25.882); la tenencia y portación de armas de fuego y de guerra y especialmente en el caso de quien las porte cuente con antecedentes penales de cierto tipo (Ley 25.886); o los abusos sexuales en los que resultare la muerte de la persona ofendida (Ley 25.893). También se sancionó una reforma legal que estableció que cuando la persona imputada fuera autora de varios hechos independientes reprimidos con una misma especie de pena, ésta tendrá como mínimo el mínimo mayor y como máximo la suma aritmética de las penas máximas correspondientes que no podrá exceder de 50 años (Ley 25.928). Del mismo modo, también se sancionó una reforma de la libertad condicional, haciendo más exigentes los requisitos para su obtención, al requerir en todos los casos un “informe de peritos que pronostique en forma individualizada y favorable su reinserción social,” y al incrementar el tiempo establecido para su solicitud en los casos de prisión o reclusión perpetua a 35 años. También se prohibió la concesión de la libertad condicional no solo a los reincidentes sino a los autores de una serie de delitos (ley 25.892). En octubre de 2004 se reformó la ley de ejecución penal estableciendo la negación de salidas en determinados delitos (ley 25.948). Por último, puede mencionarse la sanción en julio de 2007 de la ley 26.268, llamada Ley Antiterrorista (por presiones del Grupo de Acción Financiera Internacional supuestamente orientadas a prevenir el lavado de dinero), entre otras reformas.

Pero la tensión fue notable en ese gobierno nacional, que además del discurso favorable a los derechos humanos e intentos de reforma policial y judicial, tuvo una iniciativa que claramente iba en un sentido opuesto a las olas recientes de populismo penal. El Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación creó en diciembre de 2004 una comisión de expertos para redactar un Anteproyecto de Código Penal. Esa comisión, bajo la dirección de David Baigún culminó su proyecto en 2006. Al igual que pasaría en 2014 con otra comisión encabezada por Raúl Zaffaroni, todas esas propuestas, que organizaban racionalmente la legislación penal bajo signos liberales y defensores de los derechos humanos, sufrieron fuertes críticas de la clase política y especialmente desde los medios de comunicación, y no prosperaron.

Si bien a nivel nacional el mandato de Cristina Fernández entre 2007 y 2015 no activó iniciativas que buscaran incrementar la severidad penal al estilo de las producidas anteriormente, lo cierto es que entonces comenzó a aumentar la población reclusa. Probablemente ese cambio de dirección pueda explicarse por la legislación procesal y penitenciaria, así como por las actuaciones policiales y judiciales en una agenda pública marcada por el punitivismo. Argentina experimentó un rápido crecimiento de su población reclusa en los fines del siglo pasado y comienzos de este, pero no fue constante. Si en 1997 eran 29.690 detenidos, para el 2002 ya eran 57.632 (151 por cada 100.000), En 2004, 65.350 (168), pero entonces se produce un freno de esa curva creciente hasta 2012 con 66.480 (157). Estos datos son nacionales: la provincia de Buenos Aires se significará en ese aumento.

En 2005, y junto con la reconstitución económica, social y política tras la crisis, ocurrió una posible causa, seguramente con-causa, del freno relativo (en comparación con los otros países de la región, y con la evolución anterior y posterior a ese período) del aumento de la tasa de encarcelamiento argentino y bonaerense. Esta fue el fallo “Verbitsky”, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Lo allí ordenado y la sanción de la ley provincial 13.449 que reformó el sistema de excarcelaciones bonaerense, tal como se ordena en aquella sentencia, fueron determinantes mantener estable el número de alojados en las prisiones de la provincia de Buenos Aires, que había duplicado el número de presos en cinco años: de 16.500 en 1999, a 30.000 en 2004. Ello, a pesar del contexto general (mediático y político) que influía en decisiones políticas de signo contrario y un aumento del monto de penas impuestos en sentencias. Desde que se detuvo ese “amesetamiento” hasta la actualidad, el fenómeno de crecimiento de la población detenida en prisiones se reanudó en nuestro país, como en el resto de la región (y es importante recordar que ello no se debe a un aumento de niveles de homicidios o robos, dado que al menos en Argentina ocurre lo contrario).

En 2015, cuando el crecimiento de la sobrepoblación era otra vez notable, resultaba necesario pensar en soluciones como las implementadas diez años antes (judicialmente) o veinte o treinta (legislativamente). Sin embargo, asumió la presidencia Mauricio Macri y se hizo todo lo contrario. La irresponsabilidad y la cobardía parecieron encarnarse en las autoridades ejecutivas, legislativas y también en las judiciales. A nivel normativo la reforma legal más relevante es la Ley 27.375, del año 2017, que modifica el régimen de ejecución de la pena, afectando su progresividad y restringiendo la posibilidad de acceder a libertades anticipadas, así como también otorgándole más facultades a la autoridad administrativa. Como consecuencia de esta reforma, Muchas de las personas detenidas, por ejemplo, por delitos vinculados con el comercio de drogas, deberán agotar la totalidad de la condena en un centro de detención con cada vez más ingresos por esa misma legislación.

Las reformas, nacionales y provinciales más importantes fueron, otra vez, de naturaleza procesal, buscando otorgarle mayor eficacia y agilidad a la justicia penal en términos punitivos (ley 27.272, aplicación del procedimiento de flagrancia; ley 27.307, que permite la celebración de juicios unipersonales). Por otra parte, el poder judicial respondió a esas supuestas demandas de mayor severidad que se formulaban por comunicadores y políticos.

Para 2015 ya había 75.769 personas presas (174 por cada 100.000 habitantes) y en 2018, 103.200 (230 por cada 100.000 habitantes). Al año siguiente año ocurren dos cosas: por un lado, la declaración de emergencia penitenciaria por el mismo gobierno macrista en 2019 y, luego del cambio de gobierno, el efecto pandémico de 2020.

Para 31 de diciembre de 2021 (últimos datos disponibles del SNEEP) había más de 114.000 personas detenidas en cárceles argentinas, luego de una reducción de ese número en 2020 provocada más por menos ingresos (policiales y judiciales) que por una política descarcelatoria: ni el legislativo dictó leyes en ese sentido, como en gran parte del mundo, ni los ejecutivos dispusieron salidas o indultos, ni el judicial fue muy pródigo en excarcelaciones o prisiones domiciliarias. El aumento se produce por el efecto “rebote” posterior a la pandemia, cuando sobre todo el poder judicial volvió a enviar personas a la cárcel y recrudecen discursos punitivistas, incluso patibularios, entre operadores mediáticos y políticos irresponsables que calan en la sociedad (que integran los participantes del poder judicial).

Evidentemente la situación cuantitativa y cualitativa de las cárceles argentinas se conforma por las acciones políticas de todos los poderes en la Argentina democrática. Incluso no implementar decisiones políticas, es también una forma de política criminal. Todas esas fuentes de decisiones políticas están en relación con cierto sentido común punitivista, o favorable hacia la respuesta prisional, que en la tensión señalada al principio de esta nota parece inclinar la balanza cada vez más en sentido contrario a la tolerancia y respeto a los derechos humanos.

 

 


Gabriel Ignacio Anitua es Abogado (UBA), Licenciado en Sociología (UBA), Doctor en Derecho (UB) y ha investigado y escrito sobre teoría criminológica, derecho procesal, y análisis de instancias policiales, judiciales y penitenciarias. Su última obra es Cambios en el castigo en la Argentina contemporánea (EDUNPAZ, 2022, como director). Profesor titular de Derecho penal y Política criminal (UNPaz) y director del Doctorado en DD. HH. en UNLa.

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