Santiago Maldonado
¿Qué pasó con Santiago?

Por Gabriela Esther Rodríguez (UBA/UNAJ)

Orden vs derechos en tiempos de restauración neoliberal

Ante la confirmación de la aparición del cuerpo de Santiago Maldonado en el rio Chubut la semana pasada, a casi tres meses de su desaparición forzada, el 1° de agosto en la Pu Lof Cushamen, proponemos ensayar una reflexión que permita inscribir aquello que es del orden del horror -la desaparición forzada de un joven por acción de una fuerza federal y su muerte – en una constelación de sentido más amplia.

En efecto, lo distintivo de la desaparición y muerte de Santiago es que se inscribe en un discurso gubernamental articulado en torno a una serie de promesas y amenazas dirigidas a la protesta social y los supuestos desórdenes e ilegalismos que la conforman. Algunos lo han oído como promesa, dado que la idea de orden puede resultar seductora en una sociedad donde nada es seguro. Otros lo sentimos como amenaza, dado que la memoria histórica advierte que las formas de protesta que se ponen en juego a la hora de peticionar a las autoridades constituyen además de un derecho individual, amparado por la Constitución, una herramienta colectiva a través de la cual las mayorías, los sectores populares y sus organizaciones, logran instalar en el espacio público su rechazo a políticas que los expulsan hacia los márgenes. La protesta social, entonces, además de un derecho es la garantía colectiva para visibilizar derechos vulnerados y confrontar con aquellos que nos proponen una democracia a medias.

En diversas ocasiones funcionarios políticos del actual gobierno han afirmado la clara orientación que los motiva: el orden antes que los derechos. El orden aparece en sus discursos como la política a desplegar de cara a los conflictos sociales y a las formas de organización y movilización popular. La represión de Gendarmería en el operativo en la ruta 40 y en la Pu Lof Cushamen, se inscribe así en una larga cadena de situaciones en las cuales la violencia de las fuerzas de seguridad encarna el vehículo material del mensaje gubernamental. Mujeres, docentes, trabajadores, y desocupados han sido objeto de una violencia descarnada cada vez que han mostrado su capacidad para organizarse en torno a demandas e impugnaciones. No es cualquier desaparición y muerte, entonces, la de Santiago, es aquella que se produce en un contexto particular, signado por la voluntad política de instaurar el orden, un orden profundamente desigual, jerárquico y naturalizado, en el que las mayorías acepten que su lugar, casi como un destino, es el de los márgenes de lo social.

Por ello, la reflexión que proponemos se orienta a restituir a lo político la desaparición forzada de Santiago. En efecto, mucho se ha dicho, en particular desde voces oficialistas en cuanto a que el caso “se politizó”. Es decir que en un contexto de disputa electoral, sectores opositores habrían puesto en juego en el marco de la campaña la utilización política de la desaparición forzada del joven para debilitar la legitimidad de la actual Alianza Cambiemos. No es a esa dimensión de la política a la que nos referimos. A contrapelo de esta mirada sesgada de la utilización electoral, propongo pensar que el carácter político de la desaparición de Santiago, se inscribe en algo más complejo.

La desaparición de Santiago es política por lo menos en dos sentidos:

Por un lado, claro está, por la responsabilidad que le cabe al Poder Ejecutivo, y en particular al Ministerio de Seguridad -de quienes dependen directamente las fuerzas federales de seguridad- de garantizar la vida y la integridad física de la ciudadanía en el ejercicio de un derecho constitucional básico, esto es el derecho a peticionar a las autoridades. En este sentido, no es menor que la desaparición del joven se diera en el marco de una protesta social y por intervención de Gendarmería, bajo órdenes de las autoridades políticas.

En segundo lugar, la desaparición de Santiago es política dado que forma parte de una estrategia que el gobierno viene implementando con fuerza desde fines del 2015. La Alianza Cambiemos encarna un proyecto político integral encaminado a restaurar un orden desigual en una sociedad que ha intentado desde el 2003 -como en otros momentos de nuestra historia- ensayar y poner en práctica una democracia real. Es decir, una democracia en la cual la participación se exprese más allá de las urnas, en un proyecto colectivo que haga posible pensarnos con otros, en un esfuerzo por ampliar derechos, por dejar atrás la naturalizada desigualdad que el neoliberalismo produce y aclama como necesaria.

En efecto, después de más de doce años de ensayar la vida en común desde la perspectiva de la inclusión y la ampliación de derechos, cuando habíamos construido mucho y nos quedaba por construir otro tanto, la Alianza Cambiemos logra instituirse para representar los intereses de aquellos que con la voz de patrón de estancia pretende hacerse oír más allá de las mayorías. No es la primera vez que en la historia argentina y en nuestras sufridas sociedades latinoamericanas una minoría infame busca imponerse por sobre las voces y los deseos populares. Pero lo hacían con las botas, a través de cruentas dictaduras que dejaban en las sombras a los verdaderos impulsores de la masacre -ocultos y a resguardo- tras la figura de oscuros militares.

No estamos en el mismo escenario, no estamos ante una dictadura, hoy la voz del patrón de estancia se hace oír por otros canales, por otras voces, incluso a través de engañosas e incumplidas promesas en las urnas. Sin embargo, es vital reconocer que el proyecto político que encarna Cambiemos no nos contiene a todos, y eso es un gran retroceso al pasado. No estamos en el 55, ni en el 76, ni siquiera me atrevería a sostener que volvemos a la década de los 90. Sin embargo hay algo del retroceso en nuestro presente y en nuestro futuro inmediato.

Hoy vivimos una democracia que lentamente va perdiendo la capacidad de representar y hacer valer los intereses y deseos de los sectores populares. Una democracia débil y flaca en donde la única voz y el único interés que vale son el interés del capital concentrado, sus beneficiarios y aliados, muchos de ellos ocupando hoy -con total desparpajo- lugares decisivos en la estructura del estado. Pero así y todo, no deja de ser una democracia, no es el golpe de estado lo que se pone en juego hoy en la restitución del neoliberalismo y su correlato de vulneración de derechos económicos, políticos y sociales de las mayorías. No es una dictadura, sin embargo algunas estrategias políticas que hicieron posible que la matriz neoliberal se encarnara por varias décadas en Argentina siguen haciéndose presentes. Nos referimos en particular a la justicia, el papel de los medios de comunicación y al uso de la represión estatal como instrumento de disciplinamiento social.

No es novedoso, lo sabemos por experiencia. Una democracia débil, como correlato de la restauración neoliberal a la que estamos asistiendo, requiere quebrar las solidaridades colectivas que mediante formas de asociatividad y organización sostienen y alimentan el proyecto de una sociedad que nos contenga a todos, una sociedad sino de iguales, de próximos, como señala Castel.[I]

Disciplinar el campo popular, romper esas tramas, no es sencillo y la violencia estatal modelada en torno a la represión y la violencia ejercida por las fuerzas de seguridad es un recurso a mano de los restauradores para lograr que dejemos de pensar y actuar colectivamente. Una sociedad de individuos, privatizados, escindidos de un proyecto colectivo, empecinados en sortear la inseguridad que los acecha y avocados a la búsqueda del éxito individual en una carrera guiada por la meritocracia, es lo que se intenta instaurar. Es cierto que muchos sólo conocerán el fracaso, pero en una sociedad de individuos, eso aparece como su responsabilidad individual. Sólo de esa manera, atomizando y quebrando solidaridades conviven neoliberalismo y democracia débil, no hay que olvidarlo.

Ahí radica desde nuestro punto de vista el carácter político y la productividad de la represión de la protesta social. Ahora bien, la noción de represión siempre ha sido asociada a una negatividad, focaliza en lo que impide, coarta, niega, no obstante y siguiendo los aportes de Foucault[II], vale rescatar en el análisis aquello que produce, que habilita. En otras palabras, hay en el proyecto político restaurador encarnado en la política de la Alianza Cambiemos una positividad que hace de la represión estatal y sus modalidades violentas una pieza fundamental en la construcción de un orden desigual cuyo soporte es la fragmentación social. Cuando se señala “no hay ajuste sin represión” se está afirmando la vinculación entre la violencia estructural de los mercados y la violencia estatal institucional. En este marco, resulta imperativo identificar cuáles son los entramados de discursos y prácticas, es decir, las condiciones de posibilidad de la brutalidad que asume la violencia estatal hoy, luego de tres décadas de democracia ininterrumpida.

En primer lugar, la construcción política, judicial y mediática de un enemigo, mediante la deslegitimación y criminalización de toda forma de asociatividad. De esta manera agrupaciones políticas, sindicatos, y movimientos sociales son catalogados de mafias. Ejemplo de ello es la manera en que se intentó legitimar socialmente la represión al Pueblo Mapuche mediante la ridícula estrategia de acusarlos de vinculaciones con el terrorismo internacional. La criminalización y la deslegitimación que tiene lugar en la construcción del enemigo, tienen por objetivo hacer aparecer aceptable y natural, y en el límite, hasta necesario, la irrupción de un estado de excepción al que refiere Agamben[III], esto es, en nombre de la ley, esta se suspende para violentarse en su supuesta defensa. La desaparición y muerte de Santiago, se inscribe en esta grilla de construcción de un enemigo y su consecuente intento de legitimación de las intervenciones represivas, legales e ilegales por parte del estado frente a los reclamos populares.

En el devenir actual de la política represiva hacia distintas manifestaciones de organización del campo popular hemos asistido a una estrategia gubernamental apoyada por tres dispositivos. Por un lado, el dispositivo judicial, como claramente se desprende del desempeño del Juez Otranto -quien ordenó la represión en la ruta 40 y al mismo tiempo llevó durante los primeros meses la causa por la desaparición forzada de Santiago-. La investigación por parte de Otranto y la fiscal Ávila se orientó a seguir pistas alocadas e instalar hipótesis descabelladas que tuvieron una función distractora y perversa. El profundo desprecio por los familiares y amigos de Santiago, la sospecha sobre ellos y sobre los testigos, el ocultamiento de elementos probatorios que darían cuenta de que Santiago fue víctima de la violencia ejercida por la Gendarmería actuando bajo órdenes de las autoridades políticas que estuvieron presentes en el lugar y bajo orden judicial del propio Otranto, dan cuanta de la infamia que rodea el caso.

Actualmente, la aparición del cuerpo de Santiago después de casi 80 días, siembra más dudas que certezas. Esperemos que la causa, que antes pareciera inclinarse hacia la responsabilidad de un grupo de gendarmes, no se oriente en la dirección contraria. La prematura afirmación del juez Lleras, apenas iniciada la autopsia, de que el cuerpo de Santiago no presentaba “lesiones visibles”, fue utilizada para orientar el foco hacia afuera de las fuerzas de seguridad. No se ve delinear claramente un interés de la justicia por establecer las responsabilidades políticas -recordemos que se ha probado que Pablo Noceti, jefe de gabinete de la ministra de seguridad Patricia Bullrich, se encontraba en el lugar del operativo-, y el entramado de encubrimientos que hicieron posible la desaparición forzada y la dilación y encubrimiento en el desarrollo de la investigación posterior. Esperemos que la misma estrategia no obture hoy la posibilidad de acceder a la verdad sobre su muerte.

En segundo lugar, el dispositivo mediático puso en funcionamiento, además de la mentira, una doble estrategia: inversión y ocultamiento. Por un lado la inversión de la figura de las víctimas de la represión como victimarios. Santiago, sus familiares y amigos, los mapuches que protestan y aquellos que se han sentido interpelados por el reclamo de aparición con vida de Santiago son construidos como “amenaza”. Se ha presentado a las víctimas como mentirosas, violentas, terroristas. Al mismo tiempo, se oculta la legitimidad de los reclamos mediante la descontextualización. Los medios de comunicación presentan a los reclamos de los pueblos originarios por sus derechos y sus territorios ancestrales de manera descontextualizada. Se oculta que mediante el artículo 75 inciso 17 de la Constitución Nacional y del Convenio 169 de la Organización Internacional de Trabajo, ratificado por Argentina en el año 2000 se reconoce a los pueblos originarios la preexistencia étnica y cultural y una serie de derechos específicos. Tampoco se hace referencia a que en el año 2006 la sanción de la ley nacional 26.160, prorrogada en 2009 y 2013, declara la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas dejando en suspenso la ejecución de sentencias, actos procesales o administrativos, cuyo objeto sea el desalojo o desocupación de las tierras contempladas, poniendo en marcha el Programa de Relevamiento Territorial de Comunidades Indígenas bajo la órbita del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas. Como señalan Hirsch y Lorenzetti se oculta que “La exacerbación de los conflictos que afrontan las comunidades asentadas tanto en espacios urbanos como rurales están asociados a: 1) la ausencia de regularización de los títulos del territorio, 2) al avance de la frontera agrícola, forestal y ganadera 3) al desarrollo de actividades de hidrocarburos o mineras y 4) el asentamiento de pobladores no-indígenas. Tal situación ha provocado el arrinconamiento de los grupos indígenas a zonas desfavorables, el deterioro de sus condiciones de vida, numerosos desalojos compulsivos, pérdidas territoriales y en muchos casos la judicialización de sus reclamos”.[IV] Según informes, son capitales extranjeros los que se han apropiado de enormes fracciones de tierra en el sur argentino, en particular Benetton y Lewis, cercanos al presidente de la nación y a su jefe de gabinete de ministros, Marcos Peña Braun, no obstante, los medios hegemónicos presentan a los mapuches como amenaza a la soberanía territorial argentina.

Es obsceno que se discuta si los mapuches son argentinos o chilenos en un contexto de extranjerización de la Patagonia. Así, los legítimos reclamos territoriales de las comunidades se enfrentan a acusaciones que pretenden convertir victimas en victimarios. Recordemos las acusaciones que se orientaron a presentar a la Resistencia Ancestral Mapuche como un eslabón de oscuras alianzas internacionales dispuestas a horadar la soberanía nacional y hasta la argentinidad.

Por último y en tercer lugar, el dispositivo policial. La violencia institucional, o más precisamente, las prácticas rutinarias y violentas de las fuerzas policiales y de seguridad, constituyó desde sus orígenes una categoría tendiente a visibilizar la violencia de las fuerzas de seguridad en democracia. En cierta medida, la noción busca poner de manifiesto e impugnar la manera en que ciertas formas de accionar –tanto legales como ilegales- de las policías colisionan con el estado de derecho.

La problemática de la violencia policial fue denunciada por los organismos de derechos humanos e interpretada de múltiples maneras a partir de que se constituyó en objeto de indagación de las ciencias sociales, en años recientes. Sin proponernos desarrollar el tema en extenso, creemos pertinente señalar que uno de los elementos que se señalan como explicativos de su naturalizada ocurrencia es el denominado desgobierno de las policías o lo que es su reverso, el autogobierno policial. Conceptualización que supone la ausencia de control político por parte de las autoridades gubernamentales sobre la actuación de las fuerzas de seguridad y la utilización de la fuerza.

Sin embargo, creemos que las nociones anteriormente señaladas no constituyen interpretaciones adecuadas frente a la desaparición forzada y muerte de Santiago.

En efecto, la voluntad de gestionar la conflictividad social de manera política expresada en la decisión de no reprimir la protesta social en 2003 por el entonces presidente Néstor Kirchner, y la creación del ministerio de seguridad en 2010 por la entonces presidenta Cristina Fernández, marcaron un punto de inflexión en relación al control político de las fuerzas de seguridad. No sin tensiones, abrieron la posibilidad de pensar la seguridad y la protesta social en términos de derechos, en lugar de cuestiones de orden público. Hoy, la empecinada defensa que las autoridades políticas han hecho de Gendarmería, y la recurrente intención de culpabilizar a las víctimas, dan cuenta de que ese espacio abierto se ha clausurado. No es desgobierno, no es exceso, ni abuso, es la utilización de la fuerza de estado para disciplinar y desmovilizar al campo popular. Es la fuerza del estado al servicio del patrón de estancia.

Sin embargo, a pesar de la política de desmovilización sostenida por la Alianza Cambiemos y los tres dispositivos mencionados no podemos desconocer que a cada uno de los brutales avances en pos de instalar la lógica del orden por sobre los derechos, el campo popular ha respondido con movilizaciones masivas. Y ello pese a las provocaciones, los infiltrados, los servicios de inteligencia.

Conocemos la resistencia y sabemos por experiencia que la organización y movilización popular son el único mecanismo para enfrentar el brutal avance sobre los derechos de las mayorías, y Santiago estará por siempre en la calle junto a nosotros.

 

[I] Castel, R. (2004). La inseguridad social. ¿Qué es estar protegidos? Buenos Aires: Manantial.

[II] Foucault. M. (1976). Vigilar y Castigar. México: Siglo XXI.

[III] Agamben, G. (2003) Estado de excepción. Homo sacer, II, I Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.

[IV] Hirsch, S. y Lorenzetti, M.(2017). Con derechos pero sin tierras. El Atlas de la Argentina: La democracia inconclusa, pp.122-123. Buenos Aires: Le Monde Diplomatic y Capital Intelectual.

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