Dossier especial 2001
Revuelta. Una mirada en suspenso

Por Natalia Taccetta y Daniela Losiggio

2001 no fue una revolución truncada sino la emergencia de una revuelta. Y la revuelta va sin éxitos ni fracasos porque no mira al tiempo homogéneo y vacío del progreso sino que lo suspende. Por eso para las investigadoras Natalia Taccetta y Daniela Losiggio el tiempo de la revuelta, ya sea el 2001 argentino o el 2019 chileno constituye un “nuevo régimen de visibilidad” porque “ahí donde queda la mirada permanece un cuerpo que se rebela.”

Espacio público y tiempo en suspenso

¿Cuál es el sentido político del levantamiento de diciembre de 2001? Esta es una pregunta de actualidad, no solo por el ejercicio memorial que supone todo aniversario, sino también a la luz de un presente que atraviesa, en Argentina, la segunda crisis social y económica más importante de este siglo.

Si la auténtica democracia es ajena a la violencia, el 2001 se desdibuja en euforia popular. Si, por el contrario, el sentido político de la crisis se evalúa –solamente– por sus efectos posteriores en materia de derechos, se pierden de vista tanto el fenómeno de la emergencia de un nuevo espacio público como el momento de visibilización del drama social.

Dos significantes clave aparecen para pensar la estructura política del estallido: la constitución de un espacio público novedoso y la temporalidad excepcional de la revuelta. El 2001 constituye un tiempo pasado signado por la multiplicidad de posibilidades, una apertura en el tiempo histórico que podría ser propiciada por la interrupción y el levantamiento; interrupción de un estado de cosas; levantamiento de sus significados. Es la temporalidad de la suspensión la que le da un sentido político al 2001.

El 2001 y sus legados

El 2001 empezó el 1º de diciembre con el Decreto 1570 por el que, el entonces presidente, Fernando de la Rúa, daba inicio al conocido “corralito” que Domingo Cavallo, ministro de Economía, había creado para frenar la fuga de dólares del sistema bancario. Lxs ahorristas argentinxs podían sacar hasta 250 pesos (o dólares) por semana y no tardaron en instalarse el malestar y la efervescencia social que crecieron hasta el estallido de los días 19, 20 y 21, cuando –entre el estado de sitio y la revuelta popular– se produjo la renuncia del presidente. Lo que vino después se puede pensar de muchos modos, pero lleva dos marcas indelebles: la incertidumbre y la violencia. Una Argentina luctuosa debía reflexionar sobre el pasado e inventar un futuro. Se producía lo que Ignacio Lewkowicz dio en llamar “desfondamiento” del Estado que se tradujo, naturalmente, en crisis institucional, pero también en modos de la subjetividad que nacieron a la luz de la tristeza y la violencia. Así, se pone en escena la crisis más profunda de la contemporaneidad argentina, que se puede resumir en dos imágenes contrapuestas. Entre ellas se cifra la visibilidad de los primeros años de la década y el recuerdo que aún cala profundo. La escena crítica incluía saqueos a supermercados, faena de animales en plena ruta, familias enteras revolviendo la basura.

Foto: Enrique García Medina.
Foto: AP/Walter Astrada.

 

Sin embargo, producto también de la crisis surgieron nuevos modos de participación política y social como las asambleas barriales y los piquetes. El descontento popular permitió también problematizar otras formas de autoritarismo que habían sido indultadas, “desde arriba”, las de los setenta. Una expresión de esa memoria colectiva que unía el presente y el pasado son los mapas de los escraches del Grupo de Arte Callejero (GAC) y la película Memoria del saqueo (2004), de Pino Solanas. De esta época datan también nuevas formas de la organización económica que incorporan dinámicas contrahegemónicas –la solidaridad, la horizontalidad–: los clubes del trueque, las cooperativas, las fábricas recuperadas; en una palabra, el auge de la economía social. El 2001 también supuso un momento fortuito de aceptación de las diferencias sociales, raciales y sexo-genéricas, especialmente en las calles. Así relataba Lohana Berkins la participación de las travestis en el clamor popular: “Fue una sorpresa advertir que por una vez las exageradas siliconas, los pudorosos genitales, las indecorosas pinturas y corpiños se desvanecían tras la protesta social, se ocultaban en ella. Curiosamente, o no tan curiosamente, cuando no nos miraban fue cuando mejor miradas nos sentimos”.[1] En esto también se distinguió el 2001 respecto de los estigmatizantes setentas, según lo narrado recientemente por Alejandro Modarelli.[2]

Diciembre de 2001 fue la puesta en evidencia de la descomposición de una cierta política como soporte y referente de lo colectivo a partir de lo cual quedó al descubierto no solo lo político como espacio de articulación de los diversos factores que colisionaron, sino las contradicciones de un modelo socio-económico, los manejos de ciertas instancias de poder y los intereses de sectores sociales determinados. En Pensar sin Estado, Lewkowicz asegura que se asistía en los alrededores del 2001 a una “era de la fluidez” donde, en la referencia a lo colectivo, se ven entremezcladas las ideas de nación, pueblo, comunidad y clase, sin que sea fácil establecer fronteras definidas ni niveles de cohesión reconocibles. Este Estado “desfondado” pone en crisis los lenguajes políticos –pues ya no son identificables sus garantías– e implica, además, la dificultad para apropiarse de un relato del pasado, una narrativa sobre el presente y una base común para planear alguna forma de futuro en el que involucrarse.[3]

El 2001 puede ser pensado como un recorte posible para problematizar el concepto de “revuelta” en toda su plurivocidad. Es posible entenderlo como una conmoción en los modos de pensar el vínculo con la historia y los horizontes potenciales. Se la puede asumir como una cesura profunda, cuya herencia hay que seguir indagando y cuya fuerza se avizora, por ejemplo, en el Chile actual y sobrevive en cada lucha contra el neoliberalismo.

Revueltas

En un breve texto llamado “Revuelta”, Judith Butler sostiene que, antes de tomar las armas para levantarse, los pueblos han soportado la opresión por “demasiado tiempo”. El levantamiento llega cuando la indignación es demasiado grande y cuando se ha negado la vida con “dignidad y libertad” por un tiempo excesivo. Butler asegura que no hay acto singular que, por provocador que sea, por indignación que involucre, genere un levantamiento; que nunca es cosa de un sujeto en soledad. Lxs que se levantan lo hacen mancomunadxs, sostiene. La indignación que motiva el levantamiento puede ser individual, pero halla su reconocimiento en la circunstancia compartida y en lo que Butler denomina “un primer momento de reunión”, aunque –claro– no alcance solo con eso. La reflexión de Butler parte de la presencia del cuerpo en el espacio público y lo que se juega en esa ocupación. La constitución de un espacio público que contesta las formas opresivas, estables, permanentes, de una buena parte de la política, es por supuesto colectiva y disruptiva.[4]

Butler ofrece así una primera vía para pensar el sentido político del levantamiento popular: más allá de las consignas con derivas antidemocráticas que –en ocasiones– se vuelven su signo (el lema “que se vayan todxs” del 2001-2002 debe contarse entre ellas) e incluso teniendo en cuenta la violencia institucional que responde demasiado frecuentemente a la revuelta. Y es que no solo la indignación y el hartazgo, sino también el fracaso, forman parte de su definición. La dimensión de ese fracaso, por supuesto, supone –en el extremo– la muerte y también –en otro vértice menos trágico pero desalentador– que el curso de las cosas vuelva a su cauce.

Justo aquí es donde quisiéramos detenernos, en una reflexión sobre la temporalidad de la revuelta. ¿Existe forma de que las cosas vuelvan a su cauce tras un levantamiento de la magnitud del de 2001? ¿Cuál es la relación entre levantamiento y tiempo histórico? Marie-José Mondzain, precisamente, reconoce ese ámbito como campo de juego donde se configura una discontinuidad radical y un desafío, el del riesgo y el abismo de lo transicional. Y sostiene una idea que puede resultar muy polémica a los ojos de cierta teoría política nacional: que lo que define el funcionamiento de la democracia es la tensión entre la insurrección y la paz.[5]

La stasis es configuración y destrucción al mismo tiempo, sostiene unido y separa el levantamiento insurreccional del orden. Esta relación entre orden y revuelta (evidente para todx latinoamericanx) es quizás lo que permite diferenciar –sin dejar de otorgarle peso– la revuelta de la revolución. El italiano Furio Jesi lo plantea así: la revolución instaura un orden nuevo, con nuevas instituciones; la revuelta conlleva un hecho colectivo que suspende el tiempo histórico en el que se produce el auténtico momento político: se trata de un intervalo entre el levantamiento –y sus gestos– y la reacción normalizadora.

La revuelta, entonces, propone cierta detención, en tanto cristalización de un presente que abre un tiempo que no existía. El tiempo de la revuelta no es el de la revolución. Aunque en ambas circunstancias se deseara lo mismo –dicho sucintamente, tomar el poder-, la revuelta implica una experiencia del tiempo dentro de un “horizonte estratégico”, pero que realmente no implica una búsqueda de largo alcance. La revuelta suspende el tiempo histórico e “instituye un tiempo en el cual todo lo hecho tiene valor en sí mismo”.[6] Esta es la segunda vía –que estamos proponiendo aquí– para comprender su politicidad.

Ahora bien, ¿cómo pensar esa suspensión del tiempo histórico? ¿Cuál es la figura más adecuada para ello? ¿Interrupción? ¿Nuevo comienzo? ¿Estallido?

Un autor canónico como Walter Benjamin utiliza la categoría de suspensión como un modo de concebir el tiempo, como una forma de cesura, una detención ineludible para la aparición de la historia. Es en la compleja noción de imagen dialéctica donde están el ahora, el tiempo pasado y –en la medida en que continuamente se detiene, se mueve y supervive– también está el futuro y la dimensión del deseo que le es propia. Desde esta perspectiva, habría que pensar la revuelta en términos de una interrupción, que es también la detención de una conceptualización sobre la historia y sus actores.

En Benjamin, hay una crítica de la representación del tiempo como homogéneo y vacío que debe ser reemplazada por otra que encierre la crítica de esta representación del movimiento histórico. En efecto, esto constituye la base de su crítica a la representación del progreso. La tesis XIII de Sobre el concepto de historia, precisamente, sostiene que la perspectiva del progreso indefinido consolidó la perpetración de una opresión social salvaje que se ponía al servicio de un supuesto bien futuro. Es a la luz de estas consideraciones que Benjamin exige volver a pensar la representación del tiempo, a fin de que ésta exprese también su interrupción, la fisura que es posible abrir en un camino sostenido de opresión.

Con mucha lucidez, Theodor Adorno comparó la concepción del tiempo de la tesis XIV -en la que la interrupción es el tiempo-ahora (Jetztzeit)- con el kairós (de Paul Tillich) como opuesto al chronos, el tiempo formal. El kairós es un tiempo histórico en el que cada instante implica una oportunidad de apertura única. Según John E. Smith, la expresión “un tiempo para” es una traducción del término kairós, un tiempo oportuno para hacer algo, un “tiempo adecuado”.[7] El chronos, por el contrario, alude al sistema y la medida, a la cantidad de duración, la longitud de la periodicidad. Kairós, entonces, refiere a un carácter cualitativo del tiempo y enfatiza el aspecto de significación; la idea de que hay constelaciones de acontecimientos llenos de posibilidades que se dan en esa posición temporal concreta y no en otros tiempos y bajo otras circunstancias. Kairós significa un tiempo de tensión y conflicto, un tiempo de crisis que implica que el curso de los acontecimientos plantea un problema que reclama una solución, pero esta crisis trae consigo un tiempo de oportunidad. Aparece, entonces, como una interrupción de la continuidad y la homogeneidad del tiempo cronológico para que advenga la fisura. Pensando en la crítica benjaminiana al progreso, se trata de que sea posible la interrupción de la lógica de la dominación y, con ello, la catástrofe, la revolución. La experiencia del tiempo como kairós es, precisamente, la condición de posibilidad para cualquier actividad auténticamente revolucionaria.

Del argentinazo a saltar los molinetes

Con lo dicho hasta aquí sobre la revuelta y la interrupción del curso histórico, la situación contemporánea exige pensar, precisamente, ese intervalo que aparece como polaridad entre reflexión y acción. En efecto, tenemos mucho para decir sobre nuestra situación actual. El final de la década pasada y el principio de la ésta estuvo signado, en América Latina, por la revuelta. En Argentina, a comienzos de 2018, el feminismo ocupó las calles exigiendo la legalización del derecho a la interrupción voluntaria del embarazo; en octubre de 2019, lxs chilenxs se manifestaron masivamente contra una larga serie de medidas económicas regresivas que coronaron con la decisión del gobierno neoliberal de Sebastian Piñera de aumentar el transporte público. Similares motivos movilizaron al pueblo guatemalteco en 2020, tras la aprobación en el Congreso de un presupuesto sumamente antipopular para el año entrante. En 2021, trabajadores, campesinxs y estudiantes colombianxs se levantaron contra la escalada de violencia social e institucional de la que es presa ese país hace sesenta años. En todos los casos, las revueltas supusieron la visibilización de historias de vulneración de la vida y, a excepción de la Argentina, los gobiernos intentaron acallarlas mediante el uso de la fuerza, asesinando a lxs manifestantes y utilizando viejas y nuevas técnicas de disciplinamiento social.

Las revueltas pusieron así en suspenso las narrativas históricas sobre la pujanza económica, institucional o en torno a los derechos de las minorías, mostrando así un disenso sobre lo que se pretendía consensuado y normal. El reclamo por el “derecho a tener derechos” de aquellxs a quienes simplemente se dejaba morir tuvo lugar mediante la ocupación del espacio público, transformando las plazas y las calles en escenarios de aparición política.

Resulta sugerente notar que estas revueltas no son simples estallidos de violencia, sino que, como proponía Aby Warburg ya en 1926, van acompañadas de reflexiones profundas, de intervalos de pensamiento, sobre la necesidad de transformaciones específicas del orden social: destacan así las consideraciones sobre la noción de vida en el feminismo argentino, sobre una constitución indigenista y feminista en el caso chileno o sobre la noción de paz en el caso colombiano.

Protestar contra la desigualdad nunca será patrimonio de una sola nación. La hegemonía neoliberal instaura injusticias sociales que vuelven complicado hasta medir los resultados de las revueltas. Sin embargo, ha sido la pandemia por el COVID-19 la que ha impedido más evidentemente medir los éxitos y los fracasos, pues se lentificaron y virtualizaron sus impulsos más vitales y, tal vez lo más importante, se paralizó –por momentos de modo total– su ocupación de la calle. En el caso chileno, la revuelta comenzada en octubre de 2019, que desencadenó en la convocatoria a una Asamblea Constituyente para revocar la constitución de Pinochet, parece haber quedado en suspenso. De los cientos de miles de cuerpos jóvenes en la Plaza Dignidad que embistieron contra la conformidad de la transición sólo quedó el pulso desacelerado de intervenciones intelectuales y la sensación de tiempo suspendido propia del aislamiento. Nelly Richard lo explicita con toda claridad cuando dice que, al llegar la pandemia, se interrumpieron los ritmos agitados de un presente chileno de movilización colectiva, que decantó en la suspensión “del futuro en un tiempo estacionario, diluido, confuso” y “también su vaciamiento del espacio público, su cuarentena y la vigilancia policial en la calle”.[8]

Ni siquiera la pandemia logró poner entre paréntesis este proceso, y el suspenso, la pausa antes del movimiento, ratificó la discusión sobre el tipo de imaginario democrático que habrá de sostenerse en Latinoamérica. Las calles de la revuelta se llenaron de cuerpos y en particular de una consigna: “Chile despertó”. Despertar es también esa pausa antes de levantarse, del mismo modo que la suspensión de la pandemia puede ser la toma de aire antes de la nueva constitución o la elección de una política que promete recambio.

Levantar la vista y sostener la mirada parece haber sido la mayor desobediencia del pueblo chileno en octubre de 2019. No solo quería levantar la vista, sino instalar un nuevo régimen de visión para enfrentar la injusticia. Por eso el ejército disparó a los ojos sin decencia. Porque ahí donde queda la mirada permanece un cuerpo que se rebela. Parafraseando ahora, a Butler podría decirse que todos los ojos merecen ser llorados, porque con ellos se ha estado viendo el sufrimiento, el hartazgo y el desafío que supone pasar del pathos al ethos de permanecer al lado de otros.

Empezamos con el “argentinazo” y terminamos con Chile despertando del fascismo y dando esperanza a Latinoamérica con cuatro ideas claves con las que iniciamos estas páginas: a la incertidumbre y la violencia le responden el espacio público que legitima y la temporalidad suspendida de la revuelta que abre la posibilidad histórica.

Recordemos: Jesi asegura que la revuelta está acompañada de lo que llama la epifanía de los símbolos, que hace que la dimensión individual que resguarda el tiempo histórico se expanda para volverse espacio simbólico colectivo, “refugio del tiempo histórico en el que el colectivo encuentra seguridad”.[9] Volvamos entonces sobre las imágenes del principio: en la primera, una suerte de Pathosformel de la revuelta, el joven tira piedras contra los represores; en la segunda, la policía montada se acerca siniestra a todo galope. Entre ambas imágenes, el intervalo que separa la interrupción de la dominación y la opresión; la delgada línea que divide la revuelta popular del orden conservador. Entre ambas, entonces, la suspensión que confirma lo político.

 

 

 


Natalia Taccetta es Doctora en Ciencias Sociales y Licenciada en Filosofía (UBA). Es docente en UBA y en la Universidad Nacional de las Artes e investigadora adjunta en CONICET-Instituto de Investigaciones Gino Germani. Integra el Seminario sobre Género, Afectos y Política (SEGAP).

Daniela Losiggio es Doctora en Ciencias Sociales y Licenciada en Ciencia Política (UBA). Es docente en UBA y UNAJ e investigadora asistente en CONICET- Instituto de Investigaciones Gino Germani. Dirige el Programa de Estudios de Género de UNAJ e integra el Seminario sobre Género, Afectos y Política (SEGAP).

 


Foto de portada: Tomás Várnagy

 


[1] Berkins, Lohana. Un itinerario político del travestismo. En: Maffía, Diana. Sexualidades migrantes. Género y transgénero. Buenos Aires: Feminaria, pp. 127-137.

[2] Modarelli, Alejandro. “Postales de la disidencia lgtbi en el estallido de 2001”, Página/12, 17/12/2021. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/389508-postales-de-la-disidencia-lgtbi-en-el-estallido-de-2001

[3] Lewkowicz, Ignacio. Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez. Buenos Aires: Paidós, 2006.

[4] Butler, Judith. Revuelta. En: DIDI-HUBERMAN, Georges. Insurrecciones. Barcelona: Museo Nacional de Catalunya / Jeu de Paume, 2017. pp. 21-32.

[5] Mondzain, Marie-José. A “Los que están sobre la mar”. En: DIDI-HUBERMAN, Georges. Insurrecciones. Barcelona: Museo Nacional de Catalunya / Jeu de Paume, 2017. pp. 41-54.

[6] Jesi, Furio. Spartakus. Simbología de la revuelta. Trad. María Teresa D’Meza. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2014. p. 63.

[7] Smith, John E. Time, Times, and the “Right Time”; “Chronos” and “Kairos”. The Monist, Vol. 53, No. 1, Philosophy of History (January, 1969), pp. 1-13 Published by: Hegeler Institute Stable URL: http://www.jstor.org/stable/27902109.

[8] Richard, Nelly. “De la revuelta a la nueva constitución en Chile”. Entrevista de Javier Trímboli. Proyecto Ballena, 2021. Disponible en: https://proyectoballena.cck.gob.ar/nelly-richard-de-la-revuelta-a-la-nueva-constitucion-de-chile/

[9] Jesi, Furio. Spartakus. Simbología de la revuelta. Trad. María Teresa D’Meza. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2014. p. 53.

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