LA INDETERMINACIÓN DEMOCRÁTICA EN ISRAEL
¿Se acerca el fin de Netanyahu?

Por Ignacio Rullansky (CONICET-IDAES,UNSAM)

En 2019 se celebraron dos instancias electorales en Israel: la primera fue en abril y la segunda en septiembre. Podría decirse que se produjo un abismo entre los cinco meses que las separan y, asimismo, la perspectiva de producirse un gobierno estable como resultado es igual de incierta. Se manifiesta una problemática íntimamente ligada con la representación política y la manifestación de lo que Claude Lefort caracterizó como la desincorporación del poder propia de las formas democráticas de sociedad. En otras palabras, el doble llamamiento a elecciones refleja que en Israel el poder no le pertenece a nadie: veamos qué quiere decir esto.

La democracia: el teatro de una experiencia incontrolable

De acuerdo a Lefort, la democracia moderna es el resultado de una mutación en la que el poder deja de estar vinculado a un cuerpo, como era característico durante el antiguo régimen. La disolución de la corporalidad de la sociedad y el desenredo de las esferas de poder –ejecutivo, legislativo, judicial– implican que éste aparece como un lugar vacío: solo puede ser ocupado temporalmente. Separada del cuerpo de un rey investido por la divinidad, la sociedad está expuesta a una indeterminación radical en la que la búsqueda de la identidad nunca se separa de la experiencia de la división: estará permanentemente abierta a interrogantes, porque lo que se instituye nunca se establece de forma perenne.

Que el poder permanezca “vacío” significa que pierde su significado y está desocupado: no solo no pertenece a nadie sino que su ejercicio implica la institucionalización del conflicto y la expresión de voluntad popular en una renovación periódica a través de la competencia partidista. De esta “desincorporación” del poder se deduce que la autoridad política ya no goza de una legitimidad absoluta. Indeterminable, el poder es incorpóreo: no puede dar la imagen de una unidad orgánica, y debe manifestarse inexorablemente como “insustancial” y plural; no hay autoridad capaz de determinar el contenido fijo de los términos por los cuales se entienden las nociones de pueblo o nación.

En Israel, la clave para que una coalición de gobierno perdure es de orden numérica: deben conseguirse al menos 61 de los 120 escaños parlamentarios. Si un partido abandona la coalición, implicando la pérdida de esa cifra indispensable, debe llamarse a elecciones. Eso fue lo sucedido cuando Avigdor Lieberman, líder del partido de derecha liberal-nacionalista, Israel es Nuestro Hogar, partió a fines de 2018 y se programaron elecciones para abril de este año.

En 2014, la partida de Tzipi Livni y Yair Lapid había provocado lo mismo: las elecciones de marzo de 2015. Podría sugerirse que estas rupturas ilustran el carácter transicional de las coaliciones y el fuerte peso de la coyuntura: no sólo permiten entender cómo llegamos a estas elecciones de septiembre, sino qué rasgos caracterizan el escenario político israelí. Dichas “salidas” de la coalición colocaron al primer ministro en funciones en una situación aparentemente paradojal, dislocada respecto del ejercicio del poder: quien aspira a la renovación se ve, al mismo tiempo, en jaque. Es decir, dicha instancia representa, en acto, la desincorporación del poder descripta. Permítanme ilustrarlo.

El elenco partidario en abril de 2019

Hasta ahora no entramos en las cuatro grandes causas judiciales que asedian a Netanyahu y que deberá irremediablemente enfrentar cuando deje su cargo, motivo fundamental para perseguir un nuevo mandato. Tampoco me referí a la aparición de “Azul y Blanco”, el nuevo bloque compuesto por el partido Hay Futuro, de Yair Lapid, otrora ministro de finanzas de Netanyahu hasta 2014, y al Partido de la Resiliencia del ex militar Benny Gantz. Azul y Blanco se convirtió rápidamente en un formidable rival para las elecciones de abril de este año, prácticamente empatando con Likud, el oficialismo, aunque carece de la posibilidad de reunir consensos que este otro partido ha demostrado desde 2009.

Si durante los últimos años Netanyahu logró convocar partidos ortodoxos como Shas y Judaísmo Unido de la Torá, este año recurrió a alianzas de lo más controvertidas, alentando a su aliado nacionalista-religioso, La Casa Judía, a incorporar al partido Poder Judío referenciado en el racista, homofóbico y violento movimiento kahanista, con tal de conseguir que dentro de una alianza multipartidaria éstos superaran el umbral electoral. En abril, semejante alianzas de derechas abrió la puerta al parlamento a los kahanistas, sin embargo, luego que Netanyahu fracasara en forjar una coalición, Yamina, una nueva fuerza capitaneada por Ayelet Shaked, excluyó a los kahanistas que debían en éstas elecciones de septiembre superar por su cuenta el umbral. Podemos anticipar que no lo lograron.

La lista Azul y Blanco creció rápidamente desde fines de año pasado como una centro-derecha moderada, alternativa a la expresión cada vez más conservadora de Netanyahu, quien aprovechó su investidura para forjar un blindaje contra sus varias causas judiciales por fraude y cohecho. Debe destacarse que la ambigüedad de la plataforma de Gantz y Lapid respecto a múltiples problemáticas representó una ventaja. Por otro lado, fueron contundentes en anunciar que “arreglarían” la Ley Básica que en 2018 consagró a Israel como Estado Nación del Pueblo Judío.

Desde 2015, la centro-izquierda, la izquierda y los partidos árabes –aún constituyendo éstos la tercera fuerza política en el parlamento– perdieron margen para incidir en la tematización de ejes centrales en la agenda política nacional. Desplazados de la coalición, Hay Futuro asumió un lugar minoritario dentro de la oposición y El Movimiento compuso una alianza con el laborismo, Unión Sionista, que hasta hace poco hacía las veces de un débil oponente cuya mayor virtud era permitirle a Netanyahu recordarle a la sociedad israelí que existen otros sectores que no expresan lo mismo que él.

Si en las elecciones de 2015 Netanyahu urgió a sus votantes a los comicios –el sufragio no es obligatorio– alertando con que Unión Sionista y el partido de izquierda Meretz llevaban en autobuses a las “hordas” árabes a votar, en abril de este año, la instalación de cámaras de seguridad en centros de votación de mayoría árabe supuso un escándalo.

Como consecuencia de la sanción de la Ley Básica, de jerarquía semi-constitucional, miles de árabes, drusos, circasianos, entre otras minorías religiosas y etno-nacionales de Israel, manifestaron su dolor por haber sido categorizados como “ciudadanos de segunda”. Parte de la derecha tomó nota de ello, pero fue Azul y Blanco la opción que, en medio del vacío que dejó el desgastado laborismo y la centro-izquierda, se irguió capaz de plantear una reescritura de la ley, en caso, claro, de asumir el gobierno. Para ello debía desplazarse a Likud, pero en abril empataron con 35 asientos respectivamente, y en desiguales condiciones para aunar consensos de cara a formar una coalición.

Las elecciones de abril 2019, un jaque para la era Netanyahu

A pesar de toda la controversia involucrada en las prácticas fraudulentas que, sin ningún reparo, consintió Likud en abril pasado, este partido resultó ungido como vencedor. Como se dijo ya, el margen respecto a Azul y Blanco fue ínfimo –un 26,46% contra un 26,13%, respectivamente– pero suficiente para que Netanyahu fuera encomendado por el presidente para formar gobierno. Esto no representó, sin embargo, una tarea fácil: tras semanas de tensas negociaciones con sus aliados, Netanyahu contaba con la cantidad de apoyos justa para alcanzar esa mitad más uno requerida.

Lieberman, cuyo partido no obtuvo más de cinco escaños, parecía reincorporarse a una coalición liderada por Netanyahu, rival y aliado circunstancial. No obstante, el líder de Israel es Nuestro Hogar terminó optando por retirar esos cinco asientos de la coalición a último momento, so pretexto de querer “salvar” a Netanyahu de sí mismo, puesto que la composición no se estaba configurando, por así decirlo, con la derecha “correcta”. Al no alcanzarse el consenso necesario, debió llamarse a las elecciones que acaban de tener lugar.

La reiteración de esta tensión entre posiciones en pugna sobre cómo gobernar, pone de manifiesto que existe una debilidad inmanente en la consolidación de una coalición cuya aparente homogeneidad es puesta en jaque por su propia heterogeneidad interna. La configuración de consensos relativamente endebles posibilitó el avance de posturas más conservadoras en detrimento de aquellas conciliadoras, dificultando a unos y otros reproducir un ejercicio del poder estable. La reiteración de Netanyahu como primer ministro es un reflejo de dicha incertidumbre a la que la sociedad israelí está sujeta.

Por un lado, el progresismo actuó siguiendo un criterio eminentemente conservador, impidiendo el establecimiento de alianzas entre el laborismo, Meretz y los partidos árabes por temor al rigor de las sumas y restas que cada uno significa para el otro. De tal forma, la fragmentación de oposiciones dispersas desde el centro a la izquierda, resulta en un consentimiento efectivo al endurecimiento de las políticas estatales: renunciando a su rol de oposición, estos sectores operan hoy como auditores formales habilitados por gracia del histórico multi-partidismo israelí. Por otro lado, Netanyahu se ha convertido en el árbitro de aliados demasiado ambiciosos e ideológicamente notablemente distantes para ser vistos como tales. La síntesis de semejante concierto de derechas desunidas, que pujan cada cual para su lado, sólo puede ser exitosa cuando se actúa de acuerdo a planteos comunes, es decir, para enhebrar una coalición entre ellas, deben darse las puntadas en sus bordes más extremos.

Las elecciones de septiembre de 2019, ¿jaque mate?

Durante el período Netanyahu, los desacuerdos entre los miembros de cada coalición sobre puntos clave de la agenda resultaron en la salida de opciones no coincidentes con el oficialismo remanente, progresivamente más centrado en la derecha. Consiguiente y paulatinamente, sólo las posiciones más conservadoras representaron una voz percibida por el público como eficaz, o necesaria incluso, para gestionar la no resolución de una serie de latencias: las fronteras indefinidas del Estado, la ambigüedad del tratamiento cívico e institucional de las múltiples poblaciones gobernadas, la cuestión capital y el reconocimiento de interlocutores palestinos con quienes dialogar, la percepción de peligros inmediatos en los límites con Líbano y Siria en el Norte, a lo que se suman enfrentamientos próximos con Irán, y con Gaza en el Sur. Quizás todo esto esté cambiando.

En septiembre, se destaca una vez más el papel de los partidos minoritarios: son aquellos con quienes las mayorías deben acordar, y son ellos quienes pueden restar asientos, impidiendo formar una coalición. Asimismo, la prospectiva salida de un partido minoritaria representa potencialmente una ruptura que obligue a renegociar los acuerdos entre posiciones ideológicas y expectativas partidarias dispares. Este rasgo puede encarnar la válvula de escape frente a un statu quo sumamente erosionado: reiteradamente, Likud demostró su incapacidad para representar alianzas consistentes, generando en cambio enmiendas pragmáticas de coaliciones caídas. Esto posicionó a Lieberman en abril y en septiembre de 2019 como “hacedor de reyes”: su puñado de asientos puede coronar como destronar.

Las elecciones de septiembre evidencian que los tiempos, quizás, están cambiando. Los kahanistas no pasaron el umbral y la derecha nacionalista-religiosa de Yamina no fue lo suficientemente exitosa para sumarle los asientos necesarios al Likud. Por su parte, Israel es Nuestro Hogar brega por un “amplio gobierno liberal” de unidad entre Likud y Azul y Blanco, que parecen haber empatado con 31 y 32 asientos respectivamente, aunque también en forma inédita. La ínfima ventaja que consiguió Likud en abril le permitía intentar formar una coalición; en septiembre, Azul y Blanco ostenta esta potestad con 56 asientos frente a los 55 de Likud. Empero, ninguno está en condiciones claras de lograrlo sin comprometer apoyos alternativos.

El cambio en la relación de fuerzas puede favorecer la ampliación de bases de consensos para Azul y Blanco sobre Likud. De ser así, el presidente debería encomendarle la tarea de formar coalición a Gantz, quien anunció que un gobierno de unidad con Likud sólo sería posible excluyendo al actual primer ministro: sería esperable ver defecciones en las filas de su partido en los próximos días. Quizás queden atrás los vergonzantes días de un primer ministro que promovió un enfrentamiento con Gaza con tal de postergar las elecciones, o que quebrara la veda electoral el día de elecciones dando entrevistas por radio y exhortando, megáfono en mano, a sus votantes a apoyarlo.

Asimismo, pueden perimir aquellos intentos –fallidos, hasta ahora– de sancionar legislación para “controlar” los votos a partir de la instalación de cámaras de seguridad en los centros de votación de mayoría árabe, política disciplinante e intimidatoria. Netanyahu se blindó a sí mismo y a su país instalando la premisa de ser el único capaz de proteger y gobernarlo; su era habrá terminado cuando enfrente las causas judiciales que, pacientemente, le aguardan.

Septiembre (o más bien el propio Netanyahu) empujó a los árabes israelíes a las urnas –el 60% de los votantes árabes sufragaron, frente al 50% de abril– elevando una reunificada Lista Árabe Unida –que en abril se había partido en dos– como vigorosa tercera fuerza en el parlamento. En 2015, la Lista también había conseguido ese tercer lugar en el parlamento, pero la relación de fuerzas era diferente y la mantenía en una posición marginal. Habrá que ver hoy si Azul y Blanco, a la cabecera, promoverá una alianza con este bloque, considerando que esta maniobra puede a su vez restarle por otro lado. Más aún si se considera una alianza con partidos ortodoxos como Shas, que llegó a anunciar su disposición a acordar con Gantz.

Pero una alianza de ese tipo tendría costos políticos: podría decepcionar a los votantes seculares del bloque y navegar una futura coalición con poco en común. Suena improbable que la centro-derecha pueda armar un gobierno con el frente democrático de izquierda de Meretz, los partidos árabes y los ortodoxos. Las ecuaciones imponen su rigor. Se espera, no obstante, que una posición moderada de centro-derecha, dispuesta a concordar con estos sectores, sumando a la rezagada centro-izquierda, pueda derrocar a un debilitado Netanyahu, con poco para ofrecer a posibles aliados para alcanzar los 61 asientos. Por primera vez en la historia, los partidos árabes podrían integrar una coalición de gobierno, hito de suma relevancia para Israel.

Si se da el fin de la era Netanyahu será gracias a expresiones políticas minoritarias. Hay Futuro fue expulsada de la coalición en 2014 y hoy compone Azul y Blanco; los partidos árabes podrían ser claves en formar un nuevo gobierno. El multipartidismo israelí revela que la construcción de consensos y la tematización de las problemáticas de gobierno, así como de los medios para su resolución, no se halla en la palma de los partidos mayoritarios, sino en un intrincado ensamblaje de alianzas cambiantes.

La forma que asuma la próxima coalición todavía es indeterminada –puede llevar semanas– como lo es la incontrolable experiencia democrática israelí. En ella, ningún partido logra imponer la imagen de una unidad orgánica de la sociedad –pues coexisten expresiones dispares dentro de cada gobierno de turno. En ella, el poder, evidentemente, se manifiesta como incorpóreo: no le pertenece a nadie.

 

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