Cambio de época
“¡Sí, se pudo!”: la distopía al poder

Por Juan Manuel Reynares (CONICET/UNVM/UNC) y Jorge Foa Torres (CONICET/UNVM/UNC)

En su columna del programa radial “Habrá consecuencias” (de radio El Destape), Horacio Verbitsky advertía, pocas horas después de consumado el golpe cívico-policial-militar en Bolivia, cierta diferencia en este caso respecto de las interrupciones democráticas en América Latina propias del Siglo XX: aquí ya no solo hay militares que derrocan y violentan sino que aparecen las puebladas, en la forma de hordas de ciudadanos de extrema derecha, que consuman el golpe por mano propia. Nuestro argumento, en tal sentido, es que no es esta una diferencia menor o accidental de los procesos autoritarios/terroristas del siglo XXI, que incluso fue aprovechado por comunicadores y opinadores cínicos para desacreditar la caracterización de lo sucedido como un golpe de Estado. Según estos, habría sido la “conmoción social” la culpable de que las Fuerzas Armadas bolivianas sugirieran a Morales su renuncia. No obstante, la diferencia que pretendemos analizar no quiere seguir los sinuosos caminos de las etiquetas jurídicas, sino remarcar que esa consumación por mano propia del golpe, en un pasaje al acto desanclado y mortífero, no es sino un aspecto sintomático de la estructura de nuestra época, la época del (pseudo) discurso capitalista. Época en que la figura marcial y lejana de un general tomando el lugar del poder deja paso a una masa panicosa que busca, de cualquier modo, remover del gobierno a aquél que, por sus propios criterios de rasgos y trayectoria, no debería haberlo ocupado nunca.

Reside aquí un punto neurálgico de nuestra época que nos es necesario estudiar: la época de la caída de los grandes relatos y utopías del siglo XX, de los nombres del padre, del orden del discurso del amo, no implica la emergencia de un terreno neutral, asimilable a la fórmula “el Otro que no existe”, dando paso a sociedades líquidas, pletóricas de inmediatas conexiones, o bien campos de oportunidad, donde se multiplicarían los puntos de conflicto que alojasen, per se, proyectos emancipatorios. Ni tan solo un vacío ni tan solo cualquier pretendida liberación emancipatoria de los individuos: la encarnadura fundamental de nuestra época se desenvuelve en estos escenarios distópicos, en donde la pulsión de muerte es finalmente liberada sin mediaciones simbólico-culturales capaces de ponerle freno. ¡Sí, se pudo! ¡Sí, se pudo! vociferaban los golpistas poco después de la autoproclamación de la senadora boliviana Jeanine Áñez como presidenta de Bolivia. El grito retumba como la consumación del ¡Sí, se puede! de la derecha vernácula. Es que el ascenso de las derechas extremas, que reniegan del Estado de derecho liberal en todo el globo es indicativo de nuestro tiempo, el del goce comandado e ilimitado, el del todo es posible.

¿Qué libera el neoliberalismo, o más precisamente, el (pseudo) discurso capitalista? ¿En qué posición quedan nuestros bagajes simbólicos más indiscutidos, como aquél que manda a defender al Estado de derecho o nuestro “Nunca Más” ?, y por ende ¿Cuáles modos de hacer son aún posibles en la época? En lo que sigue esbozaremos algunas conjeturas sobre ciertos rasgos de nuestro tiempo que los hechos en Bolivia ponen en primer plano, y que nos permiten bordear estas incógnitas, por momentos relegadas.

En primer lugar, el carácter mortífero que asume la liberación de impulsos individualizantes a través de la emergencia de la “subjetividad troll”. En segundo lugar, el predominio del registro imaginario que moviliza a esos individuos conectados en “masas de pánico”, y que podemos ver en las hordas que atacaron la vivienda de Morales. Y, en tercer lugar, la erosión de las condiciones efectivas de posibilidad de un Estado de Derecho, que impone entonces el trabajo de la postulación de un estado de derecho otro, dirigido al cuidado de los lazos sociales más allá del carácter legal de la norma.

Las imágenes del saqueo y la destrucción de la vivienda de Evo Morales por parte de una horda de ciudadanos bolivianos -que provinieron del propio registro de uno de los protagonistas- rápidamente se viralizaron en el ciberespacio. En la filmación familias enteras con sus niños, jóvenes vestidos con ropa deportiva y señoras y señores de clase media registran con fruición la escena, a través de sus dispositivos móviles. La escena nos remite inevitablemente al episodio “Oso Blanco” (White Bear: Charlie Brooker y Carl Tibbetts) de la serie británica Black Mirror (“Espejo Negro”). En el mismo, la protagonista, Victoria (representada por la actriz sudafricana Lenora Crichlow), es sometida cada día al castigo de ser la atracción principal de un parque de diversiones basado en el regodeo de sus asistentes en las torturas y vejámenes provocados a la mujer. La supuesta comisión de un crimen es la causa para el emplazamiento de Victoria en “Oso Blanco”, un parque temático de aplicación de una pena ilimitada. Una temporalidad siniestra es inducida tecnológicamente a la criminal-víctima para borrar sus recuerdos y, así, iniciar cada día de su condena el mismo espectáculo. El perturbador episodio muestra la razón del éxito del dispositivo de punición: la presencia del público -hombres, mujeres y niños- que participan activamente en la escena registrando con sus dispositivos móviles hasta los más nimios detalles. Un terror voyeurista es actuado por los ciudadanos-consumidores al gozar del sádico espectáculo como una forma ilusoriamente plena de obtener justicia.

Las escenas que vimos estos últimos días en el golpe de estado cívico-policial-militar en Bolivia no son ajenas a fenómenos más globales, donde la pantalla parece emplazar al sujeto en un lugar de libertad plena, que no le dejaría obstáculo alguno para gozar.  En otros trabajos[i], hemos echado mano de la metáfora del troll para dar cuenta de la subjetividad propia de la época del discurso capitalista: la del individuo que parece poner a andar el circuito del ciberespacio y que puede decir cualquier cosa, aún lo peor, sin tener en ningún momento que hacerse responsable de sus actos. La subjetividad troll se erige a partir de la ilusión de plenitud promovida por el mundo imaginarizado que habita, en donde ya parece no haber ninguna mediación simbólica para el acceso al goce narcisista.

En el frenesí de violentar la casa de Morales, la acción no se acaba en el propio cuerpo que rompe, que destruye, sino que debe transmitir ese pasaje mortífero al acto. Hay un redoble en el carácter especular de la imagen: casi como cuando la pantalla apagada nos devuelve nuestra imagen: black mirror, el espejo negro. Por un lado, la propia imagen que vemos cuando quien filma parece tener acceso, ilusorio pero evidente, a verlo todo creyendo que se entra en contacto inmediatamente con la realidad. Allí está, entonces, la imagen de quien entra en contacto con el goce robado que es la casa de Evo, con su cinta caminadora y todo aquello que garantiza la corrupción del Indio. Pero eso mostraría, al mismo tiempo y por otro lado, la imposibilidad, aun para la subjetividad emplazada a ser libre, de un acceso directo y pleno al goce: debe haber una imagen de ese momento, que deje alguna constancia, aunque evanescente y confusa, de ese encuentro con lo real. No es que los que saquearon la casa de Evo son trolls que salieron de la pantalla para pasar a la acción, sino que la pantalla, el registro, es lo que hace posible cometer en primera persona el horror. Tal como se advierte en “Oso blanco”: sin el registro no hay goce, no hay demanda a gozar.

Pero esto nos lleva a un segundo aspecto, cada individuo de la subjetividad troll lejos de actuar de forma puramente individual está ya híper-conectado a otros. Aquí podemos atrevernos a poner en cuestión aquella lectura bastante difundida de que las “derechas siembran el odio”. No hay aquí una dócil masa a la que se le inculca la ira y la segregación, sino que ese sustrato masivo que conecta a interpelaciones autoritarias y segregativas ya-está-ahí. Y lo está porque el (pseudo) discurso capitalista erosiona los lazos sociales que daban lugar al malestar en la cultura. Entonces la pregunta por lo que libera el neoliberalismo asume toda su relevancia. El concepto paradojal de masa del pánico[ii] nos permite dar cuenta de efectos de masa -como el de las hordas en el golpe de Estado en Bolivia- que no buscan hacer lazos sino disolverlos. Esa disolución del lazo social que observamos en las masas del pánico subraya que nuestra época, lejos de una pretendida fluidez espontánea, no provoca necesariamente una proliferación de oportunidades para la emancipación. Por el contrario, el (pseudo) discurso capitalista no agrega contenidos simbólicos que pudiesen cuestionar al orden hoy enunciado por el neoliberalismo, sino que se apoya en elementos sedimentados culturalmente, como la xenofobia, el racismo, el sexismo. Los relanza en una circularidad que reniega del paso o el encuentro con el otro, para segregarlo y acceder ilusoriamente a la plenitud que les fue robada.

En este sentido, estos conglomerados de mónadas encuentran en aquellas religiones que ofrecen un acceso inmediato al éxito y a los bienes prometidos por el capitalismo un terreno fértil. Religiones del goce, evangelismos que veneran a dioses oscuros lejos de poner en cuestión al individuo narcisista lo elevan al nivel de sujeto-Rey. Quizás aquí se despliega un elemento clave para entender la repetida injerencia de los evangelismos en los fenómenos masivos del pánico en América Latina y el surgimiento de sus figuras convocantes, como Bolsonaro o Camacho: no vemos allí a los representantes más tradicionales de las derechas liberales, sino individuos que encarnan la tiranía narcisista ya presente en estos fenómenos de masas. Por lo tanto, no es posible -sin caer en una postura cínica y siniestra- postular que en estos conglomerados se tejen lazos sociales como cualquier otros, por el contrario, la verdad de esos (pseudo) lazos narcisistas de odio son los escenarios distópicos.

En tercer lugar, la erosión de los lazos sociales conduce indefectiblemente a la destrucción del Estado de Derecho en su forma liberal tal cual la conocimos hasta el siglo XX. Entonces, es imprescindible prestar atención a las condiciones que hacen posible esa destrucción. Específicamente, en relación a las demandas sociales o ciudadanas, vemos que nuestro tiempo ya no está marcado por la distinción que Ernesto Laclau muy bien introdujera entre demandas democráticas -que tienden a fragmentarse y ser institucionalmente satisfechas una por una- y populares -que insatisfechas pueden equivaler y articularse hegemónicamente-. La emergencia de demandas rizomáticas parece ser un signo de nuestros tiempos. Demandas sin corte ni anclaje, que tienden a no poder ser satisfechas y a evidenciar la impotencia de las instituciones para darles respuesta. Esa insatisfacción no pone en movimiento, como la insatisfacción última del deseo, un juego de identificaciones ante la evidencia del carácter fallado del orden del significante. Esa insatisfacción forcluye la falta, ubicándonos en un escenario psicótico en que se alojan la segregación ante la paranoia del robo de goce. Lo llamativo en nuestros días es la multiplicación de estas demandas, en un circuito rizomático que se dirige a desbordar cualquier límite y, obviamente, al Estado de Derecho. Éste es puesto en discusión, ya que si el carácter fundante de la Ley tiende a ser forcluido en el movimiento psicótico del individuo liberal, como sostiene Todd Mc Gowan[3], el Estado de Derecho es experimentado como una intromisión en tanto y en cuando no esté allí para garantizar la seguridad del ámbito privado.

E incluso cuando lo hace, es una carga demasiado elevada, con demasiados oropeles simbólicos, para las exigencias de la masa del pánico. En los últimos tiempos, se suele repetir hasta el hartazgo que la demanda por seguridad -siempre conectada a los modos de entender el rol de las fuerzas de seguridad- representa un dilema que los gobiernos “progresistas” de la región no han sabido satisfacer. En tal sentido, podemos arriesgar que el empuje que anida en aquellas políticas orientadas a satisfacer esa demanda, que decantaron, por ejemplo, en la Argentina, en la denominada “Doctrina Chocobar”, es el golpe de Estado cívico-policial. De la intervención ilimitada de las fuerzas policiales en casos particulares de inseguridad a su generalización en forma tanto de represión ejercida por fuerzas estatales, como de segregación consumada por mano propia por las hordas ciudadanas.

“¡Bienvenidas las armas!”. La frase se repetía -según declaraciones de la directora del diario La Razón de Bolivia Claudia Benavente al programa Brotes Verdes de C5N- en los comités cívicos y piquetes de la extrema derecha boliviana luego del golpe cívico-policial-militar. Triunfo del capitalismo-neoliberal que por fin libera a fuerzas de seguridad y a ciudadanos y ciudadanas del corsé del estado de derecho liberal. Nunca tan cerca de “parques de diversiones” de la tortura y el exterminio…

Frente a todo ello, es imperiosa la construcción y el cuidado de un Estado de Derecho otro. Un Estado de Derecho Populista, quizás, capaz de retardar hasta interrumpir a esas demandas rizomáticas y desplazarlas. Si la demanda rizomática por seguridad no conduce más que al establecimiento de un Estado policial[4] se hace necesario inventar un modo de hacer con ello. Frente a las dos facetas del Estado policial, su faz omniabarcativa del conglomerado social en tanto lógica de ordenamiento que desconoce radicalmente la distorsión fundante de lo social, y su faz de fijación de la identidad policial del individuo policía, abrir una coordenada ética en el Estado de Derecho populista como interrupción de la barbarie de la tiranía narcisista, por un lado, y afrontar la des-policialización de los sujetos policías, por otro.

Para finalizar, esa coordenada ética del Estado de Derecho Populista no puede fundarse sino en la(s) memoria(s) de los y las sujetos que dan su testimonio del horror impuesto por los terrorismos de Estado. En los últimos años, intelectuales y analistas políticos de diversos orígenes destacaron a la experiencia boliviana por encima de la argentina por haber, la primera, atacado aspectos supuestamente estructurales del capitalismo-neoliberal, mientras la segunda habría solo tocado aspectos coyunturales o accesorios. En otros trabajos hemos sostenido que las políticas de memoria y derechos humanos, que estuvieron en el centro del proyecto político de la Argentina entre 2003 y 2015, no pertenecen simplemente a un orden superestructural. Sino que la memoria, en su anudamiento con la cuestión de la deuda, es el terreno donde se juega la posibilidad de poner un freno a la temporalidad rizomática que impone el circuito capitalista. Aun así, queda por verse si esas raíces de las memorias argentinas podrán soportar el vendaval de la tiranía narcisista que se abate sobre nuestra región.

 

 

 

 

 

[1] Foa Torres, J. & Reynares, J. M., “La emergencia de la subjetividad troll en la época del Discurso Capitalista”. En: Anacronismo e irrupción, n° 18, Buenos Aires, 2019, en prensa.

[2] Reynares, J. M. & Foa Torres, J., “Entre la masa del pánico y la articulación populista: conjeturas en torno al lazo social en la época del (pseudo) discurso capitalista”. En: Desde el Jardín de Freud, n° 20, Buenos Aires, 2019, en prensa.

[3] McGowan, Todd, “The Psychosis of Freedom: Law in Modernity”. En Lacan on Psychosis, Mills, Jon  y Downing, David L. (eds). Londres: Routledge, 2018, 47-76.

[4] Ya Deborah Goldin, en su tesis de licenciatura, muestra la centralidad del “Estado policial” en las identificaciones políticas de los agentes de seguridad en Córdoba. Véase: “Ser policía: lógicas identitarias y alteridades. Un análisis de los procesos de identificación de los/as suboficiales de la Policía de Córdoba (2013-2017)”, IAPCS-UNVM, inédita.

 

Imagen de portada: Multitud sin escalera de Ignacio Hábrika.

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