Escenarios de la posdemocracia
Sobre consensos, acuerdos y vencedores vencidos

Por Martín Rosales (UNLaM)

Escenario número uno. Después de las elecciones de medio término de 2017, el gobierno de Mauricio Macri desarrolló una serie de propuestas en torno a cuestiones políticas y económicas, que consideraba necesarias de ser reformadas para alcanzar los objetivos de un crecimiento sostenible y una reducción de la pobreza. Bajo el lema de “Consensos básicos”, el discurso del Presidente proponía una serie de acuerdos, que debían ser ratificados por los diversos sectores políticos.

Escenario número dos. Luego de la semana de mayo de 2018 donde hubo una fuerte devaluación del peso respecto del dólar estadounidense, el gobierno de Mauricio Macri anunció el establecimiento de un acuerdo económico con el Fondo Monetario Internacional. Dicho acuerdo se presentó como el resultado de amenas negociaciones entre representantes del gobierno nacional y las más altas autoridades del organismo internacional.

No interesa aquí analizar el contenido puntual de las propuestas que el oficialismo proponía tratar, ni los montos económicos y condicionamientos que el FMI le impone a la Argentina. En lugar de eso, lo que se intentará pensar es la forma en que el gobierno de Macri enuncia dichas situaciones: consensos y acuerdos.

El oficialismo se ha denominado a sí mismo como “dialoguista”, buscando diferenciarse del cariz “confrontador” con el que calificaban al kirchnerismo. El “reformismo permanente” que Marcos Peña señalaba como el rumbo político del macrismo, era anunciado en tanto construido y sostenido por la búsqueda de consensos con los diversos sectores del abanico político. Probablemente los integrantes del oficialismo podrían llegar a tomar como un elogio que se califique a su gobierno un modelo expreso de “democracia consensual”.

¿Cómo pensar el consenso en términos teóricos y políticos? ¿Qué implicancias tiene? ¿Qué manifiesta y qué oculta el consenso? ¿Qué hace que un gobierno busque fomentar el consenso? ¿Tienen los consensos siempre la misma forma? ¿Qué ocurre con los desacuerdos?

A mediados de las década de 1990, el filósofo francés Jacques Rancière postuló como diagnóstico de esos tiempos el triunfo de la “democracia consensual”. Esto significa que el discurso dominante sobre la democracia era aquel que remite al consenso como fundamento de la legitimidad democrática. Tal éxito se erigía sobre las ruinas del hundimiento de los “socialismos realmente existentes” y el fin de los grandes relatos que dieron forma a los debates y disputas políticas del siglo XX.

Así las cosas, el mundo occidental estaba en condiciones de celebrar la victoria de la democracia, entendida como régimen político y sistema de instituciones dónde materializar la soberanía del pueblo. Era el triunfo de los sistemas representativos liberales como forma “auténtica” de la democracia. Sus instituciones brindaban la idea de que éste modo de comprender la democracia era, simultáneamente, el garante de las formas políticas de la justicia y de las formas económicas de desarrollo productivo, armonización de intereses y optimización de las ganancias para todos los sectores sociales. En términos generales, era la consecución de los principios propuestos y sostenidos en el denominado, no casualmente, “Consenso de Washington”.

Jacques Rancière
Jacques Rancière

Sin embargo, el planteo de Rancière problematiza la mentada expresión “democracia consensual”, advirtiendo que en ella existe una conjunción de términos contradictorios. Para este pensador, la “democracia consensual” debe ser entendida bajo el rótulo de “posdemocracia”. ¿Qué significa esto? Rancière entiende a la posdemocracia como una práctica gubernamental (y su consecuente legitimación conceptual) de una democracia posterior al pueblo.

¿A qué se debe esto último? ¿Dónde se encuentra la contradicción planteada? Según Rancière, la cuestión radica en el hecho de que la democracia no es meramente un conjunto de instituciones o un tipo de régimen entre otros, sino una manera de ser de lo político.

La democracia, entiende Rancière, implica la presencia de tres elementos. En primer lugar, que la democracia refiere al tipo de comunidad en donde existe la posibilidad de que el pueblo pueda aparecer de manera visible en el espacio público. En segundo término, que éste es un “pueblo” particular, es el nombre que se adjudican los sujetos que no coinciden con la representación de los lugares distribuidos por las instituciones del régimen y del reparto económico. Es decir, los excluidos y, simultáneamente, los que no se consideran representados. Tercero y último, que el aparecer de este pueblo es la manifestación y exhibición de un litigio, de un conflicto, estableciéndose comunidades polémicas de disputa de lugares y posiciones.

En definitiva, la democracia no es un régimen o un modo de vida social, sino el cuestionamiento político del orden establecido dado, junto con su reparto y asignación de lugares. En este sentido, toda política es democrática en tanto manifestación de un pueblo reclamante de igualdad, de una redistribución de lugares y posiciones, confrontando al orden institucional.

Estas aclaraciones le permiten al pensador francés un acercamiento a la noción de “posdemocracia”. Rancière la concibe como una práctica gubernamental que anula cualquier posibilidad de aparición polémica y pública del “pueblo” y sus reclamos, porque todo se cierra en el mero juego de los dispositivos estatales-institucionales y las “armonizaciones” de los intereses sociales. De este modo, la posdemocracia excluye al sujeto y el obrar propio de la democracia.

El sentido de lo que se llama “democracia consensual” compone, entonces, un régimen en el que se presupone que no hay diferencias entre las partes de la sociedad. O bien, no debería haberlas debido a que podrían ser mediadas por el diálogo institucional. La perspectiva de Rancière comprende esta desaparición de toda diferencia y todo litigio, en definitiva, como “la desaparición de la política”.

¿Cómo puede ser esto posible? A causa de que todo puede arreglarse por la vía de la “objetivación” de los problemas; de la búsqueda y el encuentro de soluciones neutrales. La “democracia consensual” es la combinación de los que Rancière llama un “régimen de la opinión” y un “régimen del derecho”. Veamos estos dos aspectos.

La posdemocracia tiene por principio impedir la aparición del “pueblo”, el surgimiento de sus reclamos y demandas, bajo la lógica de presentar constantemente las partes del pueblo en la cuenta exhaustiva de la “opinión pública”, que pretende tomar en consideración todos los sectores sociales. En la “democracia consensual” el pueblo sólo aparece como ya estando presente en la “opinión pública” y sus porcentajes. Los sondeos de opinión, las encuestas telefónicas, las mediciones de la imagen positiva y/o negativa de funcionarios, la simulación de votos “si las elecciones fueran hoy”, etc.

Para la toma de decisiones públicas, para la apertura de discusiones legislativas sobre cuestiones sociales, para llevar a cabo cualquier iniciativa política, en la posdemocracia se mide constante y permanentemente la opinión pública. Un gobierno posdemocrático emplea consultores que realizan encuestas y mediciones de todos los temas existentes. Jaime Durán Barba, el asesor estrella de Mauricio Macri, es un claro ejemplo de esto.

Mediante la utilización de estos recursos, en la posdemocracia el pueblo está siempre presente en la cuenta porcentual de los encuestados. La posdemocracia trabaja con la “muestra representativa” del pueblo; por lo que éste, el pueblo propiamente dicho, nunca puede aparecer. Su “presencia” y “muestreo” impide que aparezca.

Si todo se ve en la cuenta de la “opinión pública”, nada aparece; dado que ya está allí, idéntico a la producción simulada de su representación. En la posdemocracia se toma a la “opinión pública” como la representación misma, aunque simulada, del “pueblo”. Toma su lugar una figura distinta: ya no el pueblo, sino la población, entendida como la enumeración exacta de las partes del pueblo, sin exclusiones, sin partes por fuera. En este “régimen de la opinión” proliferan mediáticamente (y por eso mismo de manera totalmente visible) los sondeos, las encuestas de las diversas franjas de la población; bloqueando la aparición propia y efectiva del pueblo.

Todo se termina por jugar en el terreno del conocimiento “científico”, presuntamente objetivo, de los comportamientos de la población, a su muestra estadística. La “opinión” posdemocrática identifica al pueblo con la población y, a su vez, transforma la democracia en demografía. En este régimen, todo aquello que podría devenir en litigio por parte del pueblo, se convierte en el nombre de un problema a ser resuelto por medio del diálogo y el debate mediático-institucional. El conflicto social es tomado como un obstáculo para concordancia, el acuerdo y la armonización de las opiniones.

Ciertamente, también forma parte del “régimen de la opinión” la mediatización de la política. Los medios masivos de comunicación se trasforman en expertos de la exposición, el análisis y la interpretación de los datos proporcionados por las encuestas de opinión. Realizan sus propios sondeos y estimaciones en función de criterios editoriales y conveniencias políticas. Le muestran a sus espectadores, oyentes y lectores las estadísticas que los toman en consideración e incorporan sus perspectivas; le muestran al pueblo que sus expectativas e intereses se encuentran representados en los registros y mediciones de la población. A través de los medios, el pueblo se asume población.

Por otro lado, Rancière señala que el consenso se establece como la manera de visibilizar el derecho, lo jurídico, como fundamento de la sociedad. El pensador francés cuestiona el uso uniforme del término derecho que hace la “democracia consensual”, la cual postula un dominio incuestionado del derecho como el resultado de la “armonía” entre la actividad del poder legislativo y los derechos individuales. Para la posdemocracia no habría espacio para la reivindicación de derechos, debido a una identificación inmediata entre lo legal y lo legítimo.

Lo jurídico de la posdemocracia funciona bajo el reino de un derecho, postulado como régimen de identidad de la comunidad. En tanto sustento de lo social, lo jurídico tiende a extenderse hasta abarcar todos los ámbitos de la sociedad. Rancière entiende tal extensión como un doble sometimiento del poder gubernamental a lo jurídico: primero, y con anterioridad, como subordinación de la legislación al “poder jurídico sabio” de expertos que determinan la constitucionalidad de las normas; y segundo, con posterioridad, como una multiplicación de redefinición de los derechos, anticipando los movimientos de la sociedad y adaptándolos al “ideal jurídico”.

Así, por un lado, la posdemocracia somete la política a lo estatal mediante el rodeo de lo jurídico. Es en este terreno donde podríamos señalar una novedad de nuestros tiempos: la práctica jurídica denominada “lawfare”. El término hace referencia al uso de instrumentos jurídicos con la finalidad de desarrollar una persecución política a determinadas figuras con apoyo popular. Combinando recursos y acciones aparentemente legales con una amplia cobertura mediática, el “lawfare” persigue la inhabilitación jurídica y la caída de la imagen pública de adversarios políticos. Las acusaciones judiciales-mediáticas presentan transgresiones e infracciones contrarias a la “identidad jurídica” de la comunidad, influyendo fuertemente en la “opinión pública”, aun cuando carecen de pruebas y sustento legal. En el gobierno posdemocrático el objetivo es lograr que el rival político, el opositor, pierda cualquier tipo de apoyo popular, para que no disponga de capacidad de reacción.

Simultáneamente, por el otro, las acciones y las facultades de las personas deben hacerse “flexibles” a lo fijado por los principios jurídicos. La precariedad de las condiciones de vida, la reducción de los derechos, la flexibilización de las relaciones laborales; todo se ajusta a las bases jurídicas que sostienen la identidad de la comunidad. Rancière sostiene que “para que los trabajadores tengan derechos, en primer lugar hace falta que trabajen, y que, para que trabajen, hace falta que acepten el cercenamiento de los derechos que impiden que las empresas les den trabajo”.[1]

Son, en definitiva, extensiones de la capacidad del Estado “experto” en ausentar a la política, suprimiendo cualquier distancia entre el derecho y el hecho. Se da un fenómeno de notable crecimiento: la juridización proliferante de todas las cuestiones políticas que busca y conduce a la mediación y el arbitraje legal de las partes.

Desde la óptica posdemocrática, todo acuerdo, pacto o consenso supone el alcance del punto más álgido de la política; sin embargo, al invisibilizar las demandas efectivas del pueblo, implica, por el contrario, el final del conflicto, su cierre.

¿Resguarda el acuerdo un espacio para el debate y la confrontación política? ¿O, por el contrario, el resultado al que se llega queda “salvado” del conflicto protegiendo la reglamentación de las instituciones del régimen?

Para que el gobierno posdemocrático pueda cumplir con su cometido, el conflicto en tanto tal debe ser encausado y regulado, dado que su erradicación absoluta resulta imposible. ¿Dónde radica esa imposibilidad? Mientras que la política trata, en términos generales, de disputas entre intereses opuestos, la idea del acuerdo parece ocuparse de la concordancia, del consenso pacífico. Pese a esto, un convenio nunca implica la superación del conflicto. Lejos de eso, lo que hace es establecer el triunfo coyuntural de uno de los bandos en pugna, internalizando en el perdedor a quien se lo “invita” a consensuar su condición de subordinación.

El consenso resulta ser un proceso de ocultamiento, de difuminación del conflicto, privilegiando las nociones de acuerdo, diálogo y representación de intereses, como si fuesen el punto de partido de las relaciones políticas “civilizadas”, en lugar de ser entendidas como el efecto de la disputa preexistente.

Los acuerdos políticos se presentan con la presunta finalidad de evitar el conflicto, de acabar con la lucha. Sin embargo, éstos únicamente logran ser efectivos cuando la disputa política está palpablemente terminada, es decir, cuando resulta evidente que ya hay un vencedor. Desde la perspectiva y la enunciación de quienes postulan el consenso, pareciera que los convenios políticos tienen como resultado una mutua conveniencia entre los participantes. Pese a esto, es posible pensar que los ganadores de la disputa buscan asegurar, mediante el acuerdo, su posición de poder; mientras que los vencidos se ven obligados aceptan su lugar de subordinación como única manera de no quedar por fuera del reparto de lugares y de poder.

Aquellos que proponen un acuerdo pretenden demostrar los beneficios, para los múltiples sectores partícipes, de su propio accionar. ¿Con qué objeto? La cuestión está en que el consenso propuesto, no sólo busca termina con el conflicto; sino que, a su vez, intenta incluir a los perdedores dentro del sistema, evitando de este modo los posibles riesgos de continuar la pugna de intereses, asegurando la colaboración o la anuencia de aquellos que podrían poner la situación de triunfo momentáneo en peligro. El efecto buscado por el consenso es la legitimación de un resultado particular de la disputa política mediante la asignación de lugares y posiciones de “integración subordinada”.

Volvamos a los escenarios planteados en un principio. Escenario número uno: el triunfo del oficialismo en los sufragios legislativos de 2017, que “pintó al país de amarillo”, posicionó al gobierno de Macri como vencedor de la disputa electoral. La certeza de su victoria, llevó al gobierno a proponer al resto de las fuerzas políticas una serie de puntos a desarrollar. El contenido de los “Consensos Básicos” no fue consensuado, sino propuesto (o llanamente, impuesto). La convocatoria a los gobernadores no fue para discutirlos, sino para firmarlos. En definitiva, un convenio de prioridades que puedan resolverse de manera administrativa e institucional.

Veamos el segundo escenario. La devaluación del peso frente a la divisa norteamericana significó un cimbronazo político para el gobierno. Presentada como una “turbulencia”, la corrida cambiaria de mayo de 2018 significó una derrota para el gobierno que tuvo que salirse de su libreto: vendió reservas del BCRA, interviniendo en el mercado cambiario en contra de su propio discurso de flotación libre. Frente al nuevo escenario de crisis, el gobierno de Macri se vio obligado a recurrir al socorro del FMI, alcanzando un “acuerdo” para acceder a fondos por hasta US$ 50 mil millones. Ante el panorama adverso, no estaba en situación de imponer requisitos, sino que las negociaciones llevaron al compromiso de adoptar el pliego de condiciones del organismo internacional. Nuevamente, un pacto entre funcionarios técnicos que implica exclusivamente el manejo de cuestiones contables y burocráticas.

Estos escenarios muestran la persistencia del gobierno de Macri en enunciar la política en términos consensuales. Es decir, ajenos a las disputas de intereses, los reclamos de derechos y los enfrentamientos políticos. Un discurso posdemocrático centrado en la institucionalidad del régimen y su legalidad.

Sin embargo, la posdemocracia macrista no logró erradicar la política democrática, la aparición del pueblo levantando las banderas de sus reclamos. Ante el primer intento de imponer las primeras reformas programadas en la llamada “Responsabilidad Fiscal” incluida dentro de los “Consensos Básicos”, mediante la reforma previsional que implicó una quita de presupuesto para las jubilaciones, el gobierno de Macri se enfrentó con el rechazo y el descontento popular. Cristalizado en movilizaciones masivas a las inmediaciones del Congreso Nacional, el oficialismo respondió con una dura represión de los manifestantes. Frente a la celebración por parte del gobierno por el acuerdo alcanzado con el FMI, una nueva convocatoria de sectores de la oposición hizo presente al pueblo en el espacio público encolumnado bajo la consigna de “La Patria está en peligro”.

Así, en términos de Rancière, la democracia se manifiesta ahí donde hay desacuerdo. La democracia se expresa en las resistencias del pueblo a la imposición de consensos, acuerdos, convenios y pactos que no modifican, sino que profundizan, su condición de excluidos de la cuenta de partes de la sociedad.

 

[1] Rancière, Jacques (2010). El desacuerdo. Política y filosofía. Nueva Visión: Buenos Aires. p. 140.

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