Eduardo Rinesi
Treinta años de Buenos Aires salvaje

Por Agustín Molina y Vedia

Hay libros que anticipan la época. No porque imaginen cosas que aún no han ocurrido sino porque logran ver y capturar un conjunto de situaciones o de escenas que son signos de una mutación. Buenos Aires salvaje de Eduardo Rinesi, publicado hace treinta años, es para Agustín Molina y Vedia uno de esos libros que anticipan la época, o que permiten pensar cómo se ha ido gestando, en este caso, una ciudad desgastada por el espectáculo y la mercantilización.

 

A Juan,

que se nos fue pero aún me guía

 

I

En un rapto de inspiración, suscitado paradójicamente por las formas banales que adoptaban los flujos mercantiles en la Buenos Aires menemista, Eduardo Rinesi vaticinó: “Marchamos hacia una ciudad organizada para una veloz circulación que, sin embargo, evitamos, habitada por hombres sedentarios y pasivos, conectados con el resto de la ciudad y del planeta a través de sus teléfonos, sus televisores, sus fax y sus computadoras, mientras por las calles pululan inquietas, veloces y solícitas las motocicletas repletas de pedidos”.

Una exageración, sin duda, que pocos hubieran tomado al pie de la letra en aquel momento. A su vez, una viñeta imaginaria cuya reproducción casi literal en la pandemia nos deja admirados, preguntándonos si no estamos acaso frente a una clave para comprender tiempos menos excepcionales. Reproducción, destaquemos, del ensayo por el suceso, del arte por la vida, de la crítica por el mundo.

Rinesi llegó a esa imagen como condensación de dos dinámicas que lo soliviantaban. Por un lado, variación farandulera sobre una concepción liberal que convertía al pueblo en público y a los ciudadanos en espectadores de un teatro que, si podía remontarse a las conferencias de Leopoldo Lugones en el Odeón a principios del siglo XX, asumía crecientemente las lógicas del espectáculo anticipadas por otro atinadísimo exagerador, Guy Debord. A la par, mercantilización puntillosa que erosionaba el valor de uso de la ciudad, su “significación como lugar de encuentros y cambios intersubjetivos, de aprovechamiento y goce de los lugares y del tiempo urbano”, para explotar su valor de cambio.

De estas fuerzas nacía un urbanismo hostil a las identidades barriales, los sitios de la memoria colectiva y a toda señal de vida que entorpeciera la maximización del tiempo. Ciudad-pista alla Cacciatore en la que los súbditos resignaban todos sus derechos menos uno, el supremo, el de circular.

II

Rinesi seguía de cerca los pasos de otro santafecino, Ezequiel Martínez Estrada, que medio siglo antes había caminado Buenos Aires para escribir La cabeza de Goliat. De él retomaba hipótesis específicas acerca del significado del Obelisco, el subte y la patota porteña, pero, sobre todo, una mirada microscópica que hallaba en sitios insospechados los tonos de una época.

En 1994, el repliegue privatista y fóbico evidente en los barrios cerrados se generalizaba gracias a los patovicas que, en la puerta de las discotecas, definían con criterios clasistas quién podía bailar y quién no, a flamantes gimnasios que auguraban escaleras infinitas hacia la belleza, a nuevos “derechos de admisión” en los bares, que ahora cerraban con llave sus baños, y a las alarmas automovilísticas capaces de enloquecer por varios minutos a toda una cuadra con tal de señalar a un malhechor, las más de las veces ficticio. Ese “clima cultural”, como lo llamó Lucas Rubinich unos años después, llegaba al colmo en el Paseo La Plaza, que en su mismo nombre operaba la transmutación de lo común en exclusivo, del ágora en teatro rentado, del espacio libre en simulacro.

Retroceso del valor de uso en favor del valor de cambio, decía Rinesi invocando a Henri Lefebvre. No obstante los afamados “ciclos políticos”, esta trayectoria prosiguió su marcha con ritmo firme. Hoy, los carteles de venta incluyen sin falta la información sobre la superficie “construible” o “vendible” de los lotes, como para que al urbanita que no leyó a Marx le quede bien claro que lo que se comercializa no es la casa que tiene frente a los ojos, con su inimitable balaustrada, sus flagrantes humedades o su pérgola, sino una oportunidad de inversión a ser compulsada con los rendimientos de la bicicleta financiera, las criptomonedas y otros desfalcos en boga. Durante meses, dichos carteles se engalanaron para afirmar en letras mayúsculas “APTO BLANQUEO”. Así, desembozadamente, se escupía sobre los transeúntes la connivencia del desarrollo inmobiliario voraz con el delito de guante blanco. Para redoblar la afrenta, en más de una ocasión el edificio anunciado aprovechaba los cambios en el código urbanístico realizados a medida de las empresas constructoras y en contra de los habitantes.

Trampa hecha ley, destrucción del patrimonio histórico y arquitectura berreta. Ciudad-demolida que porta la marca sensible de su origen abstracto. Proyectados para engrosar billeteras virtuales, los departamentos flamantes parecen diseñarse bajo el supuesto de que los moradores vivirán menos en sus cuartos que en aquellos flujos informáticos cuyo auge adivinaba Rinesi.

III

El cruce de radio y telefonía engendró al bendito celular. Retrospectivamente, las innovaciones que irrumpieron en el mercado durante los noventa parecen una sucesión de hitos efímeros a la espera de una síntesis superadora. Aún dispersos, aquellos artilugios compartían una matriz técnica y antropológica. Rinesi lo olfateó al sentenciar: “El Hombre del Movicón es la fase superior del Hombre del Walkman”.

La humorada no debe confundirnos. Contrario a los argumentos unilaterales sobre la captación maquínica, Buenos aires salvaje destaca las formas de vida que explican la adopción entusiasta de dispositivos que sólo a partir de ese consentimiento inicial pueden surtir sus efectos. Por esa salvedad, Rinesi llegó a una intelección clara y distinta de lo que por entonces existía larvadamente: “Ser -decía un viejo obispo irlandés- es ser percibido. Corrijamos: es ser llamado. Es poder ser encontrado siempre y en cualquier parte y recibir una docena de veces al día, en medio del neurótico movimiento de la ciudad, en medio de nuestro incesante patinaje por las calles, el reconocimiento de que estamos ahí y de que somos nosotros. Tener un Movicón es pues, antes que ninguna otra cosa, una necesidad -típicamente urbana- de autoprotección y de autorreconocimiento. Como mirarse al espejo. O como reconocerse en la pantalla de un televisor encendido en la vidriera de un negocio de venta de electrodomésticos y detenerse y hacerle señas y verificar con alivio que el otro -que es uno- las replica a la perfección, o como buscarse (y encontrarse) en la guía”.

Décadas transcurrirían hasta la aparición de arrepentidos que, luego de colmar sus arcas trabajando en puestos jerárquicos para los grandes monopolios de redes sociales, manifestarían sus sentimientos de culpa por haber generado features, como el botón del like en Facebook, que desataron “loops de dopamina” (su léxico conductista sigue siendo el mismo, y de él no se arrepienten), manías de validación permanente y otras variantes de adicción destructiva. Si leyeran a Rinesi podrían apaciguar sus conciencias: todo eso ya estaba ahí, plantado por una antigua forma de subjetivación que constituyó el terreno fértil para sus designios malévolos.

Más que fértil, vulnerable. Porque de eso se trata, de ingresar sonriente en la boca del lobo para, años después, preguntarse de dónde salió semejante tirano diminuto. Este malestar no pertenece a un grupúsculo de misoneístas y se extiende hasta conformar un juicio casi unánime, en el que dormita una esperanza.

IV

A principios de los noventa, todavía era verosímil, aunque un tanto ingenuo, pensar a las redes cibernéticas como un refugio contracultural. Los usuarios más avezados, no obstante, daban la voz de alerta por el avance de una mercantilización que cancelaba sus principios fundantes. En Pandora’s Box, también de 1994, la pionera internauta Carmen Hermosillo explicaba: “los adalides de las así llamadas cybercomunidades rara vez enfatizan la naturaleza económica y empresarial de la comunidad: muchas cybercomunidades son negocios que dependen de la mercantilización de la interacción humana. Promocionan su negocio apelando a la identificación histérica y el fetichismo, a la manera de las corporaciones que nos trajeron las zapatillas deportivas a doscientos dólares”.

Las analogías entre ciudad y redes informáticas abundan, pero suelen omitir la homología en términos de colonización del valor de uso por el valor de cambio. En este caso las paralelas sí se tocan y conforman un círculo de retroalimentación que alcanza su paroxismo en los mapas interactivos. Bajo los auspicios de Google, la cartografía se convierte en el arte de dirigir, registrar y evaluar prácticas de consumo. Entretanto lleva agua para su molino de datos, el mapa traduce instantáneamente las distancias urbanas a unidades de tiempo indistinto y permite que viveros, salones de manicura y ferreterías aspiren a ser cinco estrellas.

La obsesión de la época, nadie puede ignorarlo, es gastronómica. Rolls de canela, éclairs, cafés de especialidad, papas rústicas, pistachos y vermouths compiten sin tregua en el cálculo infinitesimal de los placeres. Esta monomanía llevó a los cien barrios porteños el contraste bochornoso que Rinesi lamentaba en la calle Corrientes: veredas privatizadas de facto en las que unos comen mientras otros, que revuelven la basura, no se atreven ni a mirar.

V

Una de las observaciones básicas de Guy Debord descubre cómo, en la sociedad espectacular, el enriquecimiento de las representaciones se paga con el empobrecimiento de la vida. Esta fórmula magnífica se le presentó a Rinesi como dialéctica del bar y la tele. Mientras Gerardo Sofovich insistía en los aspectos reaccionarios de la mitología tanguera con Polémica en el bar, las pantallas trastocaban para siempre la atmósfera de restaurantes y cafetines. A la hora señalada, el habitué nostálgico podía alzar la vista para reencontrarse con aquellas formas de sociabilidad que ya no existían a su alrededor. Por esa intrusión, clama Rinesi, “la ciudad toda se va convirtiendo en un enorme depósito de aparatos de televisión siempre encendidos”.

En apariencia demodé, esta red cumple una función ideológica incesante. Cuadros interesados y ficcionales simulan ser ingenuas ventanas al mundo, vías de acceso indiscutibles a lo que está pasando. Al predominio de los monopolios en las tevés de espacios comerciales se sumó, poco a poco, una cadena propagandística que inunda el transporte público con los venenos del emprendedorismo y la autoayuda. El grado máximo de infamia en este adoctrinamiento lo alcanzó un astrólogo que, la semana del tratamiento de Ficha Limpia, explicó a los viajeros cómo la posición de los planetas determinaba la salida a la luz de la “suciedad de la política”, para luego encontrar razones análogas a los inminentes sobresaltos financieros y asegurar que, pese a las similitudes aparentes con otros momentos de nuestra historia, la configuración inédita de los cuerpos celestes ratificaba que esto no había pasado nunca. Feliz coincidencia, los astros retrógrados hablan la lengua del ministro de economía.

Por supuesto, estos monitores son meros auxiliares de las pantallas táctiles. En ellas, cada rincón de la ciudad deviene escenografía para microrrelatos generados compulsivamente. Respecto a este trabajo de representación vale lo que, hace más de setenta años, Roland Barthes escribió sobre el mundo del catch: “No importa que la pasión sea auténtica o no. Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma”.

VI

Antes de Blumberg, el ingeniero fue Santos. En 1990, Santos persiguió a dos jóvenes que le habían robado un pasacassette y los asesinó de un tiro en la cabeza. La cobertura mediática recayó en el calvario del justiciero, sentado en el banquillo de los acusados sólo por defender su propiedad. El entusiasmo de la derecha ante este episodio ilustraba, para Rinesi, la plena conciencia del nexo entre reformas neoliberales y espiral de violencia contra los excluidos. En ese contexto proliferaban carteles amenazantes (sonría lo estamos filmando) y tecnologías de vigilancia cuya gracia era tanto ver como ser vistas. Cámaras de seguridad por doquier, helicópteros sobrevolando la Marcha Federal y umbrales custodiados vía código de barras en las librerías. Ese continuum aseguraba que todos se supieran observados y alentaba la generalización de la desconfianza.

En sus reflexiones acerca del totalitarismo, Piera Aulagnier elucidó el mecanismo de la “prima pulsional”, por el cual los sujetos sometidos a un poder amenazante gozan al convertirse ellos mismos en perseguidores circunstanciales. En diálogo con Horacio González, Rinesi detectó una dinámica similar. Junto a la vigilancia, medraba la alcahuetería. Por un lado, la DGI habilitaba una línea de denuncia anónima contra los comerciantes que evadieran impuestos. Por el otro, la ONG opositora Poder Ciudadano difundía datos personales de los candidatos y sugería a sus lectores que proporcionaran cualquier información adicional que permitiera escrutarlos. De tal manera, un pacto delationis se instalaba en el centro de la vida colectiva, convirtiendo a la sociedad en una “red de soplones”.

Conocemos la importancia de la delación premiada para el avance ultraderechista de nuestros días. Utilizada en una primera fase para generar escándalos en torno a figuras políticas de alto perfil, se orientó luego a perseguir dirigentes sociales recurriendo a sofisticados sistemas de reconocimiento facial y burdas extorsiones en el transporte público. La filiación es clara. El linaje de Santos, acaso desapercibido, se prueba igual de dañino. A diario, los medios de comunicación difunden grabaciones de cámaras de seguridad, dividiendo a los hechos delictivos en dos grandes grupos: aquellos que ratifican la peligrosidad brutal de las calles, especialmente las del conurbano bonaerense, y los que resultan frustrados por la temeridad de un ciudadano común. El regocijo ante las secuencias en que un asaltante es sorprendido por un arma más larga y letal confirma la vigencia de lo barruntado por un satirista francés a principios del siglo XX: «¡Ah, el sueño de todo ciudadano honesto! ¡Matar a alguien en legítima defensa!».

VII

El medio sigue siendo el mensaje. La pregunta es cómo. Buenos Aires salvaje nos retrotrae a la Hora clave, de Mariano Grondona, y dispensa un puntapié para meditaciones contemporáneas. Si Neustadt se especializaba en diálogos imaginarios con Doña Rosa, ama de casa arquetípica que admitía sólo explicaciones condescendientes, a la mesa de Grondona se sentaban todos, torturadores y torturados, promotores del saqueo y disidentes respetuosos. Esta aparente ecuanimidad tendía una trampa. Los intelectuales progresistas, un poco por candor instrumentalista, otro poco por vanidad, participaban del programa sin reparar en que el medio televisivo los decretaba perdedores de antemano. Rinesi comprendió que la brevedad impuesta por la forma favorecía a los enunciados conservadores, apoyados fácilmente en el sentido común. Cercana a las advertencias de Pierre Bourdieu sobre la naturalización, resuena su síntesis brusca: “A menos tiempo, más ventaja para la derecha”.

Desde luego, la ecuación sirve para las redes sociales del nuevo siglo y corta de cuajo la fantasía de imitar las estrategias que despliega allí el neofascismo. Su verdadera potencia, sin embargo, se muestra recién cuando ampliamos el ángulo de visión e interrogamos el anudamiento de fervores políticos y formas de vida. Ahí nos espera la pregunta, más urgente y misteriosa, por el vínculo entre aceleración social y derechización. Si el ritmo de transformación de las estructuras sociales, la velocidad de las innovaciones técnicas y el zapping de la experiencia tienden a incrementarse, la izquierda enfrenta un panorama cuesta arriba.

Entre los presagios de la catástrofe que hoy atravesamos cabría incluir la mofa que, a diestra y siniestra, descendió sobre el latiguillo es más complejo. Lo que podía parecer una burla a las frases hechas era, en realidad, una apuesta conservadora por la evidencia del mundo. Corta la bocha, a los negros se los llama negros, la homosexualidad no existe y hay dos sexos.  Más allá del campo fascista cunde un gusto similar. Alguien escribe gobernar Argentina es gobernar el dólar y la frase se replica con entusiasmo, como si ese fetichismo vacuo resumiera de modo brillante la historia reciente del país. En la tierra de publicistas y twitteros las cosas son simples, rápidas y de derecha.

VIII

Buenos Aires salvaje fue publicado en 1994 por la editorial América Libre, bajo la colección “Armas de la crítica”, a cargo de Eduardo Rosenzvaig. Seis años después el propio Rosenzvaig editó Durmiendo con la ciudad: semiología de Tucumán. De escribirse un libro sobre el mileísmo, bien podría llevar dos epígrafes. El primero, de Karl Marx: “La única parte de la llamada riqueza nacional que entra real y verdaderamente en posesión colectiva de los pueblos modernos es… la deuda pública”. El segundo, de Rosenzvaig: “las imaginadas expropiaciones comunistas finalmente se cumplieron, pero como expropiaciones reales del capitalismo avanzado. Las expropiaciones comunistas a los ricos se cumplieron como expropiaciones capitalistas al resto de la sociedad, en nombre del pánico al comunismo, y con masacres simultáneas”.

Rinesi encuentra al neoliberalismo en su fase maníaca, Rosenzvaig lidia con la depresión subsiguiente. La metrópoli periférica se complementa con la ciudad de la emancipación convertida en zona excluida, las motos de delivery porteño con las enduro de la juventud bussista, los shoppings con las tiendas Todo por dos pesos. En Tucumán, la debacle tuvo sus signos inconfundibles en el triunfo democrático de un militar genocida, el deterioro de los sitios liminares de nuestra historia, la degradación de los bulevares en avenidas y el deambular de personajes pirandellianos buscando, en vano, alguna trama que los precisara. Emergen también puntos de resistencia distintivos: Juan Bautista Alberdi, autor de El crimen de la guerra, esculpido por Lola Mora, Mario Bravo conversando con insumisos obreros del azúcar, encuentros furtivos en vísperas del Operativo Independencia.

En la esquina de Tucumán y Buenos Aires se topan los Eduardos. Hace mucho que no se ven. Uno vive, el otro está muerto. Charlan de lo pésimo que van las cosas, admiran la importancia de las ochavas y sus rostros se iluminan cuando evocan un bar anacrónico. La tarde está calurosa y no vendría nada mal una soda con limón. Se despiden con un abrazo y cada uno sigue su camino. Una calle se tiñe de reflejos barrocos. En la otra se comete una injusticia, que hierve la sangre y afila la lengua.

 

 


Agustín Molina y Vedia es sociólogo y docente en la Universidad de Buenos Aires.

 

 

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