Por Leandro Morgenfeld
El martes 29 de septiembre se realizó el primero de los tres debates presidenciales entre Donald Trump y Joe Biden en Estados Unidos. En esta nota, Leandro Morgenfeld, profesor de la UBA e investigador del CONICET, presenta un análisis de lo sucedido a través de algunos interrogantes disparadores en torno a la campaña, los candidatos y la importancia del resultado de esta contienda para el propio EEUU y para América Latina.
El primer debate presidencial, a sólo 5 semanas de las elecciones, marcó el inicio del último tramo de una singular campaña. Nos planteamos en este breve ensayo cinco interrogantes: ¿Quién ganó el primer duelo entre los aspirantes? ¿Son lo mismo Donald Trump y Joe Biden? ¿Qué va a pasar en noviembre? ¿Quién le conviene a América Latina? ¿Es ésta la elección más importante de la historia de Estados Unidos?
¿Quién ganó el debate?
Desagradable. Insustancial. Decepcionante. Los analistas anoche sólo coincidieron en un punto: no estuvo a la altura de lo esperado. El primero de los tres mano a mano entre los dos aspirantes dejó mucho que desear. Incluso algunos periodistas estadounidenses especulaban con que los próximos (15 y 22 de octubre) podrían no realizarse. Casi sin público, el del martes fue un capítulo más de una campaña atípica, signada por la pandemia, la crisis económica, las protestas contra el racismo y la figura disruptiva de Trump. Más allá de las encuestas online (siempre cada campaña exhibe las propias, declarando que ganó el debate) y de los recurrentes argumentos sobre su baja incidencia en el resultado electoral –sumado al contexto de polarización que signa esta elección-, lo cierto es que cada candidato mostró lo que se esperaba. Trump se exhibió prepotente, fue el dominador del show y les habló a sus fieles seguidores. Biden intentó mostrarse seguro, centrista y “presidenciable”, clamando que la gente vaya a votar –su suerte dependerá del nivel de participación, que en 2016 no superó el 60%- y procuró no cometer sus clásicos furcios, que le permiten a su adversario burlarse de él como si estuviera casi senil.
Lo cierto es que todo resultó bastante caótico –se interrumpían constantemente, Trump 33 veces-, casi no hubo ninguna propuesta concreta y al moderador Chris Wallace pareció írsele de las manos, salvo hacia el final, cuando lo retó a Trump y hasta lo arrinconó con el tema de su rechazo al voto por correo y a su negativa a afirmar que reconocería los resultados en caso de una derrota. Si esto fuera una pelea de box, diría que la primera mitad la ganó cómodamente el actual presidente –su retador no encontraba el ritmo, se mostraba dubitativo y ni siquiera logró asestarle un golpe certero en el segundo round, cuando se discutía el pésimo manejo de la gestión sanitaria de la pandemia-, pero hacia el final trastabilló, justo cuando Biden se mostró más seguro, enfatizando que defendería el derecho al voto y que reconocería el resultado en caso de derrota. Quizás lo más destacable del debate fue la negativa de Trump a repudiar a los supremacistas blancos. Pero, sabemos, cada uno le habla a su público –al punto tal que Trump tardó pocos minutos en acusar a Biden de socialista, algo descabellado, pero útil para su electorado-, con lo cual lo más probable es que este primer duelo no haya movido demasiado el amperímetro electoral.
¿Trump y Biden son lo mismo?
Siendo dos hombres blancos millonarios casi octogenarios que integran la elite estadounidense –aunque Trump pretenda presentarse como anti establishment, ese argumento ya es menos efectivo que hace cuatro años-, muchos se preguntan si son lo mismo. Es cierto que representan a los dos grandes partidos de un sistema político creado para que, más allá de las elecciones cada dos años, casi nada estructural pueda modificarse. El llamado gobierno permanente de las grandes corporaciones y el complejo militar-industrial y de inteligencia y el equilibrio de pesos y contrapesos bloquea cualquier alternativa de cambio real, como la que podía haber expresado Bernie Sanders. Dicho esto, ambos expresan cosas distintas dentro del sistema, por lo cual el triunfo de uno u otro tendrá consecuencias. Desde el punto de vista de la clase dominante, Trump encarna la alianza del sector americanista-nacionalista de la burguesía estadounidense, mientras que Biden al sector globalista, de los capitales más internacionalizados. Desde el punto de vista político-ideológico-cultural, el primero a los hombres blancos protestantes anglosajones (WASP), del llamado “Estados Unidos profundo”, con más peso en los ámbitos rurales, mientras que el segundo a los sectores cosmopolitas y socialmente diversos de las grandes ciudades. Por supuesto que plantearlo así es una simplificación, pero en cada uno de los órdenes que analicemos -económico, político, social, cultural, ideológico, militar, geopolítico, medioambiental y científico- Trump y Biden expresan orientaciones distintas, al menos en lo discursivo (más allá del grado en que luego puedan concretar esas aspiraciones). Y esto ocurre no sólo para los más de 300 millones de personas que habitan hoy en Estados Unidos, sino para el mundo entero. Por eso, tal como ocurrió en 2016, el resultado de la contienda va a impactar en el resto de los países.
¿Qué puede ocurrir el 3 de noviembre?
A pesar de que sólo falta un mes, el resultado electoral todavía es incierto. El promedio de encuestas da hoy una ventaja de entre 6 y 7 puntos a Biden, pero lo que cuentan son los estados oscilantes, donde la diferencia es mucho menor. Y no gana el que más votos populares obtiene, sino el que más electores cosecha (Trump consiguió imponerse hace cuatro años con casi 3 millones de votos menos que Hillary Clinton). Además, luego de la lección de 2016, ya pocos confían en las encuestas (apenas un 5% de los estadounidenses las contestan). A esto debe sumarse la posibilidad del cisne negro en octubre. Aunque, para algunos, la sorpresa preelectoral ya aconteció: fue la muerte de la progresista jueza de la Corte Suprema Ruth Bader Guinsburg y la decisión de Trump de reemplazarla antes de las elecciones por Amy Barrett, garantizándose una mayoría ultraconservadora de 6 a 3 en el máximo tribunal (que puede revertir la legalidad del aborto o el matrimonio igualitario, dos temas sensibles para la base evangélica que apoya al actual presidente). Otra novedad de última ocurrió el domingo, cuando el influyente New York Times publicó la declaración de impuestos federales de Trump de 2016: pagó apenas 750 dólares (contra 300.000 que pagó Biden). Esto provocó un mini terremoto político que, a pesar de que fue aludido en el debate, no está claro que tenga un impacto electoral (ya dijo el magnate neoyorquino en 2016 que él podía dispararle a alguien en la Quinta Avenida sin perder ni un solo voto). Sin embargo, puede enojar a los trabajadores de los estados del Cinturón del Óxido, que hace cuatro años le dieron el triunfo al magnate neoyorquino por escaso margen, y que hoy, según las encuestas, podrían volverse azules (o sea, a votar por un demócrata).
Lo más probable es que en la noche del martes 3 de noviembre no haya un presidente electo. O ambos se declaren ganadores, abriendo una batalla político-judicial potencialmente explosiva y muchos más disruptiva que la que en el año 2000 le permitió a Bush Jr. llegar a la Casa Blanca. Trump repitió en el debate su pronóstico alarmista: “Será un fraude como nunca antes se ha visto. Esto no va a terminar bien”. Todo indica que, si como indican las encuestas, los resultados son ajustados en los swing states y el voto por correo es mucho más significativo que lo habitual –lo cual es lógico, por la pandemia-, esto termine en una disputa judicial complejísima (son decenas de millones de votos que se realizan por correo y en forma anticipada). La última palabra la tendrá la Corte Suprema, con tres de sus nueve miembros, si prospera el nombramiento de Barrett, propuestos por Trump. Lo único seguro es que el sistema político y electoral estadounidense va a salir mucho más desprestigiado y deslegitimado de lo que ya está. No es poco.
Para América Latina: ¿sería mejor la reelección de Trump o el triunfo de Biden?
Otra pregunta recurrente es qué nos conviene en la región. ¿Da igual gane quien gane? Creo que no. Lo primero que hay que decir es que la estrategia estadounidense de mantener a su patio trasero como su área de influencia, defender sus bases militares y los intereses de sus corporaciones y atacar a los gobiernos, actores sociales y políticos que promuevan una integración latinoamericana autónoma es un objetivo compartido por todo el establishment estadounidense desde el establecimiento de la doctrina Monroe (1823). Las diferencias son en las tácticas y las modalidades empleadas, en el uso de hard (Trump) o soft power (Biden), en apelar más al multilateralismo (Biden) o al bilateralismo (Trump) y en la retórica más o menos agresiva, por ejemplo contra Cuba. Tener esto en claro es fundamental para no alimentar falsas expectativas. Ya Obama decepcionó a quienes creyeron en su promesa de 2009 de una nueva política “entre iguales” con los países de la región. Dicho esto, entiendo que hay diferencias. La reelección de Trump potenciaría a las ultraderechas, como ocurrió con Jair Bolsonaro en Brasil en 2018. Sin Trump en la Casa Blanca, difícil imaginar que el militar podría haberse encaramado en el poder. Lo mismo puede decirse sobre la ofensiva contra cualquier política económico-social incluso tímidamente igualitarista o contra los derechos sociales conquistados o por conquistar (sindicales, de las diversidades sexuales, del aborto legal, de las luchas de los pueblos originarios por las tierras o de los ambientalistas contra el extractivismo). Cuatro años más de Trump implicarían un corrimiento todavía mayor hacia la derecha en todo el mundo y en especial en América Latina. Es cierto que el magnate no promovió los mega acuerdos de libre comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó (todavía) guerras en el extranjero. Pero el avance de la internacional ultraderechista apañada por los trumpistas y sus émulos latinoamericanos implica un peligro enorme para la región, que hoy podemos constatar no sólo en Brasil, sino en Bolivia y Ecuador, sólo por poner dos ejemplos elocuentes. Una derrota de Trump sería también un revés para quienes, con una retórica propia de la guerra fría, acusan a todos de socialistas, intentando bloquear cualquier perspectiva emancipatoria a nivel local, nacional, regional e internacional.
¿Es esta la elección más importante de la historia? ¿Qué está en juego?
Como dice la historiadora y especialista Valeria Carbone, no será la más importante, pero sí la más impugnada. Y esto puede traer importantes consecuencias, al interior de Estados Unidos, pero también hacia afuera. Hoy no está garantizada la transición pacífica del poder en Estados Unidos. Trump habla de fraude, de que podría demorarse semanas, meses o hasta años saber quién ganó. Ejércitos de abogados se aprontan para una batalla legal que promete ser encarnizada. Hay milicias armadas y hartazgo social. Todo en medio de una polarización política extrema, la mayor depresión económica desde los años treinta y una crisis sanitaria que ya produjo más de 200.000 muertes. Si se concretan los sombríos pronósticos electorales la hegemonía estadounidense, cada vez más desafiada, recibirá un duro golpe. Desde el triunfo de Trump, hace cuatro años, el sentimiento antiestadounidense creció en todo el mundo. Según el último estudio del Pew Research Center, conocido en septiembre, la imagen de Estados Unidos se desplomó a nivel internacional este año, especialmente entre ciudadanos de sus países aliados. Solo un 41 % de los ingleses, por ejemplo, expresa una opinión favorable sobre Estados Unidos, el número más bajo en dos décadas, desde que ese reconocido centro publica anualmente estos estudios. En Francia, apenas el 31 % de los encuestados tiene una visión positiva sobre ese país. En Alemania, apenas el 26 %. La confianza en Trump, a nivel global, está por debajo de Merkel, Putin y Xi Jinping. Si el proceso electoral termina en un gran escándalo en noviembre, todo indica que a Estados Unidos le costará mucho más seguir arrogándose el papel de faro de las democracias, las repúblicas y los “valores de Occidente”. Es probable que esta elección, junto a la crisis económica y sanitaria internacional desatada, profundice la declinación estadounidense y marque un mojón en el proceso de transición hegemónica global.
Leandro Morgenfeld es Profesor Regular UBA. Investigador Adjunto del CONICET, en el IDEHESI. Co-coordinador del Grupo de Trabajo CLACSO “Estudios sobre Estados Unidos.
Imagen de portada: diseño sobre ilustración de Alexander Lesnitsky en Pixabay.