A 26 AÑOS DEL ATENTADO  
Una AMIA, todas las AMIAS

Por Ignacio Rullansky 

El ataque a la sede de la AMIA apuntó, simbólicamente, al corazón comunitario del colectivo judío argentino, pero si no logramos aprehenderlo como un agravio a nivel nacional, poco podemos esperar de esas múltiples, pequeñas, y dispersas AMIAs que suceden como notas al pie de una historia de vulnerabilidad institucional,” sostiene Ignacio Rullansky en su análisis del atentado terrorista más grave que ha sufrido la Argentina en su historia. A 26 años, la herida de la AMIA sigue abierta, no sólo porque sigue sin esclarecerse un crimen atroz en el que murieron 85 personas, sino también porque la impunidad y las malas puniciones siguen golpeando, una y otra vez, a grupos vulnerables y al conjunto de la sociedad. 


Las vidas más precarias y las malas puniciones 

Los momentos de gravedad suelen engendrar titulares de destacada espectacularidad. La Semana Trágica, sin dudas, captura una densidad circunstancial llamativa. En enero de 1919, el Estado argentino era joven y ya presumía sobre su característico crisol constitutivo. Sin embargo, hacía veinte años que la oligarquía gobernante temía al extranjero. Las leyes de Residencia y de Defensa Social, de 1902 y 1910 respectivamente, apuntaban a disminuir la llegada ultramarina de “toda esa runfla sin Dios, Patria, ni Ley”.  

Con esas palabras, los miembros de la Liga Patriótica ponderaban la humanidad de los inmigrantes europeos, asociados a la clase trabajadora y, por tanto, al anarquismo, el socialismo y el comunismo. Tras perder el monopolio sobre egobierno a manos de los radicales en 1916, y tomar la experiencia de la Revolución Rusa como un evento traumático, esta organización de hombres pertenecientes a las clases dominantes entendió como su deber, abanderarse en nombre del Orden y el Progreso de la Nación.  

Para demostrar su valentía, amparados por la policía, aprovecharon el contexto de represión a los huelguistas de enero de 1919 para perpetrar una Koshmar, es decir, una pesadilla. Me refiero al terror que sembraron en el barrio de Once cuando se aparecieron con sus vehículos, empuñando armas de fuego y otros elementos para asesinar, violar y humillar a la población judía. El bienestar de la Nación argentina lo demandaba y la policía permitió y encubrió el menester de las clases dominantes.  

Hacía cuarenta años, los padres de estos hombres habían saludado el surgimiento de un Estado que limpió el territorio de aquellos pueblos que estorbaban la ampliación de la frontera productiva y amenazaban las pretensiones soberanas. Posiblemente, los miembros de la Liga Patriótica no habrán considerado que los hechos de enero constituyeran algo trágico para ellos, pero las generaciones sucesivas los recordaría diferente. De lo que prácticamente no se tendría memoria, casi en lo absoluto, fue de aquella pesadilla que pareciera disiparse dentro de sucesos trágicos más amplios y, así, su peso en la formación de una narrativa de identidad nacional se desvanece.  

Si realizamos un salto de cien años, y asistimos al presente que forzosamente nos convoca, comprobamos que la pandemia del COVID-19 ocupa el lugar principal en todos los titulares. Entre las sensaciones más contundentes que provoca esta circunstancia se destaca la vulnerabilidad de nuestros cuerpos. La fragilidad de la vida humana. Por supuesto que, en este caso, por causa de un virus, cuya letalidad, parece ser mayor a la de los ya conocidos. Sin embargo, distintos acontecimientos revelan que la excepcionalidad presentada por el virus es desafiada por una letalidad, mucho mayor y más resistente, provocada por nuestra propia humanidad. 

El 15 de mayo de 2020, en la Provincia de Tucumán, Luis Armando Espinoza y su hermano, Juan Antonio, ambos trabajadores rurales, fueron atacados por miembros de la policía, vestidos de civil. Siete días después, tras una intensa y desesperada búsqueda, el cuerpo de Luis fue hallado sin vida en Catamarca, a 80 km de El Melcho, Monteagudo, donde su hermano lo vio por última vez. Mario Velázquez, Juez de Instrucción Penal del Centro Judicial Monteros, dictó la prisión preventiva para nueve policías y un civil.  

Dos semanas más tarde, Día de la Patria mediante, el 31 de ese mes, en una de las provincias más afectadas por la diseminación del virus, Chaco, ocurrió otra pesadilla. En Fontana, un grupo de policías irrumpió violentamente y sin orden de allanamiento a la casa de una familia qom, agrediendo y humillando a sus miembros. Los funcionarios le pegaron patadas en la cabeza a uno de los jóvenes torturados, a quienes rociaron con alcohol y amenazaron con incendiar, y manosearon a dos jóvenes, una de ellas, de 16 años.  

Para justificar ciertas lesiones producidas mientras realizaron la tortura, los efectivos alegaron que habían recibido piedrazos, por tanto, que habrían actuado solo para defenderse. El caso cobró notoriedad pública. Las familias de las víctimas de esta pesadilla y otros miembros de la comunidad qom se movilizaron pacíficamente, protestando contra la impunidad. En respuesta, la Secretaría de Derechos Humanos y el Ejecutivo de la Provincia reaccionaron prontamente favoreciendo la investigación a los responsables que, el 24 de junio, tras cumplir prisión domiciliaria, fueron puestos en libertad por un fallo de la Jueza de Garantías N. 3 Rosalía Zozzoli. El gobierno de la Provincia sostiene, amparándose en la Ley del Personal Policial y la Ley de Seguridad Pública, que continuarán apartados de sus funciones.  

Sin embargo, cabe reparar en lo siguiente: la cúpula policial de la Provincia renunció, y no por un sentido de responsabilidad frente a los hechos o como pena. Hay que observar las diferencias entre el Ejecutivo de la Provincia y las cúpulas policiales en torno al no reintegro de los cuatro efectivos a la Comisaría 3ª de Fontana, para entender la renuncia del jefe Fernando Romero, el subjefe Ángel Domínguez, y la directora Ejecutiva del Centro de Análisis Comando y Control Policial (CEAC) Mariela Aguirre. El eje de esta diferencia” de posición tiene que ver con la situación pasiva de los agentes policiales, que, conforme al nuevo Código Procesal Penal de la Provincia, deberían estar en igual de condiciones que alrededor de otros 900 efectivos policiales que se hallan procesados en libertad. En otras palabras, las máximas autoridades de la Provincia entendieron que los autores del hecho no sólo deberían estar libres sino, además, ejerciendo sus funciones, como otros cientos de agentes imputados.  

Se podría pensar que es difícil encontrar un hecho que ilustrare más claramente la impunidad pero lamentablemente surgen nuevos casos. En el año en que la muerte ha devenido un cómputo anunciado en los marcadores espectaculares de los medios, la vida en los márgenes, la de los colectivos más racializados, se ve expuesta a una redoblada fragilidad, con menos disposición a integrar un marcador cotidiano. Conforme las medidas adoptadas para hacer frente a la pandemia agravan la situación económica en términos generales, los colectivos de pueblos originarios, como los qom del barrio el Gran Toba, en Resistencia, y los qom y moqoit del barrio Toba, en Rosario, ven más apremiadas sus necesidades materiales y habitacionales. Ocurrió en la Provincia de Santa Fe que un grupo de familias fue reprimido violentamente por la policía, que amenazó con armas de fuego y disparó con armas de goma, cuando intentaban instalarse en un predio abandonado entre las calles Rouillón y Aborígenes Argentinos.  

En definitiva, nos encontramos en un momento de una exposición mediática excepcionalmente intensa y posiblemente, masiva, en razón de los acontecimientos vinculados a la pandemia, y pese a que en forma inédita se discuta públicamente sobre la vida, existen algunas cuya fragilidad sólo se percibe en virtud de su precaria inclusión al colectivo nacional. 

Hace un siglo, un grupo etno-religioso, uno entre tantos, fue atacado durante la Semana Trágica. La pesadilla de muchos y muchas que escaparon de persecuciones tanto o más cruentas, es una nota al pie de la historia. El año pasado, en otra nota, escribí que los pilotes de concreto y otros materiales que se ven delante de las instituciones judías pueden pensarse como gólems. Con esto hice alusión a la figura mítica de un guardián que vigilaba a los judíos de Praga hace cientos de años. 

Una historia de impunidad 

Lo lamentable de la eternización de la impunidad o de las consecuencias de la mala punición, respecto al curso de la causa AMIA en los tribunales, es que la comunidad judía necesite medidas de seguridad que recuerden al personaje fantástico. Es más lamentable aún que ésta sea una necesidad no percibida para otros colectivos debido a otras historias, también centenarias, de despojo, desplazamiento, limpieza étnica y desprotección. Múltiples instancias de violencia, más y menos cotidianas, pero todas vigentes. 

Existe una correspondencia entre el atentado terrorista más grave que ha sufrido el país, el caso AMIA, y estos otros sucesos. Esta relación se basa en lo que podríamos denominar vulnerabilidad institucional. Me refiero a una cierta disponibilidad histórica de las vidas de ciertos colectivos a manos de otros: sea por parte de particulares o grupos, o bien de agentes del Estado.  

Los sucesos relacionados con la planificación, ejecución y encubrimiento del atentado a la AMIA, atañen no sólo a una autoría externa, sino a la participación de distintos actores de nuestro propio país, rasgo que debería alertar sobre la gravedad de su postergada impunidad 

Hace diez años, en el Editorial del 23 de julio del Semanario Crónica de Basavilbaso, el Dr. Mario Arcusin habló sobre cómo la consigna de “Justicia, Justicia perseguirás” se había tornado un significante vacío. Éste es un país que sigue entendiendo a la AMIA como una oficina administrativa y no como la piedra angular de las dispersas comunidades judías que encontraron refugio en la Argentina. La AMIA concentró, históricamente, el esfuerzo de incontables familias que participaron de la prosperidad del país contribuyendo a formar cooperativas de trabajo y redes de profesionales, a expandir círculos de artistas y abrir teatros, a la apertura de centros de estudios y de bibliotecas, y de articular los intereses políticos de la comunidad a la vez que velar por el oficio del culto.  

Probablemente porque esa sea la percepción de lo que es la AMIA, resulte sencillo ignorar esos gólems de piedra en las veredas y pasar de largo por esas escuelas que parecen búnkeres. Desde 1994 que la consigna Memoria, Verdad y Justicia se entona para que los responsables comparezcan. Los dispositivos para conmemorar a las víctimas pueden verse en las calles de Once: son placas parecidas a las de los desaparecidos de nuestra última dictadura. Este 18 de julio, por los mismos motivos que la circulación por las calles es mucho menor a lo habitual, no se realizarán movilizaciones. Se trata de circunstancias donde la migración a lo virtual hace del ejercicio de la memoria algo más desafiante. 

Hace nueve díasmiles de personas se movilizaron en ocasión del Día de la Independencia. En distintas partes del país, se manifestaromasivamente en contra de determinadas medidas implementadas por el gobierno nacional en razón de la pandemia. Sin embargo, sabemos que nadie saldrá a las calles a pesar del frío, para protestar contra la impunidad de la causa AMIA. Regularmente no vemos marchas, actos, eventos u otro tipo de conmemoraciones o instancias de discusión sobre el tema por fuera del 18 de julio de cada año. Tampoco suelen surgir si no es por iniciativa, casi exclusivamente, de organismos y agrupaciones comunitarias que se ven enfrentadas entre síLa causa AMIA no se percibe como un agravio o un duelo a nivel nacional. El año del COVID-19 no será la excepción: es más, el día que se cumplen 26 años de la tragedia, su principal responsable político colma los titulares mediáticos con el circo de su casamiento, mientras que la AMIA apenas captura una atención marginal.  

Esta es una especie de crónica del dolor. Una posible, arbitraria, y selectiva. Muchos sucesos podrían haber sido comentados para establecer el punto, pero prefiero que quienes lean esta columna la entiendan como una invitación a expandirla. El ataque a la sede de la AMIA apuntó, simbólicamente, al corazón comunitario del colectivo judío argentino, pero si no logramos aprehenderlo como un agravio a nivel nacional, poco podemos esperar de esas múltiples, pequeñas, y dispersas AMIAs que suceden como notas al pie de una historia de vulnerabilidad institucional. 

Refundar el lazo social 

Dos de las mayores pensadoras de nuestro tiempo, Hannah Arendt (2003) primero, y retomando sus escritos, Judith Butler (2012) luego, reflexionaron sobre un rasgo particular de nuestra humanidad. Se trata de un aspecto anterior a toda forma de contrato social o político: la condición de no poder elegir con quien cohabitamos el planeta. A su manera, cada una indagó sobre esta cuestión para pensar una forma de lazo social basado en la –nuestra– mutua pertenencia humana. Más aún, podría agregarse, correspondencia. Butler repara en distinguir que la experiencia histórica de cada colectivo y pueblo es singular y que observará, conforme a dicha historia, modos de dar sentido al presente recordando activamente los hitos del pasado. Dicha preservación de la memoria implicará que distintos sufrimientos sean observados y enlutados por cada pueblo. Según ella, el sufrimiento de un pueblo no es exactamente como el sufrimiento de otro, y esta es la condición de la especificidad del sufrimiento para ambos. De hecho, no tendríamos analogía entre ellos si los motivos de la analogía no hubieran sido destruidos. Si la especificidad califica a cada grupo para la analogía, también derrota la analogía desde el principio. Y esto significa que debe formularse otro tipo de relación para el problema en cuestión, una que atraviese las inevitables dificultades de la traducción.”1 

Es el reconocimiento de la pluralidad de experiencias derivadas del carácter no electivo de nuestra convivencia con otros, el fundamento que para Butler habilita una comprensión sobre la emergencia de prescripciones éticas y de normas. No se trata, por tanto, de dilucidar una mera vecindad o adyacencia entre colectivos diferentes sino de percibir las condiciones de formulación de límites entre ellos, de recíproca afectación de las historias y temporalidades entre unos y otros. Por tanto, la convergencia en formas de convivencia que no supongan la subsunción de la heterogeneidad en un todo que anule la singularidad de dichas experiencias, nos permitirá demoler los gólems en las veredas.  

En suma, no estamos acostumbrados a pensar que estas historias están relacionadas, pero sostengo que no existe monopolio sobre las pesadillas y que estas deberían ser recíprocamente convocantes. Distintos grupos son propensos a vivirlas y, para cada uno de ellos, la experiencia de malestar y de duelo, será diferente. Ese es el punto: no se trata de pesadillas equiparables, porque no existe unidad de dolor, porque el miedo no es mensurable. En otras palabras, el 18 de julio podríamos detenernos a pensar qué posibilidad tiene cada narrativa de ser escuchada, es decir, de integrar el repertorio de experiencias que sedimentan un sentimiento de identidad nacional que comprende a sus diversas expresiones como propias y que asista en su defensa en virtud del reconocimiento de la especificidad de cada llanto, de cada dolor.  

El encuentro plurinacional e interreligioso entre argentinxs es la única clave posible para superar las múltiples impunidades y malas puniciones: las múltiples AMIAs que pesan sobre nuestras vidas. Si nosólo podemos esperar que existan vidas más precarias que otras, a disposición de ser cruelmente tomadas y vulneradas, sin consecuencias para los autores. Es eso, o aceptar que nos percibimos como una sociedad más homogéneamente blanca de lo que creemos o nos gustaría creer. Que los grupos racializados siguen resultando una “runfla sin Dios, Patria, ni Ley y que la invasión televisiva de conteos de muerte nos habrá encontrado demasiado impasibles. Una sociedad que se presume democrática no puede saberse conforme de la pesadilla de otro sin sentirla como propia. 

 


1 Butler, J.  (2012Parting Ways: Jewishness and the Critique of Zionism. NYC: Columbia University Press, pp127-128. 


Ignacio Rullansky es es sociólogo y profesor en sociología por la UBA, magister en Asuntos Internacionales por The New School, y en Ciencia Política por IDAES, UNSAM. Actualmente es becario doctoral del CONICET en IDAES y coordina el Departamento de Medio Oriente en el IRI, UNLP. El eje de su investigación es la relación entre la democracia, el neoliberalismo y la diversidad etno-nacional.

Twitter: @NRullansky

Comentarios: