Democracia y Fuerzas Armadas
Una política sin defensa

Por Ricardo Laleff Ilieff (UBA – Conicet)

Se podría decir que en el mundo contemporáneo existen, al menos, dos formas de concebir el área de defensa de una comunidad política. La primera hace especial hincapié en el accionar de las instituciones militares -ya sea en tiempos de paz o de guerra-, mientras que la segunda concibe a la defensa más allá de los organismos castrenses, es decir, como una suerte de entramado conformado también por otros aspectos, menos específicos pero no por ello menos relevantes. Estas dos perspectivas poseen ciertas implicancias, en tanto la primera -que se podría denominar noción restringida de la defensa- convierte al instrumento específico del sector en el núcleo fundamental del mismo, reabsorbiendo o excluyendo a otros aspectos relevantes; en cambio la segunda noción -de tipo amplia sobre la defensa- esquiva tal escollo pero, como contrapartida, acarrea la posible disolución de la especificidad en un cierto grado de generalidad.

Si se recorren los debates del sector -tanto académicos como políticos- acontecidos desde la re-apertura democrática hasta nuestros días, se puede certificar que ambas nociones operaron en Argentina con cierto grado de mixtura y que por esa misma razón resulta harto difícil adjudicárselas a determinados actores bien definidos. La cuestión se dificulta aún más, pues la imprecisión ha estado a la base del problema metodológico del paradigma interpretativo hegemónico, es decir, el enfoque de las relaciones civiles-militares -cuya notoriedad se dio en paralelo a los estudios sobre las transiciones y cuyo origen más remoto proviene de los primeros escritos del politólogo norteamericano Samuel Huntington-.

Dicha “escuela”, desde su propia denominación, tiende a dividir a los actores objeto de estudio en dos bandos, adoptando así un esquema de gran impacto divulgatorio pero de poca precisión analítica. Entre muchas de sus complicaciones heurísticas, la fundamental parece referir a una dicotomía que imposibilita observar procesos más amplios que atraviesan a la sociedad civil; sin poder capturar, empero, matices útiles para el análisis. Las razones pueden encontrarse en que dicho enfoque, desde sus orígenes, ha estado especialmente interesado en pensar las condiciones de subordinación militar a un determinado tipo de régimen político para alcanzar un determinado estadio de la democracia liberal. De esta manera, la teleología conceptual se apegó a una demanda política coyuntural.

En los últimos tiempos aportes heterodoxos han ido matizando tales presupuestos, alumbrando, en consecuencia, diversos aspectos de la problemática militar y de la defensa. Asimismo, el propio enfoque predominante tomó nota de sus propias limitaciones -conservando sus premisas inalterables- al preguntarse por la conducción efectiva del área a manos de políticos y especialistas civiles más que por la subordinación castrense. El escenario ya no tenía que ver con el de la caída del autoritarismo sino con las limitaciones o potencialidades para aplicar reformas y monopolizar las decisiones gubernamental. Garantizada la subordinación militar, y en un marco de reafirmación de América del Sur como zona de paz, las democracias latinoamericanas se encontraban ante el desafío de gestar mecanismos gubernamentales dirigidos por personal idóneo sin delegar, por tanto, instancias de decisión en los uniformados. Este punto sigue siendo una deuda notable en gran parte de la región.

En lo que respecta particularmente a Argentina, si se toman en cuenta las políticas del sector de las últimas décadas se podrá observar cómo la subordinación castrense se logró apelando a distintos mecanismos -merma presupuestaria, quita de prerrogativas burocráticas, indultos, represión, derivas profesionales en operaciones de paz, mayores atribuciones al ministerio de Defensa, etcétera- más que a reformas que modificasen las entrañas y el perfil organizacional de las fuerzas. En este marco, las instituciones militares continúan, hasta el día de hoy, teniendo estructuras organizacionales anacrónicas, con el agregado que de dicha estructura, debido a los cambios coyunturales y particulares aplicados, sólo queda una réplica deformada, mutilada y con escaso grado de operatividad. En base a lo dicho resulta ilustrativo señalar que la Ley de Defensa Nacional haya sido promulgada casi cinco años después del restablecimiento democrático -tras varias tensiones con las fuerzas armadas- y que recién hacia el año 2006 -de la mano de la entonces ministra Nilda Garré- la misma haya sido reglamentada. No obstante, la norma fundamental del área establece solamente ciertos lineamientos generales, evidenciándose así la necesidad de una reorganización amplia, por ejemplo, en aspectos como el re-despliegue territorial, la política de personal, la interoperabilidad entre las fuerzas, etc.

En un país cuyas urgencias en materia social y económica resultan tan apremiantes, y en donde, al menos en apariencia, solucionado el flagelo de la injerencia castrense en las disputas partidarias, la defensa posee un grado casi nulo de presencia en el debate público. Exceptuando un importante impulso reformista del sector en los años 2006-2010, la política de defensa mantiene problemas sustanciales, cuestión que, por caso, ha dificultado la integración regional en el Consejo de Defensa Suramericano de la UNASUR. Sin embargo, allí cuando la defensa aparece como tema de cierta relevancia en diarios y medios de comunicación -más allá de las notas editoriales de múltiples especialistas- surge un debate en sentido refractario, esto es, a los fines de sostener ciertas premisas puestas en peligro ante discursos seguritistas. Desplegada anteriormente cierta imagen general de la defensa en Argentina, este último punto sirve para encuadrar la reflexión en un horizonte mucho más actual.

Como se podrá apreciar, el título de estas líneas parece moverse en cierta zona ambigua, no obstante, engloba una precisión. Al igual que en la década de 1990, desde el inicio del actual gobierno, la pregunta en torno al para qué de la defensa re-emerge motivada por posiciones -muchas de ellas esgrimidas desde círculos oficiales- que pretenden que los militares participen activamente en tareas de seguridad interior, por ejemplo, en la lucha contra el narcotráfico. Los argumentos que se esgrimen al respecto resultan tan múltiples como conocidos y oscilan entre una serie de tópicos que comprenden desde una supuesta necesidad de estar a tono con el concierto internacional -sobre todo en lo que respecta al terrorismo-, pasando por la resignificación de ciertas inquietudes poblacionales ante la inseguridad, siguiendo con el argumento economicista del gasto público y hasta echando mano de la premisa pacifista de las últimas políticas exteriores del país, con el objeto de expresar, así, que no tiene sentido alguno poseer capacidad militar -como si en política sólo existiese la voluntad propia-.

El punto nodal que se quiere expresar con estas líneas es que una política sin defensa es algo muy distinto a una política que descuide la defensa o que no resuelva ciertas áreas de la defensa. La definición sobre el para qué de las fuerzas militares argentinas debe darse en el marco de la democracia, a través de un debate amplio y plural. El peligro es que la cuestión a debatir quede zanjada por una política que no precisa de defensa alguna pues, de ese modo, la política misma podría derivar en su extinción.

A diferencia de lo que sucede en muchos otros países, las normas vigentes del sector de la defensa (Ley N° 23.554) y de la seguridad interior (Ley Nº 24.059) establecen una distinción tajante entre ambas áreas, sin que ello implique, claro está, una absurda desconexión. Mirado desde el rol allí asignado a las instituciones militares, éstas pueden participar subsidiariamente de tareas de seguridad pero no tener a estas misiones como su referencia organizacional principal. Romper esta distinción significaría quebrar, por un lado, uno de los acuerdos nodales de la democracia argentina y, al mismo tiempo, reabrir legalmente una vía que se superó al desterrar la Doctrina de Seguridad Nacional. Al mismo tiempo -y nuevamente como un argumento que destaca una singularidad argentina-, el país posee fuerzas de seguridad -tales como Prefectura Nacional, Gendarmería Nacional y Policía Federal- cuyas misiones se dirigen a combatir al crimen organizado. Creer que el delito complejo puede ser combatido con tanques más que con prevención, investigación, inteligencia y operativos complejos revela una ingenuidad notoria al mismo tiempo que una ignorancia flagrante. Sin embargo, la ingenuidad o ignorancia pueden ser de la opinión pública si no se advierten que sobre estos asuntos nunca se trata de pura ingenuidad o de pura ignorancia, puesto que eliminar capacidades militares -ligadas a defenderse de acciones “perpetradas por fuerzas armadas de otro Estado”, tal como sostiene la reglamentación de la ley- entrega tal potestad a países que no descuidan su propia área de defensa y que pretenden extender su influencia más allá de sus fronteras en calidad de potencias mundiales. En palabras más claras, una política sin defensa convierte a la política en una no-política, en la medida que quita las prerrogativas autonómicas y soberanas de una nación y las transfiere a aquellas con vocación de “universalidad” y de protectorado del universo. De manera que, de una visión restringida de la defensa, se pasa a una noción peligrosa de lo político que busca su anulación.

En tiempos donde las modalidades de intervenciones son cada vez más policiales que militaristas -las últimas guerras llevadas a cabo o motorizadas por las potencias así lo demuestran-; en tiempos donde los ejércitos engrosan sus filas con expertos informáticos; en tiempos donde las redes sociales pueden estructurar subjetividades y producir efectos públicos desde usuarios inexistentes, una visión restringida de la defensa resulta anacrónica. A un gobierno elegido democráticamente corresponde la potestad de definir -en base a la ley y al resultado de un amplio debate plural-, si sus fuerzas militares deben proteger las fronteras, el espacio aéreo y marítimo, cuidar determinados objetivos estratégicos o custodiar recursos naturales. Pero, parafraseando al especialista Héctor Saint-Pierre, la premisa de una política amplia de defensa consiste en garantizar el mayor nivel de autonomía de la decisión gubernamental en relación, sobre todo, a la posible interferencia de otros poderes exteriores.

Una política que se precie de su capacidad decisoria procura generar las condiciones a través de las cuales le permitan a su ciudadanía definir ciertos usos. Pero puede que eso no tenga mucho sentido en un momento en donde lo que se trata es de destruir toda forma de defensa y de convertir a la política en un mero juego administrativo, para lo cual el desarrollo soberano en materia económica, científica o productiva resultan un claro estorbo. Sin embargo, como una paradoja que no deja de tener costos evidentes en múltiples aspectos de la vida social, a pesar de este tipo de intentos, tentativas semejantes no pueden hacer desaparecer a la política, hacen que desaparezca, en cambio, una política independiente.

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