Por Lucía Giudice Graña
José Mujica deja un legado de acciones y lecciones algunas entrañables –como su preocupación por los y las que menos tienen–, otras discutibles –como ciertas referencias a los feminismos–, y otras tan entrañables como discutibles. ¿Por qué seguir revisando sus acciones y lecciones? Lucía Giudice, profesora de la Universidad de la República, subraya que “incluso cuando nos llevaba la contra, su voz venía de otro mostrador, desde otro tiempo, de una dimensión en la que la política todavía está hecha de convicciones, de cuerpos, de manos que no temen llenarse de tierra”.
Quien escribe estas líneas personifica muchas de las cosas que, de una forma u otra, José Mujica, por momentos, parecía desdeñar. Soy mujer, feminista, me dedico a la academia y, no a cualquiera, sino a la jurídica. Y, sin embargo, como a muchas otras que tampoco encajamos del todo en su universo, su muerte no deja de conmoverme. Porque, al igual que él —aunque yo no pueda aspirar a una vida que contenga ni una centésima parte de la intensidad e impacto de la suya-, también me importan los que menos tienen y la necesidad de pelear por un mundo, apenas, un poco más justo.
Quizás simplemente no haya forma de quedar indemne ante su muerte. Mujica, con todas sus contradicciones, encarnó una forma de hacer política que no necesitaba disfrazarse de nada. Una política de lo sencillo, lo directo, lo vivido, una política pensada desde la tierra, pero con la mirada puesta en la utopía. En tiempos en que lo público se llena de cinismo, su voz y su andar recordarán siempre que alguna vez la izquierda se jugaba la vida, y no los likes. No necesitaba impostar sencillez: era sencillo. Y eso, por ahora, tiene algo de conmovedor.
Pero con esa “frescura” que obligaba a sus militantes a justificarlo con el típico “¿Y qué queré? si es el Pepe…”, Mujica también nos incomodó. No por conservador —que no lo era en el sentido más literal del término—, sino por esa forma tan suya de mirar el feminismo desde afuera, como si se tratara de una moda pasajera, de un griterío a tontas y a locas, promovido solo por mujeres privilegiadas que pelean por sus derechos mientras delegan el cuidado y la limpieza en otras mujeres más pobres. Esa tendencia a contraponer lo popular con lo feminista, lo estructural con lo que consideraba superficial, fue una constante en sus declaraciones públicas[1]. Solía advertirnos —a veces con ternura, muchas con fastidio— que lo importante era la lucha de clases, que la causa de las mujeres, si no se encarnaba en la figura de la madre sacrificada o la maestra de escuela, corría el riesgo de volverse estridente, inútil, o incluso contraproducente para un proyecto político de izquierda. Le preocupaban las mujeres pobres, pero al mismo tiempo las imaginaba como transmisoras de valores, responsables de educar a las próximas generaciones con una mezcla de abnegación y pedagogía afectiva.
Y es que, en definitiva, hablamos de un hombre que tejió su figura pública en torno a un modelo de masculinidad resistente, estoica, con olor a cárcel y a guerra. Una masculinidad que, en muchos sentidos, encarna aquello que el feminismo discute —incluso para hacerles la vida más amable a los propios varones. Mujica no fue indiferente a los cambios, pero tampoco los habitó del todo. Su modo de hablar de las mujeres se mantuvo fiel a un léxico que combinaba la admiración por su capacidad de sacrificio con una persistente mirada tutelar. “La mujer es siempre una madre”, llegó a decir. Pero al mismo tiempo parecía intuir que el mundo sigue girando gracias a nosotras. Lo decía sin decirlo, desde que evocaba a esa mujer africana que camina kilómetros por dos baldes de agua y es ignorada por los millonarios que se queman la guita jugueteando en la órbita de la Tierra, hasta cuando reclamaba que las niñas tenían que aprender a treparse a los árboles. En esas imágenes había algo más profundo que cualquier consigna: la conciencia, quizás no del todo asumida, de que seguimos siendo nosotras las que cuidamos, las que sostenemos, aun cuando no nos vean como sujetos políticos[2] sino como figuras del cuidado, la contención y las pasiones.
Ahí, también, sin embargo, estaba su mejor crítica: la que a veces articulaba con crudeza y otras valiéndose de necesarios eufemismos, pero que apuntaba al corazón del sistema. Porque, en el fondo, Mujica sabía que es la alianza entre patriarcado y capitalismo lo que más castiga a las mujeres. Que hay algo en esa combinación de dominación y desigualdad que encuentra en nuestros cuerpos a la víctima perfecta. No voy a ser yo quien lo acuse de feminista encubierto, mucho menos ahora que no puede defenderse. Pero sí vale la pena rescatar que, por momentos e incluso contradiciendo su propio discurso, Mujica tenía intuiciones más lúcidas que muchos que los que se autoperciben aliados.
Su muerte marca un punto de inflexión en la historia de un país gobernado por viejos invocados como oráculos. No porque a los viejos se los respete especialmente —alcanza con mirar los ingresos de la mayoría de los jubilados uruguayos para saberlo—, sino porque acá los partidos políticos, con la fuerza que todavía conservan, siguen siendo conducidos por figuras que se encaminan hacia el siglo de vida cumplido. Mujica fue parte de ese linaje, sí, pero también fue, quizás, quien mejor supo acomodar el cuerpo al paso del tiempo. El último tramo de su vejez no fue ni retiro dorado al olimpo ni el resentimiento de quien la mira de afuera. Fue más bien, y fiel a su costumbre, una trinchera: un lugar desde donde insistir con la necesidad de que las nuevas generaciones escuchen los consejos de un viejo loco, aunque, como tal, cada vez más le hablase a un mundo que ya no puede escucharlo de la misma manera. En los meses que precedieron a su muerte, esa insistencia se volvió más serena, rodeada de despedidas, de visitas, de gestos que parecían ir marcando un adiós pausado, casi como un ritual.
Mujica fue muchas cosas: algunas entrañables, otras discutibles. Un presidente que no temió cuestionar la supuesta neutralidad del derecho ni decir que hay decisiones políticas que no caben del todo en el corsé de lo jurídico[3]. Y tal vez por eso mismo, por no haber sido nunca una figura cómoda, su despedida deja algo más valioso que la nostalgia o la congoja. Deja una especie de hueco raro, difícil de nombrar, en este país que propios y ajenos insisten en describir como una penillanura levemente ondulada donde, pareciera, nunca pasa nada. Con él se va, también, una excepción a esa mansedumbre con la que nos hemos dejado nombrar los Orientales. Porque Mujica no solo encarnó una forma de hacer política que desentonaba con el gris acobardado de nuestro Estado de grandes dimensiones; también desarmaba el canon de lo presentable. Sus resquemores con la academia y el sinfín de Honoris Causa que cosechaba en cada puerto al que desembarcaba. Su ropa desaliñada, el fusca, las uñas de los pies sucias y largas, ese modo de hablar entre campechano y filósofo de bar que —aunque alguno lo acusara de impostado— funcionaba como un dedo en el ojo para las buenas costumbres de las clases altas, medias y aspiracionales en general.
Con todo eso, desde lejos, este hombre fascinó y seguirá fascinando a millones. Presidentes, altos funcionarios, gentes con nombres rimbombantes, estrellas de rock, figuras que nunca pispearían ni por simple curiosidad la precariedad de ese pedazo de tierra lejos del centro de Montevideo donde vivía el guerrillero devenido presidente, morían por conocer su casa. Hacían fila para sentarse a la intemperie, en ese banquito hecho con tapitas plásticas, como si allí, entre gallinas y mates, pudieran descifrar las claves del mundo. Y tal vez sí: quizás en ese gesto de mostrar que el poder no necesitaba escenografía hay algo profundamente demoledor. Que una vida sencilla, vivida de verdad, podía convencer más que cualquier discurso prefabricado. Que viniera quien quisiera venir, él iría solo a donde fuese necesario. Y empezaron a venir, muchos, cada vez más para el disgusto de una clase política portadora de apellidos familiares.
Desde una chacra en la periferia, al mundo. La potencia de ese epicentro rústico donde se gestó la mítica de una política sin estridencias. Porque desde Rincón del Cerro Mujica volvió a poner a Uruguay en el mapa. No solo como una suerte de rareza folclórica, no solo por la etiqueta del “presidente pobre” que a él mismo le disgustaba, sino como figura capaz de articular gestos simbólicos y políticos en un continente siempre a medio camino entre el servilismo colonial y la resistencia colmada de esperanza. Alrededor de Mujica volvieron a tejerse los hilos sentimentales de esa Patria Grande que otros habían deshilachado. Tenía algo de diplomático sin guión ni corbata, de mediador sin chaleco antibalas. Podía decir que Cristina era “peor que el tuerto”, y aun así volver a encontrarse y pensar juntos un horizonte común. Mujica, con su mezcla de viejo nostálgico y bruto, logró que lo escucharan incluso quienes no estaban de acuerdo. Y eso, también es, sencillamente, raro.
El Pepe hablaba desde un lugar que ya casi no existe. Como los grandes ídolos populares, no necesita reivindicación alguna. Pero resulta inevitable sentir que algo se afloja con su partida, como si uno de esos alambres con los que tenemos todo más o menos atado en este lado del mundo se hubiera soltado. Da igual estar de acuerdo o no con él, se trata de la certeza de que, incluso cuando nos llevaba la contra, su voz venía de otro mostrador, desde otro tiempo, de una dimensión en la que la política todavía está hecha de convicciones, de cuerpos, de manos que no temen llenarse de tierra. Lo que José Mujica nos deja es un vacío terriblemente concurrido por la pregunta acerca de qué mundo queremos construir y la obligación de pensar, hasta que se nos pulvericen los sesos, de qué manera estamos dispuestos a hacerlo.
Lucía Giudice Graña es abogada por la Universidad de la República (Uruguay). Máster en Democracia Constitucional y Rule of Law Global por el Instituto Tarello para la Filosofía del Derecho. Candidata a doctora en derecho por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesora Adjunta de Teoría del Derecho y Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República. Investigadora Nivel Iniciación del Sistema Nacional de Investigadores (Uruguay).
TW: @lu_giudice
[1] El Observador Uruguay (7 de noviembre de 2022). “El feminismo es inútil” y cinco pensamientos polémicos de Mujica sobre la mujer. Recuperado de https://www.elobservador.com.uy/nota/el-feminismo-es-inutil-y-cinco-pensamientos-polemicos-de-mujica-sobre-la-mujer-2022117175557
[2] Por solo mencionar algunos datos, en las últimas Elecciones Departamentales celebradas el pasado 11 de mayo, solo una mujer obtuvo el cargo de Intendenta. Demirdjian, S (2025). Un lugar todavía reservado para los hombres: sólo una de las 19 intendencias estará encabezada por una mujer. Recuperado de https://ladiaria.com.uy/feminismos/articulo/2025/5/un-lugar-todavia-reservado-para-los-hombres-solo-una-de-las-19-intendencias-estara-encabezada-por-una-mujer/
Ver además Johnson, N. y Pérez, V (2023) Violencia política patriarcal: narrativas de mujeres políticas uruguayas. Revista Elecciones 22.26 (pp.121-148).
[3] Tulbovitz, E. y Danza, A. (2015). Una oveja negra al poder. Confesiones de Pepe Mujica. Montevideo: Sudamericana.