Dossier especial 2001
Yo también he llegado tarde

Por Diego Conno

Los veinte años de 2001 han sido el tema de conversación de estas semanas entre distintas generaciones. Diego Conno vuelve sobre sus propios pasos y su relación familiar para pensar desde allí la complejidad de una vida política.  “Cada época tiene sus marcas o sus imágenes. Pequeñas cicatrices que como tatuajes van tallando de nuevo el propio cuerpo y su relación con los demás. Los 90 fueron años ficticios. El 1 a 1. Los shoppings por todos lados. Los viajes a Cancún o Miami. Los colegios privados. La universidad privada. Los barrios privados. Las cañitas y Puerto Madero. Los autos importados. Todo era importado. La fiesta menemista que desde luego no alcanzó a todos. Porque había un lado oscuro. Invisible. Esto fue también lo que se quebró en el 2001.”

 

Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder, comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.

Roberto Arlt

 

“No es necesario preguntarse qué es lo que queda de la revolución. De la revolución nada queda. Porque la revolución, siempre, es lo que queda” escribió hace ya varios años Horacio González. 2001 no fue una revolución. Tampoco fue un año peronista. Ni la pobreza, ni el desempleo, ni la violencia social o represiva de aquel año forman parte de mi ideal del peronismo. Ni siquiera la pueblada del 19 y 20 de diciembre lo fue, leída más como la emergencia de una multitud ambivalente que bajo las formas más clásicas de resurgimiento del pueblo peronista. En algún punto tampoco los años 90 lo fueron.

 

En los 90 recuerdo que en mi casa no se hablaba de política. Cuando se lo hacía era de manera superficial, simpaticona o burlona, muchas veces para referirse a las avivadas del “turco”. Como si hubiese allí cierta conciencia de que nos estaban cagando la vida pero que frente a ello no había nada que hacer. O peor: que como no había nada que hacer solo quedaba divertirnos. “Al ritmo de la noche”.

Hoy no llamaría a eso política.

Mi memoria política de cuando era niño data más bien de los años 80. Aunque tampoco esos fueron años peronistas. El día que Alfonsín ganó las elecciones estábamos en casa de unos amigos de mis viejos siguiendo de cerca el recuento de votos. Recuerdo esa noche como una escena de anunciada tristeza, de melancolía por lo que no pudo ser; pero eso no impidió que igual fuéramos todos a la plaza a festejar, con una alegría prestada, que en la Argentina habíamos recuperado una buena porción de libertad.

Ese mismo año inicié la primaria y aunque eso no fuera strictu sensu un acto político, haber sido parte de la primera generación que estudió en democracia se parece bastante a eso. Quizás un poco por eso entendí por qué unos años después nos volvimos de la costa para ir a la plaza de mayo cuando ocurrió el levantamiento militar de “semana santa”. La democracia alfonsinista era muy perfectible pero constituía un punto de no retorno.

Hacia fines de esa década, tendría 10, 11 o 12 años, me llevaron al club Obras Sanitarias a un acto peronista. Acaso el primero. Era el intento de “renovación” que luego fracasó. Me acuerdo que había mucha gente, que la mayoría era gente grande, y que me acompañaron a saludar a Cafiero. Recuerdo con felicidad ese acto. Al terminar cantamos la marcha peronista que yo a esa altura ya sabía de memoria.

No recuerdo sin embargo haber cantado la marcha en los 90. Hace unos días encontré un casete en el que la estábamos cantando junto a mi hermana. Tendríamos entre 3 y 5 años, eran los 80. Es raro escuchar la propia voz, les debe pasar a todos, más aún cuando han pasado tantos años. La escuchamos con mis hijos mientras la intentábamos cantar encima. Desde luego la parte que cantábamos con más ahínco, agitando los brazos, fue la última estrofa sobre la resistencia en los 90, agregada en estos años. Agradezco no haber tirado ese casete junto con tantas otras cosas de las que nos vamos desprendiendo a lo largo de nuestra vida. Hoy es un recuerdo muy valioso para mi porque hace años que no veo a mi hermana. Pienso que la vida podría ser como una larga y misma canción a la que las generaciones que vienen le van agregando estrofas.

Cada época tiene sus marcas o sus imágenes. Pequeñas cicatrices que como tatuajes van tallando de nuevo el propio cuerpo y su relación con los demás. Los 90 fueron años ficticios. El 1 a 1. Los shoppings por todos lados. Los viajes a Cancún o Miami. Los colegios privados. La universidad privada. Los barrios privados. Las cañitas y Puerto Madero. Los autos importados. Todo era importado. La fiesta menemista que desde luego no alcanzó a todos. Porque había un lado oscuro. Invisible. Esto fue también lo que se quebró en el 2001. Una falsa ilusión. No por excesiva sino por banal y por ser para unos pocos. Aún estamos pagando los costos de esa fraudulenta deuda.

A mi no me tocó nada de todo eso: con mi familia nos íbamos de vacaciones siempre al mismo lugar, un departamento que mis abuelos tenían en la costa; la escuela a la que me tocó ir era uno de esos típicos colegios religiosos subvencionados bastante mediocres; casi nunca íbamos a comer afuera y cuando lo hacíamos siempre miraba los precios en el menú y pedía lo más barato para no poner en aprietos a mis viejos. En esa época mis viejos tenían un Renault 12 que un poco me avergonzaba y por eso cuando me dejaban en la puerta del colegio trataba de bajarme antes o de que nadie me viera. Ojo, no me quejo de todo esto. Al contrario, hoy puedo ver que había allí un gesto de tibia resistencia.

Alguna vez conversé con mi viejo sobre esa etapa de nuestras vidas. ¿Cómo un militante de los años setenta que peleaba por el regreso de Perón y por una patria justa, libre y soberana se había podido aburguesar tanto? Por momentos pienso que los 90 fueron para mis viejos, como para muchos de su generación, un estado de anestesia. Por momentos pienso más bien que fue todo lo que pudieron hacer. Incluso ahora pienso que su separación a mediados de los 90 fue su forma de enfrentarse a la época. Una forma de supervivencia ante las miserias del presente. Elias Canetti escribió que “el momento de sobrevivir es el momento del poder”. Yo creo que es también un momento de resistencia. Y eso me reconcilia un poco con ellos.

Mi viejo no llegó a ser montonero pero militó en la JP. Nunca agarró las armas, tenía una posición más bien crítica, pero comprendía la situación en la que se vivía, que podía incluir -y de hecho incluyó- el dramático pasaje a la violencia de muchos compañeros y compañeras. Tenía una unidad básica cerca de su casa, por Palermo viejo, cerca de donde ahora vivo yo. A veces cuando camino por el barrio pienso lo difícil que habría sido vivir en esa época. Entre las cosas que me contó recuerdo dos con bastante nitidez. Una es cuando iban a alguna villa los fines de semana a hacer alfabetización o a repartir comida. Algo que hoy resulta habitual entre la militancia. No me lo imagino a mi viejo haciendo esto, pero le creo. La otra es un poco más excéntrica, cuando pasaban de manera clandestina en la facultad de arquitectura las cintas con las películas de Pino Solanas entrevistando a Perón. Siempre había alguien que se quedaba en la puerta haciendo de campana. Eso me parece un acto de máxima solidaridad, de comunidad absoluta.

De todas las historias de esa época había una medio tabú, como la que suele haber en todas las familias, de la que nunca se hablaba. Una novia de juventud de mi tío -el hermano de mi viejo- que militaba en una organización guerrillera, se murió armando una bomba que le explotó encima. Luego de eso la familia de mi viejo se tuvo que ir a vivir unos meses a Mar del Plata. Ahora pienso que quizás hayan estado en la casa que yo conocí y en la que veraneamos hasta el 83.

En verdad la militancia de mi viejo comenzó de muy joven en el ERP. Mi abuelo, su padre, había acompañado a Perón en un viaje a Chile como parte de la comitiva. Mi abuelo tuvo una vida de policía que yo no conocí o lo hice solo por relatos. Cuando yo nací él ya hacía rato que se dedicaba de tiempo completo a coleccionar monedas.

Sus monedas favoritas eran unas del Imperio Romano acuñadas en Alejandría que tendrían unos 2000 años. Aún conservo algunas junto a un par de monedas chinas de las dinastías Ch’ing, Ming y Sung que cada año saco de un cajón y tengo que limpiar porque se llenan de moho.

Mi viejo se fue haciendo peronista con Perón en el exilio. Imagino que esto le debe haber pasado a muchos de su generación. Es algo bastante evidente que buena parte de la militancia peronista, que en los años 70 tenían alrededor de 20 años, crecieron en una Argentina sin Perón.

Supongo que a quienes nacimos en los 70 nos sucede un poco lo mismo. O peor: crecimos en un mundo sin Perón. Alguien podría decir que algo parecido ocurre con el 19 y 20 de diciembre de 2001 para quienes tienen cerca de veinte años hoy. Nadie puede ser testigo de su propia ausencia. Pero tampoco nadie es testigo absoluto de una época. Por eso es irreductible el testimonio.

Yo cumplo en unos pocos días 45 años y sin embargo tampoco estuve el 19 y 20 de diciembre en la plaza. ¿Por qué? La verdad que no lo sé. Supongo que fue efecto de mis anestesiados años 90. La noche del 19 bajamos a la vereda con quien hoy es la madre de mis hijos, caminamos unas pocas cuadras entre la gente y sus cacerolas y luego volvimos al departamento. Al otro día fuimos a trabajar con cierta normalidad. Empezamos a reaccionar sobre lo que estaba sucediendo algunos días después. Es una de esas culpas que uno lleva consigo y que generan en ocasiones un fuerte deseo a contrario que reclama redención. Algo similar me pasa con la lectura. Cuando era chico no leía tanto. Más bien leía muy poco. Cuando se lo cuento a mis hijos no me creen. Se los cuento y me lo recuerdo a mi mismo cada vez que les digo a ellos que tienen que leer más. Quizás por eso hace varios años que leo casi un libro por día. También por esa especie de falta culposa desde que asumió Néstor Kirchner en mayo de 2003 no he dejado de estar presente en cada acto, en cada marcha, en cada plaza. Mi 2001 llegó en el 2003. El despertar de un sueño equivocado.

A comienzos de 2001, cuando aún nadie podía anticipar con toda claridad lo que iba a suceder (dicen que algo de eso se corresponde con la idea de acontecimiento), abandoné la carrera de economía y comencé a estudiar ciencias políticas. Por aquella época trabajaba en un banco en el barrio de Recoleta. Seguramente fui uno de esos miles de empleados que les dijeron a los clientes que se acercaron en los meses previos a diciembre “que se queden tranquilos”, “que nada iba a pasar”, “que su plata estaba bien guardada”. Creo que realmente así lo creía, o creía que era importante que la gente así lo creyera, para que no fueran todos juntos a sacar la plata del banco y que no se vaya todo al carajo. Pero la historia pocas veces se realiza como queremos. Al final todo se fue al carajo y encima la gente no pudo sacar su plata. Unos meses después renuncié y me dediqué solo a estudiar.

Cada vez que hablo con mis hijos de todo esto ellos recuerdan con mucho asombro y un poco de gracia que hayan pasado cinco presidentes en una semana. El más grande se acuerda sus nombres de memoria y los dice de corrido y en orden sucesivo: de la Rúa, Puerta, Rodríguez Saá, Camaño, Duhalde. Como si fuera la delantera de un equipo de fútbol de los años 50 o 60.

Las charlas con mi viejo siempre son de política o de fútbol. Lo que en nuestro caso significa de peronismo o de Racing, que para mi siempre van juntos. Paradojas de la vida y de la historia: 2001 fue un año racinguista. El día que Racing dio la vuelta lloré abrazado a un amigo en la cancha de Vélez, probablemente por algo más que un campeonato de fútbol. Como se sabe el llanto tiene algo de liberador.

Con mi viejo también hablamos a veces de cine, en particular del cine clásico de Hollywood o de neorrealismo italiano: Rossellini, De Sica, Visconti. Por momentos me quejo sin decirlo, porque me gustaría conversar sobre otra cosa. En realidad, me gustaría hablar de mi, y que me escuche, pero con el tiempo aprendí a aceptar un poco más las cosas como son.  Ahora entiendo la capacidad de mi hijo de relatar una serie de presidentes como si fueran la delantera de un equipo de fútbol. Eso lo aprendió de mi y yo de mi viejo: Corbatta, Pizzuti, Mansilla, Sosa y Belén.

Yo quiero ser mejor padre con mis hijos de lo que fueron mis padres conmigo. No creo haber descubierto nada nuevo. Es probable que a todos nos pase un poco lo mismo. Los imagino a mis hijos sentir algo parecido en unos 20 o 30 años. Reconozco una herencia aquí, lo que no es poco.

De pronto pienso que quienes vivieron los años 70 son una generación quebrada. Probablemente en esto haya un sentimiento personal. Muchas veces sentí que las inestabilidades emocionales de mis padres se debían a esos años. A la derrota de toda una generación por no haber podido hacer la revolución. Quizás por eso mi viejo insiste en seguir viviendo en los 70.

Tal vez quiénes vivimos los años 90 con más adecuación que resistencia estemos también un poco rotos. No sé cuál sería una adolescencia ideal, ninguna es perfecta, pero creo que después de 2001 fueron posibles generaciones menos dañadas. También porque lo que hace a una generación está menos en su adecuación con el tiempo presente que en la insistencia de una memoria viva que no ceja, de una experiencia o una añoranza compartida que resta. Lo que queda. Aun cuando hayamos llegado tarde.

O quizás justamente por eso.

 


Diego Conno es politólogo, profesor de filosofía y teoría política en la Universidad Nacional de José C. Paz, la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Trabaja en el cruce entre teorías del poder y teorías de la democracia, con especial interés en América Latina. Ha compilado recientemente junto a Mauro Benente la publicación colectiva Democracias Constituyentes. Teorías (y) políticas de lo común (Editores del Sur). Miembro fundador del espacio intelectual Comuna Argentina. Es editor de la Revista Mestiza (UNAJ) y Director de la Revista Bordes (UNPaz).

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