Por Florencia Abadi
Sobre Nostalgia del desastre, de Constanza Michelson
No es infrecuente que se interprete, a la hora de pensar el suicidio, que este esconde un asesinato. En la paranoia, como modo de asesinar al perseguidor, pero en otros casos, como asesinato de una parte propia o de un otro. El argumento resulta aún más persuasivo cuando el suicidio se comete con un arma de fuego. Uno de los hallazgos de este nuevo libro de Constanza Michelson reside en el señalamiento del reverso de esta idea: el asesinato esconde un suicidio. Cuando se mata, cuando se hiere, cuando se ejerce la violencia, no hay modo de no quedar destruido por ella. La co-pertenencia entre asesinato y suicidio, entre destrucción y auto-destrucción, queda en estas páginas finalmente esclarecida. Escribe Michelson: “Dicen que no solo las víctimas de un acontecimiento violento quedan en silencio, sino también los victimarios. Tras el crimen sufrirían una mímesis con el silencio de la víctima”. La violencia es mimética (René Girard ronda estas páginas, hasta que hacia el final se lo menciona y explica). El papel protagónico de la violencia en nuestras vidas es expuesto aquí con crudeza: violencia humana y también eterna (“esto pasó antes, pasó siempre, pasa y seguirá pasando”). Ya Bataille explicaba que la violencia es el verdadero objeto de las prohibiciones sociales –no así la sexualidad, prohibida en la medida en que es ella misma violenta–.
Michelson no concede lugar a almas bellas: “sería una hipocresía negar el placer de la destrucción”, observa. Pero no se trata acá, o no solamente, del goce destructivo en el modo que nos enseñó ya el marqués de Sade, del placer que puede brindar el acto de dañar. Este libro nos invita a explorar algo más profundo, más íntimo, una fantasía o recuerdo, una nostalgia, que surge de un anhelo oscuro de arruinar lo que amamos, lo que logramos, lo que tenemos. Destruir y destruirnos en la destrucción, incendiar, quemar, tirar por la borda, arrojar por los aires, a los gritos, a los golpes. Ser nosotros los autores del terremoto –el libro está dedicado a Chile–; tener y perder el control de ese daño hasta que el fuego y su fascinación lo ocupen todo. Ese deseo fantaseoso no es la pulsión de muerte: no supone un deseo de morir (como tendencia a lo inorgánico), sino de matarnos y de matar.
Asumiendo un registro autobiográfico, Michelson nos cuenta la historia de un incidente. El padre intenta disparar a la madre; la niña mira parcialmente desde debajo de las sábanas; la madre logra escapar corriendo. ¿Cómo se llama la obra? ¿Se llama violencia del padre?, ¿se llama trauma de la niña que vio demasiado?, ¿se llama huida de la madre sobreviviente? Como ocurre en estos casos, la respuesta no está en los actos; la encontramos aquí, más bien, en la experiencia subjetiva de la niña. El nombre que pone Michelson a esa experiencia es apenas “eso”: un dolor que no puede verse de frente, no puede digerirse y que, aún así, nutre lo que creamos o simbolizamos. “Eso” necesita ser velado, “eso” es una verdad desgarradora, es la nada, es el horror, es la desolación –la privación de consuelo. Sin embargo, “eso” puede traducirse aún mejor, ahora que tenemos lenguaje, en contraste con la niña. Podemos traducir esa experiencia subjetiva como “la madre abandona a la niña”, abandono que es la cifra de un aislamiento que tiñe de ahí en más la soledad de un padecimiento que no le pertenece. Aún si acá se interroga con insistencia la figura del padre, Nostalgia del desastre es más bien un libro sobre la madre. Madre no es acá la fusión uterina, sino más bien el nombre de la primera separación, de la necesidad angustiosa de una pierna de la que colgarse, del lugar en que buscamos en vano permanecer cuando por la mañana dormimos cinco minutos más. Escribe: “Desear es salir; aunque, a la vez, buscar regresar a un origen es un vicio duro”.
Ya Hacer de la noche exploraba ese lugar de la madre como útero que es también asfixiante, como paraíso que es también mortífero (en sintonía con lo que señala este libro de la cordillera andina, protección y ahogo). A partir de allí, Michelson apunta a desvelar los mecanismos secretos que causan la ansiedad letal y el aburrimiento, y también la inflamación, que remite a un estado intermedio entre la salud y la enfermedad, en que el sujeto contemporáneo está atrapado como en un limbo con tintes infernales. Si la madre es clave es por el modo en que determina las dificultades en el arduo camino de construirse una filiación. O para decirlo de otro modo, de construirse una fe. Y el primer paso es hacer el duelo por el abandono de la madre y llorar, porque aún Jesús se sintió abandonado en la cruz. Recién entonces se puede apostar, con la única garantía de que la felicidad vendrá rasgada, de que la vida estará siempre llena de problemas. “Los hijos son lo que queda de las guerras”, dice Michelson. Entre los escombros de la violencia desbocada, queda un pequeño llanto y una pequeña fe.