Debate sobre educación superior en EEUU
¿Gratis para quién?

Por Valeria L. Carbone (INDEAL/UBA/CONICET)

Las universidades estadounidenses son de las más prestigiosas del mundo, según casi todos los rankings de educación superior. Instituciones como Stanford, MIT, Harvard, Yale, Princeton, la Universidad de Pennsylvania, son de las más renombradas y costosas a nivel global. Y muchos estudiantes dan lo que sea con tal de poder acceder a la educación que ofrecen, ya que puede asegurarles un futuro promisorio en el competitivo mercado laboral estadounidense.

El National Center for Education Statistics (NCES) reveló que para 2017-2018 existían en el país 4.298 instituciones de educación superior que otorgan títulos oficiales, entre universidades (formación de grado de 4 años) y community colleges (formación de nivel terciario de 2 años). Ya sean instituciones privadas o públicas, solo en algunas excepciones se puede disociar el derecho a la educación con la noción de que la misma es un privilegio para aquellos que pueden —o se las ingenian para poder— pagarla.

La universidad “pública” existe, pero no es lo que crees

Según datos de la Organisation for Economic Cooperation and Development (OCDE), las instituciones públicas (aquellas que reciben fondos y subsidios de los gobiernos estaduales) cobran en promedio unos US$ 8.200 por año, mientras que las privadas tienen un piso de US$ 21.000 al año. Para darse una idea, una histórica universidad fundada en 1636 localizada en Cambridge, Massachusetts, cuenta con una matrícula anual de unos US$ 46.340, a lo que se suma una suerte de cuota adicional de US$ 4000, elevando el monto total a más de US$50.000 al año. Pero la suma puede superar los US$ 67.000, cuando se consideran alojamiento, comidas y materiales de estudio o transporte. Esto equivale a unos US$ 10.500-30.000 más que la media de las instituciones privadas de 4 años, que rondan los US$ 35.000 anuales. Sólo como referencia, según la U.S. Census Bureau, el ingreso familiar promedio para 2017-2018 fue de US$ 61.372 anuales.

Ustedes se preguntarán si esto fue siempre así. Pues no. Estos exorbitantes valores fueron en imparable ascenso en el último medio siglo, casi triplicándose en las pasadas tres décadas, tanto debido a las políticas de ajuste en educación pública (en todos los niveles), como a la cada vez mayor oferta de “servicios educativos” que las instituciones, en su afán de hacerse más atractivas, ofrecen. Actualmente, se calcula que, al momento de graduarse, un estudiante adquiere no sólo un diploma universitario sino una deuda de unos US$ 30.000. “La crisis de los préstamos estudiantiles” equivale a US$ 1.6 billones, más del doble que hace una década, afecta a unos 45 millones de jóvenes, y se estima que para 2023 el 40% no estará en condiciones de cumplir con sus planes de pago.

Si bien “público” no es sinónimo de “gratuito”, a lo largo de la historia estadounidense sí existieron algunas universidades a las que se podía acceder estando exento del pago de la matrícula, al menos para ciertos segmentos poblacionales. Este era el caso de City University of New York (CUNY), que desde su fundación en 1847 y hasta 1976 no cobraba a los estudiantes que ya antes de inscribirse eran residentes locales. La última universidad totalmente gratuita que quedaba en los Estados Unidos, el Cooper Union (Nueva York), un ateneo fundado para instruir a las familias de clase obrera, anunció en 2013 que por primera vez desde 1859 cobraría a sus estudiantes una cuota de unos US$ 20.000 anuales. La decisión, relacionada con problemas de financiamiento ante el ajuste presupuestario del gobierno local, desató debates y jornadas de protestas que duraron dos años. Hoy, todos los estudiantes de Cooper Union reciben una beca del 50% de la matrícula anual (actualmente de US$ 22.275), y ofrece ayudas financieras a “estudiantes elegibles” destinadas a cubrir el resto de la matrícula, vivienda, comida, libros, y gastos adicionales.

Al presente, aproximadamente unos 20 estados tienen programas de becas que cubren el monto total o parcial de la matrícula de instituciones terciarias públicas, y desde 2014 la republicana Tennessee implementó un programa “piloto” que convirtió al Motlow State Community College en un instituto gratuito para todos los nativos del estado. En 2017 el estado de Nueva York implementó el programa de becas Excelsior, que cubre cuatro años de matrícula universitaria para residentes locales en la City University of New York (CUNY) y la State University of New York (SUNY), sin requerimientos de alto rendimiento académico. Según anunciara el gobierno estadual, más de 940.000 familias y estudiantes de clase media que ganan hasta US$ 125.000 al año califican para solicitar la beca. Un programa similar fue implementado en San Francisco (California) que, a través de la imposición de un impuesto a la propiedad cuyo valor supera los US$ 5 millones, implementó un programa educativo que permite a todos los residentes de la ciudad asistir al City College of San Francisco sin pagar matrícula. No obstante, hay quienes han señalado que tanto el elevado costo de vida en ambas ciudades como los excesivos requisitos formales hace el acceso a estos programas prácticamente prohibitivo. Esto se evidencia en el alto índice de rechazo de solicitantes: casi el 70% de los aspirantes que aplicaron al programa Excelsior[1] y el 45% en San Francisco fueron denegados.

El debate sobre la gratuidad de la Universidad tampoco es lo que crees

Fue Bernie Sanders quien en 2015, en el marco de las primarias demócratas para las elecciones presidenciales, re-introdujo el tema de (las dificultades en el) acceso a la educación superior en los Estados Unidos.[2] Sanders propuso que universidades y colleges públicos eliminen la matrícula y se establezcan programas financieros para facilitar el pago de préstamos estudiantiles. Este fue el punto de su plataforma que le ganó el apoyo del segmento poblacional que dio impulso y vigor a su campaña: el de los estudiantes universitarios de clase media-alta.

En la actual carrera a la Casa Blanca, el planteo de Sanders se convirtió en un ineludible tema de agenda y de debate. Ya no se discute si los pre-candidatos apoyan o no la idea de una universidad más asequible, sino cuál es la factibilidad del plan que proponen. Amén de ello, las propuestas demócratas giran en torno a dos grandes ejes: la gradual eliminación del pago de la matrícula (tuition-free) o la implementación de programas de ayuda para pagar préstamos estudiantiles (student debt relief). Teniendo en cuenta que el gobierno federal administra el programa federal de préstamos estudiantiles, pero no las universidades públicas —cuya gestión queda en manos de los estados—, el ejecutivo nacional queda a la saga: puede eventualmente implementar programas de becas, fondos e incentivos, pero no puede forzar a los estados a abolir la matrícula de las universidades públicas. Y es en esta premisa donde las propuestas encuentran sus principales límites.

Las propuestas y las opiniones de la crítica

Marcando la pauta, “College for all”, el plan de Sanders, considera un impuesto del 0.5% sobre la compra y venta de acciones de Wall Street y un gravamen del 0.1% sobre los bonos, que solventaría el costo estimado del programa de US$ 2.2 billones en los próximos diez años, según estimaciones del economista Robert Pollin. En líneas generales, el gobierno federal otorgaría a los estados al menos US$ 48 mil millones por año, a través de “matching funds”: por cada dos dólares, el gobierno federal pondría un dólar, si los estados se comprometen a eliminar la matrícula en universidades y colleges públicos. Si bien el proyecto toma previsiones y estipula obligaciones que apuntan a lograr el mayor ingreso de estudiantes de familias de bajos recursos, la propuesta no garantiza en el corto plazo el objetivo de una educación superior gratuita. Lo que ofrece es ayuda federal a todo estado que aumente el presupuesto destinado a universidades públicas que provean las condiciones para (pero sin asegurar) la eliminación de la matrícula. Esto implicaría subsidios en alza o posibles recortes (en recursos humanos, salarios, beneficios, costos administrativos), que permitan alcanzar el sueño de la gratuidad, en un contexto en el que los costos de la enseñanza superior parecen ir en astronómico ascenso.

Si bien en 2015 el ex vicepresidente Joe Biden fue uno de los patrocinadores del plan de Sanders, por estos días trata de esquivar la cuestión. La única referencia al tema se encuentra en su plataforma de campaña en la que, vagamente, propone la gratuidad de la educación terciaria (community college) y un programa de incentivos para saldar la deuda estudiantil de prestatarios que ganan menos de US$ 25.000 al año.

Pete Buttigieg se opone rotundamente. Lo que propone es reforzar el programa federal de becas para estudiantes de bajos recursos (Pell grants), ya que considera que —alineándose con la principal crítica que se le hace a este tipo de propuestas— la “gratuidad” terminaría beneficiando a aquellos que poseen más recursos para pagarla. En uno de los debates por las primarias, el alcalde de South Bend afirmó: “apoyo la idea de instituciones terciarias públicas gratuitas para familias de bajos y medianos ingresos. Simplemente no creo que tenga sentido que familias de la clase trabajadora subsidien la matrícula de los multimillonarios. Los hijos de los estadounidenses más ricos pueden pagar al menos una parte del costo de la matrícula.” Por su parte, Kamala Harris, Cory Booker y Kirsten Gillibrand han co-patrocinado proyectos de ley que abordan el problema de los préstamos estudiantiles.

Es Elizabeth Warren quien ha bosquejado el plan más “radical”: supeditar la matrícula universitaria al nivel de ingreso familiar, y financiarlo a través de una suerte de impuesto a las ganancias. Así, los estudiantes con un ingreso familiar inferior a US$ 100.000 al año verían una reducción de US$ 50.000 en su préstamo estudiantil (lo que sugiere que, aun así, deberán adquirirlo si quieren acceder a la educación superior). Aquellos con ingresos de hasta US$ 250.000 verían una “cancelación sustancial de la deuda”, y el 5% que ganan más de US$ 250.000 (las 750.000 familias más ricas de los Estados Unidos) no calificarían para reducir su matrícula.[3] El plan impositivo de Warren impondría un impuesto anual del 2% a los que ganan más de US$ 50 millones, y una carga adicional del 1% a los que superan US$ 1 mil millones. Además, propone un fondo de US$ 50 mil millones para instituciones educativas “históricamente negras” (el grupo de Historically Black Colleges and Universities, HBCU) y para aquellas que reciben colectivos minoritarios como las “tribes colleges” (instituciones de comunidades nativas). Según estimaciones (del propio equipo de Warren), la propuesta costaría US$ 1.25 billones en 10 años, casi un billón menos que la de Sanders, alcanzaría a aliviar la deuda del 95% de los estudiantes que adquirieron préstamos estudiantiles y le condonaría la deuda por completo al 75%.

Ahora bien, como puede apreciarse, la noción de “universidad gratuita” se ha convertido en una suerte de concepto impreciso para referir a planes destinados a hacer la universidad más asequible, pero no “literalmente gratuita”. Y el consenso entre académicos y especialistas parece indicar que las propuestas más progresistas otorgan mayores beneficios a aquellos que no los necesitan tanto.

Por un lado, está el hecho previamente mencionado de que, a nivel estadual, el gobierno federal no tiene incidencia en la determinación del valor de la matrícula o, en su defecto, en el costo total de la educación superior. Fueron los gobiernos estaduales los que, por acción (recortes de fondos) u omisión (falta de regulación), permitieron que las costas de la educación universitaria aumenten consistente y sustancialmente en las últimas décadas. Así, la decisión de destinar más presupuesto, regular o limitar la matrícula, o ambos, queda en manos de los estados y no del ejecutivo nacional, evidenciando la complejidad del debate de fondo: los candidatos que plantean la discusión se postulan como candidatos a presidente, no para la gobernación de los estados que podrían implementar tales programas. “¿Pero podrían rechazarlo?”, se preguntarán ustedes. Tomando el antecedente de Obamacare, es un aspecto a considerar: la Affordable Care Act proponía un programa de financiación federal-estadual de este estilo para expandir el sistema de Madicaid (seguro de salud del gobierno federal para personas de bajos ingresos) y muchos estados rechazaron las provisiones del mismo.

Por otro, y como plantea Anya Kamenetz de la Agencia NPR, ninguna de estas propuestas ofrece alternativas de financiamiento que faciliten el acceso a la educación superior a los sectores más desposeídos que no tienen capital o recursos para dar el puntapié inicial, como así tampoco a aquellos que optan por no endeudarse para pagar sus estudios. Y esto se relaciona directamente con otro problema que los pre-candidatos han obviado: los crecientes costos que implica una educación universitaria que no se relacionan con el pago a las instituciones, sino con el creciente aumento del costo del nivel de vida. Muchos especialistas han resaltado que la matrícula se lleva parte del costo de la educación universitaria, pero no el mayor. Los gastos destinados a vivienda, comida, transporte, materiales educativos (que se extienden en el tiempo para aquellos que no puede dedicarse a tiempo completo a realizar sus estudios) suelen ser mucho mayores que la matrícula, sobre todo para estudiantes del sistema público.

Finalmente, eliminar la matrícula o financiar programas de becas y ayudas financieras, requeriría un verdadero compromiso presupuestario de parte de las ciudades, los estados y el gobierno federal. Las opciones de financiamiento que proponen tanto Sanders como Warren resultan hoy poco factibles de ser aprobadas por un Congreso que, alternativamente dominado por republicanos o demócratas, ha tendido desde la década de 1980 a recortar fondos en programas sociales y educativos en beneficio del presupuesto militar, y que es más propenso a quitarle impuestos al 1% más que imponérselos. Por lo pronto, habría que derogar la regresiva reforma tributaria de la Administración Trump, aprobada tan rápido como asumió su mandato.

El sistema universitario estadounidense está cuidadosamente diseñado para restringir el acceso a miembros de familias afluentes quienes, definitivamente, tienen muchas más probabilidades de asistir a la universidad que estudiantes de entornos de bajos recursos. Sandy Baum y Alexandra Tilsley, economistas de The Urban Institute, calculan que más de un tercio de los beneficios de las propuestas de una “universidad gratuita” irían a familias que ganan más de US$ 120.000 al año, y que relativamente pocos fondos irían a los estudiantes más necesitados. El think thank demócrata Third Way ha llegado a advertir que las propuestas en discusión tenderían a aumentar la desigualdad, mientras que Clare McCann, subdirectora de política federal de educación superior de la organización New America, afirmó que “la condonación de la deuda estudiantil transferiría dinero del gobierno federal a estudiantes de ingresos medios y altos que ya accedieron a la universidad, y no ayudaría a aquellos que ya han pagado sus deudas, ni a los estadounidenses que nunca pudieron ir a la universidad porque no quisieron (y deberíamos agregar, no pudieron) asumir esas deudas”. Pensándolo desde el punto de vista de la educación como una inversión, Doug Webber, profesor y director de estudios de posgrado en el departamento de economía de la Universidad de Temple, ofrece otra variable de análisis: los estudiantes que toman una deuda de US$ 50.000 o más para sus estudios, a menudo lo hacen para asistir a universidades de muy alto perfil que podrá asegurarles un lugar destacado en el mercado laboral, o para asistir a programas de posgrado. La expectativa es que los títulos, especialmente en campos como derecho o medicina, eventualmente conduzcan a ingresos mucho más altos. “Estamos hablando de mucho dinero que se destinaría a personas que van a tener carreras muy lucrativas” y no solo podrían saldar sus deudas, sino recuperar su inversión.

Dado que solo un 35% de la población estadounidense llega a obtener un título universitario de cuatro años (ni que hablar de los títulos de escuelas de posgrado, tan necesarios para lograr una carrera profesional), y que además de las “buenas notas” o una “destacada trayectoria académica”, es necesario tener un envidiable poder adquisitivo, conexiones y recursos a largo plazo, este debate realmente no apunta a una verdadera democratización del sistema de educación superior, sino a ofrecerles más facilidades a los segmentos poblacionales que menos las necesitan, con excepción de aquellos pobres que sí pueden llegar a la universidad a través de un ultra-competitivo sistema de becas deportivas y en menor medida académicas.

Lo cierto es que, debido a los altos costos de la educación superior, los estudiantes de familias de escasos recursos tienden a orientarse a carreras de formación profesional de dos años de duración y rápida salida laboral, y no a carreras universitarias de cuatro años que implique deudas de miles de dólares.

Así, debemos enfrentarnos a la realidad de que la educación universitaria gratuita como actual promesa de campaña es, en principio, un plan que alivianaría las cargas de familias de mayores ingresos. Y que de momento no se plantea la posibilidad de un acceso libre o irrestricto. Si bien el debate es imperativo y estas propuestas dan el puntapié inicial para debatir la factibilidad de su implementación, también pone sobre la mesa la espinosa cuestión de dilucidar de qué hablamos cuando hablamos de “gratuidad”, no sólo en términos de cómo, sino de para quién: a quiénes incluye, y sobre todo, quiénes quedarían excluidos en el proceso. Y nos invitan a reflexionar, al mismo tiempo, sobre el hecho de que en “la tierra de los libres y el hogar de los valientes” la educación universitaria no es considerada un derecho, sino un privilegio y una inversión.

 

[1] Una nota muy interesante sobre los requerimientos para acceder al programa Excelsior y las causas de los altos índices de rechazos es la de Jillian Berman, “Report: Nearly 70% of students who applied for New York’s free college program were rejected“, en Marketwatch, 16 Aug, 2018.

[2] El tema fue eje de debate en las primarias demócratas de 2008. Por aquel entonces las propuestas giraron en torno a la implementación de programas de créditos estudiantiles, y ampliar los programas de becas y subsidios para estudiantes de bajos ingresos.

[3] Team Warren, “I’m calling for something truly transformational: Universal free public college and cancellation of student loan debt”, Medium, 22 abril 2019.

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