Programa neoliberal
Lo prometido es deuda

Por Silvana Vignale (Conicet)

“¿Qué le sucede al hombre endeudado durante la crisis?

¿Cuál es su principal actividad? La respuesta es muy simple: paga”

Maurizio Lazzarato

 

La idea de una deuda a cien años ya era, en sí misma, siniestra. Hoy, nos encontramos a pocos días de entender que el neologismo “reperfilamiento” no es otra cosa que la constatación de que Argentina se encuentra en situación de no poder cumplir con los vencimientos de la deuda, y que remite a la reestructuración de los plazos hacia adelante, pero sin quita de capital e intereses,  es decir, a un “default controlado”. Ante esto, se nos presenta tan evidente aquello que sostenía Nietzsche: que la deuda en un momento se vuelve infinita, impagable, y que es la herramienta más eficaz que se ha desarrollado para volver al hombre “gobernable”.

Hay un acontecimiento en la lengua que revela la relación entre la deuda y la moral: la palabra “culpa” y la palabra “deuda” comparten en alemán el morfema “Schuld”, como Friedrich Nietzsche lo mostró en La genealogía de la moral (1887). Pero también en inglés el verbo “should” alude al deber, y el sustantivo “shoulder” a los hombros, donde se lleva la carga.  Al mismo tiempo, hay muchos giros y palabras en nuestra lengua que expresan la relación entre la promesa y la deuda: la palabra “com-promiso”, por ejemplo, es de uso cotidiano para referirse a las promesas de pago, es decir, a las deudas; la expresión “lo prometido es deuda”, que usamos cuando cumplimos con nuestra palabra y que revela de modo explícito la relación.  En efecto, la deuda se encuentra asociada íntimamente a la capacidad de hacer promesas. Pero también es intrínseco a la deuda el hecho de que se vuelva impagable, o que se pague con la existencia toda: que la deuda se vuelva infinita es algo que solamente puede explicarse desde una genealogía moral: la relación acreedor-deudor –como ya lo sabía Nietzsche– es fundadora de nuestra conciencia moral, al punto que se ha internalizado como norma la circunstancia de terminar pagando quienes no han contraído deuda alguna.[1]

La deuda, en consecuencia, no es solamente un asunto económico sino que está vinculada con nuestra configuración subjetiva, y por eso, es uno de los dispositivos más efectivos a través del cual somos gobernados. En este sentido, realizar una genealogía moral de la deuda –trabajo en el que nos encontramos embarcadas– no es un propósito caprichoso, puesto que no se trata de considerar el tema de la deuda desde el punto de vista de la moral, sino de comprender que es propiamente moral, en la medida en que tiene que ver con la configuración de nuestra subjetividad, o dicho en palabras de Judith Butler, teniendo en cuenta no la relación que un sujeto tiene con la moral, “sino una relación previa: la fuerza de la moral en la producción del sujeto”,[2] que explica mejor la propensión a la forma de servidumbre y obediencia del endeudamiento. La deuda, como primer corolario, es un modo de  subjetivación.

Es relevante en este marco la perspectiva de Nietzsche respecto de que lo social no se funda en la figura del contrato o del pacto, sino en las primitivas relaciones entre acreedor y deudor, y por lo tanto, no en relaciones entre iguales sino, por el contrario, sobre la más pronunciada de las desigualdades. El neoliberalismo ha captado que la supervivencia del sistema se encuentra en garantizar la competencia, creando y contribuyendo a la desigualdad de condiciones, pero además, en su etapa financiera, el capitalismo ha desplazado la relación capital-trabajo del foco de la vida económica, social y política, para colocar la relación acreedor-deudor en el centro del mundo de las finanzas. Por otra parte, el dispositivo opera no sólo mediante la deuda, sino con el discurso del esfuerzo y de lo que “vale la pena” –traducido a una ética basada en el mérito o meritocracia–, para lo cual no solamente la deuda es infinita, sino también la promesa de felicidad –el vocablo “esperanza” no ha hecho sino actualizarse, en cada época, contribuyendo a la parálisis de la acción política–.

Tiremos en principio del hilo de la deuda en relación con la promesa y la culpa –en el cruce entre lo moral, lo político y lo económico–,  para dar un marco genealógico a las características del sujeto endeudado de nuestra época.

El acontecimiento de “criar un animal al que le sea lícito hacer promesas”, crearle una “memoria de la voluntad”, como lo desarrolla Nietzsche en el Tratado Segundo de La genealogía de la moral “«Culpa», «mala conciencia» y similares”, hace que el hombre se vuelva “calculable, regular, necesario” y que responda por sí mismo como futuro “a la manera como lo hace quien promete!”.[4] La promesa es siempre, como puede adivinarse, promesa de pago y va acompañada del sentimiento de culpa por haber contraído una deuda: este es el origen de la responsabilidad. Por lo tanto, el surgimiento de la conciencia moral, acompañada de una servidumbre voluntaria –el constreñirse a sí mismo a pagar–,[5]  ha sido una de las formas más  logradas de volver al ser humano gobernable. Si analizamos la función de la promesa, no se trata tanto de recordar el pasado como de sobre asegurar un futuro, es decir, de la posibilidad de disponer del futuro de antemano. Esto es lo que Nietzsche denomina como el más largo trabajo del hombre sobre sí mismo, el de constituirse en responsable. Ser responsables no es otra cosa que asumir que la culpa es nuestra, independientemente de quién haya tomado esa deuda o ese crédito –se recordará que con el cristianismo se encuentra interiorizada la culpa a partir de un acto de desobediencia original, que terminan pagando todos los hombres de la faz de la tierra. Y cuando ya no es suficiente ni siquiera ese pecado original para pagar la deuda con dios, ¡acaba ese dios sacrificándose a sí mismo!–.

En este marco, la culpa no es otra cosa que reconocer cierta obligación contraída, cierto deber de restituir o para el caso, de compensar, una deuda. Y esa compensación, en caso de que la deuda no se pague, consiste en cierto derecho a la crueldad –por parte del acreedor–, es la aparición de la idea de “pena” como retribución a una deuda impaga. Que la comunidad se funde en la relación acreedor-deudor hace que emerja la figura del delincuente, como aquél que no paga sus deudas, o en otras palabras, no cumple con sus promesas. Y en este sentido, el delincuente es un deudor que no sólo no devuelve las ventajas y anticipos que se le dieron, sino que atenta contra su acreedor. “¿Qué se puede dar como reintegro a los antepasados?” Sacrificios, fiestas, capillas, homenajes “y, sobre todo, obediencia”, dice Nietzsche.[5]

¿Cómo llegan hasta nosotros, interiorizadas en el sentido común, estas figuras de la culpa y la pena? Lo exhiben expresiones como “vale la pena” o “merece la pena”; que algo haya pasado “sin pena ni gloria”, asociadas directamente al valor y al mérito; “a duras penas”, cuando algo “cuesta” mucho; “da pena”, cuando algo es despreciable; “que dios se lo pague”, cuando algo se vuelve impagable y no puede devolverse (ya sabemos eso de dios pagándose a sí mismo, por amor a sus deudores). Todos estos giros dan muestras de hasta dónde la deuda, en su relación  con la pena y la culpa tiene que ver con nuestra forma de vida, con nuestros modos de relacionarnos. Lo expresan también algunos sentimientos como “sentirse en deuda”, o argumentos acríticos como los que muchas veces escuchamos: “yo no le debo nada a nadie, todo lo conseguí con mi trabajo”. Podría llamarnos la atención que tanto la palabra “deber” como la palabra “pena” tengan dos significados: “deber” es “obligación” o “responsabilidad”, pero también es “deuda”; y “pena” es “lo que se paga” en términos de castigo por un delito, y también es un afecto de tristeza o lástima: un esmero el de la lengua española para dejar atados los significados jurídicos, económicos y morales a los mismos vocablos.

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¿Cómo se traduce esa responsabilidad de aquella genealogía de la moral a nuestro presente? El mecanismo de la deuda es consustancial al neoliberalismo y al capitalismo financiero; en cierta medida, fue el endeudamiento lo que sirvió para introducir las reformas neoliberales en la década del `70. Mediante políticas monetarias y fiscales se realiza una transferencia masiva de recursos hacia los sectores más ricos, al tiempo que se intenta grabar a fuego la idea de que quienes tienen menos recursos quieren vivir y tener un acceso a un consumo que no es acorde a sus posibilidades (explicado por un “sobreconsumo” y “retraso de las tarifas”, que sería efecto de proyectos “populistas”). No olvidemos las palabras de Margaret Tatcher: “la economía es el método, el objetivo es el alma”. Como vemos, más que un mecanismo económico, constituye una estrategia gubernamental tanto a escala global (deuda pública con organismos multinacionales de crédito), como en relación a los procesos de subjetivación. Hay una fábrica de sujetos endeudados: lo económico y lo ético entran en un mismo campo estratégico de producción de subjetividades, en tanto el trabajo se vuelve indisociable del trabajo sobre sí mismo,[6] mediante un “consentimiento” u “obediencia feliz”.[7] La deuda funda entonces uno de los dispositivos subjetivantes propios de la racionalidad neoliberal. Todos somos deudores del capital, esto significa que somos culpables frente al capital. En otros términos: a través de la deuda somos gobernados mediante el aplazamiento del presente, que nos vuelve siervos de un consumo pasado: trabajamos para pagar lo que ya hemos consumido.

En términos de “responsabilidad” se trata de trasladar a la esfera de las elecciones individuales, las capacidades personales y el esfuerzo, el éxito de la vida íntima y profesional –eludiendo  de esta forma las determinaciones económicas, sociales y políticas, y por lo tanto, el entramado histórico, a partir de las cuales alguien  alcanza o no una vida digna–. En ese terreno la anti-política horada las posibilidades de contrarrestar este discurso: los autodenominados “apolíticos” creen religiosamente en la objetividad y neutralidad  de las perspectivas, no advirtiendo que su ejercicio de la libertad de expresión no los hace por eso “críticos”. La ética de la empresa presupone el desarrollo de las propias capacidades para enfrentar la incertidumbre y la competencia, y el meollo de la meritocracia reside en esta responsabilidad: el éxito o fracaso individual dependerá del buen desarrollo e incremento de las capacidades personales, así desde el surgimiento del individuo en la Modernidad.

Advirtamos además que la palabra promesa no escapa al celo del lenguaje por resguardar su capricho: alude tanto al juramento –el que nos deja “en deuda”–, a una oración a Dios o a un santo a cambio de algo, como a la esperanza. En cualquiera de los casos se trata de un móvil diferido del presente que encontraría la paga o el sosiego en un más allá –el futuro, la felicidad, o la “otra vida”–. La idea del esfuerzo y la de la esperanza suelen pronunciarse y funcionar juntas, lo hemos escuchado en los discursos neoliberales del gobierno en los últimos años: por un lado, se solicita que el conjunto de las y los trabajadores hagamos el esfuerzo (“juntos vamos a salir adelante”, “poner nuestro máximo esfuerzo, porque el esfuerzo dignifica”) –lo que refuerza la idea del mérito–; por otro lado, se nos pide con-fianza, que tengamos esperanza. Aunque al final, claro, sucede que se nos termina responsabilizando de la crisis, porque las y los argentinos “somos así”, o porque no votamos “bien”. Para recuperar palabras de Horacio González de los días pasados, bajo el título de “Culpa y política”: “¿Por qué pueden negar entonces que la responsabilidad esté localizada en su propio vientre temblequeante, para situarla en los ganadores de las elecciones que se expresaban en contra de ese mismo desbarajuste económico? (…) Es que esas abstracciones financieras producen efectos con cierto sesgo antropomórfico. O sea, el mercado convertido en un ser que respira, siente y habla por nosotros. Nos portamos mal y nos castigaban como Dioses del Riesgo País, enfurecidos, sacudiendo sus pensamientos, hechos de cálculos sobre bonos, intereses y precios futuros del dinero. El macrismo nada sabe de los suplicios de Tántalo o Sísifo, pero con la misma arbitrariedad de los venerables dioses antiguos, creía que los que sufrían lo hacían por amor a ellos y que los que resistían sus planes traían un mensaje de inestabilidad social.”[8]

Para cerrar este soliloquio sobre la deuda, la culpa, la pena y nuestra situación de reperfilamiento, suele decirse que la esperanza es lo último que se pierde. Pues bien, habida cuenta de una genealogía moral de la deuda, y de comprender que la deuda se encuentra interiorizada en nuestras formas de subjetivación –incluso hasta aceptar pagar los compromisos que nos hemos contraído–, quizás podamos comenzar a ejercitar una desujeción política a aquello que nos condiciona, pronunciándonos contra la esperanza. Si es lo último que se pierde, tal vez es porque es solo un residuo, lo que resta de las fuerzas y del deseo. No termina siendo buena compañera de la política: los esperanzados esperan que algo llegue, pero no ejercen el poder de producir el mundo que añoran. Un ejercicio pronto de la desobediencia comenzará por la reivindicación de la política contra la esperanza, y por la impugnación del futuro como promesa.

 

 

[1] O en palabras del poeta persa Omar Kheyyam, del siglo XI: “Pretender que el humilde devuelva en oro el plomo que a él le han arrojado, y exigirle que pague una deuda que nunca con nadie ha contraído, es comercio de usura al que nadie está obligado” (Kheyyam, O. (1975). Rubaiyat. Plaza & Janes Editores, Barcelona.

[2] BUTLER, Judith (2012). Dar cuenta de sí mismo. Violencia, ética y responsabilidad. Buenos Aires, Amorrortu, p. 21.

[3] NIETZSCHE, Friedrich (1998). La genealogía de la moral. Un escrito polémico. Buenos Aires, Alianza, p. 67.

[4] El concepto de “servidumbre voluntaria” aparece en El discurso de la servidumbre voluntaria (2008), escrito por un joven de dieciocho años en el siglo XVI, Etienne de La Boétie.

[5] NIETZSCHE, Op. Cit., p. 101.

[6] Cfr. LAVAL, Christian y Pierre DARDOT (2013). La nueva razón del mundo; ensayo sobre la sociedad neoliberal. Barcelona, Gedisa.

[7] Cfr. Lordon, Frédéric (2015). Capitalismo, deseo y servidumbre. Marx y Spinoza. Buenos Aires, Tinta Limón.

[8] https://www.pagina12.com.ar/216201-culpa-y-politica?fbclid=IwAR2nMm6NzD85VrkMfbGBVttRV1cPT2o7k6DRI5iOfbF0MyWDdG2kK7lYKSU

 

Imágenes: https://www.pabloreinoso.com

 

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