Dossier Juicio a las Juntas
La reasunción del poder punitivo bajo el Estado de derecho

Por Laura Julieta Casas y Alfredo Martín Espíndola

El Juicio a las Juntas representa, entre otras cosas, el punto de partida de un camino que llevó a la justicia penal a gestionar un pasado atravesado por graves violaciones a los derechos humanos. Y tanto el enjuiciamiento penal de los comandantes en 1985, como el enjuiciamiento de integrantes de las fuerzas militares y de seguridad, e incluso de civiles, a partir de 2005, en la interpretación de Casas y Espíndola fueron dispositivos a través de los cuales “el Estado de derecho reasumió el monopolio de la fuerza legítima que había sido expropiado por la corporación militar”.

 

A cuarenta años del Juicio a las Juntas se constata en nuestro país un renovado interés por su membresía dentro del catálogo de hitos de la memoria colectiva relativa al pasado dictatorial de los años setenta del pasado siglo. Así, en los últimos años han proliferado encuentros académicos, publicaciones y películas que se interrogan respecto de las condiciones que lo posibilitaron, las particularidades de su puesta en acto y, especialmente, su significación y trascendencia en nuestros días, época atravesada por reivindicaciones de una memoria completa que, aunque comenzaron a desplegarse durante la presidencia de Macri, han retornado con nuevos bríos y legitimidad política y social creciente durante la presidencia de Milei.

Especialmente productivos son los debates en torno de las causas por las cuales el Juicio a las Juntas, como emblema de la recuperación del Estado de derecho con el advenimiento de la democracia, hasta fecha reciente aparecía desdibujado en su centralidad fundante de la justicia transicional en nuestro país. Las respuestas abundan.

No puede descartarse cierto fetichismo por repensarnos en los cambios de décadas; tampoco puede dejarse de lado –especialmente desde miradas críticas al peronismo– que los indultos de Menem primero, y el inicio de los juicios de lesa humanidad a partir de 2005 con Kirchner después, contribuyeron a restar trascendencia al Juicio a las Juntas, delimitando a tales procesos con el segundo de los presidentes nombrados como la pieza inaugural de la Memoria, la Verdad y la Justicia. Y ni siquiera puede negarse, desde una lectura que en cierto punto cuestiona el esmerilamiento del Juicio a las Juntas con el advenimiento de los gobiernos peronistas, que el mismo constituyó un insumo relevante de los juicios de lesa humanidad que se desarrollan desde 2005, especialmente para confrontar la teoría de los dos demonios –del lado de las acusaciones–, o validarla como causal exculpatoria –del lado de las defensas–, o para analizar cuestiones más técnicas de la dogmática penal como la existencia de un plan sistemático, o la perpetración de hechos atroces en centros clandestinos de detención a partir de los testimonios que en la sentencia de la causa 13/84 se recogen.

Pensamos que el Juicio a las Juntas debe ser entendido como la condición de posibilidad del avance de la justicia transicional en una dirección que implicó adoptar el camino de la justicia penal para la gestión de un pasado dictatorial de graves violaciones a los derechos humanos en los años setenta del siglo XX. Este camino que se adecua a la obligación estatal de investigar, juzgar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos que, aunque no surge de manera expresa de la Convención Americana de Derechos Humanos, resulta de varios de sus artículos en la interpretación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en un desarrollo jurisprudencial en el que se destacan los casos “Velázquez Rodríguez” de 1988 y “Durand y Ugarte” de 2000. Allí, creemos, radica gran parte de su inmensa trascendencia.

Es en el camino de la justicia penal para lidiar con el terrorismo de Estado en nuestro país, que principia con el Juicio a las Juntas, que entendemos que se hace presente algo que, aunque para el campo del derecho penal y los estudios politológicos constituye un tópico tan recurrente que se da por sobreentendido, en el de los análisis procedentes de otras disciplinas pasa inadvertido, o no recibe una consideración especial: la cuestión del poder punitivo.

La referencia en concreto es colocar el acento en que a partir del Juicio a las Juntas comienza a restaurarse para el Estado el monopolio de la fuerza legítima. Al respecto, es necesario tener en cuenta que el Estado instituye un orden que permite la organización y la administración de las controversias que surgen en la convivencia social y se sostiene sobre la desafiante paradoja de que, como la jurista colombiana Gloria María Gallego García lo afirma, al tiempo que condena la violencia ejercida por los individuos y grupos particulares, redime la violencia que ejerce por sí mismo. Esto implica que el Estado no elimina la violencia, tan solo reserva su uso para sí a través del ejercicio del poder punitivo. Pues bien, el enjuiciamiento penal de los comandantes con el Juicio a las Juntas, y el de los restantes responsables integrantes de las fuerzas militares y de seguridad, e incluso de civiles, a partir de 2005, puede ser considerado como el principal dispositivo a través del cual el Estado de derecho reasumió el monopolio de la fuerza legítima que había sido expropiado por la corporación militar.

Es a partir del Juicio a las Juntas que el Estado, ejercitando el poder punitivo, logra fijar una “verdad judicial” acerca de las violaciones a los derechos humanos perpetradas por el poder militar. Resulta imposible desconocer que la “verdad judicial” que se produce al término de un proceso penal, una vez que la sentencia que concluye el juicio adquiere firmeza, no es la única verdad que una mirada retrospectiva sobre el terrorismo de Estado en los setenta puede alcanzar. Por el contrario, también hay verdad en los testimonios no judiciales de las víctimas brindados en las comisiones de verdad, ante organismos de derechos humanos o reuniones científicas, en producciones escritas, en los intercambios informales de toda una vida; hay verdad en los objetos culturales producidos por las ciencias humanas y las artes; y aún hay verdad –para aquellas memorias colectivas alineadas con la dictadura militar– en las declaraciones de imputados que niegan en bloque las violaciones a los derechos humanos o su responsabilidad en las mismas, y también en otras voces que relativizan la gravedad de lo ocurrido desde organizaciones de la sociedad civil, la academia o los medios de comunicación. La “verdad judicial”, sin embargo, es la única que porta la aptitud sin par de fijar una representación del pasado que consolida la idea de orden que sostiene un Estado de derecho.

Prueba de la potencia de esta verdad es la permanente demanda al sistema de justicia para que, más allá de las críticas que se le formulan y la insistencia sobre su desprestigio, se pronuncie sobre las violaciones a los derechos humanos de los setenta, suturando, en alguna medida, la herida abierta por el conflicto social que implicó que el Estado incurriera en la máxima monstruosidad concebible, esto es, que atacara a los ciudadanos que debía proteger, única justificación de su existencia al decir de Hobbes en su Leviatán de 1651.

Cuando nos referimos a “verdad judicial”, lo que queremos significar es que la existencia de una sentencia firme otorga, en el pacto social, una certeza sobre los hechos ocurridos y sobre cómo ocurrieron, porque el procedimiento judicial implica, entre otras cosas, una escucha de numerosos testigos que dieron cuenta de lo que les pasó, además de convertir esa memoria individual en una memoria colectiva. Ese fenómeno que se produce a través de los juicios orales, donde se escuchan relatos, en donde aparecen pruebas documentales –como ocurrió en Tucumán, donde en causa “Jefatura” un testigo aportó documentación producida en el centro clandestino de detención “Jefatura de Policía”– reconstruyen y dan certeza a lo sucedido.

La verdad a la que se arriba es el producto de una audiencia en la que todas las partes exponen sus posiciones, acercan las pruebas con las que pretenden respaldarlas y, finalmente, a través de un proceso de valoración se llega a una sentencia, que además es sujeta a instancias de revisión. Esa contundencia no se discute, y es la contundencia que brinda el Estado a partir de su dispositivo judicial.

El Juicio a las Juntas fue el primer espacio de escucha institucional del Estado del derecho, de las voces de las madres y de otros organismos que reclamaban incansablemente por los desaparecidos.

Con posterioridad, este proceso se fue refinando cuando comenzó el juzgamiento a otros integrantes de las fuerzas militares, policiales y civiles. Piénsese, por ejemplo, en la visibilidad que alcanzaron los testimonios de víctimas de delitos sexuales en los juicios posteriores. Además, la reapertura de los procesos de juzgamiento permitió apreciar las particularidades de cada lugar, conocer las realidades de cada territorio, el significado y el peso que cobran las palabras con color local, conocer las distintas geografías y los fenómenos especiales que rodearon los hechos. A modo de ejemplo, en la provincia de Tucumán, el espacio de lo rural atravesado por la zafra exhibe escenarios distintos al resto del país.

Volviendo a lo que fue el Juicio a las Juntas, más allá de lo que significó a nivel de la reconstrucción de la memoria desde el Estado de derecho, de amalgamar los relatos y las vivencias de las víctimas; implicó un gesto político y de valentía institucional que no tuvo parangón en otros procesos de justicia transicional latinoamericanos. Esta enorme responsabilidad que asumió el Estado argentino está atravesada sin dudas por la constancia de los organismos de derechos humanos.

Y cuando nos referimos a responsabilidad institucional y a valentía, lo que queremos significar es que el retorno de la democracia en la Argentina significó también ponerse a la altura de lo que implicaba la administración del poder punitivo.

El poder punitivo, con las limitaciones de la constitución en un Estado de Derecho, fue la única respuesta posible a la densidad de las violaciones a los derechos humanos cometidas. En este sentido y frente a las objeciones que vienen de sectores que consideran que existe un neopunitivismo en el juzgamiento de estos hechos, al decir de De Luca, la norma penal que reprimía las conductas desplegadas por quienes fueron parte del aparato represivo durante la dictadura militar ya estaba prevista como prohibida y su consecuencia era una pena, y el derecho internacional, con todo su universo, respalda el accionar del Estado de Derecho al juzgar crímenes de lesa humanidad.

Rescatar el Juicio a las Juntas como un hito fundamental para nuestra historia y la institucionalidad resulta fundamental, porque fue el comienzo de la reparación necesaria a las víctimas. Este poder punitivo se ejerció en marcos de garantías robustas para las personas imputadas, y no debe olvidarse que en el momento en que aconteció no era una tarea fácil de realizar. Es por esto que es de estricta justicia reconocer la importancia para nuestro país y para el mundo.

 

 


Laura Julieta Casas: docente e investigadora (UNT), especialista en derecho penal (UNL), diplomada en Derecho Procesal Penal (UNPAZ), especialista en Justicia Constitucional y Derechos Humanos (Universidad de Bolonia), doctoranda del doctorado en Derecho Público y Economía de Gobierno (UNT). Línea de investigación vinculada al método del caso y constitucionalismo feminista.

Alfredo Martín Espíndola: docente e investigador (UNT) y funcionario de la justicia federal. Abogado (UNT), Magister en relaciones internacionales (IDELA/UNT) y doctor en humanidades (FFyL/UNT). Su línea de investigación se vincula con memoria, grupos vulnerables y los límites del derecho en la administración del conflicto social.

 

 

 

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