Soberanía política
Malvinas, una vez más

Por Federico Lorenz (Instituto Ravignani/UBA/CONICET – CNBA/UBA – Ex director del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur)

Algunos apuntes ante el cambio de gobierno

Con la asunción de Alberto Fernández como presidente se plantea la pregunta acerca de la cuestión de Estado asociada a la usurpación británica de Malvinas, al reclamo argentino y a las formas mediante las cuales nuestro país se propone recuperar el ejercicio efectivo de la soberanía sobre ese territorio y las aguas circundantes.

Hay un plano, que es el diplomático, en el que voceros de la nueva gestión anunciaron que revisarían no solamente la política del gobierno saliente de Mauricio Macri sino aquella originada a partir de los Acuerdos de Madrid, que restablecieron las relaciones diplomáticas con el Reino Unido y establecieron la fórmula del “paraguas de soberanía”. En qué consistirá esa revisión aún no lo sabemos, y la diplomacia no es la especialidad de quien esto escribe. Pero de lo que no cabe duda es que puede ser otro episodio de una de las características que ha tenido la política argentina acerca de Malvinas desde 1982: la continuidad ininterrumpida del reclamo, con los históricos logros diplomáticos en Naciones Unidas a favor de la Argentina, ha sido tan constante como las oscilaciones en los medios y políticas desarrollados por los sucesivos gobiernos posteriores a la dictadura cívico – militar (1976 – 1983).

Tales oscilaciones muchas veces se corresponden con una lógica de ocupación de los organismos del Estado como consecuencia de los resultados electorales que no necesariamente deriva en efectos virtuosos para los objetivos nacionales que, en un tema como Malvinas, forzosamente obligan a pensar en el largo plazo, y en la acumulación antes que la suplantación. Pero también se apoyan en cierto estancamiento conceptual y crítico para aproximarse a una cuestión compleja pero que no deja indiferente a nadie, y en la cual el consignismo (en cualquiera de sus manifestaciones) es mucho más redituable políticamente que el pensamiento crítico.

Por eso es que tal vez sea más interesante plantear algunas cuestiones aparentemente anexas a la principal, el archipiélago usurpado, que podrían ser vistas como secundarias pero que tal vez sean tan importantes como ésta, solo que pierden definición por el peso simbólico de las islas en disputa. Como si se tratara de un defecto en el vidrio de una ventana, que nos hace ver de manera distorsionada a través de ella. Conceptualmente, la silueta inconfundible del archipiélago funciona como un imán que atrae aquello que lo rodea, y en ese proceso distorsiona una cantidad de ejes que deberían permitirnos situar el tema de otra manera para, creativamente, encontrar una solución satisfactoria para los intereses nacionales.

La primera es que, aunque no son estériles, los reclamos argentinos se han ritualizado y perdido eficacia, mientras la posición de fuerza de Gran Bretaña, la potencia ocupante, se consolida. Cada año se repiten fundamentalmente dos actos públicos asociados a las Islas Malvinas: el reclamo en la ONU, y las conmemoraciones del 2 de abril. Si los inscribo en el mismo plano, es porque a estas alturas debemos pensarlos como hemos aprendido a analizar los actos escolares: como elementos fundamentales para la instalación de una identidad y una pertenencia nacionales desde finales del siglo XIX, pero sujetos a resignificaciones, críticas, reinterpretaciones a diferentes escalas (nacionales, provinciales, regionales). Las formas de pensar la nación encarnadas en las efemérides nacionales construyeron también una forma de imaginar las islas que aún tiene una fuerte vigencia, como si la historia se hubiera congelado el 14 de junio de 1982, con la derrota militar.

En consecuencia, los pongo en el mismo plano, también, porque desde 1982 y por muchos años “Malvinas” será sinónimo de “la guerra”, y eso es un obturador de las discusiones: no se discute el sacrificio por la patria. Y por “discutir” no quiero decir ni relativizarlo, ni banalizarlo, ni subestimarlo (remito a cualquier lector o lectora a mi producción sobre el tema), sino a darle un sentido histórico y político que, precisamente, no vuelva estéril ni la pérdida de vidas ni la posguerra de millares de compatriotas.

En esta línea, el trabajo humanitario de identificación de los soldados argentinos enterrados en Malvinas sin tumba conocida es un modelo de políticas públicas virtuosas sostenidas más allá de los gobiernos, y que a pesar de duras disputas iniciales, terminó por reunir a distintos actores: familiares, veteranos y ex combatientes. La búsqueda de la verdad, que la sociedad argentina asoció a la consolidación de la democracia, es en este caso llegar a saber quién está enterrado bajo cada cruz en Darwin, y arroja luz, a más largo plazo, acerca de la experiencia bélica de 1982, sobre la que tanto se ha escrito, filmado y dicho, y tanto menos discutido, no en la búsqueda de un discurso homogéneo, sino capaz de articular las diferencias. Carecemos, esto lo he señalado hace tiempo también, de una historia oficial de la guerra, un mínimo gesto estatal que un gobierno podría producir convocando a especialistas de distintas disciplinas y orientaciones, para conjurar un elemento constituyente, también, a la hora de pensar Malvinas, que es la facciosidad.

Facciosidad derivada de dos cuestiones: el sentido de propiedad sobre un tema, y el conocimiento superficial sobre el mismo. El primero, basado en distintas legitimidades (haber combatido, ser un familiar, la pertenencia partidaria, la identidad regional, por ejemplo). El segundo: que la gran y diversa producción cultural sobre Malvinas (sobre todo la guerra) no ha sido acompañada por el interés de los académicos. Esto debido, una vez más, a que hemos dejado de pensar “Malvinas” como una cuestión de quinientos años para acotarla al conflicto y sus consecuencias.

Tantos años después, es clave hacernos tres preguntas muy sencillas: qué es lo que sabemos sobre Malvinas, qué hemos incorporado a ese conocimiento, cómo imaginamos un país con el archipiélago recuperado. De ser capaces de responder esas cuestiones, emergería una política de Estado, y una lógica de asignación de recursos humanos y económicos eficiente para su consecución. Caso contrario, campea la dispersión de esfuerzos, que es funcional al país ocupante.

El peso de las aproximaciones ritualizadas o esencializadoras hacia Malvinas refuerza la falta de actualización al respecto, y potencia una característica de nuestro pensamiento político: que aún hoy hay una mirada centralista sobre muchas cuestiones nacionales. En el caso concreto de Malvinas y el Atlántico Sur, un gigantesco paso sería transformar Malvinas de una cuestión nacional en una cuestión federal.

Esto implicaría visibilizar las producciones de investigadores regionales sobre el tema malvino – atlántico, y más ampliamente, correr el eje de un país que aún se imagina con la lógica de la matriz agroexportadora para pensarnos como un país marítimo. Recuperaríamos de esa manera, en términos culturales, una historia y una tradición que el peso simbólico de Malvinas ha opacado, pero que episodios dramáticos como la tragedia del ARA San Juan traen a la luz: somos un país con uno de los litorales marinos más extensos del mundo, pero que vive de espaldas al océano, y se imagina como salida de recursos. Desconocemos la política antártica (somos la nación con la más prolongada presencia en el Continente, desde 1904), ignoramos lo que significa vivir en la Patagonia marítima, e imaginamos esas vastas regiones, que aún hoy son la última frontera de la expansión capitalista, como mera periferia de la ciudad puerto bonaerense. En este sentido, vale la apostilla de que el proyecto trunco de Raúl Alfonsín de trasladar la capital nacional a Viedma probablemente fue el último gran gesto de política de estado para enfrentar dicha situación, y que básicamente se traduce en un país macrocefálico que se imagina mediterráneo. Por no hablar de la escasa relevancia que se le otorga a los enormes avances que el gobierno argentino había logrado en términos de vínculos sociales y materiales con el archipiélago durante la década de 1970.

He tenido la posibilidad de conocer muchísimos colegas, investigadores y activistas en el Sur argentino que reaccionan contra este estado de cosas y que conformarían una formidable red de investigadores y difusores para pensar una política malvinense que, forzosamente, debe ser atlántica. Y he vivido y experimentado, también, las tensiones que el gobierno central tiene para romper puntos muertos e instalar miradas alternativas que encuentren una salida satisfactoria a una disputa que, mientras más se extienda, más nos aleja de las islas. Me refiero al Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur, que podría ser un formidable impulsor de políticas nacionales, pero no con la lógica evangelizadora de aportar verdades cerradas, sino como caja de resonancia de esos sentidos subterráneos y federales que Malvinas también tiene para millares de compatriotas.

En muchos de los más frustrantes días de trabajo allí, subía a la terraza, donde hay emplazadas unas enormes letras que forman la palabra “Malvinas”. Sólo que, vistas desde la carpeta del techo del gigantesco edificio, para mí producían una poderosísima metáfora: no sólo yo podía ver el tinglado que las sostenía, sino que forzosamente me obligaban a mirar desde Malvinas, metafóricamente, hacia el Continente. Ese es un ejercicio que tampoco hemos hecho para pensar el problema: mirar a nuestro país desde las aguas y el archipiélago que considera propios.

El flamante canciller, Felipe Solá, habló de “desideologizar las relaciones exteriores”. Forzosamente, la consigna se traduce al modo en el que pensamos Malvinas en el contexto más amplio del Atlántico Sur. De allí que el replanteo de ciertas limitaciones políticas y culturales para pensar un tema estratégico para la Argentina resulta fundamental.

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