Igualdad de género
Más allá de los protocolos contra las violencias de género

Por Rafael Blanco
(IIGG-UBA/ CONICET)

Desafíos actuales a la cultura universitaria

“¿Alguna fue víctima de violación?” fue uno de los grafitis, entre otros tantos, que registré en el baño de una facultad de la UBA hace poco menos de una década. Por entonces, un trabajo de investigación me llevó a indagar las formas en que géneros y sexualidades iban conformándose como un lenguaje cotidiano de las agrupaciones estudiantiles: es decir, ya no sólo un léxico especializado de un área de conocimiento o estudios en expansión, sino un vocabulario político, de intervención, movilizado para interrogar el propio espacio universitario. Si la brecha entre varones y mujeres en los ámbitos laborales, en el sistema científico, en las aulas, el aborto o los jardines maternales, eran temas generales, “asuntos públicos”, reclamos al Estado o hacia distintas autoridades que empezaban a consolidarse de un modo más o menos transversal en las agendas y retóricas de las agrupaciones estudiantiles, estas escrituras –como así también los rumores y los chismes- permitían identificar formas de hablar de las violencias de género, el acoso sexual y la discriminación por orientación sexual, identidad o expresión de género en la universidad en primera persona, de un modo encarnado. Ello incluía también -algo no menor- referencias al deseo, la imposibilidad, la dificultad o la aspiración de mantener encuentros en las propias facultades[i].

Lentamente algo parece estar cambiando en la vida cotidiana de las universidades. Aquellas inscripciones y ese espectro de “discursos menores” tenían la forma de un habla tenue, de un susurro, de lo discreto, sino directamente de lo secreto: de aquello que, si se decía, era en voz baja, relativamente alejado de la mirada o la escucha pública. Sin fecha precisa, tal vez con mayor fuerza desde la convocatoria a la primera movilización bajo la consigna “Ni una menos” en junio de 2015, en el ámbito de las casas de estudio universitarias viene acelerándose un proceso de sanción de protocolos de actuación, dispositivos de atención y programas por la igualdad de géneros y contra las violencias sexistas[ii]. Con el antecedente de la experiencia pionera de la Universidad Nacional del Comahue, y con posterioridad Rosario, San Martín y La Plata, entre otras, la conformación en septiembre de ese mismo año de la Red Interuniversitaria por la Igualdad de Género y Contra las Violencias, que al día de hoy está compuesta por 37 universidades (de las cuales 35 son nacionales) da cuenta de ese proceso en el que en diferentes instituciones se busca implementar procedimientos para atender las situaciones de discriminación y acoso sexista y sexual dentro del ámbito universitario.

Además de ofrecer una herramienta para proceder ante situaciones puntuales, estas iniciativas colocan en primer plano -de un modo más general- el modo en que las universidades públicas están configuradas por vivencias cotidianas de discriminación, violencias y desigualdades ligadas al género y la sexualidad.  Constituyen la letra escrita, como la de una ley, respecto a cómo actuar ante situaciones determinadas, atendiendo a los principios de respeto por la privacidad, contención y no revictimización. Pero a su vez, estos dispositivos traspasan sus propósitos inmediatos  y se proponen intervenir sobre las interacciones cotidianas, los valores, normas, códigos culturales e imaginarios propios de la universidad con el objeto de subvertir las regulaciones sexo genéricas (la heteronormatividad, el carácter patriarcal, cis, machista, trans, homo y lesbofóbico, entre otras caracterizaciones) que traman el espacio universitario. Este doble carácter de las iniciativas, específico y general, presenta al menos dos desafíos a la cultura universitaria.

El desafío de revisar los consensos

La voluntad de intervenir sobre la universidad emerge de un proceso transformación de los órdenes público, privado y de la intimidad que excede a las instituciones de educación superior. Pablo Semán lo caracterizó como “un estado deliberativo acerca de lo que conocimos en otra época como las entidades inmutables del sexo y el género”, que viene permeando distintas discusiones en los medios y redes sociales, en el parlamento, en las conversaciones diarias e informales y, también, en las instituciones educativas. “En esa virtual asamblea”, dice Semán, “se cuestionan y comienzan a reconocerse como opresiones y malestares procesos y acontecimientos que otrora pasaban como si nada”[iii].

En este clima de época, es posible marcar a su vez una especificidad del proceso que se está llevando a cabo en las universidades. Hasta adquirir el reconocimiento y tratamiento institucional y de los órganos de cogobierno, estos procedimientos han sido impulsados las más de las veces “desde abajo”: desde colectivos estudiantiles, docentes, investigadoras y autoridades –en su mayoría mujeres- personal administrativo y técnico. Quienes participaron o participan de su elaboración e impulso, de su puesta en funcionamiento y seguimiento, poseen una adscripción de más larga data en el activismo feminista, de la disidencia sexual, la militancia sindical o política. Se involucran a partir de una sensibilidad, de “fuerzas afectivas” o pasiones -constitutivas de los procesos de politización, al decir de Chantal Mouffe[iv]– movilizadas por la creencia en la necesidad de estos dispositivos y en los debates que habilitan.  En otras palabras: estas iniciativas vienen haciéndose lugar en las instituciones de educación superior por un fuerte trabajo militante, lo que habla también de la magnitud de las resistencias.

Pese al impulso de estas estrategias y de la renovada discursividad que colocan respecto de las desigualdades y violencias que recubren la vida universitaria, no es extraño aún detectar en conversaciones en nuestros lugares de trabajo desconfianza e incredulidad ante las violencias y humillaciones que comenzaron a hacerse tímidamente públicas. También, una relativización respecto de lo que finalmente es acoso, cuando no, directamente, la circulación de un lenguaje estigmatizante (“parcialidad”, “feminazi”, “violencia doméstica”, “fanatismo”) que busca neutralizar el efecto de estas y otras iniciativas emparentadas. Estos reparos provienen desde diferentes actores de la vida universitaria, lo que constituye un signo de atención respecto de la necesidad de propiciar una reflexividad crítica acerca de las normatividades de género y sexualidad que regulan el espacio universitario. Reflexividad, en definitiva, que involucre al conjunto de actores, y no únicamente a la comunidad estudiantil (la más convocada y la más dispuesta a aceptar la invitación) cuando se encaran “estrategias de sensibilización”.

De ahí que uno de los mayores desafíos sea evitar que la institucionalización de estas iniciativas redunde en soluciones de compromiso incapaces de revisar el estado de las cosas, los supuestos consensos entre colegas, pares, entre y en el interior de los distintos claustros. El riesgo es que, trascendiendo el titánico trabajo que les da impulso, estas iniciativas terminen por fosilizarse en una burocracia especializada, se confinen a “un tema de minorías” o, simplemente, se tornen un mero placebo institucional.

El lazo con las instituciones

Estos instrumentos plantean como reto la cuestión del lazo o la afiliación institucional. Más cercano o más distante, la facultad, el instituto, el laboratorio, el aula, la dependencia de que se trate, se puede presentar en la experiencia universitaria (y en particular en la estudiantil) como un espacio propio, un lugar de pertenencia, de identificación. Pero también puede tornarse un espacio otro, relativamente ajeno, instrumental.

Este último rasgo aparece más acentuado en aquellas instituciones en las que prevalece la precariedad material, la falta de espacios comunes, el poco contacto entre estudiantes y docentes (quienes, a su vez, pasan poco tiempo en la institución en razón de contar sólo con dedicaciones simples) y un esquema político en el que sólo se juega el juego de las diferencias por sobre la posibilidad–aunque precaria- de la construcción común. En estos casos, no poco habituales, el “lazo frío”, la dificultad para establecer un vínculo con la institución, pone en el centro del problema la cuestión de la apropiación de estos instrumentos que se están creando e implementando. En otras palabras: para que alguien se sienta invitado o invitada a utilizarlos (por ejemplo, a realizar una denuncia, pero también a involucrarse en una campaña contra la violencia sexista, o sin más, a politizar su propia condición genérica y sexuada) depende de que esa persona se sienta interpelada por la institución y recurra a ella. Cuando prima la desconfianza, el desconocimiento o la creencia en que nadie se va a hacer cargo, el riesgo es el silencio, el abandono o la búsqueda de alternativas que eludan las instancias diseñadas. Dicho en otros términos, la implementación de cualquier iniciativa institucional no basta con ser dicha para que exista, sino que tiene que poder ser escuchada, tiene que provenir de una voz autorizada para que sea efectiva: a esto refiero, retomando a Alain Coulon con la importancia de la “afiliación institucional”[v]. Por eso, la fortaleza o debilidad entre los sujetos y las instituciones repercute de manera significativa en las posibilidades de éxito de una iniciativa que busca interpelar a sus actores.

Finalmente, en una institución en la que los saberes ocupan un rasgo definitorio de su existencia, atravesada por lazos heterogéneos (de autoridad, intergeneracionales, de compañerismo, competencia, amistad o noviazgos, entre otros), y con capacidad para producir sujetos (docentes, estudiantes, profesionales, cientistas, personal especializado) que se desempeñan en distintos ámbitos de la vida social, la reflexividad sobre el espacio universitario no puede eludir la dimensión del conocimiento. En la universidad nos constituimos como cuerpos colectivos: académicos, estudiantiles, científicos, docentes, y también políticos, partidarios, gremiales, disciplinares, colegiados. Estudiamos, enseñamos e investigamos a partir de corpus textuales, de saberes, teorías, disciplinas, campos de conocimiento y tradiciones. Finalmente, como cuerpos racializados, genéricos y sexuados, atravesamos y conformamos el espesor de la vida  universitaria en los lazos cotidianos. En todos los casos se trata de ni los únicos, ni todos los cuerpos y corpus que podrían estar allí. De ahí que más allá de la necesaria ingeniería institucional que estos instrumentos desafían a perfilar, implementar y perfeccionar para atender las urgencias e injusticias hasta ahora confinadas en su mayoría al silencio, se haga necesaria una revisión de las prácticas cotidianas, las formas de filiación, los saberes, y –en definitiva- las culturas institucionales: una crítica capaz de redefinir los contornos genéricos y sexuados de la ciudadanía universitaria.

 

[i] Blanco, R. (2014) Universidades íntimas y sexualidades públicas. La gestión de la identidad en la experiencia estudiantil. Buenos Aires: Miño y Dávila.

[ii] Blanco, R. (2016)  Escenas militantes. Lenguajes, identidades políticas y nuevas agendas del activismo estudiantil universitario, Buenos Aires: Grupo  Editor Universitario.

[iii] Semán, P. (2015), “El posporno no es para que te excites”. En Revista Anfibia. UNSAM. Disponible en http://www.revistaanfibia.com/ensayo/el-posporno-no-es-para-que-te-excites/

[iv] Mouffe, C. (2007). En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

[v] Coulon, A. (1997). El Oficio de Estudiante. La Entrada en la Vida Universitaria. París: PUF.

Comentarios:

1 comentario en “Igualdad de género
Más allá de los protocolos contra las violencias de género
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  1. El paso que sigue es preguntarnos cómo aparecen éstas violencias en la vida universitaria en la UNPAZ y activar mecanismos para transformar nuestro entorno.

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