Elogio/s de la violencia
Notas sobre el discurso del ‘amor’ (y el odio) en Cambiemos

Por Mercedes Barros y María Marta Quintana
(IIDyPCa, CONICET-UNRN)

El amor se narra como la emoción que energiza el trabajo de dichos grupos; el amor es lo que mueve al grupo a buscar defender la nación en contra de otros cuya presencia se define entonces como el origen del odio.

Sara Ahmed

 

Detrás de cada propuesta, de cada reforma, de cada transformación está la responsabilidad y el amor con que he tomado esta tarea, y siempre pienso en qué es lo mejor para todos los argentinos.

Lo que hacemos todos los días tiene que ver con eso tan central en nuestra vida, tan ligado a lo más importante que existe en este mundo, que es el amor.

Mauricio Macri

 

Introducción

La reciente decisión de Mauricio Macri de incluir al actual senador por la oposición Miguel Ángel Pichetto en la fórmula presidencial de Cambiemos, pone una vez más en escena el tipo de vínculo político que propone el macrismo y su proyección comunitaria. La convocatoria al rionegrino se presenta de cara a las elecciones de octubre como un nuevo gesto para lograr ‘la unión de todos los argentinos’, y se traduce en un guiño amoroso hacia quienes se encuentran en las antípodas ideológicas del actual gobierno. Sin embargo, la figura política que se erige como encarnación de esa unión/amor, refuerza la frontera que Cambiemos inscribe -de manera decidida y frecuente- respecto de sus otros otros. Con sus reiteradas muestras de desprecio hacia inmigrantes, mapuches, destinatarios de planes sociales, el senador Pichetto resulta una figura que manifiesta (y condensa) la ambivalencia afectiva de la coalición gobernante: amor y odio en una misma retórica política. En este sentido, dicho personaje metaforiza una vocación que, paradójicamente, en su afán por unir a los argentinos, segrega y damnifica, y se inscribe en la saga de pasajes que evidencian el vínculo entre política y afecto que caracteriza la experiencia política de la Argentina bajo la rúbrica macrista. Resulta entonces oportuno, frente a esta coyuntura agitada por decisiones políticas de último momento, y por los vaivenes de la opinión pública, detenernos en la economía afectiva que sostiene y configura los contornos (abyectos) de este discurso político. En esa dirección se encamina el texto que presentamos a continuación.

Política y afectos

En su libro La política cultural de las emociones, Sara Ahmed se interroga por la significación política de los afectos: “¿Qué significa defender el amor cuando uno se sitúa al lado de algunos otros y en contra de otros otros?” Y a la inversa, “¿cómo funciona el odio para alinear algunos sujetos con algunos otros y en contra de otros otros?” Y podríamos agregar, ¿acaso existe una relación de contigüidad, de implicación o de vis-à-vis entre ambos afectos? La relación entre ‘el amor’ y ‘el odio’ que conceptualiza la autora nos permite pensar el lugar de los afectos en el discurso de la Alianza Cambiemos. Si hay algo que caracteriza las escenas enunciativas del gobierno actual es la apelación constante al ‘amor’. En varias ocasiones escuchamos al presidente de la nación decir: “Nosotros les vamos a demostrar desde el amor y el hacer que hay otra forma de encarar la vida”; o “Lo estamos haciendo con coraje, con amor, este es nuestro país, acá viven nuestros hijos”. Ahora bien, ¿quiénes son lxs destinatarixs del amor del discurso macrista? ¿Es posible -considerando las políticas represivas del gobierno- hablar de amor y engendrar y/o movilizar el odio y la violencia? ¿Son acaso el amor y el odio dos caras de una misma práctica y retórica politica, que lejos de ser contradictoria organiza una lógica excluyente? En suma, ¿cómo se vinculan el amor y el odio en tanto economías afectivas en el discurso del gobierno de Cambiemos?

Dos escenas resultan expresivas de la performatividad de la retórica del amor en la narrativa política de la gestión macrista: la exhibición reciente de una imagen de Romeo y Julieta en el frente de la Casa Rosada, y el elogio al policía Chocobar en ese mismo espacio institucional. Ambos fragmentos resultan significativos; por un lado, como aspectos distintivos de una regularidad de significaciones mediante las cuales es posible delimitar los contornos del discurso de Cambiemos; por el otro, como reificaciones de un status quo que opera sobre la base del clasismo, el racismo y el heterosexismo, otorgando un estatuto diferencial a los cuerpos deseantes y deseables, a las vidas vivibles y a las desechables.

Primer fragmento: Romeo y Julieta

El 14 de febrero de este año, el gobierno de la Alianza Cambiemos vistió la fachada de la Casa Rosada con una gigantografía de Romeo y Julieta, réplica del cuadro que pintó Francis Dicksee en 1884, y aclaró en las redes sociales que se trataba de un “homenaje al amor universal”, dirigido a “todos los enamorados, a todas las personas que se aman”. De ese modo, no solo nos enterábamos de que el macrismo celebraba el “Día de San Valentín”, como si se tratara de una política pública, sino que en tiempos de la marea verde y violeta, elegía mostrar -una vez más- su preferencia por el amor romántico. Más allá de un apego melancólico al contrato heterosexual, que tambalea frente a un movimiento que tiene bajo sospecha ‘la pareja’ (y también ‘la familia’) como máquina productora de violencia sexoafectiva, ¿que más nos dice esta “celebración del amor” sobre la narrativa macrista?

Desde las elaboraciones de Freud en adelante, mucho se ha dicho y escrito sobre el lugar del amor en la construcción del lazo social y político. El amor al líder se reconoce como un rasgo constitutivo y crucial en la formación de las identidades colectivas, en tanto emoción que al ser compartida por y con un otro (y otros) permite la unión y la fraternidad. Asimismo, fenómenos tales como el fanatismo, el patriotismo y el nacionalismo encuentran parte de su explicación en el lazo amoroso que se establece entre miembros de una comunidad a la que reconocen como propia. Sin embargo, ¿qué papel cumple el amor en los discursos políticos que se presentan como “progresistas”? ¿Cómo funciona la apelación al amor en discursos alejados de las pasiones fanatizadas, donde -por el contrario- se lo asocia con la posibilidad de incluir al otro diferente? ¿Qué implica la celebración del amor aparentemente benévola, despolitizada y neutral, como puede ser el gesto de exhibir el beso de Romeo y Julieta que nos propone Cambiemos?

La narrativa gubernamental toma la forma de una propuesta afectiva, que invita a seguidores y opositores a una instancia de concordancia que permita, más allá de las diferencias políticas y sociales, la unión amorosa y/o amistosa de las y los involucrados. La apelación reiterada de Cambiemos a la “unión de todos los argentinos”, la convocatoria a los que están “del otro lado de la grieta”, o a “los que piensan diferente”, son fruto de una gramática del amor que se organiza por medio de ciertas idealizaciones y requiere, para lograr su propia existencia y coherencia interna, exteriorizar el odio, ubicándolo -de manera arbitraria- fuera de sí. De este modo las evocaciones odiosas de Cambiemos son resignificadas como expresiones de amor, puesto que el odio -en tanto afecto- pertenece exclusivamente a los otros; es decir, a los que el macrismo identifica como los instigadores de una emoción que se opone al amor y por ende a su proyecto político.

Para poder entender esa resignificación que produce Cambiemos, ese trastocamiento de su propio odio en amor, resulta necesario ahondar en las idealizaciones que sostienen e informan la propuesta –amorosa- de la coalición gobernante. Como sugiere Ahmed -siguiendo a Freud-, el amor, en tanto vínculo afectivo con otros, supone y sucede en relación con un ideal, que a su vez toma forma como efecto mismo de esa vinculación. En este sentido, respecto de discursos similares a los que nos proponemos analizar aquí, donde el amor toma un lugar en cierto modo más indulgente que en los discursos fanatizados (puesto que no implica amor por otros como yo sino por otros presuntamente diferentes), la autora advierte que la vinculación que este amor permite entre individuos y con colectivos por medio de su identificación con un ideal, depende -aún- de la existencia de otros “otros” que han fracasado en alcanzar ese mismo ideal.

En el discurso de Cambiemos, esta operación de idealización se despliega y toma forma en el diagnóstico crítico que desde el inicio de su gestión, Macri y sus funcionarios esgrimen respecto del pasado de la Argentina. Al respecto, el mandatario presidencial insistentemente señala que su gobierno llegó para dejar atrás setenta años de frustraciones y crisis recurrentes. En tándem, varios funcionarios de su actual gobierno refuerzan ese diagnóstico crítico del pasado, recreando un escenario prolongado en el tiempo de déficit fiscal, inflación y gasto público desmedido, que eventualmente sería el causante del estancamiento de la economía argentina. La denuncia se extiende a la dirigencia política responsable del descalabro.

En su crítica hacia el pasado reciente y remoto, y hacia los responsables de su larga “historia espantosa”, repleta de fracasos, se deja entrever el presente y el futuro que Cambiemos imagina e idealiza respecto de la nación argentina y sus ciudadanos. De ese modo, en una trama sobrecargada de crítica hacia una herencia demasiado pesada, y a su vez edulcorada con un “optimismo cruel” (tomando prestada la expresión de Lauren Berlant), que adolece de contenidos y satura en su individualismo, el macrismo construye su propuesta vinculante, a partir de un ideal de Nación que como tal es presentado como un objeto deseado y añorado que toma entidad en oposición a la realidad fallida y errante que la Argentina arrastra desde los años cuarenta.

Precisamente, hace setenta años (y un poco más) emergía el primer gobierno de Perón, y con él un movimiento que impulsó transformaciones sociales y políticas significativas, inaugurando una renovada embestida democratizadora que habilitó la inclusión de los sectores populares en la escena cultural, social y política del país.  Cierto es que la irrupción de lo popular desbordó desde entonces los canales de participación y los arreglos de convivencia dominantes y definidos de acuerdo a parámetros tradicionales de clase, raza y género. La ofensiva populista puso en cuestión el ordenamiento comunitario de la Argentina conservadora de principios de siglo, inscribiendo un antagonismo político perdurable que no ha cesado de exhibirse-escribirse en identificaciones políticas que, aunque irreversiblemente alteradas, conservan su arraigo y capacidad de tracción.

De ahí que, desde la existencia misma de esa realidad pasada, el discurso de Cambiemos evoca la necesidad apremiante de un acto (re)fundacional de la Argentina del nuevo milenio e imagina la vuelta de una generación que “construye las bases de una nueva nación”. Por eso, las referencias frecuentes de Macri respecto del momento único e histórico que atraviesa su gobierno. Puesto que se trata de un nuevo comienzo, porque, como ha sostenido, en más de una oportunidad, “estamos poniendo los cimientos para que esta vez podamos crecer con fortaleza y sustentabilidad” y “alcanzar ese futuro que desde hace tantos años nos merecemos”.

En efecto, “cimentar las bases de la argentina” ilustra el intento de reconstruir algo que se ha destruido o desplomado, y funciona como condición de posibilidad de la vocación del gobierno de Cambiemos de recrear un ordenamiento perdido que vuelva a promover un estado que no aplaste ni ponga obstáculos a la iniciativa privada, sino más bien que “acompañe” y “allane” el camino en la vuelta de la Argentina al mundo, y por otra parte, que restablezca una sociedad que se estructure de acuerdo a las capacidades y esfuerzos diferenciales de sus ciudadanos.

En ese intento de reconstruccion, Cambiemos se posiciona como “la generación del cambio” (el mejor equipo de los últimos 50 años equiparable a la generación del ochenta), capaz de restablecer los fundamentos de un ordenamiento que se ha visto trastocado por la revuelta populista de los últimos setenta años. De modo tal que, en la proyección de su ideal de país, Cambiemos idealiza su propio papel en la historia argentina, reivindicando un status diferenciado e iluminado en relación al resto de la dirigencia política actual. Dicho de otro modo, ese ideal de nación retorna o devuelve a la dirigencia de Cambiemos una imagen de sí misma, que exalta su capacidad, esfuerzo, honestidad, y vocación por la verdad vis-à-vis una dirigencia incapaz, deshonesta y fracasada.

Restituyendo varios de los aspectos de aquel ideal regulativo que encontró sus orígenes en la Argentina de fines del siglo XIX, el gobierno se esfuerza por volver a delimitar (y fijar) lugares, funciones, roles y valores esperables en una Argentina post-populista. Se empeña en “restaurar” los fundamentos de una sociedad que encuentra su antecedente en aquel país de inmigrantes con vocación de esfuerzo y trabajo, de origen europeo y mayoritariamente blancos, en el cual una generación política porteño-céntrica logró unir a los argentinos bajo la fórmula civilizatoria (por demás violenta y sanguinaria) del orden y el progreso.

Por eso, el beso entre Romeo y Julieta metaforiza la restauración que Cambiemos reclama: la vuelta a un pasado remoto, con lugares claros, y donde el gran conflicto que surcó la historia política argentina se resuelva de una vez por todas. Ese beso pone de manifiesto el objeto idealizado de Cambiemos: una Argentina unida, que se despliega y desplaza en el reencuentro entre una mujer y un hombre; entre los Montescos y los Capuletos; entre una clase política que conoce y sabe dirigir los asuntos públicos y los sectores populares que aceptan su lugar y reconocen sus límites de participación; entre una clase empresarial (blanca, europea y heterosexual) y una clase trabajadora (provinciana, racializada y un poco promiscua) que no pretende vivir por arriba de sus ingresos ni aspira a pensarse por encima de sus posibilidades.

Con ese telón de fondo se establece un lazo afectivo, amoroso, en tanto todos se identifican con esa comunidad soñada, crisol de culturas, donde cada uno tiene un lugar claro y diferenciado y donde, además, cada cual recibe lo que merece de acuerdo a su capacidad y esfuerzo. El lazo que nos tiende Cambiemos y la forma de convivencia que nos propone con el slogan “juntos sí se puede”, requiere de antemano -aunque no se explicite- la identificación con esa comunidad soñada. Pues esa idealización (que reconocemos como particular y originada en un momento histórico, y en los cónclaves de ciertos sectores sociales y políticos), se presenta como universal y capaz de absorber las diferencias políticas aparentemente irreconciliables.

Sin embargo, esa absorción o inclusión encuentra su límite e imposibilidad en la existencia de otros otro que no comparten o que no logran ajustarse al ideal de Cambiemos. Se trata de aquellos que cuestionan ese sueño, que muestran su origen contingente y arbitrario, que reniegan del lugar que les toca en la distribución de las partes y que por ello son expulsados del diálogo, puesto que son percibidos como desagradecidos que no devuelven el amor que se les ofrece. Y este amor no correspondido -siempre de acuerdo a Cambiemos-, no tiene que ver con cómo se tiende y que supone ese lazo afectivo, sino más bien con la incapacidad propia de ciertos grupos para amar; y por lo tanto, con su rechazo a convivir y a estar juntos con otros diferentes. Aquí yace finalmente el modo en que se produce la conversión del odio en amor a la que nos referimos al inicio. Las evocaciones odiosas de Cambiemos sobre inmigrantes latinos, mapuches de la RAM, kirchneristas fanatizados, sindicalistas mafiosos, delincuentes narcotraficantes, son convertidas en muestras de amor por la nación, por “una Argentina en serio”, que se encuentra sistemática y seriamente amenazada por los instigadores del odio y la desunión. El odio de Cambiemos por los protagonistas de esa “historia espantosa” es exteriorizado y depositado en nombres maleables y cambiantes que muestran, por un lado, el límite e imposibilidad de su ideal de nación; pero a su vez, lo que lo hace posible, porque cuanto más impiden que ese ideal sea una realidad, más coadyuvan al arraigo de esa idealización.

Segundo fragmento: el elogio a Chocobar, o acerca de cómo “los vamos a matar a todos” (y a todas)

Este fragmento nos da más de una pista sobre la economía afectiva del discurso macrista, de su ideal de ciudadano pero también de sus zonas de abyección. Por eso es preciso avanzar en el análisis, puesto que la violencia simbólica del gobierno no escatima a la hora de traducirse en violencia institucional. En efecto, si hay otro rasgo -además de su repetitiva invocación al amor- que caracteriza a la Alianza Cambiemos desde que asumió en 2015, es su repetido discurso de “mano dura”.

Entre las perfomances de la vocación punitivista del gobierno sobresale el elogio público (a principios de 2018) a un policía que asesinó a un joven por la espalda. La escenografía no fue nada más ni nada menos que la Casa Rosada, y los personajes de la composición -que la prensa oficialista amplificó hacia cada rincón del país-: el presidente, la ministra de (in)seguridad Patricia Bullrich -adicta a y vocera predilecta de la campaña de mano dura del gobierno- y dos agentes de policía, uno de ellos Luis Chocobar. En ese lugar, dirigiéndose al asesino, Macri dijo: “Estoy orgulloso de que haya un policía como vos, al servicio de los ciudadanos”. Si bien del análisis anterior es posible presumir quiénes son “los ciudadanos” del macrismo, que merecen protección, incluyendo la posibilidad de matar a quienes los ponen bajo presunta amenaza, y quiénes son los no-ciudadanos, las vidas inmerecidas (de ser vividas y de ser lloradas) a las que se puede poner fin; de todos modos, cabe preguntar, ¿qué tienen en común los -nombres de lxs- muertos que se agolpan y condensan en el nombre de Chocobar: Juan Pablo Kukok; Santiago Maldonado; Rafael Nahuel; Facundo Ferreira… y las “malas víctimas” del aborto clandestino y la violencia de género? ¿De qué cuerpos se trata y qué permiten comprender sobre el funcionamiento de la violencia del gobierno actual? Es decir, qué desocultan en relación con los actos acontecidos desde el odio y la amenaza a la destrucción de un cuerpo. ¿Cómo se vincula esto con el fragmento amoroso de Romeo y Julieta? Considerando, con Ahmed, que el odio no puede oponerse al amor, en tanto el sujeto se vincula con el otro a través del odio como un vínculo que lo devuelve hacia sí mismo.

Quisiéramos detenernos en una parábola que Toni Morrison enunció en el contexto de una conferencia de 1993, cuando recibió el Premio Nobel de Literatura, y que Judith Butler recupera en la introducción de Excitable Speech. A Politics of the Performative, para hacerla operar en el marco de una polémica en torno del discurso y los crímenes de odio en Estados Unidos. Dicha parábola alude a la cuestión de la violencia. En particular a la pregunta acerca de si el lenguaje es un medio, un instrumento, para representar la violencia o si acaso es él mismo violencia. Pues, en la parábola de la escritora, unos niños inician un juego -cruel, por cierto- preguntando a una mujer ciega si el pájaro que guardan en sus manos está vivo o muerto. A lo que la ciega responde negando y desplazando la pregunta: “No lo sé (…) sé que está en tus manos. Está en tus manos”. De este modo, si Morrison ofrece una perspectiva sobre el lenguaje en tanto “cosa viviente”, Butler discute con aquellas autoras -como C. MacKinnon- que entienden el lenguaje como conducta (y reclaman la intervención estatal, esto es, la censura) y ocluyen el intervalo que existe entre ambos (es decir, entre discurso y acción). Si bien el lenguaje puede asumir la modalidad de la amenaza (como por ejemplo, “los vamos a matar a todos”), no implica de suyo el acto del sujeto -pese a que la oportunidad “está en tus manos”-, en tanto siempre cabe la posibilidad de que la amenaza sea depuesta, pospuesta, o incluso, desviada.

Precisamente, asumiendo que existe una distancia irreductible entre la alocución amenazante y la acción, esto último resulta sugerente para analizar las condiciones de posibilidad de dicho acto, considerando que el gobierno actual hace alarde de una doctrina de cuño propio, que no solo habilita a las fuerzas de (in)seguridad a matar sino que además saluda la “justicia por mano propia”. (Recordemos que la ministra Bullrich valoró positivamente la tenencia de armas de fuego por parte de ciudadanos comunes, y afirmó la necesidad de protegerse del crimen organizado). En este sentido, es preciso comprender también la economía afectiva del odio que pone en juego el discurso de la Alianza Cambiemos. Así, continuando tras los pasos de Ahmed, es posible analizar los modos en que no solo se construyen fronteras entre un “nosotros” idealizado, portador de virtudes y valores (honestidad, solidaridad, vocación de diálogo), y una alteridad abyecta, sino cómo el odio, que “genera su objeto como una defensa contra una lesión”, se dirige hacia una multiplicidad de otros, de figuras amenazantes, que al ser caracterizadas como instigadoras de daños también resultan (auto)merecedoras de violencia.

Más arriba nos preguntábamos qué tienen en común Rafael Nahuel, Juan Pablo Kukok, Santiago Maldonado, Facundo Ferreira, además de haber sido asesinados por la fuerza de (in)seguridad. Desde la óptica de Cambiemos son, justamente, quienes no solo falla(ro)n en alcanzar el “nosotros” idealizado, sino quienes lo ponen bajo amenaza con su odio y violencia. En este sentido, las operaciones discursivas del gobierno, tendientes a justificar la violencia estatal, son abrumadoras. Sencillas, pero abrumadoras por su cantidad y repetición.

Por consiguiente, dentro de esa matriz discursiva, que se consolida en su repetición, Chocobar no es el criminal que asesinó en el suelo a un joven desarmado, sino el héroe que mató a un ladrón en defensa de “los ciudadanos” (que aman y son amados por su país). Más aún, todos los Chocobar “nos” defienden del odio de otros; más precisamente, de los que odian “nuestra” forma de amar la Argentina buena, blanca, trabajadora, meritocrática… y su correlato de identidad nacional, de argentinidad. Lo que tienen en común lxs muertxs del macrismo, siempre desde su perspectiva, es la incapacidad, a causa de su propia ‘naturaleza’ odiadora, de formar lazo afectivo y de devolver amor a “nuestra” comunidad amada. Pues, lo que devuelven es odio; condición, no obstante, sine qua non, para la existencia de esa comunidad fantaseada, idealizada.

En efecto, para que esa comunidad -de la unión, la verdad, la honestidad, los valores, y el diálogo- tome cuerpo, es preciso identificar las figuras del odio (indixs, negrxs, ladronxs, pobres, usurpadorxs, inmigrantes, insumisas, aborteras), en tanto el “nosotros que amamos” no preexiste a esa operación; sino que, por el contrario, se funda en ella. No obstante, también es importante advertir que dichas figuran trabajan metonímicamente. Como destaca Ahmed, lo que las hace “parecidas” es su “falta de parecido” con “nosotros”. En este sentido, el odio no se puede encontrar en una figura, sino que funciona para crear un contorno de diferentes figuras u objetos de odio, que son reunidas en una narración que las posiciona como una “amenaza común”. Esto significa que las emociones funcionan como una forma de capital, en tanto el afecto no reside positivamente en el signo o la mercancía, sino que se produce como efecto de su circulación. Por eso, en palabras de dicha autora, “la imposibilidad de reducir el odio a un cuerpo en particular permite que el odio circule en un sentido económico, funcionando para distinguir a algunos otros de otros otros, una diferencia que nunca termina, en tanto está esperando a otros que todavía no han llegado”. Y es este discurso, que Ahmed sintetiza como el discurso de “ahí viene el Coco” (para nosotrxs, el Cuco o los Kukas), el que justifica la violencia contra unos cuerpos que ponen en riesgo la Nación y sus significantes contiguos.

Está claro que lo que se amontona en los nombres de Chocobar/Bullrrich son los “cuerpos odiados”, los que hay que des-hacer (en el extremo, desaparecer) para producir y conservar el objeto amado: la Argentina blanca, europea, desperonizada, deskirchnerizada. Pues ahí radica una de las claves para pensar las condiciones de posibilidad de los actos que acaban con las vidas precarizadas por el propio Estado -en nuestro caso, bajo la conducción de Cambiemos- que, en una artimaña metaléptica, dice actuar contra los que odian y en defensa de los bienamados. Sin embargo, los odiadores identificados como tales por Cambiemos son los signos del odio del propio gobierno, son los contornos abyectos de su identidad política, y de una memoria discursiva que reabre historias y asociaciones de exclusión. Pero, como ya sabemos, lo(s) excluido(s) siempre retorna(n) como un futuro esperanzador -quizás imposible pero- que nunca acaba.

Auto-sacrificio

Se puede afirmar que el discurso y la lectura afectiva de un “nosotros” que amamos y unos “otros” que odian no solo performa la consistencia de un sujeto idealizado, sino que provoca una inversión paradojal con alta efectividad: las víctimas de la violencia del gobierno no son lxs desheredadxs, desplazadxs, desarraigadxs, precarizadxs, sino los instigadores del odio, los que no devuelven el amor y rechazan la unión que nos propone el macrismo. Son todos aquellos que no aceptan motu proprio cerrar “la grieta” entre Capuletos y Montescos pagando con la propia vida, como lo hicieron Romeo y Julieta. Porque, en definitiva, esa es la lógica y la invitación de Cambiemos: un auto-sacrificio, una renuncia a nuestras condiciones sociales, políticas, económicas de pervivencia.

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