REVOLUCIONES
¿Revolución en tiempos globales?

Por Carlos María Vilas (UNLa)*

Ingredientes nacionales e internacionales en la gestación y desarrollo de las revoluciones sociales

Resumen

Las revoluciones son el producto de un conjunto complejo de factores políticos, ideológicos, sociales y económicos nacionales e internacionales, “puesto a punto” por la intervención de determinados actores. Todos los procesos revolucionarios han debido tomar en cuenta la acción o reacción de actores externos, fuera para contar o negociar con ellos, o para confrontarlos. La solidaridad internacional fue crucial para las revoluciones sociales en una variedad de aspectos, desde la cooperación económica o técnica al apoyo y entrenamiento militar. El fin del ciclo de la guerra fría, la aceleración a fines del siglo pasado de las tendencias a la globalización y el despliegue amplio de procesos de democratización institucional, diseñaron nuevos escenarios para los procesos políticos que platean como objetivo una transformación sustancial de la estructura social, la organización económica y las relaciones de poder en sus respectivas naciones. Al mismo tiempo, la desigualdad y la fragmentación socioeconómica, junto con la pobreza masiva,  persisten como rasgos centrales del tejido social en no pocas de las “nuevas democracias”. Tomando como referencia la América Latina del siglo veinte, este artículo enfoca las maneras en que los nuevos escenarios y procesos locales, regionales e internacionales impactan sobre la probabilidad de nuevos desafíos revolucionarios a la estructura de poder y propuestas de rediseño radical de la organización socioeconómica de nuestras naciones.

1- Introducción

Las revoluciones sociales son procesos masivos que confrontan desde abajo las estructuras de poder de una sociedad –incluyendo su organización económica y su entramado institucional—con un sentido de progreso social. Cuando triunfan, las revoluciones sociales introducen cambios profundos en las relaciones sociales, económicas y políticas, así como en las dimensiones materiales y simbólicas de la vida cotidiana.

El cambio estructural también puede ser impulsado desde los gobiernos o por actores institucionales que no impulsan confrontaciones revolucionarias al poder del estado –por ejemplo, el régimen militar peruano de 1968, la Unidad Popular chilena de 1970-73, o incluso algunas experiencias nacional-populares como el primer peronismo en la Argentina de la segunda posguerra, o las más recientes en varios países de América del Sur (Venezuela, Ecuador, Bolivia). Con objetivos y efectos completamente diferentes e incluso opuestos, también generaron transformaciones estructurales de magnitud las reformas neoliberales ejecutadas por varios gobiernos de la región durante la década de 1990. Al acentuar el origen no estatal de las revoluciones y su sentido de progreso social estamos señalando su dimensión de confrontación política y su gravitación en la ampliación del acceso de los grupos subalternos de la sociedad (trabajadores, campesinos, sectores medios, comunidades indígenas…) a los recursos de poder institucionales, económicos, sociales y culturales.  Las revoluciones sociales se orientan no sólo al derrocamiento de los grupos dominantes o al desmantelamiento de los aparatos institucionales del estado –por ejemplo las fuerzas militares y de seguridad, tribunales,  organismos gubernamentales—a través de procedimientos no legales, sino también a la promoción de transformaciones socioeconómicas de amplio alcance: cambios en las relaciones de propiedad, en la distribución del excedente y en las pautas institucionales y culturales de legitimación del poder y el prestigio.

Las revoluciones sociales enfocan el poder político como un medio para promover el cambio estructural. No existe, sin embargo, una relación directa o necesaria entre  los esfuerzos revolucionarios y las transformaciones resultantes. Sin perjuicio de su compromiso con cambios de amplio alcance y de la tremenda movilización social, e incluso violencia, que son desplegadas para conquistar el poder del estado y consolidarse en él, el desempeño revolucionario en materia de cambio estructural descansa en un conjunto diferente de alianzas, recursos, capacidades y acuerdos de poder distinto del que impulsó el enfrentamiento al antiguo régimen. Más aún: en no pocos casos las élites revolucionarias, una vez en el poder, han abandonado su perspectiva instrumental del poder político, y han tendido a mantenerse en el gobierno tanto como les fuera posible, usualmente a costa de cambiantes compromisos y lealtades político-ideológicas.

Las revoluciones son el producto de un conjunto complejo de factores políticos, ideológicos, sociales y económicos nacionales e internacionales, activado por la intervención de determinados actores. En cuanto han tenido lugar en un mundo de estados nacionales, el fin de la guerra fría, el desenvolvimiento de nuevas modalidades de globalización y la creciente integración comercial, financiera e informacional transnacional  plantean interrogantes respecto del impacto de los nuevos escenarios y actores internacionales sobre las perspectivas de nuevos procesos de cambio revolucionario. Las alegaciones que presentaban a las revoluciones sociales como el producto de manipulaciones o intervenciones foráneas en los asuntos internos de gobiernos débiles, no pudieron ser sostenidas con un mínimo de seriedad ni siquiera en los momentos más álgidos de la guerra fría. Por su parte, afirmaciones del tipo “un mundo sin fronteras” y “el fin de la geografía” que aluden a la existencia de una “clase dominante global” y a la pérdida de capacidades normativas y regulatorias estatales, y por consiguiente a una supuesta irrelevancia de los procesos políticos que se desenvuelven y las decisiones que se toman en el marco de los estados nacionales, pertenecen todavía mucho más al terreno ideológico que a la evidencia que surge de los escenarios presentes y a su desarrollo en curso.

Con el fin de reducir al mínimo las posibles especulaciones sobre un asunto que muy raramente es encarado con ecuanimidad, este artículo desarrolla una perspectiva histórica comparada de las revoluciones sociales acaecidas en América Latina a lo largo del siglo veinte: México (1910), Guatemala (1944), Bolivia (1952), Cuba (1959), Granada (1979) y Nicaragua (1979). En una variedad de escenarios nacionales e internacionales, y dinamizando la interacción de diferentes participantes, cada uno de esos procesos fue exitoso en lo que respecta a la toma del poder político y el inicio de un rediseño estructural de la sociedad, sin perjuicio de la solidez o sustentabilidad de esos logros –cuestión que no será tratada en esta ocasión.

 

2- Instituciones, estructura e intervención política en las revoluciones sociales

En todos los casos mencionados las revoluciones fueron “preparadas” y detonadas por un arco de condiciones socioeconómicas y políticas que han sido el objeto de múltiples análisis y discusiones en la literatura especialmente dedicada al tema. Tres elementos, estrechamente vinculados entre sí, han sido identificados en el origen de esas revoluciones sociales: 1) opresión política y gobiernos ilegítimos; 2) cambios regresivos  en el patrón de desigualdades económicas y sociales; 3) intervención política de actores que promueven la revolución. Es la concurrencia de todos estos factores la que contribuye a configurar lo que usualmente se conoce como situación revolucionaria.

Opresión política y gobierno ilegítimo

Todas las revoluciones sociales comenzaron como intentos masivos de derrocar  a un gobierno considerado dictatorial, abusivo, fraudulento o de alguna otra manera ilegítimo. No toda revolución política desembocó en una revolución social, pero ninguna revolución social ha estado dirigida al derrocamiento de un gobierno convencionalmente considerado democrático por sus propios súbditos –o al menos una porción mayoritaria de ellos.

Existen razones para esta relación negativa. Las democracias pueden ser ineficaces en materia de reformas socioeconómicas progresistas –es decir, la proyección de la democracia desde el ámbito político institucional a los terrenos de las relaciones de propiedad y de producción, a la distribución del ingreso y las pautas culturales— y reproducir en consecuencia las fracturas étnicas, de clase o de otra índole que mucha gente considera injustas. Sin embargo el gobierno democrático brinda, al menos en teoría, los medios para cambiar pacífica y legalmente ese estado de cosas, lo cual suele convencer a muchos que, si recurren a los instrumentos adecuados –un partido político reformista, un dirigente talentoso,  un sistema tributario progresivo, la sensibilidad de los medios de comunicación-, son lo suficientemente ingeniosos para tomar las decisiones adecuadas, o suficientemente tozudos para insistir en sus demandas, las cosas pueden mejorarse. Al contrario, hay poco lugar para expectativas de mejora o progreso en los regímenes dictatoriales.

Los criterios a los que las personas recurren para valorar a un gobierno dado como dictatorial o democrático no refieren exclusivamente a consideraciones institucionales; involucran también cuestiones prácticas de la vida diaria. Un gobierno formalmente ilegal –por ejemplo un gobierno surgido de un golpe de estado—puede conseguir amplio apoyo social si pone en marcha reformas institucionales o sociales reclamadas durante mucho tiempo por sectores importantes de la sociedad, como fue el caso del régimen militar peruano entre 1968 y 1975. En la vida cotidiana las concepciones populares respecto de la democracia nunca han estado limitadas a cuestiones político-institucionales como en la definición schumpeteriana convencional. Al contrario, esas concepciones conjugan procedimientos institucionales con la capacidad del régimen político  para implementar cambios socioeconómicos que mejoren las condiciones de vida del pueblo. La democracia es vista como el resultado de un conjunto de instrumentos institucionales y como el resultado de una política determinada; tiene que ver no sólo con un sistema institucional en particular para la toma de decisiones, sino también con el contenido de las decisiones que se toman.

Centroamérica ofrece un ejemplo convincente. A comienzos de la década de 1960, las cinco repúblicas del Istmo compartían rasgos económicos estructurales muy parecidos: concentración de la tenencia de la tierra y del ingreso, creciente pobreza urbana, fragmentación de los mercados de trabajo. La guerra de guerrilla revolucionaria se desarrolló en los países en los que este escenario estructural estaba reforzado por regímenes dictatoriales: El Salvador, Guatemala y Nicaragua. Al contrario, no se registraron intentos revolucionarios en Costa Rica, donde el sistema político democrático y las reformas socioeconómicas ejecutadas después de 1948 demostraron ser receptivas de las demandas de los trabajadores, los campesinos y los sectores medios. Tampoco hubo convocatorias revolucionarias en Honduras, donde los sucesivos gobiernos militares impulsaron   una tibia reforma agraria y promovieron la organización campesina, al mismo tiempo que sus colegas de Nicaragua, El Salvador y Guatemala arrasaban aldeas campesinas, reprimían a los trabajadores y los estudiantes, rechazaban la democracia representativa o sobornaban a la dócil oposición conservadora.

El caso centroamericano no es excepcional. La revolución mexicana de 1910 comenzó como una reacción a las ambiciones de Porfirio Díaz de manipular una vez más el sistema electoral y ser reelecto para un nuevo periodo presidencial, un cargo que venía ejerciendo ininterrumpidamente desde 1874. La oposición de las clases medias y sectores acomodados en varios estados del norte (como Chihuahua, Cohauila y Sonora) se fortaleció con el apoyo activo brindado por un arco amplio de sectores: la pequeña burguesía de las ciudades, peones de hacienda y otros asalariados rurales en el norte, campesinos sin tierras o amenazados de despojo por el capitalismo agroindustrial en algunos estados del centro (principalmente Morelos y Puebla). En conjunto sumaron una variedad de demandas socioeconómicas que se sumaron a las demandas políticas originales. Francisco I. Madero, un terrateniente del estado de Cohauila, encabezó la amplia oposición; obtuvo apoyo armado de otros terratenientes opuestos a Díaz y de grandes comerciantes de las ciudades, así como de la dinámica clase de granjeros independientes del Norte. Lo que comenzó como la expresión de demandas liberales y democráticas contra la re-elección de Díaz se transformó en una revolución social cuando los campesinos del estado de Morelos, dirigidos por Emiliano Zapata, se sumaron a la revolución con la demanda de “Tierra y Libertad” que tomaron de la prédica anarquista de Ricardo Flores Magón.

En Bolivia la persistente represión de los trabajadores y los campesinos indígenas que reclamaban contra las condiciones miserables de vida y la sucesión de fraudes electorales impulsó al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) a encarar la vía revolucionaria de masas tras la segunda guerra mundial. En 1946 el gobierno nacionalista presidido por el coronel Gualberto Villarroel había sido derrocado por un levantamiento de masas en La Paz auspiciado por la oposición de clase media y las élites económicas junto con sectores del ejército; Villarroel murió linchado por la turba. Tras ello el ejército se convirtió en el soporte de una serie de gobiernos civiles de fachada mientras “la Rosca” (el pequeño grupo de poderosas familias que controlaban la minería del estaño y las exportaciones) ejercía el poder efectivo entre bambalinas. Se estableció el estado de sitio a fin de ampliar los recursos represivos del estado contra los partidarios del MNR, muchos de cuyos dirigentes fueron forzados al exilio, y contra los activistas sindicales. Las libertades y derechos constitucionales fueron suspendidos, la protesta de los trabajadores fue salvajemente reprimida –como en la masacre de Potosí a principios de 1947—y los resultados de las elecciones municipales y legislativas, que consagraron la victoria del MNR, fueron anulados. La caída de los precios internacionales del estaño detonó una severa crisis fiscal tras la segunda guerra mundial. En septiembre 1949 se inició una revuelta cívica encabezada por el MNR que se extendió durante dos meses; en mayo 1950 la intervención del MNR convirtió una huelga de trabajadores en una fábrica en La Paz en una insurrección armada que terminó derrotada por la represión militar. En 1951 el MNR ganó la elección presidencial con más de 70% de los votos, pero el ejército impidió al candidato vencedor asumir el cargo. En abril de 1952 el MNR lanzó una nueva embestida insurreccional, que resultó exitosa. Los arsenales de varias ciudades fueron tomados por asalto por las milicias del MNR y los obreros armados marcharon sobre La Paz. A pesar de su ideología reformista, el desenvolvimiento del conflicto social empujó al MNR a comprometerse con cambios revolucionarios como la nacionalización de la minería y una reforma agraria radical que abolió el sistema tradicional de hacienda, que incrementaron el poder de los trabajadores urbanos y rurales, y de segmentos de las clases medias, y desmantelaron el dominio oligárquico.

El capitalismo global y las políticas exteriores de algunos estados particularmente influyentes en los respectivos países actuaron como catalizadores de los alzamientos revolucionarios. Las dictaduras fueron enfrentadas no solo por su carácter opresivo sino también por su subordinación efectiva o alegada a potencias extranjeras. El nacionalismo y el anti imperialismo fueron ingredientes centrales de las ideologías revolucionarias, como reacciones a lo que era considerado una sumisión inaceptable, explotadora y opresiva, a la dominación externa.

En Cuba la consigna revolucionaria “Patria o Muerte!”, o el “Patria Libre o Morir!” del Frente Sandinista de Liberación en Nicaragua, son testimonio de una fuerte presencia del nacionalismo incluso en procesos en los que el enfoque clasista y ciertos elementos de teoría marxista fueron asumidos abiertamente como herramientas de orientación  ideológica. El golpe militar de 1952 interrumpió en Cuba  el curso de la política democrática y reformista; suspendió la convocatoria a elecciones legislativas y devolvió a Fulgencio Batista al poder. Rápidamente se hizo evidente su vinculación con los intereses de los productores de azúcar de remolacha de los Estados Unidos, que competían con la producción de azúcar de caña de Cuba. La sostenida reducción de la cuota azucarera cubana  en el mercado estadounidense obligó a Cuba a aumentar sus ventas al mercado internacional, deprimiendo los consiguientes ingresos de exportación e incrementando la vulnerabilidad económica general del país y el malestar social. Más aún, Batista y su camarilla estaban profundamente envueltos en varios de los negocios del llamado “sindicato del crimen” del este de Estados Unidos en la isla, como el juego y la prostitución. Estos hechos probaron a mucha gente que Batista era poco más que un títere de intereses foráneos y ayudaron a la formación de un amplio apoyo social a la revolución (Winocur 1979:37 y sigs).

Algo similar se observa respecto de la dictadura de la familia Somoza en Nicaragua. Sus orígenes datan de las invasiones militares estadounidenses a Nicaragua en las primeras décadas del siglo veinte. Anastasio Somoza García alcanzó prominencia política como jefe de la guardia constabularia creada por los invasores, y por su involucramiento en el asesinato a traición del patriota Augusto Sandino. Somoza García gobernó Nicaragua hasta su asesinato en 1956 por un militante estudiantil universitario. Sus hijos Luis y Anastasio Somoza Debayle heredaron la silla presidencial y el mando militar respectivamente, y tras la muerte del primero ambas dimensiones del poder se acumularon en Anastasio. Ambos hermanos supieron mantener el firme apoyo de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos y amasar una importante fortuna a través de la manipulación de los presupuestos públicos. Pactos electorales con el Partido Conservador les permitieron sortear varias crisis políticas. El esquema somocista combinaba acuerdos y tensiones dentro de la élite del poder, represión militar a la oposición, y un sistemático alineamiento con la política exterior de Estados Unidos, especialmente durante la guerra fría, que incluyó prestar territorio nicaragüense para el lanzamiento de las invasiones a Guatemala (1954) y Cuba (1961).

 

También en Guatemala los gobiernos de Estados Unidos eran percibidos como la base real de sustento político de la dictadura del general Jorge Ubico, del mismo modo que las articulaciones internacionales eran percibidas en Bolivia como parte sustancial  de la dominación de “la Rosca”. Por su parte, los revolucionarios del Movimiento New Jewell denunciaban el carácter semi colonial del régimen de Eric Gairy.

La articulación recíproca de nacionalismo y democracia explica la eficacia de la convocatoria revolucionaria para encontrar aceptación en amplios sectores de la población por encima de las diferencias de clase social. En algún momento, todas las revoluciones latinoamericanas pudieron contar con el apoyo de prácticamente cada sector de la sociedad. La opresión política probó ser un elemento fundamental para la radicalización de las clases medias y la incorporación de elementos provenientes de ellas a las organizaciones revolucionarias, muchas de las cuales contaron entre sus fundadores a gente proveniente de esos sectores.  El conflicto político entre quienes se beneficiaban de la opresión política y la dominación externa o las  apoyaban,  y los partidarios de la revolución sustituyó al conflicto de clases entre capital y trabajo. Sea como fuere, esa sustitución, o si se prefiere, subsunción del conflicto de clases en el conflicto nacional explica la fuerza creciente y a la postre avasalladora de la coalición revolucionaria en su enfrentamiento al poder del estado, así como las tensiones internas con relación a la profundidad y los alcances de las reformas económicas, sociales e institucionales una vez que la revolución se convirtió en gobierno.

La interrelación estrecha de los criterios socioeconómicos e institucionales presentes en la valoración popular de la calidad del régimen político destaca un aspecto compartido por todas las revoluciones sociales. Aunque comienzan como revoluciones políticas dirigidas al derrocamiento de un gobierno juzgado ilegítimo, la incorporación masiva de los trabajadores y los pobres, con sus propias demandas de justicia social y económica, y su propia construcción simbólica de la democracia y de la igualdad social transformó su carácter inicial políticamente restringido en un proceso social de mayor radicalidad. En palabras de Ché Guevara “La reforma agraria no fue invento nuestro, fue conminación del campesinado, quien la impuso a la revolución” (Guevara 1970 II:18).
Cambios socioeconómicos regresivos
Inestabilidad, inseguridad y desigualdad tanto en el plano estructural como en el nivel microsocial son rasgos persistentes en los países de América Latina en los que tuvieron lugar revoluciones sociales. En la época en que la revolución comenzó todos ellos tenían economías no industrializadas. altamente especializadas en minería y producción agrícola para la exportación, extremadamente dependientes de las alzas y bajas de mercados internacionales concentrados que fijaban los precios de exportación y condicionaban los niveles generales de actividad económica y de ingresos fiscales. Dado que los bienes exportables constituían una porción muy pequeña del consumo interno, las mejoras en la productividad y la disminución de los costos de producción en la generación de exportables carecían de impacto significativo en el consumo interno, y agravaban en cambio las diferencias sociales entre ambos sectores de la economía. Como la posibilidad de estos países de influir en el comportamiento de los precios internacionales es por definición casi nula, y dado que cada uno de ellos debe competir con un número frecuentemente grande de economías similarmente subdesarrolladas productoras de los mismos bienes primarios en básicamente las mismas condiciones técnicas, los empresarios recurren a una intensa explotación de la fuerza de trabajo a fin de elevar su rentabilidad: durísimas condiciones de empleo, salarios bajos, precios agrícolas al nivel de la reproducción simple de la unidad campesina, y similares. Los niveles altos de desempleo abierto y de empleo estacional con breves picos de empleo durante las cosechas seguidos por el  prolongado “tiempo muerto” en el que los trabajadores quedaban librados a su propia subsistencia agregaban elementos de inestabilidad e imprevisibilidad al horizonte cotidiano de millones de familias (Vilas 1994).

En conjunto esta matriz social y su dinámica puede ser interpretada como el producto de una inserción crecientemente tributaria del capitalismo globalizado. Nuevas o renovadas modalidades de penetración capitalista en lo que refiere a uso del suelo, desplazamiento del campesinado, sustitución de la renta en especie o en trabajo por renta en dinero, cadenas comerciales que desplazan a los pequeños tenderos y transportistas hacia la marginalidad o la quiebra, migraciones a las ciudades y surgimiento del fenómeno de la pobreza urbana masiva, descalabro de la vida familiar, creciente explotación de los trabajadores para compensar los rendimientos decrecientes por falta o insuficiente renovación tecnológica y, al mismo tiempo, expulsión de fuerza de trabajo por la incorporación de técnicas nuevas, dependencia creciente de la importación de alimentos y por lo tanto de sus precios internacionales… Todo esto reforzado por el Estado a través de  reformas legales, desatención de los reclamos populares o represión policial o militar, en algunos casos con cooperación o asesoramiento externo –desde la Infantería de Marina de Estados Unidos a la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID) de ese país y los tecnócratas del Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional—y combinado con la percepción y la evidencia del enriquecimiento y la prosperidad disfrutada por otros.

Como expresó con tonalidad fuertemente emocional uno de los dirigentes del MNR boliviano:

“Los bolivianos eran reprimidos con una crueldad nunca vista antes en América Latina, así que decidieron que era mejor arriesgarse a perder sus vidas en un combate definitivo, que morir lentamente en una interminable cadena de pequeñas escaramuzas defensivas en las que carecían de toda iniciativa. Este pueblo reprimido estaba compuesto de hombres maduros, muchos de ellos dueños de sus hogares, que en muchos casos estaban a punto de perderlo; no eran jóvenes frenéticos soñando con aventuras sino individuos adultos que habían calculado los pros y contras de lo que estaba   ocurriendo y de lo que iba a ocurrir. Habían visto interrumpirse sus carreras, detenerse su progreso, sus familias aniquiladas, sus hijos hambrientos, sus esposas en diarias penurias. Eran testigos de la prosperidad de los cientos de protegidos y socios de los grupos dominantes –aventureros extranjeros que, después de enriquecerse, se fueron del país habiendo exprimido a Bolivia como si fuera una atractiva California llena de oro y divisas, mientras los seres humanos nacidos en Bolivia eran perseguidos como bestias, arrasados en cada rincón, maltratados en las prisiones o cazados en el exterior. Cualquier cosa era mejor que vivir en esas condiciones” (Fontaura Argandoña 1974).

Debido a su fuerte estabilidad estructural, tanto las sociedades precapitalistas como las del capitalismo avanzado presentan, en cambio, pocas oportunidades para la movilización revolucionaria masiva. La gente común tiene un lugar en las relaciones sociales, con sistemas institucionalizados (formal o informalmente) de premios y castigos; la acción social es predecible. La ocurrencia de desafíos revolucionarios está ligada fundamentalmente a las dislocaciones y tensiones planteadas por la transición de uno a otro tipo de sociedad, por el movimiento siempre conflictivo hacia una sociedad dominada por el mercado, la agricultura comercial, la aparición de la agroindustria, la concentración del capital y del crédito y la globalización creciente de los procesos económicos y sociales. La velocidad de los cambios es tan importante como su magnitud, lo que implica que los impactos negativos de las transformaciones afectan a amplios sectores de la población y no solamente a los más pobres -para quienes las privaciones son un elemento normal de la vida diaria-lo cual aumenta la disponibilidad de los sectores medios y hasta de gente de los sectores altos a la convocatoria revolucionaria. Cuando los cambios tienen lugar de manera muy rápida, como los que derivan de las repercusiones de crisis internacionales sobre las economías “de auge y depresión”, de guerras (especialmente para la gente que pertenece al bando derrotado), de nuevos criterios legales para el acceso a recursos, o incluso de catástrofes naturales como terremotos o inundaciones, las personas y sus hogares pierden sus modalidades previas de integración social más rápido que lo que consiguen una nueva, experimentando un sentimiento de exclusión, de falta de un lugar bajo el sol, que no es un simple producto de su imaginación.

Durante los 36 años de dictadura de Porfirio Díaz, la privatización de tierras fiscales y comunales para promover el desarrollo del capitalismo agroindustrial, difundió inestabilidad y empobrecimiento en el campesinado, forzándolo a buscar nuevas formas de sobrevivencia. Cientos de pueblos indios fueron expulsados de sus tierras; carentes de títulos formales de sus posesiones comunitarias, los aldeanos no contaban con medios legales para defender sus tierras. La proletarización de su fuerza de trabajo también fue impulsada por el rápido crecimiento industrial y la impresionante construcción de carreteras y vías férreas. Los florecientes negocios financieros e inmobiliarios iban de la mano con la vida dura de los trabajadores del campo y la ciudad; los derechos y estilos tradicionales de vida resultaban subvertidos por las nuevas relaciones de producción. El crecimiento del trabajo asalariado no estaba acompañado por mejoras en la organización de los trabajadores y en su capacidad de negociación. Lo mismo que en otras sociedades multiétnicas, las relaciones de clase impulsadas por el desarrollo capitalista se articulaban a identidades etnolingüísticas arraigadas en matrices comunales y en general no orientadas hacia la rentabilidad económica; la tensión entre ambas agravaba el malestar y  la conflictividad social. Al mismo tiempo, la estructura social se diversificaba, sobre todo en las ciudades, donde la mayor división social del trabajo estimulaba el surgimiento de nuevas clases medias. El apoyo a la revolución encabezada por Madero fue alimentado así por un conjunto amplio de demandas populares y de clases medias, a medida que el apoyo brindado por el gobierno de Díaz a las privaciones masivas, a través de las reformas legales y la represión, se hacían de más en más evidentes para todos, al igual que sus alianzas con las oligarquías locales (Brading 1980).

Desde 1941 hasta 1944 los precios reales al consumidor crecieron en Guatemala 70 por ciento, asestando un golpe severo a gran parte de la población urbana. Los aumentos en el precio de los alquileres, de los alimentos y la indumentaria, así como el de los bienes importados, alimentó el resentimiento proveniente de las clases medias urbanas, y no sólo  de los trabajadores rurales y urbanos, contra las políticas gubernamentales. Durante la segunda guerra mundial los ingresos provenientes de  las exportaciones de café crecieron sustancialmente. Pero a pesar del consiguiente aumento de los ingresos fiscales el gobierno de Ubico rechazó suavizar su política económica. El empleo y los salarios en el sector público no mejoraron, y persistieron las restricciones al crédito para la inversión privada. Al mismo tiempo que el conjunto de la economía se resentía por la falta de liquidez, las cuentas fiscales iban en relativa mejoría, planteándose un marcado contraste  entre un gobierno enriquecido y una sociedad empobrecida. De acuerdo a Sergio Tischler, estudioso de este proceso, “en tales condiciones los factores que habían legitimado la política económica ubiquista en gran parte se habían esfumado. Los trabajadores urbanos, particularmente los sectores medios, resintieron el peso de una política que a sus ojos se había transformado en un capricho de Ubico, en un absurdo.(…) el sentimiento de ausencia de futuro era quizás el factor que catalizaba el sentimiento de la clase media” (Tischler 1998:180, 181). Las medidas del régimen habían paralizado casi completamente los mecanismos de movilidad social ascendente de los sectores medios; pero, a la par, esos sectores se habían expandido durante los 13 años de dictadura. Las tensiones entre la desaceleración de la movilidad social ascendente, el congelamiento del empleo y los salarios del sector público, y la inflación, se tradujeron en una manifiesta frustración de las clases medias y un resentimiento contra el gobierno, que para entonces era ampliamente considerado una dictadura. Más aún: la represión de las demandas de los trabajadores urbanos y las clases medias provocó la rápida erosión de los mecanismos de mediación paternalista con los sectores subalternos urbanos.

En vísperas de la revolución, la economía de Cuba se ubicaba entre las cinco más desarrolladas de Latinoamérica de acuerdo a indicadores convencionales como el PBI por habitante, el empleo urbano, la tasa de mortalidad infantil o la de alfabetización adulta. Era, sin embargo, una economía muy distorsionada, con desequilibrios agudos entre las áreas urbanas y rurales; la inversión y los servicios básicos, por ejemplo, se concentraban en la ciudad de La Habana. Se trataba además de una economía muy vulnerable a las alzas y bajas de las cotizaciones internacionales de su principal rubro de exportación (el azúcar de caña), imponiendo al conjunto de la sociedad una intensa inestabilidad estructural.  El férreo sistema de cuotas de exportación de azúcar impuesto por Washington y diligentemente aceptado por el gobierno de Batista, a fin de proteger a los productores estadounidenses de azúcar de remolacha, implicó restricciones adicionales y mayor inestabilidad. En vísperas de la revolución el desempleo oscilaba entre 20 y 30 por ciento de la población activa; el subempleo era similarmente elevado en las ciudades y en el campo, y el empleo estacional involucraba a la quinta parte de los trabajadores rurales (Rodriguez 1979). La inseguridad laboral era un rasgo permanente de la vida cotidiana para gran parte de los cubanos, lo que condicionaba sus evaluaciones sobre el gobierno y sus relaciones con él, y los convertía en terreno fértil para la prédica revolucionaria (Cruz Díaz 1982). A causa del aumento de los precios al consumidor, el ingreso real por habitante se redujo durante gran parte de la década de 1950. En 1956 promediaba los 336 pesos por año, pero la mayoría de las familias rurales percibía no más de 90 pesos/año (en una población rural que representaba dos quintos de la población nacional). La corrupción estaba generalizada en todos los niveles del gobierno. La percepción de la dominación y la explotación foráneas de la economía cubana, el alto desempleo, los decrecientes ingresos reales en la década de 1950 y la pobreza de la población rural, contribuyeron al crecimiento del descontento de las masas que precedió a la revolución (De Fronzo 1991:162).  No sólo de las masas: para mediados de 1958 varios de los mayores productores de caña de azúcar habían roto con el gobierno y se sumaban a la coalición revolucionaria (Winocur 1979).

En Granada la corrupción gubernamental, el autoritarismo y el desprecio por las demandas populares minaron la legitimidad del régimen del Primer Ministro Eric Gairy. Las movilizaciones a favor de una plena independencia de la Comunidad Británica de Naciones y de mejoras sociales para los trabajadores y sectores medios recibían la represión como respuesta. Pequeña isla del Caribe oriental, la economía de Granada presenta todas las características de cualquier economía pequeña: fuerte vinculación al mercado internacional en el que no desempeña un papel de relevancia; muy vulnerable a las variaciones de los factores externos que no puede controlar; dependencia de ingresos de exportación provenientes de productos con impacto marginal tanto en la demanda de consumo como en la de insumos de producción (para el caso, nuez moscada); carencia de infraestructura que pudiera insertarla en los circuitos turísticos del Caribe. Extremadamente superpoblada, la migración a los Estados Unidos o al Reino Unido era el recurso típico de los jóvenes que buscaban mejores horizontes de vida. La revolución fue otro. Jóvenes profesionales de clase media con educación universitaria y experiencia en organización popular plantearon un enfrentamiento abierto al régimen de Gairy. Inspirados tanto por la ideología del Black Power como por la revolución cubana consiguieron reunir un amplio apoyo de trabajadores, campesinos pobres y asalariados de clase media (Pryor 1986).

En Nicaragua la dictadura de casi medio siglo de la familia Somoza fue, ya se dijo, una resultante directa de las invasiones estadounidenses. La agroexportación (algodón, azúcar de caña, carne bovina) se expandió en las décadas de 1950 y 1960 directamente ligada a la reactivación de la economía norteamericana de la segunda posguerra y la guerra de Corea. Cambios en los sistemas legales de tenencia de la tierra dieron paso a masivas expulsiones campesinas, aumentando el número de asalariados rurales y alimentando la migración a las ciudades o hacia la frontera agrícola. Hacia 1970 casi 39 por ciento de las familias campesinas carecía de tierra. Aún antes del terremoto -que dejó a Managua en ruinas en diciembre 1972-, la pobreza urbana había estallado como efecto de las migraciones y de la incapacidad del débil sector industrial de absorber la creciente demanda de empleo. Entre tanto, nuevas fortunas se formaban a través del acceso a subsidios estatales y nuevas expulsiones campesinas. Como secuelas del terremoto 57 por ciento de la población de Managua perdió sus empleos y 60 por ciento de sus habitantes se vio forzada a mudarse a otros lados. La vida urbana quedó desmembrada y permaneció en ese estado por años. El impacto en la vida diaria de la gente, de la superposición del enriquecimiento oligárquico y la catástrofe natural fue agravado por el pillaje de la Guardia Nacional somocista y el saqueo de la ayuda proveniente del exterior para la reconstrucción por altos funcionarios del gobierno, incluida la propia familia Somoza. Segmentos de la élite de los negocios comenzaron a separarse de los Somoza, a quienes acusaban de incurrir en una competencia desleal: corrupción, privatización ilegal de activos estatales, manipulación de la información y del crédito público. La alianza estrecha entre Somoza y las élites tradicionales comenzó a resquebrajarse en momentos en que el malestar y las movilizaciones sociales iban en ascenso y la guerrilla del FSLN doblaba sus desafíos al poder estatal (Vilas 1984).

Activación política

Desigualdad creciente, deterioro económico y opresión política no generan por sí mismas condiciones para una revolución. Muchos países de América Latina presentan niveles de desigualdad, inseguridad o inestabilidad tan altos como los de cualquiera de los escenarios en los que las revoluciones tuvieron lugar.  Las dictaduras prolongadas no han sido infrecuentes en el hemisferio hasta tiempos muy recientes. La represión política, cuando se despliega a lo largo del tiempo en combinación con manipulaciones ideológicas y con cierta tolerancia internacional, puede aislar y aplastar a la oposición y aportar estabilidad a un gobierno dictatorial. La religiosidad tradicional puede brindar explicaciones por los sufrimientos de la vida diaria, presentándolos como signos de salvación y justicia eterna. Partidos y liderazgos conservadores pueden convencer a las víctimas de la opresión y la explotación que no deben responsabilizar a otros sino a sí mismos por sus tribulaciones. La gente también puede huir de los escenarios conflictivos: sea más allá de las fronteras en busca de una segunda oportunidad, o hacia adentro de sí mismos a través de la incorporación a ofertas religiosas carismáticas o de cultos esotéricos de creciente convocatoria en las clases populares en tiempos de crisis. La revolución es apenas una de las posibles respuestas a estos escenarios, y frecuentemente la más compleja, difícil y dolorosa de ellas.

Empobrecimiento, inseguridad, opresión, desigualdad en aumento, construyen el escenario en el que se desenvuelve el drama revolucionario. Pero ese drama no se activa automáticamente: requiere de una activación política. Las revoluciones requieren conciencia, organización y liderazgo, que no se forjan espontáneamente, por más que existan ingredientes de espontaneidad en todos los procesos revolucionarios.  Los alzamientos masivos o las grandes explosiones de ira popular pueden resultar ineficaces para derrocar gobiernos o dar por tierra con la opresión social. Las luchas espontáneas contra la explotación y el autoritarismo se restringen usualmente a las expresiones locales de la dominación política o de la explotación económica: incendiar o saquear oficinas gubernamentales o comercios, violencia física contra funcionarios, agentes de cuerpos represivos o administradores o dueños de empresas, y acciones similares. En general están encaminadas a golpear a las expresiones materiales o simbólicas del poder que se encuentran a la mano, y cuanto más rápido mejor. La represión, el aislamiento o el cansancio las llevan a un temprano final y la vida puede seguir igual que antes, o peor. El “bogotazo” de 1948 en Colombia es un buen ejemplo de violencia espontánea de masas que, por falta de organización y liderazgo, terminó reforzando la opresión popular.

La conciencia revolucionaria debe ser desarrollada, transmitida y aprehendida. Se desarrolla a partir de la memoria y las reinterpretaciones de las luchas pasadas que forman parte de la historia de todo país a lo ancho del mundo: por ejemplo, la participación popular en las guerras contra España en Cuba, o contra la invasión francesa en México; la resistencia a las invasiones norteamericanas en México o Nicaragua; la protesta anti-racista del Black Power en Granada; la resistencia de los rancheros del norte de México contra las incursiones apaches. La relectura de la propia historia incluye la recuperación de héroes del pasado que se transforman en conductores simbólicos de las luchas del presente: los mambises y Martí en Cuba, o Andrés Castro y Augusto C. Sandino en Nicaragua. Puede también desarrollarse a partir de una interpretación diferente y conflictiva de las creencias religiosas que pone el acento en el sufrimiento impuesto al pueblo de Dios (que es equiparado a los sufrimientos contemporáneos de los campesinos, los trabajadores, u otros) por la codicia y el egoísmo de los poderosos. Es importante señalar que este discurso contrahegemónico es construido a partir de una articulación diferente de básicamente los mismos ingredientes de la vida cotidiana que alimentan el discurso de resignación difundido por las élites.

Los impulsores de la concientización revolucionaria pueden ser sacerdotes, periodistas, predicadores, trabajadores sociales o de la salud, maestros, profesores universitarios, estudiantes, extensionistas agrícolas y, por supuesto, activistas políticos. Ellos ofrecen al pueblo una interpretación de sus tribulaciones que va más allá, que las presenta como manifestaciones de una situación de injusticia –es decir, como algo que el pueblo no merece porque carece de responsabilidad en la gestación o desarrollo de ellas— o de pecado.  Al mismo tiempo, predican las ventajas y beneficios de pensar, discutir, trabajar y pelear juntos –es decir, de la organización popular-, abonan su confianza  en el esfuerzo propio, estimulan su sentido de eficacia política y enseñan al pueblo a ligar las experiencias individuales o locales de opresión o explotación a procesos y actores generales e impersonales: el capital y no tal o cual empresa, comercio o patrón; el poder del estado, y no éste o aquel funcionario. Al hacerlo, contribuyen a la constitución del revolucionario como un actor colectivo. No la simple sumatoria de un conjunto de individuos sino una entidad compartida cohesionada por su común experiencia y rechazo de la opresión.

Con una variedad de formas y procedimientos, éste fue el papel desempeñado en México, por ejemplo,  por la prédica ideológica de Ricardo Flores Magón y por el Partido Anti Reeleccionista de Francisco I. Madero. Ese fue también el que cumplieron los movimientos de estudiantes y de maestros en Guatemala, el MNR y la ideología indigenista en Bolivia, el Movimiento 26 de Julio y el Ejército Rebelde en Cuba, el Movimiento New Jewell en Granada y el FSLN en Nicaragua. Cada uno a su manera, entrenaron al pueblo a participar en las diferentes formas y acciones requeridas por el desafío revolucionario al poder del Estado, y difundieron ideologías que, combinando el nacionalismo con un análisis clasista elemental, ofrecían una explicación política a los sufrimientos del pueblo; una explicación que, en algunos casos, también era teológica –como fue el caso de la “teología de la liberación” en Centroamérica (Cardenal 1979). Más aún: ellos convencieron al pueblo y a una porción grande de las clases medias, de que la victoria sólo sería posible a través de su propio y directo involucramiento en la lucha, y de que la única lucha victoriosa era la que estaba conducida por esa específica organización. El resultado de este proceso ideológico puede resumirse con las palabras de un dirigente sandinista: “Los campesinos respondieron como por arte de magia, donde no hubo otra magia que los años que pasamos en las montañas” (Ruiz 1980).

3- Escenarios y actores externos

 

Las revoluciones sociales de América Latina se desarrollaron en una variedad de escenarios regionales e internacionales, interactuando de diversa manera con actores y procesos externos. La revolución mexicana de 1910 se abrió camino cuando aún estaba en construcción la hegemonía de Estados Unidos en el hemisferio occidental. Las revoluciones de Guatemala y Bolivia se ubican en los años iniciales de la guerra fría, mientras que las tres restantes (Cuba, Granada, Nicaragua) triunfaron durante la culminación del periodo de guerra fría en áreas de consolidada supremacía estadounidense. El libre comercio y la movilidad internacional de las inversiones eran cuestiones centrales de la economía mundial en tiempos de la revolución mexicana, mientras que el sistema internacional monetario, de comercio y de flujos de capitales, estaba en vísperas de profundas reestructuraciones, mientras los guatemaltecos se movilizaban contra la dictadura. Las revoluciones de Bolivia y Cuba pertenecen a los momentos dorados del sistema diseñado en los acuerdos de Bretton Woods –un sistema que  ya experimentaba los embates de los avances de la globalización-, cuando los revolucionarios de Granada y de Nicaragua alcanzaron el poder.

En su carácter de líderes de una potencia hegemónica, los gobiernos de Estados Unidos  enfocaron a las revoluciones latinoamericanas como aspectos o dimensiones de sus propios conflictos, con terceras partes ajenas al hemisferio, fueran éstas Alemania o Gran Bretaña durante la revolución mexicana, o la Unión Soviética con relación a las revoluciones de la segunda posguerra (Blasier 1978; Vilas 1991). Las decisiones adoptadas respecto de esas revoluciones siempre estuvieron en estrecha dependencia de las percepciones acerca de los desafíos reales o supuestos que ellas planteaban a la seguridad nacional de Estados Unidos, percepciones que a su turno estaban decisivamente influenciadas por las políticas de aquellas terceras partes hacia los procesos o regímenes revolucionarios. El apoyo tradicionalmente brindado por la mayoría de los gobiernos estadounidenses a la dominación oligárquica y a los regímenes dictatoriales de América Latina y el Caribe, convenció a la Casa Blanca y al Congreso de que los desafíos a sus aliados en la región sólo podía ser el resultado de algún tipo de intrusión de ultramar en los asuntos internos de Washington. Con este trasfondo permanente, las acciones y reacciones de Estados Unidos estuvieron influidas por los rasgos particulares de cada proceso revolucionario, así como por la habilidad de actores específicos para influir en la elaboración de las políticas de Washington, fueran ellos actores estadounidenses o de los propios países en revolución.

La administración del presidente Taft desplegó una abierta desconfianza hacia los revolucionarios mexicanos. En 1913 festejó el golpe militar contrarrevolucionario del general Huerta que derrocó al nuevo gobierno constitucional y asesinó al presidente Francisco I. Madero y al vicepresidente Pino Suárez, un golpe que contó con la colaboración de la embajada estadounidense en México. Al contrario, el presidente Wilson simpatizó con la oposición anti Huerta; sus preferencias iban hacia los grupos revolucionarios menos radicales. En el otoño de 1914 Francisco Villa, que acababa de derrotar a Huerta, y Emiliano Zapata, se reunieron en la ciudad de Aguascalientes y aprobaron un programa de reformas y medidas radicales que amenazaba a los reformistas más moderados de las clases medias cuyo líder era Venustiano Carranza. Para entonces Estados Unidos había invadido el estratégico puerto de Veracruz como parte de la estrategia de Wilson de debilitar al gobierno de Huerta, mientras las fuerzas combinadas de Villa y Zapata habían llegado a la Ciudad de México y controlaban casi todo el país.  La suerte del bando constitucionalista dirigido por Carranza, parecía así decidida por falta de suficientes recursos financieros y armamento. En vista de esto, Estados Unidos cedió el control del puerto de Veracruz a Carranza, entregándole armas y municiones. Poco después los aliados de Carranza se apoderaron de los campos petroleros de la costa del Golfo y de las tierras henequeneras de Yucatán, proveyendo a los constitucionalistas de sustanciales ingresos de exportación, que contrastaban con las crecientes dificultades financieras de las fuerzas radicales. En 1915 los ejércitos de Villa fueron derrotados por la tecnología militar mucho más avanzada que aquella que la administración Wilson había provisto a los constitucionalistas. La intervención de Washington en los conflictos internos de la revolución, demostró ser una contribución crucial a la victoria de las corrientes moderadas y la consiguiente derrota del programa radical de Aguascalientes. Sin embargo, en la década de 1930, el gobierno de Estados Unidos no tuvo más remedio que aceptar la nacionalización del petróleo y los ferrocarriles y la expansión de la reforma agraria  impulsadas por el gobierno de Lázaro Cárdenas. Sólo después de la segunda guerra mundial las relaciones entre ambos países comenzaron a mejorar.

En Guatemala el apoyo de la administración del presidente Eisenhower fortaleció a la oposición de las élites terratenientes, la iglesia católica e incluso de grupos de clase media a la reforma agraria. La reforma había expropiado alrededor de dos tercios de la tierra de la compañía bananera United Fruit Co., y  algunas de sus subsidiarias  -por ejemplo en el rubro transportes- también fueron afectadas por varios proyectos de desarrollo de infraestructura. El gobierno guatemalteco presentó a la United Fruit como un ejemplo de combinación de atraso económico, abusos sociales y dominación foránea. La firma era la más grande propietaria de tierras de Guatemala, y gran parte de esa superficie era mantenida en reserva, fuera de producción. Dos prominentes integrantes del gobierno de Eisenhower eran fuertes accionistas de United Fruit –John Foster Dulles y su hermano Allen (respectivamente Secretario de Estado y jefe de la agencia CIA)—cuestión que agravó el enfrentamiento de Washington a la revolución. El temor de Estados Unidos y de las clases altas guatemaltecas a un control comunista del gobierno del coronel Arbenz aumentó cuando el pequeño Partido Guatemalteco del Trabajo, recientemente creado, aportó al gobierno algunos profesionales y técnicos que fueron asignados a la implementación de las reformas económicas y laborales. Después de un intento parcialmente exitoso de condena al gobierno revolucionario en la OEA, Washington decidió financiar y brindar apoyo logístico a una invasión armada desde Honduras. El gobierno de Arbenz fue derrocado e inmediatamente después se inició un drástico proceso contrarrevolucionario que revirtió las transformaciones políticas y socioeconómicas, y lanzó una brutal represión contra los partidarios del régimen revolucionario, y los trabajadores en general.

El agresivo enfrentamiento a la revolución guatemalteca está en abierto contraste con la benevolencia estadounidense hacia la revolución en Bolivia. Después de algunos años en el poder, el MNR decidió atraer inversiones extranjeras, dar protección legal a la propiedad privada, y someter a firme control estatal las demandas y movilizaciones de los trabajadores de la minería, decisiones en las que gravitó el amplio desarreglo de la economía boliviana que fue uno de los resultados iniciales del cambio estructural y el conflicto político. El viraje político fue apoyado por programas generosos de ayuda oficial del gobierno estadounidense, incluyendo una amplia provisión de alimentos que facilitó la transición del sistema de haciendas al sistema reformado. A principios de la década de 1960 Bolivia se había convertido en el mayor receptor de ayuda externa de Estados Unidos en América Latina. La reforma agraria prosiguió y se mantuvo la nacionalización de la minería y la producción y refinación de gas y petróleo, pero el gobierno boliviano se sumó activamente al bando estadounidense en la guerra fría, incluyendo la represión del Partido Comunista y de otras organizaciones políticas y sindicales de izquierda.

La oposición a la revolución cubana –que incluye varias operaciones militares indirectas y un embargo prolongado durante más de cuatro décadas—fue la reacción de Washington a las nacionalizaciones y a la subsiguiente integración diplomática, militar y económica de Cuba al bloque soviético; la preocupación por los derechos humanos y la democracia se incorporó tardíamente al inventario de reclamos de Estados Unidos. Durante la década de 1960 e inicios de la siguiente, los gobiernos norteamericanos tuvieron éxito en conseguir el aislamiento diplomático de Cuba respecto del resto del hemisferio, con la solitaria excepción de México. Pero Cuba demostró estar en condiciones de revertir esa situación mucho antes de la implosión de la Unión Soviética en los años noventa, restableciendo relaciones diplomáticas y comerciales plenas con la mayoría de países de América Latina. Más aún: el desmembramiento de la URSS y del bloque soviético no mejoraron la posibilidad de Estados Unidos de recuperar el control político de la isla. Y la introducción de cambios profundos en la organización económica a fin de reinsertar a Cuba en los nuevos escenarios internacionales redobló los ingredientes de nacionalismo en la ideología del régimen.

El apoyo de la URSS fue vital para superar las presiones de Estados Unidos. La estrecha articulación a la versión soviética del desarrollo socialista implicó un conjunto de aspectos, desde complejos cambios tecnológicos y organizativos a cuestiones políticas, ideológicas y culturales, que agravaron los costos y esfuerzos de los virajes recientes. De todos modos, la relación que se desarrolló entre Cuba y la URSS  fue única tanto por su intensidad como por su amplitud. No se repitió, ni siquiera en escala menor, ni en Granada ni en Nicaragua, a pesar de que la colaboración soviética con la revolución sandinista pareció gigantesca si se compara con la relación que existió, antes de la revolución, entre la URSS y Nicaragua. Por su lado, el apoyo militar y económico de Cuba a ambas revoluciones agregó un elemento más al enfrentamiento de Washington con las tres. Granada y Nicaragua fueron caricaturizadas como instrumentos del expansionismo soviético-cubano en la cuenca del Caribe y por lo tanto una amenaza directa a la seguridad nacional de Estados Unidos.  El enfrentamiento con la revolución de Granada alcanzó su clímax con la invasión de 1983 en medio de los conflictos internos que destrozaron al gobierno del Movimiento New Jewell. Nicaragua pudo resistir la multifacética oposición del gobierno de Ronald Reagan -que incluyó el estímulo abierto a las fuerzas políticas opositoras, sanciones económicas y el apoyo financiero y logístico a los ejércitos contrarrevolucionarios-, a pesar del costo de una agravada crisis económica, retrocesos sociales y creciente militarización que incidió decisivamente en la victoria electoral de la coalición antisandinista en 1990, en la que el apoyo estadounidense fue de importancia crucial.

Los países de América Latina y el Caribe desempeñaron una variedad de roles con relación a las revoluciones y a las políticas de Estados Unidos hacia ellas. Algunos países vecinos colaboraron con las políticas contrarrevolucionarias de Washington, como el involucramiento de Honduras en la invasión a Guatemala en 1954, Nicaragua en la invasión a Cuba en 1961; y Honduras y El Salvador en el apoyo norteamericano a las fuerzas antisandinistas, o los estados del Caribe oriental inmediatamente después de la invasión a Granada. Al contrario, Costa Rica y Panamá, e incluso Honduras, aunque en medida mucho menor, se desempeñaron como retaguardias estratégicas de la insurrección Sandinista. En las décadas de 1940 y 1950 el gobierno peronista de Argentina apoyó abiertamente a la revolución guatemalteca –incluyendo envío de armas al gobierno de Jacobo Arbenz—y a la de Bolivia; los exiliados del MNR se desplazaban y actuaban en Buenos Aires a la luz del día, del mismo modo que en la década de 1970 los hacían los Sandinistas en San José, Ciudad de Panamá o México. Más aún, en los años ochentas varios gobiernos latinoamericanos armaron una exitosa red de iniciativas diplomáticas encaminadas a encontrar una solución pacífica a la crisis centroamericana, que el gobierno de Reagan no pudo desmontar. Además, el apoyo de Europa y América Latina fue importante para relativizar la dependencia de Nicaragua respecto de la ayuda soviética, como también lo fue para complementar la reestructuración post soviética de Cuba. En conjunto, las definiciones y acciones de los gobiernos latinoamericanos respecto de todas estas revoluciones fueron tanto un resultado de sus respectivas tradiciones políticas y el desarrollo de las relaciones internas de poder, como de sus específicas inserciones en el marco regional y en los escenarios internacionales.

 

4- ¿Revoluciones en la globalización?

 

La reorganización de la economía global a partir de los años ochenta y el fin de la guerra fría después, delinearon nuevos escenarios regionales e internacionales para los intentos de transformación revolucionaria en América Latina, y posiblemente también en otras áreas del mundo en desarrollo. La disolución del bloque soviético, los cambios económicos introducidos en Cuba y en China, así como el ingreso de ésta a la Organización Mundial del Comercio, agregados a una creciente integración financiera y comercial a escala mundial,  estrechan los márgenes para opciones de tipo socialista -en el sentido de transformaciones estructurales radicales con activa intervención del Estado en un arco amplio de asuntos sociales y económicos-, en la medida en que los intentos previos siempre contaron, en mayor o menor medida, con la cooperación activa de regímenes socialistas que les aportaron recursos de índole variada, con la única excepción de la revolución rusa de 1917.

Ahora bien: el socialismo no formó parte de la ideología de la revolución mexicana -al menos, no de manera relevante-, ni tampoco de las revoluciones en Guatemala y Bolivia. En cuanto a Cuba, la opción socialista puede ser interpretada, al margen de la retórica ulterior del propio régimen revolucionario, como un efecto de su articulación defensiva al bloque soviético: una dimensión de la política de poder de la guerra fría mucho más que un ingrediente del diseño revolucionario original. En cuanto a Granada y Nicaragua, que hayan implicado  una transición al socialismo es una cuestión que sigue abierta al debate. La hipótesis de una “vía no capitalista al desarrollo” , que inspiró no pocas discusiones teóricas durante las décadas de 1960 y 1970 se refería, precisamente, a las muchas especificidades y divergencias de estos procesos respecto del modelo soviético de socialismo, e incluso  con referencia a los enfoques marxistas tradicionales (1974; Amirahmadi 1987; Vilas 1989). Sin embargo, un aspecto recurrente en estos debates fue el referido a la obligación moral de los países socialistas avanzados de apoyar a los más atrasados, como Ché Guevara planteó con énfasis en 1963 en la reunión de países no alineados en Argelia. O, de acuerdo a Friedrich Engels, que los socialismos avanzados les “enseñaran cómo se hace” (Engels 1894). Se advierte sin mayor dificultad que en los escenarios internacionales contemporáneos existen pocos maestros de este tipo.

Sin embargo, es ésta una aproximación muy general al análisis de las perspectivas de cambios revolucionarios en la América Latina de hoy. En todo caso, presta atención al segundo momento de una revolución, una vez que ésta se ha convertido en gobierno. Pero aporta muy poco a la discusión respecto de su “primer” momento, vale decir, a la etapa de construcción de poder “desde abajo”, si se prefiere, al momento insurreccional.

Se señaló más arriba que las revoluciones surgen de una articulación específica de opresión política, agravios y desigualdades socioeconómicas, y activismo político. En abierto contraste con buena parte del siglo veinte, el panorama político latinoamericano ofrece un amplio despliegue de sistemas de democracia representativa. La competencia entre partidos y las elecciones han remplazado a las dictaduras y a los regímenes políticos autoritarios, y partidos y movimientos de izquierda son activos participantes de esta dinámica institucional. Tanto en El Salvador como en Guatemala las organizaciones revolucionarias aceptaron integrar mesas de diálogo con los gobiernos a los que se habían enfrentado durante décadas, auspiciaron reformas constitucionales que recogieron algunas de sus demandas y finalmente se integraron al juego democrático representativo, con desiguales desempeños electorales. Al contrario, la resistencia del EZLN –y también la rigidez del estado mexicano— han contribuido al progresivo aislamiento de los insurgentes respecto incluso de otras organizaciones partidarias de transformaciones políticas con sentido de progreso social. Desde la década de 1990  las organizaciones guerrilleras colombianas –las más antiguas del continente—encararon la confrontación armada como una forma de fortalecer sus propias posiciones en una mesa de negociaciones con el Estado.

 

Consideraciones finales

Nuestro breve recorrido comparativo por las revoluciones latinoamericanas del siglo veinte debería haber puesto en evidencia que cada una de esas revoluciones carga con las marcas de su tiempo. Cada momento histórico tiene sus propias formas de injusticia social, opresión política, estrategias de acción colectiva, aspiraciones emancipatorias.  El desafío para los analistas políticos es reconocer los rasgos permanentes de las revoluciones sociales por encima de sus cambiantes fenomenologías.

Los escenarios políticos ofrecen hoy pocas perspectivas promisorias para una alternativa revolucionaria que, en realidad, no figura en la agenda política de ninguna fuerza política relevante. Incluso si, desde una perspectiva ortodoxamente marxista, el Estado democrático capitalista no es más que la máscara de la dictadura burguesa, las revoluciones estallaron cuando el poder del estado no sólo se desempeñaba como una dictadura, sino cuando además se mostraba como tal, es decir, cuando el concepto teórico devino pública evidencia.

Las revoluciones sociales nunca han estado a la vuelta de la esquina, ni siquiera en los escenarios más opresivos. Ellas son el producto de un conjunto de circunstancias políticas, sociales y económicas puestas a punto por la convicción de los pueblos de que esa situación es insoportable,  que no están obligados a tolerarla, que existen buenas perspectivas de librarse de ella, y sobre todo que no hay más alternativa que la revolución para conseguirlo. Las revoluciones son hijas tanto de la voluntad como de la necesidad, y la necesidad, como la voluntad política, es una construcción colectiva de resultado abierto.  En este sentido, no está desacertado Hobsbawm cuando reconoce que, en realidad, sólo a posteriori está el analista en condiciones de afirmar con certeza si una determinada combinación de elementos conduce efectivamente a la configuración de una situación revolucionaria.

Interrogarse si los escenarios socioeconómicos y políticos generados por la globalización favorecen o previenen las revoluciones, sólo puede suscitar respuestas puntuales en función de situaciones específicas. Incluso con estas limitaciones, las ciencias sociales sólo pueden formular proposiciones hipotéticas acerca de si una dada combinación de esos ingredientes, en un escenario determinado, conduce a una situación revolucionaria. El éxito político, tanto para los insurrectos como para los gobiernos, es una contingencia, y la contingencia, como la magia del Comandante Ruiz, debe ser infatigablemente elaborada. Entonces puede, o no, hacerse presente.

 

* El autor es Profesor Honorario de la Universidad Nacional de Lanús, donde dirige la Maestría en Políticas Públicas y Gobierno y la Revista Perspectivas de Políticas Públicas.

 

Referencias

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La versión original de este artículo fue publicada con el título “Between Market Democracies and Capitalist Globalization: Is There Any Prospect for Social Revolution in Latin America?” en John Foran, ed. (2003) The Future of Revolutions. Rethinking Radical Change in the Age of Globalization. London & New York: Zed Press.

 

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