La normalidad no es una sola
Sonata entre la vida y la muerte

Por Silvana Vignale

Mucho se ha dicho de la relación entre la sociedad neoliberal contemporánea que exige productividad y rendimiento permanente y las formas de la angustia y la depresión. La exigencia capital de ser feliz con sus técnicas del marketing y coaching produce seres infelices en una sociedad deprimida. La filósofa e investigadora del Conicet y la Universidad del Aconcagua, Silvana Vignale, analiza aquí tres escenas recientes que encajan en esta descripción de nuestra contemporaneidad con la intención de llamar la atención sobre nuestro deber de escuchar lo que duele.   

 

Acerca de si queremos o no normalidad (sobre intentos de suicidios en adolescentes y jóvenes en instituciones educativas)

Lo que sigue es una reflexión en varios movimientos: en torno a intentos de suicidios en adolescentes y jóvenes en instituciones educativas en los últimos meses, en torno a artículos que nos han interpelado sobre el aumento de las estrategias y talleres de coaching ontológico en las universidades, y en torno a la escucha de las chicas y los chicos, cuando realmente pueden hablar de lo que les pasa y piden un tratamiento desde la salud mental. Lo que sigue no es hablar en nombre de ellas y de ellos: se trata de llamar la atención sobre algo que nos concierne. Lo que sigue no es, tampoco, ciencia; no es otra cosa más que una perspectiva situada de quien aquí escribe, de percepciones y registro de algo que se manifiesta sotto voce, en voz baja, a veces silenciosamente, y que de todas formas tenemos la responsabilidad de oír.

En el primer movimiento de una sonata entre la vida y la muerte aparece uno de los conceptos que se ha instalado en los últimos dos años de pandemia por Covid-19, el concepto de “nueva normalidad” (y sobre lo que había escrito hace unos meses, cobrando ahora cierta materialidad en el entretejido de esta escritura). ¿De qué hablamos cuando hablamos de “nueva normalidad”? ¿Qué significa volver a las aulas en la nueva normalidad, con presencia plena de estudiantes, profesores, preceptores, como sucedió aquí en los últimos meses, casi “como si nada hubiera pasado”? ¿Qué significa para las autoridades y funcionarixs de la eficacia y del emprendedurismo decir que hay que recuperar el tiempo perdido? Como si el tiempo se perdiera, como si estos dos años de pandemia no nos hubieran expuesto a marcas de las que tendremos noticias dentro de mucho tiempo –no solamente en los divanes–, como si no se hubiera aprendido nada. No han sido escuchadas durante la pandemia nuestras voces –las voces de quienes enseñamos–, diciendo que sí ha habido clases, que en todo caso no ha habido presencialidad (con todo lo que esa nueva tristeza nos ha implicado, a estudiantes y a profesores…).

Hace algunos meses (comienza un segundo movimiento), ocurrió un hecho de gran conmoción para las chicas y chicos de la escuela a la que asiste mi hijo, escuela donde fui profesora hace muchos años también. Asistí a la asamblea que realizaron al día siguiente, porque las autoridades no habían querido suspender las clases del turno tarde, y donde la situación claramente desmadró la cotidianidad, y se presentó el quiebre de la “normalidad” (la normalidad de la “norma”, la que normaliza; y la normalidad del curso “normal” de la institución, del “no pasa nada”, del “todo como antes”).

Las chicas y los chicos se hicieron escuchar: fueron ellxs quienes pidieron no disfrazar de accidente aquello de lo que habían sido testigxs en el patio de la escuela. Fueron ellxs quienes solicitaron hablar de salud mental en las escuelas, de prevención del suicidio adolescente, de acompañamiento tanto a quienes se encuentran atravesando situaciones de estrés y de angustia, como a quienes son sus amigxs y compañerxs. Se piden entre sí no callarse: aquello de lo que no se habla, se repite en acto. Reclaman a la institución escolar otro tipo de funcionamiento, y no más la normalidad: “nadie va a acudir a los gabinetes psicopedagógicos, cuando todxs sabemos que son mecanismos disciplinantes”, se oía entre las chicas y los chicos que hablaban. Y mecanismos patologizantes –agrego yo–, pues disciplina y patologización inevitablemente van de la mano. Lo que se escuchaba es que se sienten exigidxs, estresadxs, que sienten ansiedad al retornar a la escuela llena de gente. También dijeron que les causaba mucha incertidumbre el futuro, y que en todo caso sus certezas eran que en este mundo no había mucho lugar para ellxs: que sabían que nunca tendrían una casa y que sobrevivir y trabajar sería algo muy difícil de conseguir.

No podía dejar de recordar la descripción en los textos de Laval y Dardot sobre esa fábrica de sujetos emprendedores, donde la forma empresa se vuelve matriz de subjetividad, y se encuentra caracterizada fundamentalmente por la competitividad y la adaptación a la incertidumbre (los adalides del coaching ontológico también la engloban en lo que llaman “resiliencia”, palabra que se ha filtrado con un valor positivo en el ámbito pedagógico y talleres escolares). Cada unx es responsable por su propio éxito y fracaso, la política y la historia se desdibujan en los discursos del éxito, donde se borran las condiciones materiales de vida, las clases sociales, las biografías.

Para un tercer movimiento de la sonata triste: el intercambio con un colega de España, y el artículo de una colega sobre la gestión de las emociones en los talleres de coaching.

Hoy pude leer un post de un colega, Jordi, de la Universidad de Granada, España, quien conversando con sus estudiantes a partir de lo que está ocurriendo con la filosofía, de los planes para adelgazar el curriculum de la materia en la secundaria, inmediatamente y sin que transcurriera mucho tiempo, comenzaron a hablar de suicidio (más allá de cualquier relación romántica entre la filosofía y la angustia o la muerte, lo cierto es que se evidencia una verdadera toma de la palabra; lo que incita a hablar no es un determinado tema, sino el espacio que el/la profesor/a propicia con lxs estudiantes). De cómo les cuesta encontrar una salida. De cómo se sienten presionadxs por las notas, por la competitividad, exhaustxs.  De cómo tienen incluso problemas para encontrar espacios para hablar sinceramente y abiertamente de sus problemas. A Jordi le pareció que eran muy conscientes de muchas cosas que van mal en la sociedad, pero que al mismo tiempo sentían que no podían sacar fuerzas de sí mismxs. Me llamó la atención la coincidencia de lo que yo misma había escuchado de lxs chicxs en estas latitudes. Se trata entonces también de algo pandémico, pero invisibilizado. Coincidimos en que hay mucha conciencia entre lxs jóvenes de la importancia de que la salud mental sea considerada como un problema público.

Recientemente, Valentina Arias en su artículo “¿Será que la felicidad puede convertirse también en un mandato insoportable?”,[1] advertía que “la UNCuyo organiza talleres para aprender a gestionar las emociones, con `DJs en vivo, sorteos y foodtrucks´, que luego tiene que suspender y reprogramar porque sus jóvenes se lanzan al vacío, atiborrados de angustia y sin palabras”. Se preguntaba a propósito de las charlas y talleres de “gestión de las emociones” (que proliferan hoy en las instituciones educativas, acordes con los discursos sobre la resiliencia, la eficacia y la constitución de sujetos empresarios de sí mismos del neoliberalismo), si será que lo reprimido siempre encuentra vías para volver y que la vida no se domestica en talleres de gestión, si será que la universidad debería mantenerse al margen de discursos meritocráticos, individualistas y empresariales y dejar pasar, por fin, otras preguntas, otras ideas, otras sensibilidades…

Lo cierto es que hay un hecho innegable: es llamativo que muchos intentos de suicidio en adolescentes y jóvenes se realicen en las mismas instituciones educativas, en las escuelas y en las facultades, en el mismo ámbito de la universidad. No hay estadísticas, pero quienes trabajan en salud mental advierten el incremento de casos en el área de los hospitales que los reciben y de que muchos de esos hechos ocurren en las mismas escuelas.  El pasaje del ámbito de la domesticidad al de la institución pública debe llamarnos la atención, en cuanto evidencia algo que –de cualquier manera– va de suyo: se trata de un asunto político. La institución hospedando el arrojo de sus jóvenes expresa este carácter político e institucional de la angustia y un síntoma de época, aunque habría que determinar también y hasta qué punto, de pospandemia. Las palabras -cuando aparecen– son un termómetro. Ellas y ellos convertidxs en antenas, en artefactos de un mundo que no los aloja, recepcionando la incertidumbre y la competitividad de la forma-empresa, el carácter desarticulado con una humanidad que se enorgullece de sí misma, al tiempo que arroja a jóvenes, niñas y niños, mujeres, criminalizadxs, pauperizadxs, (ni hablar de otros vivientes) al espantoso abismo donde unos están destinados a producir y sobrevivir bajo sus reglas, y otros a morir o dejarse morir, como se pueda.

 


Silvana Vignale es Doctora en Filosofía (UNLa). Investigadora Adjunta en CONICET y Profesora Titular de Filosofía y de Antropología Filosófica y Sociocultural, en la Facultad de Psicología (UDA). Ha escrito Filosofía profana: hacia un pensamiento de lo no humano (Nido de vacas, 2021), así como capítulos de libros y artículos en revistas especializadas. Docente en seminarios de posgrado, dirige además proyectos de investigación en CONICET y en la UDA. Insiste en mencionar que el encuentro con los gatos, la lluvia y el mismo Nietzsche, forma parte de un curriculum profano.


[1] Arias, Valentina (2021). “¿Será que la felicidad puede convertirse también en un mandato insoportable?”. Agencia Paco Urondo. Noviembre de 2021. https://www.agenciapacourondo.com.ar/opinion/sera-que-la-felicidad-puede-convertirse-tambien-en-un-mandato-insoportable?fbclid=IwAR1HUHsPddoSuNUX-eYCDeXRvmj-Vqu1LAbS7X1ZxjJryyodINYTmYZ3rj4

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