Representación y protesta
Sí, Su Señoría

Por Tomás Allan (UNLP)

Parece indudable que la reforma previsional sancionada recientemente agitó el avispero político argentino como ninguna otra medida tomada hasta el momento en estos últimos dos años. Trajo consigo no sólo un debate sobre su contenido sino también –como efecto colateral, si se quiere- una discusión que refiere más bien a la forma en que concebimos la democracia. Sobre todo por la forma en que la reforma se llevó a cabo, las múltiples manifestaciones populares realizadas en su marco y la conflictividad social que germinó a su alrededor.

Repentinamente, las redes sociales se vieron inundadas por la permanente invocación de un precepto de la Constitución Nacional: el artículo 22. “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición”. Del otro lado, se marcaba al derecho a protestar y a peticionar como elementos indisociables de la democracia.

En un cruce en Twitter acaecido el día viernes (un día después de que la primera sesión se pospusiera), la abogada Natalia Volosín dejó entrever su opinión de que la democracia no sólo estaba en el Congreso, sino “también en la calle”. A lo que el diputado nacional Fernando Iglesias (chicanas mediante) respondió: “¿En qué parte de la Constitución o el Código Civil dice eso?”.

Sucede que, en varias ocasiones (en todas aquellas que pude verificar), la invocación del artículo 22 se realizaba de manera aislada y como un argumento indiscutible e inobjetable ante cualquier reivindicación de la protesta como elemento de realización de la democracia: se citaba la norma y allí terminaba todo tipo discusión, como si la democracia argentina dependiera de un solo precepto y no de la interpretación armoniosa de una vasta normativa nacional e internacional al respecto (y de bastantes cosas más).

El artículo 1 y el 22 de la Constitución Nacional establecen, sin lugar a dudas, una democracia de tipo representativa. Estamos seguros de que el precepto priva de efectos jurídicos a las decisiones que puedan tomar a mano alzada unas cuantas personas reunidas en una plaza. Pero menos seguros estamos de que esa reunión en la plaza, digamos en protesta a un proyecto de ley, “choque” con la democracia representativa. Surgen entonces algunas preguntas: ¿Cuál es el alcance de esa representación? ¿A qué está sujeta? ¿Qué matices y particularidades presenta? ¿Cuál es su contenido? ¿Con qué se complementa? ¿Cuándo, cómo, de qué forma y en qué circunstancias se actualiza el mandato de representación?

Como vemos, la democracia argentina tiene múltiples aristas y, sin intenciones de responder todas y cada una de las preguntas, al menos podríamos afirmar que citar el artículo 22 y pretender que allí finalice la discusión es un culto al simplismo. Sí, “es más complejo”.

Por ejemplo, no podríamos dejar de nombrar a los mecanismos de democracia semi-directa, incorporados en la reforma de 1994 (arts. 39 y 40); el derecho a peticionar ante las autoridades (art. 14); a la libertad de expresión (art. 14 CN; 13 Convención Americana de Derechos Humanos –CADH- y 19 Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos -PIDCP); de asociación (art. 14 CN; 16 CADH y 22 PICDP) y de reunión (art. 15 CADH y 21 PICDP). Reglas básicas del juego democrático.

Tampoco podríamos soslayar los pronunciamientos de órganos judiciales internacionales de derechos humanos acerca de las implicancias, las formas y el alcance de la libertad de expresión en una democracia. En este sentido, la tendencia en el ámbito del derecho de los derechos humanos es entender a la protesta social como una forma de ejercer esa libertad de expresión. Desde este punto de vista, la protesta se torna indispensable en un sistema democrático, digna de ser cuidadosamente protegida e incluso facilitada. A modo de ejemplo, valga lo dicho por la Comisión Interameriana de Derechos Humanos, “los Estados se inclinan rápidamente a deslegitimar la protesta social por afectarse, por ejemplo, las vías de tránsito, desconociendo la importancia de los derechos de expresión y petición en juego y su estrecha relación con la democracia” (1). Postura alineada con lo señalado por otros órganos como el Comité de Derechos Humanos. La crítica política, entendida como la posibilidad de cuestionar el desempeño de los poderes del Estado, resulta fundamental en un sistema democrático.

Sostener que “la democracia también está en la calle” no choca, en absoluto, con la forma representativa de gobierno: la complementa, la robustece. Disociar la crítica política (que toma forma, a menudo, en la protesta social) del instituto de la representación suele devenir en la adopción de una visión bastante restringida de la democracia, que lleva a veces a concebir el mandato otorgado a los representantes como un “cheque en blanco”. Esto implica aceptar, por ejemplo, que ante una evidente separación del gobierno de turno entre lo dicho en campaña y lo hecho en funciones, los representados no deben tener herramientas contundentes para “denunciar” y cuestionar ese curso de acción.

Pero además, la protesta social sirve también para visibilizar a las minorías, incluso (y quizás especialmente) cuando ellas carecen de representación. Es importante marcar esto ante la repetida idea de que “los que protestan afuera ni siquiera tienen representación en el Congreso”. Y es que precisamente, la protesta aparece –más allá del caso concreto- también como medio para decir “acá estamos, no queremos ser pisoteados por la mayoría”. De hecho, no hace falta escarbar demasiado para advertir que en el pasado, minorías como las mujeres y los negros, que no sólo carecían de representación sino directamente de derechos políticos han utilizado la protesta como medio para hacerse visibles y reclamar por sus derechos. ¿Es la democracia simplemente la regla de la mayoría?

La protesta denuncia, cuestiona decisiones, visibiliza minorías y reclamos, y sirve como medio para hacer valer el resto de los derechos: es un valor en sí mismo al tiempo que, y sobre todo, sirve como medio: es una manera de (intentar) influir en el proceso de toma de decisiones. Por lo demás, es lógico que en sociedades en las cuales no abundan los canales institucionales para involucrar a la ciudadanía en este proceso, ni se prevén instancias dialógicas eficaces entre los órganos del Estado y los ciudadanos bajo su órbita, veamos germinar semejante nivel de protesta. Si las vías institucionales se encuentran bloqueadas, es predecible que las demandas terminen por expresarse por vías extra-institucionales, como son las calles.

Probablemente, el escenario sería distinto si al intentar una reforma de semejante sensibilidad se llamara al diálogo (auténtico y no como mero formalismo decorativo) a organizaciones de la sociedad civil, sindicatos, dirigentes sociales, académicos, entre otros. Si a esto le sumamos la impopularidad de la medida, la afectación a sectores vulnerables, el tratamiento express y una marcada separación del gobierno entre lo dicho en campaña y lo hecho en funciones, con el aditamento de una sociedad argentina particularmente reactiva a este tipo de medidas, tenemos un cóctel explosivo. Y, como era de esperar, el gobierno ha demostrado –más de una vez- que prefiere callar a los golpes las demandas que no es capaz de canalizar.

Entonces, el mentado artículo 22 debe analizarse, cuanto menos, en consonancia con el resto del articulado de la Constitución y de los principios que surgen de instrumentos internacionales con jerarquía constitucional, sin dejar de observar la interpretación que de ellos hacen los órganos judiciales (y, por qué no, la doctrina). Pero la cuestión no termina allí: además de llenar el concepto de democracia con lo que la Constitución y demás instrumentos dicen, debemos llenarlo con lo que la Constitución y demás instrumentos no dicen. Como bien sostuvo Natalia Volosín, continuando el intercambio con el diputado, “la democracia se construye colectivamente, decidimos que tipo de democracia queremos todos los días”. De alguna manera, es como si fuera un recipiente medio vacío que debemos ir llenando. Aunque, por supuesto, esto no implica que la construcción esté exenta de tensiones.

La penalización de la crítica política

Mientras vivenciamos la penalización corriente de la protesta social (a través de su criminalización y represión directa), asistimos también a otras formas de ejercicio de la crítica política y a otras formas también de castigársela. En los últimos días, La Izquierda Diario publicó la noticia –un poco opacada por la reforma previsional- de una multa impuesta a Juan Grabois por parte del Tribunal Oral Federal n°6; sanción que consiste en el pago de una suma que rondaría los veinte mil pesos y que surge de un cálculo hecho sobre el sueldo de los jueces de primera instancia (más precisamente representa el 15% de esta variable). La multa fue impuesta con motivo de algunos dichos del dirigente social, esbozados durante sus alegatos finales en el juicio por la toma de la comisaría de La Boca, en el cual se desempeñó como abogado defensor del imputado Lito Borello.

En la sentencia, los jueces mencionan las expresiones que los ofendieron, señalando que el defensor había sugerido que el juicio llevado a cabo por el Tribunal se había tratado de “una pantomima de debate”, que existía “una bancarrota moral de una Justicia servil al poder de turno”, “que se hable de usted, que se tome mate, que se pare cuando entran tres señores que parecieran pertenecer a una casta privilegiada que encima no paga impuestos”, “por tener entre sus filas a magistrados que han convalidado el terrorismo de Estado o, como pasa acá, convalidado apropiaciones de niños durante la dictadura militar”, “es raro que todas estas condenas del mismo sector político vengan todas juntitas, es raro…”.

Los jueces sostienen en su sentencia que el alegato “tuvo como única finalidad un inequívoco propósito de agravio y descalificación a los miembros del Tribunal como integrantes del Poder Judicial de la Nación…” y que “no se trata ya de una mera desobediencia a las formas o a los modos que impone la ley, sino, antes bien, de un ataque elaborado y planificado…”.

La decisión del Tribunal resulta particularmente grave, además de por su marcado sesgo autoritario, por el hecho de que coarta la libertad de expresión en un ámbito tan delicado como es el de la justicia penal, al tiempo que denota una restringida concepción de la democracia.

Los dichos de Grabois constituyen opiniones políticas. De hecho, constituyen críticas políticas. El dirigente social decidió, a su forma, cuestionar frontalmente el modo en que se desenvuelve uno de los tres poderes del Estado. No sólo eso: estaba criticando al órgano con menor legitimidad democrática y denunciando, entre otras cosas, algo tan delicado como la afectación de la independencia judicial, pilar fundamental de una república.

Podríamos discutir largamente sobre la conveniencia o no de la elección directa de los jueces por parte del pueblo, y también sobre su justificación. Pero –probablemente- menos discusión habría a la hora de afirmar que de los tres órganos principales que ejercen el poder estatal, el judicial es el más deficiente en materia de legitimidad democrática.

Cuando elegimos representantes para el Poder Ejecutivo y el Legislativo tenemos, cuanto menos, la posibilidad de renovar mandatos, hacerlos cesar, modificarlos o bien otorgar nuevos cada 2 o 4 años, expresar allí conformidad o disconformidad, etcétera. Pero esto no sucede en el caso del Poder Judicial. Es por esto que la crítica política cobra especial importancia y peculiaridad en el caso de este último órgano.

De esta forma, la multa a Grabois no sólo penaliza la libertad de expresión y la defensa en juicio, sino también bloquea la posibilidad de criticar (al menos frontalmente) a uno de los poderes del Estado y, particularmente, al de menor legitimidad democrática.

La idea de analizar conjuntamente dos hechos aparentemente sin conexión entre ellos es mostrar cómo en ambos casos se expresan visiones escuetas de la democracia y, en su caso, ni más ni menos que por parte de integrantes de los poderes del Estado. Es decir, se ve –de buena parte de la sociedad y, como ya dijimos, también de funcionarios públicos- cierta reticencia a aceptar la crítica política como elemento fundamental en las democracias contemporáneas, con algo de desdén hacia la participación activa de la ciudadanía en los asuntos públicos, más allá de poner un sobre en la urna cada 2 o 4 años.

Bloquear los canales institucionales que posibiliten acercamientos, reivindicación de demandas y realización de cuestionamientos resulta en un exceso de tráfico (de esas mismas demandas y cuestionamientos) en el ámbito extra-institucional. Tapar un agujero evita que el topo salga por ese lugar, pero lo invita a salir por otro orificio. Por lo demás, no somos pocos los que consideramos que la democracia es (o al menos debe ser) mucho más que el artículo 22 y un culto ciego al “sí, su señoría”.

  1. Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2015). Uso de la fuerza. En Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Informe Anual (pp. 529-609). Puede encontrarse en http://www.oas.org/es/cidh/docs/anual/2015/doc-es/informeanual2015-cap4a-fuerza-es.pdf

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