Santiago Maldonado
Silenciosa y visceral: otra política

Por Laura Zapata (CAS-IDES/ UNPAZ)

Eran cerca de las once y media de la mañana de un día primaveral de octubre, cuando viajaba de regreso a mi casa en la línea B de subterráneo en la Ciudad de Buenos Aires. El subte no iba lleno a esa hora y era admisible que algún vendedor o cantante distribuyera sus productos o canciones. Un hombre de unos setenta años ofrecía a los pasajeros la última revista comunitaria titulada “Escrita en Buenos Aires” (nombre ficticio) y para promover el interés de los indiferentes pasajeros, hacía un largo monólogo acerca de su contenido. El movimiento del vagón provocaba que mi hombro y el de la  pasajera que viajaba junto a mí entraran en un breve e inevitable contacto físico. Con algún esfuerzo de concentración o evasión logré que la voz monocorde del vendedor se  transformara en ruido ambiente, mientras me hundía en esa clase de meditación profana y superficial que facilita el transporte público en las grandes urbes.

De pronto las palabras del anciano adoptaron un tono grave; levanté mi cabeza y lo busqué entre la gente. Sin mirar a nadie en especial y sin mostrar la revista, el vendedor ya no ofrecía un producto para la compra piadosa, a viva voz, nos arengaba a todos nosotros, indolentes pasajeros compulsivamente transformados en audiencia.

Informaba que después de casi tres meses de búsqueda en las proximidades de una localidad rural del nor-oeste de la provincia del Chubut llamada “Cushamen”, próxima a la ciudad de Esquel, el cuerpo de Santiago Maldonado, un joven argentino de 30 años desaparecido el 1o de agosto de este año, había sido hallado sin vida flotando en el río Chubut. “El estado represor de Macri y su fuerza criminal, la Gendarmería, son los responsables del asesinato de Santiago, todos nosotros lo sabemos”, afirmaba el insólito vendedor.

 

Mientras la comunidad mapuche de Cushamen defendía las tierras recuperadas, propiedad legal del grupo italiano Benetton, la Gendarmería Nacional emprendió un operativo represivo con objeto de desalojar al grupo indígena que terminó con la muerte del joven Maldonado. En los medios de comunicación, en las redes sociales y en las conversaciones entre amigos/as y familiares, se encendió un debate punzante y controvertido acerca de si Gendarmería había matado a Maldonado o si éste había encontrado a la muerte “naturalmente”, ahogándose en el río adonde fue encontrado tres meses después del operativo. Ambas posiciones eran defendidas con tezón por muchas personas; otras, simplemente guardaban silencio. De manera que aquél día de octubre, el anciano no traía ninguna noticia nueva a su audiencia, revolvía un caldo del que todos/as participábamos. Tras un breve respiro, el vendedor de revistas volvió al ataque: – El estado mató a Santiago! Ellos son responsables!- decía el hombre a viva voz.

En el subte nadie reaccionó abiertamente para detener o responder las acusaciones graves que hacía nuestro insólito orador. Sin embargo una incomodidad recorría a todos/as: la gente evitaba mirarse una a otra y posaba los ojos en la punta de los zapatos o en las ventanas del subte como admirando el inexistente paisaje. Concentrada en el insólito evento que me tenía por testigo, sentí que un leve espasmo recorría el cuerpo de mi compañera de asiento: encogió los hombros, apretó con sus manos  la cartera que llevaba sobre las piernas y chasqueó la lengua, evitando mirar al hombre que pasaba junto a nosotras, alcancé a oír que decía, como para sus adentros, de manera casi imperceptible: “¡calláte!”. El subte llegó a mi destino y bajé conmovida por el paroxismo retórico del vendedor callejero pero, sobre todo, por ese rechazo silencioso y visceral con que reaccionaron los pasajeros, especialmente mi involuntaria compañera de viaje.

Uno de los principios básicos de la forma democrática de convivencia, al menos en su versión liberal e incluso la más reciente versión neoliberal, es el que presupone la constitución de un espacio público de deliberación abierta en el que la participación ciudadana, libre e igualitaria, produce, a través de opiniones diversas y aún opuestas, una “opinión pública”. Aunque la relevancia política y utilidad cívica de la prensa occidental encuentra en este postulado una razón y justificación de su existencia, lo cierto es que otras formas sociales menos institucionalizadas como la charla de café, la sobre-mesa familiar, la conversación con el taxista, el intercambio de opinión instantáneo en la parada del ómnibus, etc., constituyen  instancias centrales en las que la opinión pública es laboriosamente fabricada, eventualmente, por todos/as nosotros/as. La venta ambulante que se realiza en las calles y en el transporte público (colectivo, subte y trenes) en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) interviene en este delicado mecanismo político.

En la Argentina la “democracia” enseñorea sus formas institucionales hace más de tres décadas, sin embargo, quién puede o no puede hablar, de qué manera, sobre qué aspectos de la realidad colectiva, no son preguntas que puedan recibir una respuesta obvia; todos/as. Veamos dos ejemplo. Primero, hay personas que no puede hablar ni traer a la plaza ciudadana sus dificultades: la voz de los  hombres y mujeres indígenas, por ejemplo, las públicas denuncias que realizan sobre la miseria, la discriminación y la violencia que viven a diario, son consensuadamente ignoradas por la “opinión pública” y en no pocas ocasiones sus voces y demandas son reprimidas. Segundo, hay otro grupo de personas que no pronuncian palabra, no por temor a las eventuales sanciones por parte de quienes gobiernan una “fallida” opinión pública. Son personas que desestiman el uso de la palabra. Practican una ascesis consciente y voluntaria. Mientras que el primer ejemplo demuestra que la igualdad y la libertad, como principios democráticos fundamentales, son jerárquicamente retaceadas en favor de la formación étnico-racial del (masculino y blanco) orden ciudadano, bastante conocido y denunciado; el segundo, en cambio, el silencio preñado de significación, amerita su interrogación.

El vendedor de revistas atravesaba la escena pública ofreciendo a viva voz una mercadería que le era insoportable a una parte de los pasajeros, sus eventuales compradores; pero nadie iba ponerle nombre a molestia. ¿Por qué era insoportable?: ¿porque gendarmería no había matado a Maldonado? ¿porque lo habían matado los propios mapuche y ahora querían culpar a las fuerzas de seguridad que actuaron de buena fe poniendo orden? ¿porque aunque Gendarmería lo hubiera matado, qué tenía que hacer Maldonado entrometiéndose en cosas de “indios”? ¿porque si no hay un muerto esta gente no entiende que hay un orden que deben respetar?.

¿Por qué es insoportable para una parte de la población la denuncia hecha en la arena pública? ¿Por qué la muerte de dos personas en el sur del país, entre septiembre y noviembre de este año, no conmueve la sensibilidad de los/as ciudadanos/as? El giro neoconservador de amplias mayorías populares, expresado además en el resultado de las recientes elecciones parlamentarias en Argentina, configura un sujeto extraño para quienes dicen practicar o efectivamente practican un perfil “progresista”. Los/as “pobres de derecha”, la “clase media traidora” y las propias clases altas del país, con aspiraciones oligárquicas, suelen ser descalificadas por el progresismo recurriendo a términos tales como:  “conciencias blandas”, “insensibles”, “hueco/as”, irresponsables, cuando no, “perversos”, “ignorantes” e “irracionales. ¿La lógica de sus acciones es verdaderamente irracional; el fruto de la falta de “conocimiento” de la realidad; un apego por el mal expresamente organizado y operado? No lo sabemos.

Como buena parte de la población que sustenta este giro neo-conservador cultiva una estricta economía expresiva, tenemos apenas registros de espasmos corporales, miradas oblicuas, enervaciones silentes. ¿Será que siguiendo esta senda afectiva, la que registra las reacciones automáticas e irreflexivas, llegaremos a caracterizar a esta “otra política”? ¿Podremos percatarnos de la sensibilidad que la aguijonea, la lógica que le imprime una dirección a sus gestos y el tipo de conciencia que le da coherencia a la vida de estos/as extraños/as conciudadanos/as? Creemos que sí. Antes de continuar apenas esbozamos una advertencia: comprender esta singular política nos demandará poner en tela de juicio la constitución del ideario liberal republicano (la idea de libertad y la de objetividad) que compromete las formas democráticas como matriz de organización política y incluso epistémica.

La presuposición de que el orden político gira en torno a un deseo y práctica de la expresividad pública, fruto de una reflexión consciente, racional y muchas veces teniendo a una forma de “realidad externa” como prueba empírica fundamental, se choca contra otras formas menos inteligibles de manifestación por parte de las personas. Nos referimos a modalidades de la comunicación que evitan la plaza pública, rechazan la confrontación de opiniones en base a una evaluación lógica y empírica; reniegan de la objetivación sistemática del pensamiento y su confrontación con la propia experiencia; y, sin embargo, ello no le resta fuerza a la serie de convicciones que abrazan más como “afectos” (fuerzas psíquicas) que como banderas.

La clase de verdad que produce esta lógica de acción rehuye al pensamiento político que demanda la permanente externalización del orden social, y de sus conflictos, postulando su examen crítico y  racional, sujeto al frío escrutinio de los “argumentos”. Eludiendo el clásico problema de la libertad y la alienación, existe otra lógica de constitución del orden político liberal y de su sucedánea,  la opinión pública.

El rechazo con que reaccionó  mi compañera de viaje en el subte frente las denuncias que hacía el vendedor de revistas comunitarias, aquella primaveral mañana de octubre, ponía en evidencia esa otra forma de sensibilidad. Sin conexión necesaria con el problema de la libertad que resguarde sus “conmociones”, su reacción auto-contenida tampoco coartó abiertamente la libre expresión del anciano que nos espetaba. Sin embargo, bajo una orden casi inaudible (“¡calláte!”) lo condenó a la zona de lo insoportable.

Silenciosa y visceral ésta clase de mentalidad “se siente” y experimenta bajo la forma de una conmoción afectiva -el rechazo irrefrenable que hace apretar la cartera y chasquear la lengua. No se trata de una “posición política” organizada en torno a “ideas” coherentemente vinculadas; ello no la hace menos consistente pues la experiencia inmediata y afectiva en la que se funda, reacciones instantáneas no sujetas a escrutinio racional, amalgama de una sola vez sensación, experiencia y creencias.

La noción de “mundo objetivo”, definido como un lugar adonde tienen lugar una determinada clase de “hechos” a los que se accede por medio del esfuerzo intelectual se choca con otro principio organizador de la experiencia: la realidad no se halla escindida de la conciencia de las personas; aquélla las habita. En lugar de ser objeto de análisis polémico, la realidad es sentida como una constatación que no necesariamente debe transformarse en un objeto abierto al reconocimiento externo. Sin embargo, ella deja traslucir una secuela corporal aprehensible: el espasmo. Y es éste estremecimiento irreflexivo, transmitido cuerpo a cuerpo, nuestra frágil evidencia de que existe otro modo de constituir y experimentar la realidad, es decir un régimen que dirime lo que puede o no alcanzar la arena pública, la opinión pública, lo decible.

La “otra política” no trata de un residuo tradicional, resistente a las instituciones modernas. Es  precisamente lo contrario. Esa lógica que tenemos frente a nosotros/as es un efecto de la revolución democrática que produjo la ideología liberal en las sociedades occidentales. Es una forma de reacción que no se expresa como una simple y, suficientemente, conocida “oposición” política. Encriptada a nuestra visión, ella hace lugar a un rechazo automático-instantáneo-irreflexivo de ciertas “libertades” e “igualdades” vividas o reclamadas, por “otros/as”, como “justas”. Es una experiencia política que rechaza el racionalismo liberal y el racionalismo progresista, tan “discursivamente” (de) constructivistas. Indiferente a los clásicos mecanismos constructores de realidades objetivas (los discursos y las palabras tanto como los rituales), esta mentalidad política y sus miembros constitutivos basan su orientación perceptiva en la expansión de olas afectivas que en silencio y visceralmente (en sus casas, en el subte o en el shopping) los conmuevan.

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