Deuda y ajuste
FMI: Caballo de Troya autoinfligido

Por Dra. Sandra Guimenez (UNPAZ/ UBA)

El anuncio presidencial acerca de recurrir al Fondo Monetario Internacional (FMI) para solicitar asistencia financiera es sin lugar a dudas una muy mala noticia para Argentina. Luego de la fatídica experiencia que atravesamos durante la década de los 90, en la que la gestión de gobierno a cargo del Dr. Carlos Menem no sólo recurrió al FMI, sino que hizo de esa relación el eje estructural de sostenimiento de su plan económico conocido como Plan de Convertibilidad, no pueden quedar dudas acerca de las consecuencias que trae(rá) ese vínculo. La relación con el FMI tiene principalmente dos consecuencias negativas: por un lado, la pérdida de soberanía sobre las decisiones de política económica y social, y por otro lado, esa pérdida de soberanía trae aparejada la implementación de políticas que no harán más que profundizar el “costo social del ajuste” que ya se hace evidente para amplios conjuntos de la población que dejan de comprar alimentos para pagar las boletas de los servicios.

El FMI ya confirmó el acuerdo para otorgar un préstamo al país por 50.000 milloes de dólares, aunque en el corto plazo sólo llegarán 15.000, el resto quedará sujeto al cumplimiento de las “metas” acordadas. Principalmente, se exigirán condiciones estentóreas sobre el gasto público, de modo de garantizar el cobro de las 8 cuotas en que se pautará la devolución del préstamo. Es decir, la lógica de funcionamiento y de sujeción de los países al FMI radica en que el gobierno que solicita la asistencia del organismo retenga en sus arcas los fondos necesarios que le permitan atender los compromisos contraídos para la devolución de los préstamos. Que el Estado retenga en sus arcas dichos fondos no es otra cosa que eliminar gastos considerados onerosos (sean áreas de política, sean trabajadores).

Pero seamos justos con el FMI: los resultados económicos desastrosos a la fecha que exhibe la gestión de Cambiemos no se deben –todavía- a ese vínculo, sino que constituyen el resultado del manual ideológico neoliberal que aplica el gobierno desde diciembre de 2015: eliminación de impuestos (como las retenciones al sector agroexportador y al sector minero), eliminación de barreras comerciales y apertura irrestricta a importaciones de diverso tipo, eliminación de subsidios al consumo de gas, agua y electricidad, libre flotación del tipo de cambio, paritarias a la baja y endeudamiento externo.

La combinación de ese conjunto de medidas trajo los consabidos resultados: aumento de la inflación, deterioro del salario de los trabajadores, caída del consumo, caída de la actividad industrial y comercial, fuga de capitales. Esos resultados no pueden atribuirse al FMI, son responsabilidad de un plan de gobierno que privilegia la concesión de beneficios a los sectores nacionales y extranjeros más concentrados en detrimento de los ingresos del resto de la sociedad.

Gasto social a la baja

A esos resultados funestos en términos sociales y económicos, se le sumará ahora la aplicación del manual de recomendaciones del FMI, que básicamente apuntará a que el gobierno reduzca el gasto, el cual viene bajando ex ante (desde 2016).

Efectivamente, desde que asumió Cambiemos, se ha reducido sensiblemente el gasto público a través de la eliminación de programas sociales (como el Sonreír o el Remediar), la reducción de partidas (a través de la baja de Pensiones No Contributivas y el endurecimiento de los criterios para su acceso), el desfinanciamiento de programas (como el Fines o Conectar Igualdad que primero se desfinanció y finalmente desapareció), y la subejecución de partidas en distintas áreas de educación, salud, trabajo, cultura y desarrollo social.

Esa reducción del gasto tiene un objetivo implícito muy perverso que consiste ex profeso en subejecutar o desfinanciar líneas de intervención estatal para proceder a su tercerización. Al igual que en los años 90, el Estado “se hace a un lado” para dejar vacancias y convocar a que las mismas sean cubiertas por supuestos saberes técnicos privados de organizaciones no gubernamentales o consultoras, muchas de las cuales (sino todas) no cuentan ni con la experiencia ni con el know how que se desarrolla en y desde el aparato estatal. La fórmula “retiro-vacancia-llamado a terceros” es todo un sello de gestión: en todas las áreas se repite este patrón de convocar a privados para que hagan lo mismo que se hacía en el Estado, pero cobrando honorarios más altos. El caso más paradigmático de la tercerización encubierta es lo que sucede en el INTI, o en algunas áreas del Ministerio de Trabajo, que fueran canceladas para que estudios de abogados realicen las mismas tareas que hacían los empleados del ministerio, pero ahora cobrando “servicios” en lugar de garantizar derechos.

Volviendo al acuerdo con el FMI, no hace falta ser muy perspicaz para saber que las recomendaciones irán por el lado de reducir (más) planes y programas sociales, impulsar la reforma laboral que quedó en suspenso el año pasado, profundizar la reforma sobre el sistema previsional y promover el achicamiento de las estructuras estatales vía el despido de trabajadores.

Estos objetivos ya formaban parte de la plataforma política de Cambiemos, sólo que ahora serán presentados discursivamente como una necesidad sine qua non para garantizar que el FMI devengue los préstamos comprometidos. Se apelará a que se tomen calmada y sumisamente la reducción del gasto y la transformación de derechos adquiridos en pos de que le sean otorgados al país préstamos que vendrán a sumarse al importante endeudamiento que la actual gestión encaró.

Esta fundamentación encierra un ocultamiento, porque se dice que el Estado gasta mucho y mal, pero nada se dice acerca de los ingresos que el Estado deja de percibir: no cobrar impuestos a las compañías mineras o al sector exportador representa una renuncia voluntaria del Estado a obtener ingresos que le permitirían sin duda tomar otro tipo de decisiones, si tuviera la voluntad política. El déficit fiscal es una ecuación que surge de la relación entre ingresos y egresos del Estado. El liberalismo sólo pone el foco en los gastos sociales, que considera prescindentes y que desancla de su dimensión de derechos, y se desentiende de cómo garantizar y generar ingresos legítimos que le permitan sostener la estructura de gastos. El problema no son los gastos, el problema es que el Estado renuncia al derecho soberano de cobrar impuestos a los sectores más concentrados de la economía.

Déjá vu

A lo largo de los años 90, el discurso que fundamentó la puesta en acción de las reformas, el endeudamiento y las recomendaciones del FMI, radicaba en que era preciso hacer de Argentina un país confiable, previsible y atractivo para atraer inversiones… que nunca llegaron. No sólo no se creó empleo sino que se perdieron puestos de trabajo, y los que sí se crearon fueron mayormente en condiciones de precariedad e informalidad para los trabajadores, sin beneficios de la seguridad social, sin acceso a la cobertura de salud en calidad de derecho. Los capitales que ingresaron a Argentina lo hicieron para aprovechar la especulación financiera y el dólar barato que garantizaba el Plan de Convertibilidad. No se abrieron nuevas fábricas, sino que se cerraron.

Ese aspecto, a la luz del nuevo acuerdo, se repetirá inexorablemente: caerán más puestos de trabajo, y si no logra frenarse la reforma laboral, se profundizará la precariedad y vulnerabilidad de los trabajadores. Los desocupados y precarios serán convocados a un mayor esfuerzo y autoexplotación, ya que la concepción y practica discursiva de Cambiemos apela al esfuerzo individual, al mérito y al convencimiento de que con sólo proponerse la superación personal alcanza. Al igual que en aquellos años, la explicación de la desocupación y los raídos ingresos no se buscará en el modelo económico, sino que se hallará en la responsabilidad individual, se acusará a ese segmento de la población de no saber adaptarse a los nuevos vientos. A través de ese lente ideológico, las autoridades actuales leen la realidad: en su ideario los pobres son pobres porque quieren, porque no se esforzaron en mejorar sus vidas y sus calificaciones para hacerse competitivos en el mercado y se mal acostumbraron al paternalismo estatal. Por lo tanto, como no hicieron esfuerzos no merecen la atención estatal, sino que deben ir al mercado a fortalecerse y manejar la incertidumbre para re-educarse.

Durante los 90 y los primeros años del 2000, a la pérdida de puestos de trabajo (recordemos que la desocupación hacia el año 2002 llegó a alcanzar al 22% aproximadamente de la Población Económicamente Activa), se fue anexando el consecuente aumento de la pobreza y la indigencia. Un conjunto amplísimo de la población (en 2002 la mitad de la población llegó a ser considerada pobre) pasó a vivir en condiciones de extrema necesidad, sin llegar a cubrir los estándares mínimos de vida. Pero la pobreza no alcanzaba sólo a aquellos considerados pobres estructurales, sino que incluía a amplios sectores que habían pertenecido a la clase media pero habían perdido sus fuentes de ingreso y habían pasado a vivir del trueque y de concurrir al hospital público para atender su salud (su condición de ex clases medias los excluía de los requisitos que se establecían para recibir los magros planes sociales que otorgaba el Estado, que exigía que se demostrara una situación de máxima pobreza e indigencia).

Una reforma estructural significativa de los años 90 radicó en la mercantilización de la seguridad social, lo que llevó a un deterioro muy importante del ingreso de los jubilados de aquel momento, al tiempo que despojaba a los trabajadores desocupados de la posibilidad de jubilarse cuando llegaran a la edad pasiva por la imposibilidad de justificar años de aportes. La reforma previsional fue consustancial al Plan de Convertibilidad, y presentada como la necesidad de hacer más eficiente el sistema… para los que pudieran capitalizar individualmente a las flamantes AFJP. Uno de los grandes logros del período 2003-2015 radicó en reestatizar ese sistema y reparar y ampliar derechos a todos aquellos trabajadores y trabajadoras que, de no mediar la intervención positiva del Estado, se hubieran quedado sin la posibilidad (actual) de acceder a un ingreso, que gracias a las modificaciones de fines del año pasado, tiende a reducirse cada día más al calor de la inflación.

Cambiemos ha manifestado la voluntad política y la necesidad económica de privatizar nuevamente el sistema, bajo el pretexto remanido de los 90: “eficientizarlo”. El acuerdo con el FMI les brindará el paraguas discursivo y contextual que les permitirá presentar esta reforma como una nueva necesidad histórica. Pero sabemos, con la experiencia de aquellos años, que esa reforma buscará 1) quebrar el lazo de solidaridad entre trabajadores activos y pasivos, 2) brindar a los grandes bancos y sectores financieros un nicho de ganancia asegurado, 3) producir una mayor diferenciación entre trabajadores jubilables, ya que se eliminarán los tintes progresivos del sistema, que apunta(ba)n a cierta homogeneización de los ingresos, para que cada quien reciba según la posición que haya tenido en el mercado de trabajo. Es decir, los que hayan trabajado en peores condiciones laborales y hayan tenido bajos ingresos, recibirán una jubilación a la medida y quienes hayan participado de condiciones más favorables y hayan percibido mayores ingresos también serán recompensados. En síntesis, se busca profundizar el agente racional egoísta.

¿Hacemos sociedad?

En síntesis, las relaciones con el FMI ya las experimentamos hace dos décadas y la crisis de 2001-2002 no hizo más que cristalizar las consecuencias de llevar a la práctica las recomendaciones de ese organismo.

La primera vez –en los 90- podíamos decir que no sabíamos que aquello iba a suceder, que se confiaba en la implementación de unas recomendaciones que, quizás sonaban bien, pero su aplicación resultó nociva en términos sociales y económicos.

En la actualidad, volver a recurrir al FMI es decidir traer el caballo de Troya nosotros mismos para autoatacarnos, cargarlo sobre nuestras espaldas, para que nos lleguen más temprano que tarde las lanzas troyanas cargadas de desocupación, precariedad y pobreza.

El problema es que en cada uno de estos ciclos nos cuesta más encontrar y consensuar el rumbo como sociedad, tanto en términos económico-sociales como culturales, porque el resultado de este seguro desenlace crítico, será nuevamente cargar a la política con la responsabilidad de la catástrofe. Y responsabilizar a la política implica un repliegue (mayor) al individualismo, y esa retracción dificultará pensar y construir colectivamente cómo hacemos sociedad, es decir, cómo caminamos todos juntos garantizando la integración de las amplias mayorías. O dicho de otro modo, el individualismo obstruye la pregunta colectiva acerca de si queremos, legitimamos y consensuamos un modo de vida y un tipo de sociedad en la que, como dice la canción de Abel Pintos, seamos uno con los demás, o en palabras de Robert Castel que hagamos sociedad.

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