ELECCIONES EN COLOMBIA
¿Qué le podría aportar un gobierno de izquierda a Colombia?

Por Mauricio Chamorro (UCC/UCM)

El pasado 27 de mayo se realizaron las elecciones presidenciales en Colombia. Los resultados que pronosticaron las firmas encuestadoras se cumplieron y, debido a que ningún candidato obtuvo más del 50 por ciento de los votos, habrá una segunda vuelta el próximo 17 de junio entre el candidato del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, Iván Duque, y el candidato de la izquierda, Gustavo Petro. Sin embargo, un dato no menor en esta primera vuelta fue la elevada participación ciudadana. La abstención en esta jornada se situó en el 46.62 por ciento, la más baja registrada en los últimos 40 años. A diferencia de otros países de América Latina –como Argentina, Bolivia, Brasil, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay–, en Colombia el voto no es obligatorio, por lo que habría que preguntarse por la alta participación en estas elecciones.

Después de un conflicto de más de 50 años, el más antiguo de América Latina, varios habitantes de las zonas rurales pudieron ejercer su derecho al voto por primera vez.[1] La razón: en estas elecciones no hubo ninguna alteración de orden público debido al acuerdo de paz suscrito en el año 2016 entre el Gobierno Nacional y las FARC. Pero este no ha sido el único beneficio. Gracias al acuerdo de paz, y pese al incumplimiento de varios compromisos por parte del Gobierno, el número de víctimas ha disminuido drásticamente, la confianza de los inversionistas se incrementó, la apertura al pluralismo político empieza a ser realidad y la ciudadanía discute problemas sociales que en Colombia se habían cubierto (o justificado) con el velo de la guerra. Colombia aún está lejos de ser lo que anhelamos, pero es indiscutible que estamos mejorando.

Varios problemas sociales que en otros países de la región ya se han discutido, en Colombia apenas se están tratando. El conflicto había justificado que la clase política tradicional “aplace” las políticas sociales urgentes, sobreponiendo las políticas guerreristas que tras varias décadas dejan como saldo una deuda inconmensurable con el cumplimiento y la garantía de derechos. La discusión de estos problemas sociales se establece, aparentemente, como el elemento rector en estas elecciones presidenciales. Sin embargo, la segunda vuelta enfrentará a Iván Duque, un candidato que respaldado por toda la clase política tradicional pretende reinstalar el velo de la guerra, frente a un candidato que propone no evadir las responsabilidades históricas del Estado social de derecho: Gustavo Petro. El riesgo en estas elecciones no es menor.

Deponer la guerra como el problema central ha permitido que en el escenario público se discutan otros temas. La corrupción, las reformas laborales, los daños medio ambientales causados por la minería y los hidrocarburos, la excesiva concentración de la tierra, la calidad y cobertura de la educación, las falacias del sistema de salud y seguridad social, la seguridad y soberanía alimentaria, son temas que gracias al silencio de la guerra se discuten en estos momentos. El fin del conflicto propició que el debate democrático se amplíe. La izquierda ha podido sacar rédito de ello, y por primera vez en la historia de Colombia tiene posibilidades serias de llegar al poder.

Pero, más allá de vencer la maquinaria política bicentenaria del país –lo que de por sí ya sería una hazaña–, ¿qué podría aportarle un gobierno de izquierda a Colombia? Desde mi perspectiva considero que dos cuestiones fundamentales: poner en tela de juicio los “principios de injusticia” y, consecuentemente, constituir una utopía no ilusoria sino necesaria, como decía Paul Ricoeur.

La justicia social: una utopía necesaria

Según la base de datos del Banco Mundial del año 2015, Colombia es el séptimo país más desigual del mundo. En Colombia, el 1 por ciento más rico de la población concentra el 20 por ciento del ingreso, y el 1 por ciento de los habitantes del país ocupan el 81 por ciento de la tierra. De ahí que, según Oxfam, cerca de un millón de campesinos tengan menos tierra que la que dispone en promedio cada vaca criada en las grandes haciendas ganaderas del país.[2] Los datos son alarmantes. Sin embargo, aunque varias agencias internacionales hayan manifestado que la desigualdad constituye un obstáculo para el desarrollo sostenible, para la clase política tradicional de Colombia este no es un verdadero problema.

El argumento para desconocer que la desigualdad es un problema mayúsculo, es la creencia –conveniente– en lo que Daniel Dorling ha denominado los “principios de injusticia”.[3] Entre estos “principios de injusticia” se encuentran las creencias de que el elitismo es eficiente, la exclusión es necesaria, el prejuicio es natural, la avaricia es buena y la desesperación frente a esto es inevitable. Mientras las propuestas de gobierno presentadas por Iván Duque reproducen estos principios, las propuestas de Gustavo Petro los rechazan.

El programa de gobierno de Gustavo Petro propone la transformación del modelo económico, la redistribución de la tierra y la vinculación de las ciudadanías al saber, las redes y la tecnología. Esto no es demagogia. La crisis económica de Estados Unidos del año 2008 demostró que es urgente salir de la financiarización de la economía y entrar a un modelo que priorice las actividades productivas. Si el fortalecimiento de la agricultura y la reindustrialización de sectores estratégicos se acompañan de un progresivo impuesto al capital, se podría generar una distribución de los beneficios y así favorecer la justicia social. Disminuir el impuesto al capital, como lo propone Duque, no estimulará el empleo, ni generará mayores ingresos a favor de la clase trabajadora. No obstante, seguirá favoreciendo las creencias de que el elitismo es eficiente, que la exclusión es necesaria y que la avaricia es buena.

Una restructuración económica organizada a partir de políticas de redistribución podría mitigar la marginación y la explotación. Sin embargo, las injusticias que se vinculan a procesos de representación seguirían inermes. Para socavar estas injusticias es indispensable otorgar voz a los que no la tienen, a los sinnombre –como diría Walter Benjamin. De esta forma, el programa de gobierno de Gustavo Petro incluye acciones claras y concretas para potenciar la voz de las mujeres, niñas y niños, jóvenes, campesinos y campesinas; la voz de todos los pueblos indígenas y afrodescendientes, trabajadores y trabajadoras, víctimas del conflicto, población LGBTIQ, adultos mayores, personas en situación de discapacidad. El giro hacia las minorías étnicas, raciales y sexuales despliega una forma de justicia social que se preocupa por el reconocimiento. Frente a las políticas de reconocimiento, el programa de Duque no solamente es embrionario, sino que representa un salto al pasado. El candidato de Uribe no solo invisibiliza a las minorías en el discurso, también lo hace en sus “162 propuestas para el futuro de Colombia”. Sin políticas de reconocimiento, la creencia de que el prejuicio es natural se robustece.

Las políticas de redistribución y de reconocimiento incorporadas en el programa de Gustavo Petro se complementan con políticas de participación. El “poder para la gente”, como lo anuncia el candidato de la izquierda, haría efectivo el derecho a la participación ciudadana, impulsando las reformas necesarias para que el constituyente primario defina el destino del país, y para que la democracia sea realmente participativa. En el programa de Duque, la participación se reduce a una propuesta –la número 162, curiosamente– y se confunde con la denuncia pública. La carencia de políticas de participación devela el lado más autoritario de esta candidatura.

La justicia social que pregona la Colombia Humana –así se denomina el programa de gobierno de Petro– tiene una orientación política programática que reúne las concepciones de justicia social como distribución, reconocimiento y participación. Enfrentar con estas políticas la desigualdad implica desnaturalizarla, lo cual sería un avance inconmensurable para una sociedad democrática. Además, desnaturalizar la desigualdad posibilitaría construir colectivamente una utopía necesaria, en el sentido de pensar una sociedad apartada del peligroso ciclo de la violencia –ciclo que ha sido alimentado por la mezquindad de la clase política tradicional–, donde realmente prevalezca un orden político, económico y social justo.

El próximo 17 de junio la ciudadanía colombiana podrá aplazar –una vez más– la solución de problemas sociales fundamentales, instalando nuevamente el velo de la guerra, o avanzar en la garantía de los derechos contemplados en el marco del Estado social de derecho. Y tendrá que elegir entre la perpetuidad de la desigualdad o la exigencia de la justicia social. Es posible soñar.

 

[1] Según la Dirección para la Democracia y la Participación Ciudadana y la Acción Comunal, tras la firma del acuerdo de paz, se redujo en un 30 por ciento la cantidad de municipios con altos niveles de riesgo electoral.

[2] Ver: https://oxf.am/2ApWkBr

[3] Dorling, D. (2011). Injustice: Why Social Inequality Persists. Bristol: Policy Press.

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