Por Rodrigo Karmy Bolton
(Universidad de Chile)
1.- El discurso contrarrevolucionario en el Chile actual cacerolea con la palabra “vándalo”. Insiste en él para introducir la lógica del enemigo interno y abrazar las fuerzas de seguridad que permitan “purificar” al pueblo de sus “malos” elementos. Se trata de “vándalos”, tipos de eventualmente –enhebra el discurso- están “organizados” son “anarquistas” y pertenecerían a un “lumpen” que no tendría nada que ver con la bondad originaria del pueblo.
El discurso contrarrevolucionario no ha sido privativo de la derecha o del gobierno, sino que se ha extendido en varios sectores políticos que parecen haber adoptado sin problemas su lógica inmunitaria. Se trata de hacer del pueblo una instancia “limpia”, de “higienizarlo” de su mal, de salvar su alma de la tentación propiamente “vandálica”. El discurso contrarrevolucionario es, a la vez, pastoral y cazador: “pastoral” porque pretende salvar a un pueblo de sí mismo y “cazador” porque intenta perseguir con toda la violencia del poderoso, a quien está identificado como el “mal” que ensucia. La bondad del pastor pasa por el rasero del cazador, la salvación del pastor implica la persecución del cazador: la defensa de esa “clase media” –según el gobierno- que justifica la declaración del estado de excepción, expresa la duplicidad con la que opera el poder (Chamayou).
Pero el discurso contrarrevolucionario es parte de una guerra de signos que se da en función de la lucha por la ciudad: como vio Furio Jesi alguna vez, toda revuelta trae consigo su simbología, lucha sin cuartel contra los “falsos mitos” inoculados por la clase dominante: el discurso contrarrevolucionario que pretende identificar “vándalos” como una masa fantasma que acecha destructivamente a la ciudad y que, según el mismo discurso, constituirán un exterior-interno a la propia consistencia del pueblo. Como una verdadera topología del mal, los “falsos mitos” que producen al fantasma “vándalo” o “violentista”, pasan por purificar los mitos populares traídos a bocanadas por los bríos de revuelta.
Pero estos mitos se abrazan a la historia de luchas comunican a los vivos de hoy con los muertos de ayer y vitaliza la potencia de la revuelta. Su potencia afectiva intenta ser neutralizada por los “falsos mitos” del discurso contrarrevolucionario, sobre todo, cuando produce una separación ficticia entre “pueblo” y “vándalos”, entre “clase media” y “anarquistas”.
En suma, cuando separa la razón de la sin razón, la civilización de la barbarie y dispone así una cartografía de guerra en la que el poder estatal se dirige a acabar con ellos en nombre de la razón, la civilización o, si se quiere, en nombre de la propia pureza del pueblo al que masacra.
Sólo el poder tiene capacidad para inventar a un “detrás” donde no lo hay, a perforar la realidad y abrir un “más allá” donde prevalece sólo la superficie de los cuerpos. La guerra urbana fue iniciada por el gobierno al intentar desplegar un dispositivo de “enemigo interno” orientado a que la propia ciudadanía “purifique” sus elementos “vandálicos”.
Es importante subrayar que el pueblo no es nunca bueno o malo, pacífico o violento, sino que su potencia, esencialmente múltiple, se ubica más acá de todo dispositivo de separación. Efectivamente, el pueblo es violento, mas también solidario. Pero su violencia es martiriológica o redentora y no sacrificial porque no se orienta en instaurar un nuevo orden, sino en destituir radicalmente el orden existente, en abrir desde la sutura una verdadera grieta.
Lejos de negar la violencia popular es necesario abrazarla porque sólo ella representa un verdadero “comienzo” pletórico de “posibles”. Pero esto implica desactivar la falsa equivalencia que establece el discurso contrarrevolucionario entre la violencia popular y la del Estado: la del Estado es siempre de índole sacrificial porque mata para fundar o conservar un nuevo orden (Benjamin); la popular, en cambio, es destituyente (Agamben) porque nada funda ni conserva sino sólo revoca. El saqueo, los incendios y las manifestaciones que hemos presenciado durante estos días son parte de dicha violencia a la que el Estado reacciona con todo su arsenal político, militar y policial para resguardar el orden neoliberal.
2.- La revuelta siempre va a pérdida. No gana nada, no se dispone a ello, porque no calcula nada. Deviene potencia afectiva que recuerda a sus muertos en el acto mismo de la batalla. Pero la revuelta abre el campo de posibles, convoca a imaginar un por venir que no está en un “más allá” sino que se incrusta intempestivo en el presente. Su caceroleo es el coro con el que recita su poema, sus consignas “no al abuso de poder” deviene su modo de ajusticiamiento. No la justicia en un “después” que algún futuro pueda prometer, sino en un “ahora” que no calza con las agujas del reloj y trae la eternidad atravesada de contingencia (Jesi).
Si el discurso contrarrevolucionario ha declarado la guerra y cataliza la estrategia gubernamental para ejercer su “castigo público” al pueblo que se ha sublevado, la revuelta tendrá que seguir junto con sus diversas organizaciones que tendrán por tarea permanente la desactivación de dicho discurso. Para eso tendrá que usar su inteligencia en orden a liberar la mitología popular de una memoria absolutamente irredenta: ya no puede haber mas “vándalos” sino multitudes que abrazan el presente que les ha sido confiscado.
Multitudes que no se reducen a los estudiantes secundarios que se tomaron el Metro y que gatillaron la revuelta, pero que tampoco pueden ser excluidos y calificados bajo el epíteto de “vándalos” o “violentistas” como hace el discurso contrarrevolucionario. Multitudes hacen usos de las calles y han hecho visible que la violencia estatal no se reduce al despliegue militar y policial, sino que se anuda estructuralmente en la matriz subsidiaria impuesta desde el Golpe de Estado de 1973. Protestando de las más diversas formas (marchas, caceroleos, saqueos), sin necesidad de tribunales, ni de un derecho, la multitud ajustició 1973.
“Evade” fue la consigna que catalizó la revuelta. Con ella, los estudiantes secundarios se tomaban el Metro y no pagaban el pasaje. ¿qué hacían, entonces? “Evade” es la consigna del uso libre y común: evadir se volvió un uso radical del Metro que libera a los cuerpos de la serialidad de los torniquetes.
“Evade” no fue sólo la imagen popular de los secundarios, sino la epifanía que catalizó la “evasión” total de un pueblo frente al “abuso de poder”, contra la sistemática impunidad sostenida estructuralmente por el ordenamiento estatal y su matriz subsidiaria. 1973 ha sido destituido o, lo que es igual: “evadido”. “Evade” el “abuso de poder” significa: usa el mundo de manera libre y común o, lo que es igual, “hace mundo” –y habita- frente a la devastación, en la que el mundo pretende ser subsumido a la catástrofe del globo. “Evade” es ajusticiamiento de 1973, en su misma acción abre el tiempo a otro tiempo y lo fusila sin sacrificar, arrojándolo a arder en la ruina del olvido.
Octubre, 2019