Conversación entre iguales
Buscar las palabras

Por Daniel Brailovsky

¿Podemos salir de nuestras burbujas y comprender las ideas que las interpelan? ¿Cómo conversar con aquellas personas semejantes –no idénticas– que no comparten nuestra historia y reaccionan de otro modo ante los mismos hechos?

El pedagogo Daniel Brailovsky reflexiona sobre la dificultad que el clima de época plantea en las aulas. “Hoy es más difícil enseñar los textos de Pierre Bourdieu, Paulo Freire, Jan Masschelein o Jorge Larrosa –escribe– porque a los estudiantes les resuenan como cápsulas “adoctrinantes” las más mínimas referencias a las nociones de justicia e igualdad que estos autores proclaman”. 

Brailovksy se pregunta cómo dar la batalla cultural contra eslóganes sencillos y pegadizos montados sobre complejísimas maquinarias de algoritmos digitales y verdaderos ejércitos de trolls; cómo evitar que los oídos de los estudiantes se cierren, así como en la pandemia apagaban las cámaras y los micrófonos del zoom.

 

 

Tenemos que buscar las palabras, allí está la clave. Lo digo al comienzo y lo repetiré al final. En tiempos difíciles, de vidas frágiles y ánimos crispados, hay asuntos a los que es difícil referirse sin caer en la tentación del griterío vacío y las consignas prefabricadas. El clima de época nos invita a recluirnos y renunciar a conversar como semejantes. Ya no hay semejantes: sólo idénticos-similares (que nos regalan el placer del consenso) y otros-equivocados (ante cuya voz preferimos cerrarnos o indignarnos). Y frente al imperativo de opinar (siempre y mucho, sobre todas las cosas) hay menúes de opiniones para elegir con el dedo índice (o el pulgar) durante un viaje en tren, en una sala de espera, en los minutos sueltos que deja una actividad cualquiera. De a ratos, debo confesar, me siento captado por esa modalidad espuria en la que pensar deja de ser un acto político que se realiza con tiempo y dedicación y se convierte en un acto fugaz de consumo. Y entonces trato de hacer el ejercicio de tomar distancia y volver a empezar. Casi siempre, echando mano del mejor y más potente de los instrumentos para ello, que es la escritura.

Hace unas noches, hice el ejercicio de mirar durante un rato un programa de televisión (en la computadora, ya que TV no tengo), porque allí iba a hablar el secretario de educación. Es alguien a quien conozco, con quien he compartido lindas charlas y momentos de estudio en otros tiempos, y tenía interés en (y cierta inquietud por) escuchar lo que diría. Pero fue tal mi sensación de inanidad al registrar el tono y el contenido del programa, que tuve que apagarlo antes de escuchar al secretario. Sólo después me contaron lo que allí se dijo. ¿Será que el consumo constante de ese tipo de programas (yo no aguanté ni cinco minutos) hace que la conversación sea difícil con algunas personas? ¿Será que algunos, bajo el influjo de esas producciones, se indignan genuinamente por los supuestos crímenes de casta que se les endilga a los rectores de las universidades públicas? ¿Será que para muchos esa construcción de show espectacular, al estilo de las distopías del cine, es ya del todo natural como modo de comunicar?

Soy capaz de entender el sentimiento de quien, sin haber transitado demasiado (o en absoluto) por las universidades, hace propia la sensación de que se trata de “antros de adoctrinamiento” en los que se cuecen oscuros planes de una “casta académica”. Son imaginarios que cualquiera puede construir acerca de lo desconocido, si es descripto de tal modo por otros en quienes confía. Pero quienes hemos transitado la formación docente y académica leyendo los papers, los libros o los diseños curriculares elaborados por muchos de ellos lo vemos de otro modo. Quienes hemos accedido a las fuentes confiables que muestran el efecto igualador que esas universidades (precisamente esas, y mucho más que otras) tienen en la sociedad, no podemos menos que sentir dolor e indignación de que sean expuestos en un informe ¿periodístico? donde lo que no está tergiversado, está lisa y llanamente inventado. Cuando hablan de rectores “puestos” por el poder político, increíblemente a nadie le parece relevante recordar que las autoridades universitarias acceden a cargos por elecciones de claustros, es decir, que los votan, entre otros, profes y estudiantes para cumplir ese rol durante un período acotado.

Y pienso en mis estudiantes de la formación docente. Ellos no vivieron los años tenebrosos de la dictadura, ni el fervor democrático de los 80’. No sufrieron los efectos del neoliberalismo en los 90’ ni vieron, tras su derrumbe, nacer y crecer leyes justas en los inicios del siglo. Tampoco vieron derrumbarse el impulso progresista de esas políticas a medida que avanzaba la segunda década, con una clase política que se miraba el ombligo y el bolsillo, pero que dio unánimemente la espalda al pueblo. Para ellos, para mis estudiantes veinteañeros, esta especie de revolución anticasta es su primera experiencia política nítida, el primer hito histórico de la gran política que los tiene como protagonistas. A ellos no les hace ruido (al menos no del mismo modo que a mí) ver la indulgencia (que roza la simpatía) del gobierno de Milei con los genocidas, su recupero heroico de consignas de la ultraderecha, su condena a la justicia social (¡a la justicia social, precisamente!), sus gestos de desprecio a las luchas de las mujeres y las minorías, o su estilo personal objetivamente guarango y agresivo. Mis estudiantes tienen otro capital histórico, y reaccionan de otro modo ante los mismos hechos.

Y a pesar de todo eso, Javier Milei no es comparable con la dictadura. No es fascista, ni nada por el estilo. Es un presidente democráticamente elegido por el pueblo argentino. La esperanza que muchísimas personas depositaron en su gobierno ante un panorama desolador, una economía devastada, una gestión precedente plagada de mala praxis política, promesas incumplidas y falsos semblantes, todo eso explica holgadamente su triunfo electoral. Aunque no lo voté, debo decir que en la segunda vuelta tuve muchísimas dudas y escrúpulos en ponerle el voto a su adversario. En ese momento, recuperé una imagen que propone Johanes Huizinga en su Homo Ludens: la diferencia entre el tramposo y el aguafiestas. El tramposo, dice, “hace como que juega y reconoce, por lo menos en apariencia, el círculo mágico del juego”. Los compañeros de juego, entonces, “le perdonan antes su pecado que al aguafiestas, porque éste… les deshace su mundo”. Creo, siguiendo esa pista, que puede hacerse una analogía: no es lo mismo retacear democracia que negar la democracia, no es lo mismo declamar por la educación pública sin respaldarla lo suficiente, que atacar explícitamente cualquier forma de apoyo estatal al sistema educativo. Y por eso en esa ocasión voté al tramposo y no al aguafiestas. Hubiera preferido una opción auténticamente emancipadora en el ballotage, pero no la hubo.

Ahora: que no sea comparable con la dictadura no significa que su modo de ejercer el poder no sea autoritario. Pero es una forma particular de autoritarismo y todavía no tenemos palabras que lo describan adecuadamente. Es postmoderno, es digital, y se caracteriza por promover un extraño (y para mí, inexplicable) goce de la crueldad, la burla, el cinismo. Resulta inédito que los funcionarios se mofen y celebren el sufrimiento de los que se quedan sin trabajo o sin comida. Y resulta totalmente insólito que tal conducta reciba la aprobación de muchísimas personas, y no necesariamente las de las clases acomodadas. Quienes trabajamos con la palabra, supongo, tenemos por delante la trabajosa tarea de nombrar esto que todavía no se puede nombrar. Tal vez parte de la impotencia y el dolor que sentimos tenga que ver con esa anomia. Tal vez por eso estoy escribiendo estas líneas.

La palabra “libertario”, que históricamente identificó a las propuestas emancipadoras de la izquierda, no es una palabra apropiada para describir a quien entiende la libertad de un modo tan distinto de aquella libertad con otros, con orden, con justicia, que pensaron los libertarios originales.[1] La libertad entendida como una construcción colectiva no tiene correlato con la libertad de los patrones de fijar un salario de supervivencia a sus empleados o con la libertad de los monopolios de fijar los precios de los alimentos. La libertad patriótica que se asocia a la gesta de nuestros próceres es incongruente con la admiración por los magnates extranjeros. Y el cuestionamiento a la ESI, a las políticas de promoción del juego infantil, de expresión de las disidencias de género, en fin, son gestos políticos que no cuadran con la idea de libertad. O sea que “libertario” no es la palabra.

Más honesta y apropiada, dentro de la jerga oficial, me parece la denominación de anarcocapitalista. Sospecho que, si muchos de sus votantes la hubieran buscado en el diccionario antes del día de las elecciones, tal vez hubieran dudado en entregarle su voto. La anarquía se expresa en la renuncia a cualquier forma de regulación, por parte del Estado, de las injusticias y desigualdades que el mundo actual es tan propenso a generar. Y la propia noción de capitalismo, aunque venga acompañada de citas de autores decimonónicos, hace referencia a su versión contemporánea: financiera, cognitiva, esa forma del capitalismo que no es puramente un mecanismo de funcionamiento para los intercambios comerciales o monetarios, sino que se trata de una verdadera filosofía de vida apoyada en el principio de poner toda operación financiera por encima de cualquier operación productiva y expresarse en un modo de vida que irradia sus valores hacia las relaciones personales, familiares, laborales, y también educativas.[2]

Ante el endiosamiento del capital privado y el lucro, lo público sólo puede verse como corrupto, expropiador, burocrático y limitante, y resulta casi inevitable comenzar a descalificar también los principios en los que reposa lo público: la democracia, las políticas de redistribución, los mecanismos de ascenso social, la educación pública. Eslóganes sencillos y pegadizos montados sobre complejísimas maquinarias de algoritmos digitales y verdaderos ejércitos de trolls (ya ni siquiera se trata de disimular la existencia de amplias oficinas oficiales dedicadas a esa tarea) han facilitado un primer triunfo en la batalla cultural que se libra en ese sentido. Es cierto también que las movilizaciones populares y los gestos de resistencia muestran el compromiso de mucha gente con la educación pública, y permiten intuir que no todos los que votaron a Milei confiando en su expertise económica, están dispuestos a aceptar acríticamente la puesta en práctica de todo aquello que supuestamente “no iba a hacer”.

Lo vemos en las aulas: hoy es más difícil enseñar los textos de Pierre Bourdieu, Paulo Freire, Jan Masschelein o Jorge Larrosa, pues a los estudiantes les resuenan como cápsulas “adoctrinantes” las más mínimas referencias a las nociones de justicia e igualdad que estos autores proclaman. Y si acaso tratamos de explicar que sólo se puede “adoctrinar” detentando el poder, o si intentamos recorrer definiciones y ejemplos históricos de situaciones educativas que han sido caracterizadas como adoctrinantes, como el estalinismo, el hitlerismo, o la dictadura argentina, para mostrar que no puede llamarse “adoctrinamiento” a la resistencia intelectual de algunos profesores (que ojalá fuéramos más, dicho sea de paso), si todo esto pasa, decía, los oídos de los estudiantes se cierran, temerosos de salir de sus burbujas, como cuando se apagaban las cámaras y los micrófonos del zoom en la pandemia.

¿Cómo explicarles que la comprensión de estos asuntos de justicia educativa implica la puesta en conversación de argumentos elaborados, sistemas de ideas que solo muy trabajosamente van volviéndose más nítidos? ¿Cómo invitar a los estudiantes a invertir el esfuerzo para acceder a esta versión más profunda de la comprensión? ¿Cómo convencerlos de que los eslóganes efectistas, los relatos emocionales, no nos brindan un panorama creíble de la realidad? ¿Cómo ayudarlos a convertirse en sujetos políticos (y no en meros consumidores de opciones cerradas), conscientes de su agencia en la historia? ¿Cómo acompañarlos en esta tarea que no sólo permite ver las fisuras de la ultraderecha, sino también adentrarse en las contradicciones de las propias proclamas progresistas, que nos han traído hasta aquí?

Tenemos que buscar las palabras, allí está la clave.

 

 


Daniel Brailovsky es pedagogo, doctor en educación, maestro jardinero, profesor de música, docente en Unipe, Flacso y ISPEI Eccleston, entre otras instituciones. Escribió, entre otros, La escuela y las cosas (Homosapiens, 2012), El juego y la clase (Noveduc, 2011), Didáctica del nivel inicial en clave pedagógica (Noveduc, 2016), Pedagogía entre paréntesis (Noveduc, 2019), Pedagogía del nivel inicialmirar el mundo desde el jardín (Noveduc, 2020) e Infancias y ambiente: la Educación Ambiental en el nivel inicial, (Noveduc, 2023). En redes, @danibrai

 


[1] Para quienes no están al tanto de este antecedente, basta con googlear “pedagogías libertarias” para tener una idea. O si se animan a más, pueden consultar los libros de Cuevas Noa o de Ruano Bellido en mi biblioteca digital personal: bit.ly/eltextodelquehablamos

[2] Michael Sandel identifica un cambio cultural, social, económico y político: hemos pasado, dice, de tener una economía de mercado a convertirnos en sociedades de mercado. ¿Cuál es la diferencia? Una economía de mercado es, en el mejor de los casos, una herramienta, un instrumento para la organización de la actividad productiva. Una sociedad de mercado, en cambio, es una forma de vida en la que el pensamiento y los valores del mercado empiezan a dominar todos los aspectos de la vida. Las relaciones personales, la vida familiar, la salud, la educación, la política, la ley, la vida cívica. Esta idea de una “sociedad mercantilizada” y un modo de vida signado por los ritmos del capitalismo de mercado tiene muchos nombres: además de los términos muy generalizados de “mercantilización”, “neoliberalismo”, entre otros, se habla de capitalismo cognitivo (Jorge Larrosa), capitalismo de aceleración (Santiago Alba Rico), cultura de la aceleración (Carlos Skliar), turbocapitalismo cultural (Carlos Fernández Liria), culturas del consumo (Graciela Scheines). Estas ideas pueden ampliarse en un artículo reciente de mi autoría: Brailovsky, D. (2024). Escuelas, jeringas, urnas y ABL: a propósito de la escuela obligatoria, Tribuna Abierta, edición del Miércoles 3 de abril de 2024. disponible en versión PDF en: http://bit.ly/escuelaobligatoria

 

 

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