Corrida del dólar
Corre dólar corre

Por María Soledad Sánchez (CONICET/IDAES/UBA)

1. El día de la marmota

Hay quienes dicen que el 30 de agosto empezó el fin del macrismo. Lo que es seguro es que, con la jornada cambiaria del día de jueves, se condensó algo más que una crisis económica. En pocas horas, el valor del dólar llegó a superar los 42 pesos, para cerrar la jornada próximo a los 40 pesos (y con un tasa del 60%). La devaluación acumulada del peso en los últimos cuatro días se ubica por encima del 30%, llegando así al 100% en lo que va del año. Este dato hace ingresar al gobierno de Mauricio Macri en la triste lista de mega devaluaciones de la moneda argentina: desde los años setenta, experimentamos al menos cinco devaluaciones monetarias significativas que implicaron pérdidas del valor nominal superiores al 60% (y en oportunidades, como las crisis de 1989 o 2001, acumularon hasta el 300%), estando todas ellas antecedidas por fuertes corridas cambiarias.

El impacto de lo ocurrido en los últimos días es tal que no sólo se evidencia que el que apostó al dólar no perdió (especialmente aquellos con la expertise para especular entre las inversiones con tasa en pesos y su posterior reconversión a dólares), sino que la crisis momentánea revela una función monetaria aún más fundamental (que la de ser reserva de valor). Por algunas horas, al menos, perdimos la referencia de todo patrón de precios. Además de la importante pérdida del poder adquisitivo que la devaluación representa (cuya contracara es de hecho la transferencia regresiva de ingresos hacia los sectores más concentrados más importante desde el año 2002), sus efectos no esperaron a la llegada de un magro salario o jubilación a fin de mes, sino que se plasmaron de manera inmediata y abrupta en la interrupción de las transacciones y la imposibilidad de fijar precios. No sólo entre los agentes financieros y los compradores minoristas, donde los homebaking dejaron de operar y personalmente no se entregaban dólares físicos en los bancos. Los comercios mayoristas de distintos rubros interrumpieron los intercambios de bienes y/o servicios, suspendieron entregas y ventas, acapararon ciertos productos, porque se volvió repentinamente imposible responder a la pregunta ¿cuánto vale?.

2. El dólar

Que el dólar tiene una función relevante en las prácticas e imaginarios locales es una verdad de perogrullo. Que es mucho más que un precio de conversión, estrictamente económico, porque el dólar es un valor social (que logra incluso movilizar a la sociedad civil) y político (como un souvenir que cambia de color con el clima, signando el destino de los gobiernos), también lo es.

La falta de confianza en el peso se anida en – la memoria de- reiteradas experiencias de crisis inflacionarias y cambiarias, al compás de las cuales el dólar alcanzó a consolidarse como moneda de reserva de valor para los grandes agentes económicos, así como para el ahorrista promedio. No explican acabadamente, en todo caso, por qué el dólar (y no, como señala Federico Neiburg al comparar los casos de Argentina y Brasil, la implementación de indexadores, por mencionar un ejemplo). Y allí es donde los estudios sociológicos sobre el dólar y sus usos en la Argentina tienen mucho para decir (aunque muchos economistas no lo crean!), al mostrar de qué modo se hilvanan estratégicamente múltiples procesos. Una incipiente popularización de la divisa que se inicia, como señalaron recientemente Luzzi y Wilkis, a fines de los años 50 y comienzos de los 60, que integra lenta pero tempranamente el dólar a los repertorios financieros locales y aumenta la atención pública sobre el mercado cambiario. El más densamente estudiado y revisitado: la implementación de programas de gobierno de orientación neoliberal que, en las décadas del 70 y 90, profundizan, multiplican y generalizan la presencia de la divisa en la vida económica local, al brindar los encuadres macro-institucionales (la liberación y desregulación de los movimientos de capitales y del mercado de cambios, fundamentales para comprender la dinámica de la fuga de capitales y su entrelazamiento con la falta de la divisa, también protagonista del período de gobierno de Macri); pero también ejecutar y/o promover dispositivos sociotécnicos específicos (desde la creación de los plazos fijos o cajas de ahorro en dólares, a la dolarización efectiva de mercados o precios; sin olvidar, claro, la paridad legal entre el peso y el dólar que permitió ya sin mediaciones pensar, calcular y pautar precios y contratos en divisas). La difusión masiva y cotidiana de la cotización del dólar en pizarras o pantallas de la City y en medios gráficos y televisivos, tanto como de marcos interpretativos y valorativos para decodificarla (donde la pedagogía de los expertos fue adquiriendo creciente protagonismo), con capacidad ya sea para orientar las prácticas económicas, para establecer una potente referencialidad sobre la fortaleza o debilidad de un gobierno, o simplemente, pero no menos importante, socializarnos en su presencia y valor.

Todos esos procesos de mediano o largo plazo, aquí sólo sumariados, son algunos de los que permiten comprender que la divisa es parte fundamental de las prácticas monetarias de múltiples actores sociales. Desde los más concentrados y/o expertos, que no son simples resguardadores de valor, sino que tienen la capacidad (y la expertise en la timba) para desplegar estrategias especulativas entre los movimientos del dólar y de las tasas (ciclos de valorización que culminan con la fuga del dinero al exterior). A los pequeños y/o medianos ahorristas que, como muestran los datos de este 2018, participan mes a mes y de manera creciente en las compras minoristas para atesorar los dólares en el banco o “debajo del colchón”. Pero también a los trabajadores migrantes, que envían dinero a sus países de origen, o los sectores populares que dependen de prestamistas informales (donde el impacto sobre las tasas, que ponen precio al dinero, es todavía mayor).

Cuando se dice entonces que el dólar es un “problema cultural” en la Argentina, la afirmación podría ser considerada como cierta, siempre y cuando ello no signifique algo “superestructural”, en el sentido vago que puede dársele ese término, alejado de “lo material”. Sino más bien que el dólar atraviesa y constituye nuestra cultura monetaria y organiza los repertorios financieros de amplios sectores sociales (no sólo los más concentrados). El dólar es un dispositivo central tanto en los modos en los que interpretamos y disponemos nuestra vida económica, como en los parámetros con los que leemos y diagnosticamos la realidad sociopolítica (y sus crisis). Por eso las disputas cambiarias no son un mero conflicto cuantitativo sobre el valor de conversión de la moneda, que se resolvería con la implementación del deseado e imposible precio de equilibrio, sino episodios que plasman controversias colectivas sobre los modos de organización sociales y políticos.

3. La corrida

Una corrida cambiaria constituye una suerte de estallido especulativo donde un conjunto de agentes financieros y no financieros se vuelcan, de un modo particularmente intenso y vertiginoso, insistente y constante, a la compra de divisas en el mercado cambiario. Sus duraciones (días, o incluso semanas, quizá con cortes intermitentes) y los montos en ellas implicadas (los dólares comprados y vendidos por los agentes y por el Banco Central) son variables. Pero también lo son sus efectos: a veces producen una fuerte disminución de las reservas monetarias, otras veces concluyen además en devaluaciones, más o menos significativas, de nuestra moneda. Es en este punto donde la configuración institucional de la moneda y del mercado, en tanto estrategia de gobierno, se hacen relevantes para entender las condiciones de posibilidad de ciertas prácticas financieras y cambiarias, al tiempo que las posibles respuestas a la presente crisis. Si ningún gobierno, incluso el de sus más íntimos representantes, puede simplemente doblegar a “los mercados” con discursos optimistas, es porque la jornada cambiaria del jueves sólo es inteligible como consecuencia del diseño de las políticas financieras y monetarias del gobierno (enmarcadas en una completa desregulación del mercado).

¿Cómo se arma una corrida? Dijimos, más que una disrupción, una corrida es una suerte de aceleración y propagación de dinámicas ya presentes en el mercado local – la gran compra de dólares, cuya magnitud aumenta ininterrumpidamente mes a mes, y de los que una parte significativa es fugada al exterior-, que catalizan en torno a cuestiones imposibles de ser reducidas a una causalidad única y directa. Las estrategias de negocios de los agentes económicos (primariamente, los más concentrados), se articulan con noticias (la renegociación con el FMI ante el incumplimiento de las pautadas metas; la falta de acceso a otros créditos que agravan la falta de divisas; la tendencia de los capitales al “vuelo hacia la calidad”), rumores (internas entre los funcionarios de gobierno o posibles recambios del elenco gubernamental) y/o certezas (el fracaso del plan económico del gobierno) sobre el futuro de la economía.

Es innegable que los grandes operadores del mercado fueron los protagonistas de la jornada del 30 de agosto: de los pocos datos en circulación, se desprende que más del 80% de los montos comprados superaron los dos millones de dólares. Grandes bancos, fondos o grupos, en fin, lo que Schvarzer llamaba “los dueños del dinero”, fueron activos participantes de la escalada de la dólar, convalidando con sus cuantiosas compras un valor de venta que en un sólo día subió en torno a un 15%; todo ello frente a un Banco Central (supervisado ahora por el Fondo Monetario Internacional) que intervino poco y/o tarde, dejando que la cotización experimente grandes saltos en pocas horas (donde los mayoristas hicieron lo suyo). Ese “juicio colectivo” de la comunidad financiera, materializado en la convalidación de esa alta cotización, pasa a tener el valor de la norma (en tanto instituye el precio al cual se acepta generalmente comprar y vender el dólar) y la fuerza de la opinión (en tanto es la dimensión comunitaria de los mercados financieros – en los que participan no sólo instituciones financieras, inversores o traders, sino también calificadoras, expertos, periodistas, funcionarios de gobierno y, por qué no, el público del mercado de cambios- y de aquellas convenciones la que consolida su legitimidad como valor “real”).

Si las corridas son motorizadas por los grandes operadores, no es menos cierto que en ella también participan, subsidiariamente, los compradores minoristas. Como ya mencionamos, los datos del mercado de cambios muestran una participación creciente en los meses previos de aquellos que en promedio compran, aproximadamente, 1500 dólares mensuales (aunque también crecieron los depósitos minoristas, lo que evidencia que una parte de esos dólares permanece en las cajas de ahorro). Este jueves, si bien las operatorias de los homebanking quedaron suspendidas, bancos y casas de cambio recibían la visita de ahorristas, en busca de dólares físicos (de sus cuentas o cajas de seguridad). Pero más ampliamente, todos los que participamos de su espectáculo también nos hacemos masa con la corrida, más allá de que compremos o no dólares. La jornada del jueves interrumpió la temporalidad de nuestra cotidianeidad, multiplicó las conversaciones y búsquedas sobre el dólar, imposibilitó la realización de muchos intercambios al quebrar la previsibilidad de los precios, agravando las preocupaciones y angustias sobre el rumbo económico. Decíamos al principio, selló la crisis política del gobierno de Mauricio Macri.

La corrida teje una crisis política “desde arriba”, que expone los fracasos del elenco gubernamental, condicionados en las posibles resoluciones tanto por su visión ideológica como por las exigencias y límites del FMI (spoiler: más ajuste, más recesión). Pero, ¿puede producirse a partir de ella también algo “desde abajo”?

 

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