Mundo Pro
Cuidar la cancha: macrismo y pensamiento conservador

Por Fabricio E. Castro (UBA-CONICET / IUPFA)

A raíz de la victoria electoral de Mauricio Macri en la Argentina, y sumado a otros cambios en la orientación ideológica de nuestro continente, se ha vuelto un lugar común hablar de una restauración conservadora en América Latina. Contra esta verdad aparentemente simple, casi de Perogrullo, nos interesa involucrarnos hoy, mediante algunas reflexiones asistidas por la teoría política.

Con toda probabilidad, la calificación de conservador aplicada a los nuevos gobiernos latinoamericanos no suscite controversia. Sin embargo, si por conservador entendemos la definición usual según la cuál un gobierno que “conserva” es el que mantiene el status quo, podría retrucarse lo siguiente, pensando, por ejemplo, en el gobierno argentino: ¿No es precisamente el “cambio” su gran atractivo electoral? El término no parece propio de un conservador.

¿No defiende el PRO una política de transformación que, novedosa o no, es visible en un serie de políticas públicas impositivas, previsionales y hasta culturales? Se dirá que lo buscado es la restitución de una situación anterior, la inspirada en los años ´90. Pero incluso dar marcha atrás implica un cambio que, además, jamás nos conduce exactamente al mismo lugar. Antes de la revolución francesa, no otra cosa significaba la palabra “revolución” más que una vuelta a los orígenes. ¿Revolución conservadora, entonces?

Lo dicho nos lleva a la pregunta de qué o quién es el famoso status quo. En definitiva, el kirchnerismo fue el movimiento político más duradero en la historia de los gobiernos de nuestro país, dato en el que no suele repararse, y logrado, por si fuera poco, a través de victorias electorales democráticas y sucesivas. Ni siquiera su derrota fue aplastante: apenas 400 mil votos de diferencia con el primero, en 2015. Dicho movimiento constituyó un nuevo status quo que ahora la revolución conservadora intenta destruir. Caso contrario, el macrismo no tendría reformas pendientes.

Volvamos, entonces, al segundo párrafo. Ser conservador no quiere decir, en todos los casos, “conservar” lo dado. No significa, al menos en parte, ser amigable con lo instituido. De hecho, el macrismo no lo está siendo con los doce años de status quo kirchnerista. Los seguidores del presidente electo quieren “cambiar”. Dicha palabra, se supone, es la contracara del que quiere “conservar”.

Enunciemos nuestra hipótesis, algo contra-intuitiva: El macrismo no tiene lo que llamaremos una actitud conservadora. Por el contrario, sí la tiene el kirchnerismo. Esta afirmación carece de las connotaciones que el lector, tal vez, sospecha. Agreguemos a lo dicho que el kirchnerismo es sanamente conservador, mientras que el macrismo es, en cierta medida, peligrosamente revolucionario.

Para justificar lo expuesto, realizaremos una distinción entre, por un lado, el conservadorismo como “adjetivo”, que en su condición de tal es aplicable a cualquier ideología, razón por la cual puede hablarse de un liberalismo conservador, de un populismo conservador e incluso de un socialismo conservador. También podemos llamar a este tipo de conservadorismo, la actitud conservadora.

Por otro lado, hablaremos del conservadorismo como sustantivo, o lo propiamente conservador. Aquí trataremos de dar una definición de lo que significa para la teoría política esta tendencia, e intentaremos mostrar su sentido específico. A pesar de la gran confusión existente en la literatura académica actual, que tiende a describir al conservadorismo más que a precisarlo, nos arriesgaremos a proporcionar una definición tentativa.

Repitamos la hipótesis entonces. El macrismo no tiene una actitud conservadora pero es un conservadorismo por definición. Es un sustantivo conservador y no un adjetivo. A la inversa, su oposición político-partidaria sostiene una actitud conservadora sin pertenecer a la definición política que utilizaremos para retratar lo constitutivo del conservador.

La actitud conservadora

A finales de los años ´60, el padre de la teoría neoliberal, Friedrich Hayek, no encontraba eco para sus ideas en los países más desarrollados del mundo. En pleno Estado de bienestar, escribía contra los partidos conservadores ingleses de su época por impedir la “revolución neoliberal” y favorecer el dañino e injusto bienestarismo. Los acusaba de oscurantistas, chovinistas y autoritarios; en suma, de anquilosarse en la comodidad de lo anacrónico.

Hayek calificó el comportamiento de dichos partidos de quietismo conservador, concepto a través del cual describía la apatía de los partidos políticos para abrirse a ideas novedosas. Los conservadores, decía, se caracterizan por dejar todo como está, por impedir toda transformación saludable. Se comportan de modo desfavorable a los cambios. No es el caso del neoliberalismo, que vendrá para revolucionarlo todo, prometía Hayek.

Es lo que ocurrió, en efecto. Hoy llamamos conservadores a los gobiernos neoliberales precisamente porque su inmovilismo replica la crítica de Hayek a los partidos políticos europeos de la época del estado de bienestar.

En términos de teoría política, uno de los que mejor estudió la actitud conservadora fue Michael Oakeshott, un liberal-conservador que vivió durante el siglo XX. Según este autor, existe una parte de nosotros que nos inclina hacia la aceptación de lo dado, no por mero conformismo intelectual o pesadumbre resignada, sino precisamente por ser “familiar”. Preferimos lo conocido a lo desconocido, lo que nos resulta cercano a lo que es ajeno y misterioso. La pareja amorosa presente a la insegura relación futura, los amigos de la escuela a la que asistimos por sobre la promesa de amistad que encontraremos en otra. El sistema económico actual a la utopía improbable.

En un argumento curioso, Oakeshott agrega que las personas mayores son propensas a adoptar posiciones políticas conservadoras, porque se han acostumbrado durante décadas a lo conocido, desconfiando en consecuencia de las propuestas de cambio. En ellos, lo familiar fue consolidándose durante décadas, a diferencia de los más jóvenes, de arraigo todavía insuficiente.

Este parecer, más bien intuitivo sobre el comportamiento conservador, se ha complejizado para constituir una serie de argumentos racionales, excusas si se quiere, para justificar la actitud conservadora contraria al cambio. Fueron estudiadas por otro importante pensador, llamado Albert Hirschman.

Investigando buena parte de los escritos conservadores de los siglos XVIII, XIX y XX, Hirschman recopiló los argumentos más comunes de esta tendencia y los formalizó en un puñado de hipótesis a los que el conservador echa mano cada vez que sobreviene un avance progresista.

Son tres. La tesis de la perversidad, que dice que toda medida de gobierno utilizada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico solo exacerbará el problema o incluso producirá el efecto contrario. En consecuencia, será deseable no realizar cambios. La tesis de la futilidad, según la cual ninguna transformación sobre la sociedad tendrá un efecto real. Por lo tanto, no tiene sentido hacer modificaciones. Y finalmente, la tesis del riesgo, cuyo argumento central dice que el costo de aplicar cambios producirá efectos indeseables en otros aspectos del orden político. Entonces, no es conveniente llevarlos a cabo.

Alcancemos unos pocos ejemplos. Otorgar derechos políticos, lejos de canalizar las demandas políticas por la vía institucional, generará más desordenes en las calles (perversidad). La gratuidad universitaria no modificará la educación de las clases bajas dado que su condición de pobreza les impide el acceso con o sin arancelamiento (futilidad). Por último, proveer planes sociales a los desempleados impedirá la cultura del trabajo (riesgo).

El caso es que dichas tesis formalizan las excusas conservadoras para evitar la transformación social. Hemos dado ejemplos tendenciosos, pero las tesis, consideradas en sí mismas son aplicables a cualquier sector político que no quiera ver modificadas sus políticas públicas. Es imputable por igual a los socialistas, populistas y neoliberales. Todos pueden ser pasibles de estas actitudes. De ahí que lo hayamos definido como adjetivo, pues precisa de un sustantivo al cual afectar y describir.

Lo propiamente conservador

La ideología conservadora es un cúmulo de ideas específicas con entidad propia, distinguible de otras orientaciones. Tiene incluso fecha de nacimiento: la publicación en 1790 del libro Reflexiones sobre la revolución en Francia de Edmund Burke. Junto con las Consideraciones sobre Francia de Joseph de Maistre, escritas en 1796, son los dos libros más importantes de los orígenes de esta corriente, marcada por el pavor hacia la Revolución Francesa, considerada una amenaza para la estabilidad europea.

Para Burke, los hombres no tienen derecho a realizar cambios bruscos en la sociedad, puesto que las instituciones son el resultado del devenir de la historia, que en su transcurso es más eficiente que la mente inteligente de un puñado de asamblearios, como pretenden los revolucionarios de Francia. Si la historia fue construyendo las instituciones hasta la actualidad, entonces ellas no pudieron ser de otra manera, son lo mejor que pueden ser. A los hombres les queda, a lo sumo, acompañar el proceso, aggionar y/o destruir lo anacrónico e incorporar pacífica y pacientemente las novedades. Nunca arrancar de cuajo las tradiciones: ni la monarquía, ni la iglesia, ni las costumbres de la comunidad.

Y no se trata solo de un problema arquitectónico. Es también un deber moral: los hombres y las mujeres del presente deben honrar a los pasados y responder al legado de los ancestros, manteniéndolo vivo para las generaciones futuras.

De Maistre, no muy lejos de esta idea, atribuirá a Dios las razones de la evolución social. De nuevo: los hombres no tienen derecho a transformar de plano la realidad social, que responde a un misterioso plan divino. Por eso, el gobierno vigente es siempre el mejor, porque es fruto de una finalidad creada por el ser supremo cuyo sentido se nos escapa. El papel de la acción humana será el mismo que en Burke, aquí también las mujeres y los hombres apuntalan, cuidan, custodian los edificios construidos por los siglos de historia comandada en secreto por Dios.

Lo central en ambos casos reside en que los seres humanos NO pueden crear las instituciones. No pueden intervenir sobre procesos espontáneos que los exceden. La historia o el plan divino de Dios son los mecanismos más eficaces para constituir la sociedad. Los derechos civiles, políticos y sociales imaginados por un puñado de justicieros revolucionarios son abstracciones irrealizables que siempre corren el riesgo de salir mal.

Por lo dicho, no es extraño que los conservadores sean capaces de salir a la calle, de combatir, de tomar la iniciativa, etc. Porque el conservador “como sustantivo”, cuando ve amenazados los procesos espontáneos de constitución del orden social por una asamblea constituyente, por una revolución o por el otorgamiento de un nuevo derecho, intenta por todos los medios restituir el camino desviado, ajustando el presente a la línea de continuidad de la historia o del plan divino. En este preciso momento, el conservador abandona su actitud conservadora.

De ahí que hayamos distinguido entre la pasividad de una actitud de conservación y la especificidad de la teoría conservadora. La primera desea mantener intocable el orden, la segunda, evitar que la mano del hombre afecte procesos que lo trascienden.

Avancemos un paso y actualicemos estas ideas para afirmar lo siguiente: el neoliberalismo es la principal continuación de las ideas conservadoras. Es el nuevo conservadorismo como sustantivo. ¿Por qué?

Última consideración: neoliberalismo, macrismo y kirchnerismo

Ser neoliberal es ser un conservador como sustantivo, no como adjetivo. El neoliberalismo es capaz de adoptar una actitud de combate, de innovar todas las relaciones presentes a su paso con tal de garantizar la realización de los procesos espontáneos, supra-personales, en favor del mercado; es decir, no comandados por persona alguna ni por la mente de los funcionarios de una oficina burocrática estatal cualquiera.

Son ideas del mismo Hayek. El mercado se organiza espontáneamente. Una mínima intervención es disruptiva y ocasiona fallas en el sistema. La acción humana se limita a lo ya establecido por Burke y De Maistre, respecto de que únicamente ella puede acompañar el proceso, apuntalarlo, custodiar el edificio del mercado para que éste marche sin problemas.

Expliquémoslo con un ejemplo. Pensemos en un ecosistema. Las plantas, los arboles, el agua y los animales se combinan en una armonía natural. Si el hombre tala el bosque o desvía el curso del río arruina el ecosistema. En cambio, si lo riega en tiempos de sequía, si lo protege de animales foráneos, si evita acciones contaminantes, el sistema natural se desarrollará eficientemente. Lo mismo sucede con las sociedades de mercado, para los neoliberales[I]. Lo mismo con la historia, según Burke. También con De Maistre y su plan divino. Esto es así, admitiendo incluso la violencia ínsita de estas organizaciones, como la convivencia agresiva entre los animales de la naturaleza, la crueldad de la competencia mercantil, la sangre de la historia o el castigo de Dios. Siempre la colaboración humana debe ser exterior, nunca interior. Jamás interviene hacia dentro. Protege desde afuera, como quien vigila algo que considera valioso, casi sagrado.

Ahora bien, ¿No es el macrismo una versión más del neoliberalismo? A principios de enero de este año, en una reunión de empresarios en Davos, Macri dijo: “Nosotros vamos a cortar el pasto, ustedes hagan los goles”[II]. Más allá de las palabras, las medidas en torno a la liberalización de precios, en particular de los combustibles, los acuerdos de libre comercio y circulación de capitales, así como el avance probable de la reforma laboral, vuelven indudable la ubicación del macrismo dentro de estas filas. Los ámbitos en donde se mantiene todavía la intervención estatal confirman las tareas pendientes de la revolución conservadora del PRO. Ello no obsta que una buena cantidad de sus políticas públicas, si no todas, se dirigieron precisamente a devolver al mercado su funcionamiento libre. Si se admite nuestro argumento, hemos confirmado lo dicho al comienzo: el macrismo es una revolución conservadora.

***

Cuidar la cancha (el mercado), hacer los goles (los empresarios). Es esa la base del conservadorismo neoliberal, un tipo de conservadorismo como sustantivo que aborrece la intervención del hombre para corregir lo que no es otra cosa más que la injusticia de los sistemas presentados como espontáneos. Porque en rigor, todo mecanismo aparentemente invisible tiene, más tarde o más temprano, más arriba o más abajo, un puñado de apellidos. La historia la hacen los hombres y las mujeres, la palabra de Dios tiene alfabeto humano y el mercado no es más que una lista escolar de corporaciones empíricamente constatables.

Cuidar lo logrado, conservar los derechos otrora conquistados, frenar los avances del mercado; en suma, asumir una combativa actitud conservadora es probablemente la tarea de los nuevos tiempos para quienes combaten el verdadero espíritu conservador. A la “revolución conservadora” hay que oponerle una férrea “actitud de conservación”, al menos por el mero instinto de supervivencia o, como mínimo, para conocer el rostro enmascarado de los (ir)responsables.

 

[I]
Esto no significa que el mercado sea una institución “natural” para los neoliberales. Por el contrario, ella procede de una evolución histórica artificial. El ejemplo busca únicamente ilustrar la participación humana en los procesos supra-personales.

[II]           https://www.infobae.com/politica/2018/01/24/mauricio-macri-a-los-empresarios-en-davos-nosotros-vamos-a-cortar-el-pasto-ustedes-hagan-los-goles/

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