Tradiciones políticas argentinas
Democracia, o la historicidad de lo que falta

Por Guillermo Ricca (UNRC)

Las discusiones sobre democracia en los años ochenta en Argentina consagraron, velozmente, la identidad entre Democracia y Estado de Derecho, siendo este último, tan sólo el derecho instituido. Tal operación fue la respuesta que trazaron las fuerzas sociales en conflicto— y el gobierno alfonsinista—a preguntas del tipo que planteaba por entonces Juan Carlos Portantiero: “¿Cómo solucionar esa tensión—que desveló a Marx y a Tocqueville; cómo resolver, en sociedades complejas, la tensión entre respeto por la rule of law que está en la base del Estado de Derecho, con el camino hacia el autogobierno y la igualdad social?[1].

En un sentido similar se pronuncian muchos de los trabajos de Carlos Strasser, dedicados a mostrar tensiones de difícil solución entre constitucionalismo y soberanía popular o entre el Estado—identificado aquí con un régimen de gobierno y con un sistema de dominación—y democracia, entendida como alguna forma de autogobierno de la sociedad[2]. José M Aricó se interroga, por entonces,  en la misma dirección, en épocas en que la palabra democracia convoca aun aspiraciones socialistas: “La pretensión de mantener unidos democracia y socialismo supone en la práctica política la lucha por construir un orden social y político en el que la conflictualidad permanente de la sociedad encuentre formas de resolución que favorezcan su democratización sin generar su ingobernabilidad”[3]

El historicismo es amigo de las periodizaciones tranquilizadoras. También de las modas intelectuales. Lo cierto es que éstas y otras preguntas, enunciadas como desafíos, no tuvieron respuesta. En todo caso, Diciembre de 2001 fue su respuesta trágica. No me refiero sólo a los muertos. Lo más trágico es que el heroísmo de la multitud en las calles sólo alcanzó para la pesificación asimétrica de las deudas del grupo Clarín. En tiempos de neoliberalismo consumado el dinero hace fluir su gramática implacable.

Como bien sabe Slavoj Žižek, hay que distinguir historicismo de historicidad[4]. La historicidad insiste y no se deja acomodar en las secuencias que disuelven el pasado en etapas ya supuestamente perimidas. El historicismo es aliado de la fantasía de un presente absoluto que sólo mantiene con el pasado la relación que se mantiene con los muertos. La historicidad insiste, aunque no encuentre respuestas. Insiste hasta que estalla o es silenciada, y aun muerta, la historicidad insiste. ¿Qué es heredar sino prestar oídos a la historicidad de un pensamiento? La filosofía tiene que vérselas con eso. Las humanidades tienen esa responsabilidad antes incluso de haberla aceptado.

Generalmente, el saber académico, elude la historicidad de las cuestiones. La forma más elegante de hacerlo es construyendo panteones. Aricó fue convertido en el padre teórico político de una izquierda democrática que reclamaba más Locke y menos Rousseau. Frase que pertenece a Juan Carlos Portantiero y a Emilio de Ípola. Socialdemocracia a la española. Socialdemocracia a la alemana. Tercera vía.  Un poco como el chiste que sirve de subtítulo a la revista Barcelona.

Los panteones quedan en el cementerio. Las preguntas que Aricó se hacía por entonces, no encontraron interlocutores. Y sus otrora compañeros del Club de Cultura Socialista dejaron ese legado en el panteón, de buena gana. La pregunta en torno a los alcances de la democracia y que implicancias tiene una radicalización de cualquier tipo de igualdad sustantiva es hoy informulable. La pregunta en torno a los vínculos entre populismo y marxismo—cuestión insistente en Aricó—es hoy parte del tabú de lo innombrable en el plano político.

Foto: Telam
Foto: Telam

En todo caso, asistimos con perplejidad a la inversión de la pregunta de Portantiero: nuestras sociedades nunca fueron más gobernables que en estos tiempos de cruel pago al contado. La Argentina es gobernada por un bloque social que hace de la corrupción un modo de vida:  empresarios de la patria contratista, jueces, periodistas, diputados que ejercen el moralismo con un cinismo sin igual, servicios de inteligencia y personal de la embajada. No hace falta aportar pruebas al respecto. Todo es tan obsceno como una película porno. Cabe preguntarse ¿dónde estaría el pueblo capaz de decir basta a tanta ignominia? ¿existirá ese pueblo? ¿Habrá memoria en algunos de sus pliegues, de aquel saludable rasgo de ingobernabilidad que estos autores vislumbraban como atributo de la democratización de la sociedad? El título del libro de Wendy Brown acerca de la impronta antidemocrática del neoliberalismo es muy elocuente: El pueblo sin atributos. Quizás haya que retomar esa tensión olvidada para interpelar el presente de nuestra democracia. Presente dramático, por cierto.

Podríamos formularlo de otra manera. Nuestra democracia hoy es la continuidad del terror por otros medios. Los grupos de tareas ya no torturan cuerpos a no ser como último recurso; aunque en Argentina sabemos también que el accionar policial no ahorra plomo. La memoria de Santiago Maldonado y de tantos otros nos lo recuerda a diario. De todos modos, el neoliberalismo sabe algo que la izquierda no quiere saber, desde hace décadas. El gran campo de batalla está en la subjetividad. Es la subjetividad. La guerra de posiciones se juega en esas “casamatas”, como bien vislumbró Gramsci. Impedir que cualquiera de nosotros acceda a esa zona en la que un mero individuo, es decir, un animal humano, se transforma en sujeto, es la madre de todas las batallas para el neoliberalismo. Puede decirse que un estado de guerra permanente se libra en ese territorio, con tecnologías altamente sofisticadas y con una inversión descomunal.

La separación, el aislamiento, la idiocia distractiva y omnipresente, las dificultades cada vez mayores que todos experimentamos para encontrarnos, en cualquier plano, desde la orga del barrio hasta el encuentro amoroso, no son más que una muestra de cómo el neoliberalismo se toma en serio esa guerra total que libra contra todos y cada uno de nosotros, de manera permanente. Sin prisa y sin pausa.  El neoliberalismo sabe de verdad arruinarnos la vida y sabe también cómo convertirnos en aliados de esa causa.

En un punto, Silvia Schwarbock tiene razón. La vida de derecha es no detenerse a ver si mataste a un perro o a un pibe[5]. La vida de derecha es no detenerse: Vos podés. Hacé la tuya. Tenés que estar bien con vos mismo y toda esa jerga autocomplaciente, son lo suyo. La vida de derecha se presenta como la única forma de vida posible y, sobre todo, deseable. Es cierto también que la narrativa de un cínico como Rodolfo E. Fogwill o el cine de una maestra como Lucrecia Martel lo vieron antes que los politólogos. Para muchos politólogos la vida de derecha es invisible. El director de Le Monde diplomatique, por caso, es el emblema de la fascinación ciega que la tradición liberal ejerce en el progresismo argentino. Natanson cree que en Comodoro Py hay algún heredero de Montesquieu o de John Locke. Natanson cree que Vaca Muerta es uno de los grandes logros económicos de este gobierno. Estamos mal. Vemos con nuestros propios ojos y a plena luz del día como la gran cruzada de la moral republicana, Lilita—que no tiene idea alguna de lo que significa esa tradición—blande a diestra y siniestra escuchas ilegales de sus adversarios políticos, aportadas por algún oscuro agente de la AFI (ex SIDE). Pero, para Natanson, el problema es el populismo y el riesgo para las instituciones que implica el populismo de izquierda, a la Mouffe[6]. Mi objeción a Mouffe, en mi caso, es que una vez que convertimos los antagonismos sociales en agonismos parlamentarios, la fuerza instituyente del demos se diluye por los pasillos del congreso, por los que transitan algunos seres oscuros, bien dispuestos a recibir llamados de la embajada o de servicios de inteligencia.

El problema es el tipo de captura sutil de esa forma de vivir. Nadie es inmune a esa captura. Prueba de ello es la cada vez más banalizada vida propia que asume el dinero. Adaptarnos al “modelo del cambio” es básicamente eso: torcer la vida en dirección del dinero, la mercancía de las mercancías. Las tarifas de los servicios públicos son impagables, pero “es lo que valen”, dice el presidente. Las tasas de interés que cobran los bancos son directamente absurdas. Sin embargo, nuestra vida es forzada todo el tiempo a amoldarse a cierta forma de lo absurdo.  La forma de ese forzamiento es casi imperceptible y asume, generalmente, los contornos de algún tipo de moralismo: hay que sacrificarse, hay que pagar el goce populista, el problema somos los argentinos, y otras modalidades del discurso neoliberal que apuntalan un moralismo sacrificial que justifica la inmolación de nuestras vidas, de los fondos de la Anses, y de las generaciones que pagarán una deuda que a sus padres les importa nada, parece. Es como si volviéramos a esa moral justificatoria que denunciaban los profetas del antiguo testamento: nuestros padres comieron los agraces y nuestros hijos padecerán la dentera. Pero a diferencia del escritor veterotestamentario esa economía del desastre parece no interesar mucho a nadie.

La vida inmolada a las utilidades del sistema financiero demanda ser suplementada en un permanente simulacro de un acontecimiento que no llega. Como bien dice Alain Badiou, vivimos en un tiempo interválico, una especie de impasse en el que no pasa nada. La abulia, la acedia que provoca semejante estado de cosas es apalancada con todo tipo de dispositivos, también intercambiables, como cualquier mercancía. Coaching, esoterismo soft, distintas ofertas new age, etc. Prótesis para paliar el angostamiento.

Crece el desierto, como supo ver Nietzsche. Pero el neoliberalismo conmina a los individuos a adaptarse a él, a vivir felices en el despojo, a estar alegres en medio de la ruina de sus vidas. Moralismo y autoayuda son los meta-dispositivos que organizan y acolchonan a los individuos para evitar que sean rozados por algún proceso de subjetivación. Para evitar que una verdad perfore, como un balazo, la marcha organizada del (sin) sentido. Como dice Wendy Brown, en semejante contexto, la política asume contornos odiosos: “El neoliberalismo genera una condición de la política en que están ausentes las instituciones democráticas que sustentarían a un público democrático y a todo lo que representa este público en su mejor sentido: pasión informada, deliberación respetuosa, soberanía aspiracional, contención drástica de los poderes que podrían dominarla o socavarla”[7]. Que alguna vez, alguien pensara la democracia como el régimen que haría posible el autogobierno de la sociedad, el régimen que acortaría la brecha entre gobernantes y gobernados, es un dato que ni siquiera forma parte de la melancolía del historicismo.

Foto: Telam
Foto: Telam

En este sentido, no en vano Aricó ocupa enmudecido el panteón central de ese cementerio de las ideas de izquierda que es la historia intelectual. ¿Quién estaría dispuesto a escuchar hoy su voz, en el tono molesto de la historicidad insistente? Esto decía Aricó en 1986, desde las páginas de La ciudad futura frente al posibilismo en que naufragaba el gobierno de Raúl Alfonsín: “Pienso que cualquier respuesta al interrogante que intente colocarse antes del problema, que lo presente como un dilema del mañana, que sostenga como dicen algunos que es preciso congelar la situación actual y seguir insistiendo en el respeto a un ordenamiento jurídico-institucional cuyas limitaciones y anacronismos todos advertimos, cualquier respuesta de este tipo elude una cuestión fundamental. Cuando se afirma que los cambios son necesarios, pero que es preciso esperar momentos de mayor tranquilidad para hacerlos, se supone que se puede alcanzar la “tranquilidad” sin el cambio. En mi opinión esta es una de las formas de soñar con los ojos abiertos porque se afirma en una creencia que rechaza las lecciones de los hechos y desplaza a un futuro imprevisible una necesidad del presente”[8].

Este Aricó que reclamaba más decisión—en el sentido schmittiano—y que, a la vez, demandaba una democracia social y avanzada, vía reforma constitucional—sí, amigues, antes que nosotros, alguien pensó que eso era necesario para hacer un país diferente al de los dueños de La anónima—, este Aricó, digo, descree a la vez que eso vaya a suceder, toda vez que los dirigentes y los intelectuales progresistas están abocados a consolidar una democracia que es como un océano de dos centímetros de profundidad. En el rechazo de ese debate–consolidación o profundización—, como en otros, Aricó está solo. Por supuesto, ya nadie recuerda esto y Aricó es una momia en el panteón de la izquierda argentina, que tiene devoción por los cementerios.

Días atrás, con Diego Conno y otros compañeros, debatíamos por una red social en torno al agrietamiento del duranbarbismo. Discursos como los de Bifo Berardi o Byun-Chul Han nos llevan a un inmovilismo radical.  Digámoslo, una vez más: el campo de batalla son las subjetividades; las formas de sentir, de ser afectados, de gustar y de gozar, de asentir y disentir, etc. Las formas de hablar, de recordar y de olvidar. Y también de aquello que debemos o no decir. Nadie duda del poder de fuego de los trolls de Marcos Peña. Hay un rumor en el ámbito político del campo popular que dice que debemos agenciarnos un Duran Barba “bueno” para ganar elecciones. Como si ese modo de hacer política fuera meramente procedimental, instrumental. Creo que en lugar de pedirle a nuestros dirigentes que se consigan un ecuatoriano mágico, mejor sería demandarles que devengan sujetos, que entiendan de una buena vez que sólo se sale de este infierno radicalizando la democracia, lo cual supondría prestar atención a las insistencias de la historicidad en torno a aquello que permanece largamente insatisfecho en este régimen de gobierno que, aspiramos, muchos de nosotros, aún hoy, asuma los contornos de una forma de vida verdadera ¿Podemos seguir aceptando encogidos de hombros que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes? ¿Podemos aceptar que diputadas de la nación se dediquen a hacer operaciones de inteligencia contra opositores y contra periodistas e incluso colegas? ¿Tenemos que rendirnos ante la estructura corrupta de Comodoro Py? Exigirles a nuestros dirigentes que devengan sujetos es pedirles que se sustraigan como cualquiera de nosotros tenemos que hacerlo, a la idiocia imperante, que se cuiden a sí mismos de esa idiocia y que nos cuiden a nosotros. En definitiva, un sujeto es ontológicamente transindividual e intermitente, nunca está dado.  Está marcado por una ética del cuidado, de la vigilancia de sí, de amor a la castración, habría que decir: No todo lo que podemos es deseable. Si de verdad queremos construir una alternativa a la crueldad imperante necesitaremos componernos de una manera que vaya a la raíz de nuestros males, más allá de la unidad de las cúpulas y de los aparatos, incluso de las tecnologías del yo que ayudan a ganar elecciones y que, quizás también necesitemos, no lo sé. Pero que no son condición suficiente para recuperar la vida en democracia que casi todos queremos.

 

Imagen de portada: mural de Blu en Buenos Aires – https://www.blublu.org

 

[1] Juan Carlos Portantiero, La producción de un orden, Buenos Aires, 1988, Nueva Visión, p 89.

[2] Carlos Strasser, La razón democrática y su experiencia,  Buenos Aires, 2013, Prometeo, p 63.

[3] José M Aricó, La cola del diablo, itinerario de Gramsci en América Latina, Buenos Aires, 2005, Siglo XXI, p 151.

[4] Slavoj Žižek, Porque no saben lo que hacen. El goce como factor político. Buenos Aires, 2000, Paidós, p140.

[5] Cf. Silvia Schwarböck, Los espantos. Estética y posdictadura. Buenos Aires, 2016, Cuarenta ríos.

[6] Cf. José Natanson, “Ideas para frenar el populismo de derecha” en Página/12, 05/02/2019. En línea: https://www.pagina12.com.ar/172975-ideas-para-frenar-el-populismo-de-derecha

[7] Wendy Brown, El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo, Barcelona, 2015, Malpaso ed., p 49.

[8] José M Aricó, “Una oportunidad de ponernos al día” en La ciudad futura, n° 2, Buenos Aires, 1986, p. 2-3.

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