Derechas latinoamericanas
Derechas a golpes en América Latina

Por Rocco Carbone
(UNGS-CONICET)

Desde 1994, cuando surge el movimiento zapatista en Chiapas o, si quieren, desde 1998 cuando se produce la victoria de Chávez en Venezuela, en América Latina arranca un ciclo de impugnaciones del orden neoliberal como paradigma dominante de acumulación y de dominación. O sea, que a los años neoliberales, más o menos a partir de esas fechas, le siguen experiencias políticas progresistas o reformistas. Y empiezan a aparecen nuevos gobiernos orientados por la idea de democratización entendida como un proceso de crecimiento, de progreso y sobre todo de ampliación de derechos. Ahora bien, si acordamos que en América Latina de fines del siglo XX y comienzo del XXI podemos encontrar dimensiones que se cruzan –democratización, centralidad del Estado y gobiernos progresistas/reformistas–, hay que agregar otra variable menos seductora y promisoria: la existencia de una derecha latinoamericana más o menos desarmada luego del golpe militar a Chávez (2002), pero con muchos representantes en cada país. ¿Por qué digo esto? Porque esa derecha latinoamericana ha logrado recuperar a dos gobiernos –el de Honduras y el de Paraguay– mediante golpes institucionales, frente a procesos que no habían logrado consolidarse del todo.

Paraguay, entonces, que parece ser un país parecido al desierto de las teorías, paradójicamente ha colaborado a acuñar una nueva categoría política e intelectual, gracias a la derecha. Esa categoría es: “golpe a la paraguaya”. Quiero decir que Paraguay se convirtió en modelo para los golpes institucionales de la derecha, por lo menos en el Cono Sur. De hecho, el golpe que aún está en proceso en Brasil despertó las heridas que hace cuatro años marcaron y dividieron a Paraguay. El golpe paraguayo fue señalado como el modelo seguido por esos sectores de derecha neoliberal corrupta brasileña, empecinada en bajar del poder a un gobierno democráticamente electo. ¿Cómo? Por la vía de ese mecanismo constitucional que se llama juicio político. El llamado “golpe a la paraguaia”, tal como lo nombró la misma presidenta del Brasil, Dilma, es parte de una familia de operaciones políticas. Una familia que configura toda una genealogía para los gobiernos de izquierdas en América latina. El de Paraguay fue el segundo de los llamados “golpes blandos” y que tuvo éxito desde el inicio de este siglo. El primero pasó en Honduras en 2009. Estos fueron los primeros golpes exitosos. Digo “exitosos” porque antes ya había habido otros no exitosos: en Venezuela en 2002 y en Bolivia en 2008, así como hubo después en Ecuador en 2010. En cambio, aquí, en la Argentina el caso Nisman dio lugar a amenazas que no llegaron a concretarse, hasta que en 2015 se produjo el cambio de gobierno en dirección de derecha por vía electoral. Cambiemos asumió con un furcio, el de Vidal, que en medio de los festejos de la primera vuelta dijo hoy cambiamos futuro por pasado. Hoy sabemos que ése fue menos un furcio que todo un programa político.

Ahora un par de cosas en cuanto a la “blanditud” de los golpes. En América Latina del siglo XXI los golpes no siempre han sido tan “blandos”. En varios de estos episodios hubo fuerzas armadas y policiales entre medio y siempre actuando. En Paraguay hasta hubo una masacre: la de Curuguaty, de la cual voy a decir un par de cosas después. A diferencia de los golpes de la generación pasada, el protagonismo político en los golpes de ahora fue siempre de civiles. El primer golpe “exitoso”, el de Honduras, fue un desastre que generó un repudio internacional: los golpistas agarraron al presidente y lo sacaron del país en piyama. Lograron lo que querían –Zelaya fuera del país–, pese a las movilizaciones sociales de protesta. En Paraguay, en 2012 se logró un refinamiento aún mayor. Me refiero al uso de los mecanismos institucionales para destituir a Lugo con visos de supuesta legalidad; y con un ingrediente previo: la masacre de Curuguaty que funcionó como justificativo del proceso destituyente. Pero en lo institucional hubo tanta desprolijidad que los acontecimientos fueron objetos de muchos debates acerca de la cualidad golpista o legítima de todo ese proceso. En el Congreso paraguayo, los partidos tradicionales se tomaron menos de una semana para concretar la destitución de Lugo y tardaron apenas 48 horas para el juicio político propiamente dicho. Todos esos sectores no se preocuparon en lo más mínimo de dar un cierto lustre a las argumentaciones.

Ahora bien, el golpe brasileño es “a la paraguaia” por una cuestión central: por el uso desvirtuado de un mecanismo constitucional que se activa para conseguir un objetivo sin fundamentos. Sin embargo, en Brasil han refinado aún más el proceso: pues lo realizaron con toda parsimonia, siguiendo las etapas previstas y haciendo una especie de parodia. Una parodia de los debates para sustentar el impeachment. El problema aquí no son ni las formas ni los tiempos pero el resultado es lamentablemente parecido al de Paraguay. En Brasil vimos un proceso viciado, porque la presidenta Dilma no estuvo acusada de nada que fuera considerado un crimen y que por eso fuera merecedora de enjuiciamiento. En el revés de la trama: los que la acusaron a Dilma e impulsaron el juzgamiento son personajes acusados de corruptos (vía los Panamá papers) y además están protegidos por fueros parlamentarios. La otra cuestión son los fundamentos del impeachment; o más bien su ausencia. De hecho, en la sesión de la Cámara de Diputados las “interpelaciones argumentales” para votar por el “sí” eran tres instituciones en nombre de las cuales se implementaron un sinnúmero de aberraciones en la historia de la humanidad: Dios, patria y familia. Por si fuera poco, hubo un diputado que dedicó su voto a un torturador de los tiempos dictatoriales. Y apenas Dilma fue alejada de la presidencia, Temer armó un gabinete blanco y totalmente excluyente: sin mujeres ni negrxs. Ése es un síntoma evidente de la exclusión social. Además, degradó el Ministerio de Cultura al rango de Secretaría. Emergentes que en la Argentina encontraron varios correlatos, como el “sarcasmómetro” que la jueza Susana Nóvile interpuso entre la revista Barcelona y Cecilia Pando y otras muchas des-políticas culturales de cuño macrista.

Ahora bien, ¿detrás de todo este entramado qué hay? Hay una derecha en movimiento, en proceso de rearticulación continental/mundial y de retorno. Una derecha que se posiciona en contra de su pérdida de privilegios, que ve como amenaza la más mínima redistribución de la riqueza y que desea plena liberalidad para hacer sus negocios sin las irritaciones que conlleva el aumento de derechos para las grandes mayorías latinoamericanas. Los discursos y las resoluciones de esas derechas son asombrosamente similares. Tanto en Brasil como en la Argentina hay un embate contra el sistema de educación superior que se está verificando a través de una crisis presupuestaria generalizada. Una crisis que implicó el cierre de programas e investigaciones, disminución y cese de becas, desmantelamiento de proyectos educativos en curso, aumentos indiscriminados de tarifas, paritarias resueltas a medias. Estos procesos de restauración conservadora, negadores seriales de derechos, implican también y quizás sobre todo, una vuelta hacia atrás en términos históricos. Hacia una etapa mucho más remota quizás que los años neoliberales. De hecho, todos los ademanes de las derechas latinoamericanas reactualizan la vuelta de los dueños de la Casa Grande, que al retornar pretenden expulsar al pueblo y arrinconarlo de nuevo en la Senzala. Y esto implica de alguna manera la reducción de nuestros países al tamaño del mercado.

Dos: la masacre de Curuguaty. En Curuguaty, una ciudad que está a unos 250 km al noreste de Asunción, el 15 de junio de 2012 ocurrió una masacre en la que murieron 11 campesinos y 6 policías durante los últimos días del gobierno de Lugo. La masacre sucedió por un tema de ocupación de tierras fiscales y, entre otros argumentos, fue usada para derrumbar al gobierno Lugo con un golpe express y “blando”. Lxs campesinxs condenadxs (en ausencia total de pruebas) desde ese golpe –que de algún modo abrió la senda de una restauración conservadora en la región del Cono Sur– fueron privadxs del acceso a la tierra, que es del derecho a la reproducción de la vida para ellxs y sus familias, del derecho a la libertad, del derecho a tener un juicio justo y limpio. El fiscal que siguió la causa desde sus comienzos fue promovido a viceministro de Seguridad desde comienzo de este año. Ahora bien, el Estado paraguayo ha puesto en entredicho el ser viviente de lxs campesinxs de Curuguaty. Lxs 13 campesinxs que esperaron un juicio a lo largo de 4 años encarnan un “estado de excepción”. En Paraguay, el estado de excepción tiende a convertirse en regla para todas las subjetividades diversamente deseantes en tensión con el Estado. Basta revisar la historia del país: una institución “higienizada” que ha creado sujetxs marginadxs por las narraciones hegemónicas (androcéntricas) que la han instituido: mujeres, homosexuales, travestis, campesinos, indígenas, negros, minorías etnorraciales, discapacitados, migrantes, etc. Ésas son subjetividades espectralizadas, subjetividades a las que se les niegan los derechos que amparan a lxs ciudadanxs. Y precisamente por esto es posible enunciar sin resquemores –dado que en ese contexto tiene sentido social y político– “campesino sin tierra”, es decir “sin vida”: pues con/de la tierra el campesinado vive. El Estado paraguayo concentra poderes que temen la vida. Cuando la vida es de lxs otrxs.

La única conclusión posible es que incluso la lucha pacífica por la tierra de parte del movimiento campesino sin tierra conduce a medidas represivas desproporcionadas (“ejemplificadoras”), que se sitúan en el límite de la vida misma.

Ahora bien, negar el derecho a la libertad, a la tierra y a la vida –digo, sin pruebas que demuestren la culpabilidad de tales o cuales acusadxs– significa negar derechos humanos básicos, en el sentido de fundamentales, porque garantizan la activación y el ejercicio de otros derechos. ¿Por qué digo esto? Porque el Tribunal paraguayo de primera instancia condenó a lxs campesinxs imputadxs por la causa Curuguaty a penas de entre 35 y 40 años siguiendo una reconstrucción parcialísima programada por la fiscalía (totalmente arbitraria porque no logró demostrar ningún vínculo entre supuestos agresores y muertos) y además desoyó las versiones de la defensa de lxs campesinxs. Esos jueces castigaron en esxs campesinxs un reclamo por sus derechos: acceso a la tierra, a la vida, a un juicio justo y a la libertad.

Los campesinos que son sindicados como los cabecillas de la masacre –Rubén Villalba, Arnaldo Quintana y Néstor Castro Benítez– fueron encarcelados en Tacumbú, un símbolo de la represión dictatorial paraguaya (al entrar hay todavía hoy una placa dorada con la leyenda “Stroessner” en enormes letras mayúsculas). Sabemos muy bien que el sistema penal no cumple objetivos ni correccionales ni regenerativos. Más bien, es un dispositivo deshumanizador que aumenta las brechas que existen en cualquier sociedad. Seguir recluyendo en Tacumbú significa desenterrar la historia dictatorial/cicatricial de Paraguay. Es también buscar una “economía del castigo” por parte de un tribunal, que evidenció una posición clasista, en total sintonía con una Fiscalía que no tuvo problemas (morales o reales) para mentir, fraguar, inventar (o esconder) “pruebas” a lo largo del juicio y de la investigación. ¿El objetivo? Proteger intereses y funcionar como el operador estatal más visible de poderes fácticos –políticos y económicos– enquistados en el Estado paraguayo. Otro objetivo fue asumir la defensa de la propiedad privada por sobre el uso colectivo de la tierra. Otro objetivo de la Fiscalía y del tribunal fue sostener las complicidades construidas desde el golpe y la legitimidad “democrática” del gobierno de Cartes y de los sectores concentrados que participan de los beneficios de un modelo económico de reconcentración extractivista. Modelo basado sobre el agronegocio y sobre esa monocultura globalizadora que destruye tierra, territorios, lenguas y culturas. Me refiero a la soja. Un modelo en el cual el campesinado resistente que reivindica sus derechos frente a un Estado en connivencia con el colonialismo transnacional está de sobra.

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