Caso Lula da Silva
El gobierno de los jueces

Por João Maurício Martins de Abreu
Doctor en Derecho (PUC-Rio). Maestría en Sociología y Derecho (UFF). Abogado
Traducción: Mariana Gainza (UBA/CONICET)

Arbitrariedad, selectividad, parcialidad y precariedad de la prueba

Ni siquiera los defensores de la prisión de Lula en Brasil aceptan sin reservas la defensa del proceso, de los fiscales y los jueces, pues prefieren entender que los medios indebidos son algo así como “exageraciones”, en función de un supuesto fin de aprobación unánime: el combate más efectivo de la corrupción. Puesto que hemos sabido que el profesor Roberto Gargarella invocó el carácter “absolutamente impecable” del proceso contra Lula y la “imparcialidad” e “irreprochabilidad” de  los jueces que lo condenaron y lo enviaron a prisión, nos parece importante brindar algunas informaciones específicas sobre el caso y la Operación Lava-Jato que muestran lo contrario. Intentaremos ser, en lo posible, conservadores en los argumentos e imparciales en el tratamiento de las cuestiones legales e interpretativas, para jugar en el campo propuesto por los liberales. Destacamos tres puntos para el análisis: la prisión de Lula, la parcialidad del proceso y del juez a cargo del caso (Sergio Moro) y la sustancia de las pruebas.

La prisión de Lula: el poder judicial no respetó el primado de la ley

Comencemos por el final: ¿la prisión de Lula fue legal? Para hacer más compleja la cuestión, supongamos –sólo supongamos– que todo el proceso contra el ex presidente se llevó adelante imparcialmente; supongamos que hay pruebas decisivas que apoyan la acusación que se le hace; y que,  por lo tanto, Lula no tendría ninguna chance de ser ser absuelto si quisiera discutir el mérito del proceso en el Tribunal Superior de Justicia (STJ) y en el Supremo Tribunal Federal (STF) en Brasilia. Partamos de este supuesto con vistas a la argumentación, y preguntémonos: ¿aún así, la prisión de Lula del 7 de abril obedeció a la ley?

El sistema procesal brasileño, esto es, el conjunto de normas que regula la investigación, la acusación, la defensa, la prueba y el juicio de los ciudadanos, debe obedecer al primado de la ley. Esto significa una limitación y una orientación ineludibles para el oficio del juez, pues es la ley la que establece el campo de acción e interpretación dentro del cual el magistrado deberá proceder y decidir al juzgar. Si una ley procesal, que se reconoce aplicable al caso concreto, comporta varias interpretaciones, el juez puede elegir y aplicar cualquiera de ellas. Sin embargo, el juez no puede dejar de aplicar la ley, salvo en una única hipótesis: que considere que la ley es inconstitucional, es decir, incompatible con la Constitución de la cual depende su validez y eficacia.

La prisión anticipada de Lula sólo pudo ocurrir porque, el día 4 de abril, el Supremo Tribunal Federal, por seis votos contra cinco, negó el Habeas Corpus al ex presidente (que buscaba apelar en libertad la decisión del Tribunal Regional Federal de la 4ª Región que lo condenó por el crimen de corrupción y lavado de dinero). Sin embargo, al juzgar el Habeas Corpus, el STF no respetó el primado de la ley: en lugar de la ley, lo que prevaleció fue lo que la precaria mayoría entendió que sería lo “mejor” para el país. Con el argumento de hacer el “bien”, se aceptó el arbitrio judicial.

En efecto, existe una disposición del Código del Proceso Penal brasileño (CPP), el artículo 283, que ordena lo siguiente: “Nadie puede ser detenido, sino en flagrante delito o por orden escrita y fundamentada de la autoridad judicial competente, en virtud de una sentencia condenatoria transitada en juzgado o, en el curso de la investigación o del proceso, en virtud de prisión temporaria o prisión preventiva”. O sea, la ejecución de la pena de prisión a partir de la sentencia (a diferencia de la prisión en flagrancia o preventiva) depende del agotamiento de la fase de impugnación del proceso, es decir, de la interposición de recursos por parte de la defensa: mientras esté abierta la posibilidad de cuestionar la sentencia que condena al reo, según la ley brasileña, éste permanece en libertad. Es cierto que ya hay adversarios de Lula moviéndose en el Congreso, proponiendo revisar la ley para posibilitar la prisión antes de la sentencia definitiva. Pero en el momento de la decisión sobre el Habeas Corpus estaba vigente –y aún lo está– el art. 283 del CPP. Guste o no guste, lo que la ley dispone es la exigencia de una sentencia firme para que pueda iniciarse la ejecución de la pena; por lo tanto, es lo que debe aplicarse en Brasil a todos los casos como el de Lula.

¿Pero acaso el STF podría eludir la aplicación del art. 283 alegando su inconstitucionalidad? El tribunal aún no se pronunció sobre la constitucionalidad o no de esa ley: sobre el tema tiene pendientes de juicio dos Acciones Directas de Constitucionalidad, las cuales tendrían que haber sido juzgadas antes del Habeas Corpus de Lula, para pacificar la cuestión. De todas formas, la respuesta a esa pregunta sólo puede ser negativa, sea cual fuera la decisión futura del STF: la exigencia textual de una sentencia firme para el inicio de la ejecución de la pena no es inconstitucional, más allá de lo que decidan los jueces, y más allá de cuántos sean los jueces que voten en contra de esa normativa. Y eso es así, porque el art. 5º, LVII de la Constitución brasileña garantiza a todos y a cada uno de los ciudadanos que “nadie será considerado culpable hasta la sentencia penal condenatoria transitada en juzgado”. Esto quiere decir que el art. 283 del CPP no contradice, sino que está en acuerdo directo con la Constitución. Sin embargo, él no se ajusta a las visiones del mundo y a las ideas sobre políticas públicas de algunos jueces, sobre todo a las de Luiz Roberto Barroso – un respetado teórico, que tal vez sería un buen senador o un buen constituyente, pero que no ha sido un buen juez, por omitir la ley en vez de aplicarla.

Gran parte de la discusión del STF sobre el Habeas Corpus de Lula se centró en la garantía constitucional de la presunción de inocencia antes de la sentencia condenatoria definitiva. El argumento del juez Marco Aurelio Mello contra la anticipación de la prisión fue el siguiente: si la pena es consecuencia del establecimiento de la culpa y si, según la Constitución brasileña, no hay culpa (causa) antes de la sentencia definitiva, entonces la prisión (consecuencia) depende igualmente de la sentencia con autorizada de cosa juzgada. El Ministro Barroso y sus seguidores argumentaron a favor de la anticipación de la pena: la Constitución no sólo prevé la presunción de inocencia, sino otras garantías, como la duración razonable del proceso; ésta quedaría sin resguardo ante la sensación de impunidad de la población respecto a los crímenes practicados por políticos que nunca son detenidos, justificándose, así, como medida evolutiva del proceso civilizatorio, la relativización del principio constitucional de la presunción de inocencia, positivizado en el art. 5º, LVII. Incluso si, con fines argumentativos, le concediésemos juridicidad al argumento político de Barroso, el hecho legal a ser resaltado es que el art. 283 del CPP, tan poco debatido en el juicio, no puede ser considerado inconstitucional –aunque se haya mostrado contrario a la voluntad contingente de parte de los jueces.

Si lo que se aplicó no fue la ley, ¿qué fue entonces lo que la ajustada mayoría del STF aplicó en el caso Lula? Seis jueces decidieron hacer a un lado la ley, para mantener la coherencia con un juicio anterior a favor de la prisión anticipada, en otro Habeas Corpus juzgado en 2016: en las vísperas de la estruendosa acusación contra Lula y en el auge del odio movilizado contra el PT, diseminado por los grandes medios de comunicación durante el proceso de impeachment contra la presidenta Dilma Roussef, el STF autorizó la prisión luego de la condena en segunda instancia. En la decisión sobre aquel Habeas Corpus de 2016 prevaleció, por seis votos contra cinco, el entendimiento de que “la ejecución provisoria de la sentencia penal condenatoria proferida en grado recursal, aunque sujeta a recurso especial o extraordinario, no compromete el principio constitucional de la presunción de inocencia afirmado en el art. 5º, LVII de la Constitución” (HC 126.292). Los argumentos que prevalecen son sustancialmente los mismos que en el Habeas Corpus de Lula: contra la sensación de impunidad, a favor de la duración razonable del proceso, etc., se omite la exigencia de la sentencia definitiva para proceder a la prisión. Sin embargo, del Habeas Corpus de 2016 no surgió una jurisprudencia vinculante, esto es, una orden del STF a ser cumplida por todas las instancias judiciales: cada tribunal continúa decidiendo según sus preferencias; incluso los dos Cuerpos del STF, que –desigualmente y caso por caso– deciden si luego de una condena en segunda instancia hay o no hay prisión. Muchos condenados apelan en libertad. Lula está preso.

La jurisprudencia vinculante que uniformizará el tratamiento de la cuestión en los tribunales puede surgir cuando sean juzgadas las Acciones Directas de Constitucionalidad (ADC) que tienen por objeto el art. 283 del CPP. Esas acciones están listas para ser juzgadas desde diciembre de 2017. Pero ante las señales que indicaban que el péndulo de la mayoría podía llegar a modificarse y volver a impedir la prisión antes de la sentencia definitiva, la presidenta del STF estratégicamente pautó el juicio del Habeas Corpus de Lula antes de las ADCs, reduciendo el espectro del debate y colocando todo el peso del eventual cambio de posición de los jueces sobre los hombros de Lula (como si la concesión del Habeas Corpus fuese un particularismo para beneficiarlo). La estrategia, denunciada en el plenario de la Corte por el Ministro Marco Aurelio Mello, funcionó: un día antes del juicio, el general Eduardo Villas Bôas, comandante del Ejército Brasileño, se manifestó en cadena nacional contra la impunidad y amenazó veladamente a los jueces, en caso de que no aplicaran a Lula lo resuelto por el Habeas Corpus juzgado en 2016; y el día del juicio, la jueza Rosa Weber –que ya se había declarado a favor de la constitucionalidad del art. 283 del CPP– votó en contra del Habeas Corpus de Lula (desconsiderando el dispositivo legal, bajo la justificación de que mientras no fueran resueltas las ADCs, debía regir el entendimiento no vinculante firmado en 2016 sobre la presunción de inocencia y la prisión en segunda instancia).

O sea: el tan criticado “jeitinho brasileño” también viste la toga. La anticipación de la ejecución de la pena, cuando hay recursos pendientes para las instancias superiores, es un asunto propio de la política legislativa o de un proceso constituyente. Pero fue discutida y definida por los sabios de un tribunal. Contra la ley. En un país donde aún se afirme el primado de la ley en el proceso penal, la decisión contingente de un juez –o de seis, o de once, el número no importa– no puede imponerse por sobre lo legalmente determinado. De lo contrario, tendremos que hablar del gobierno de los jueces.

El hecho es que, en la madrugada del 4 al 5 de abril, el STF negó el pedido de Lula. Y en la misma tarde del 5 de abril, cuando aún eran posibles Embargos de Declaración en segunda instancia, el TRF-4 comunicó la decisión al juez de la causa: Sergio Moro. Menos de veinte minutos después de recibir el oficio, el juez Moro decretó la prisión de Lula. A lo largo de todo el proceso se escuchó a jueces y fiscales repetir que la ley vale igualmente para todos los ciudadanos, pero mientras que cientos de condenados pueden esperar en libertad en cuanto los tribunales superiores se expiden sobre sus casos, la prisión de Lula deja en claro que él ha quedado por debajo de la condición de muchos ciudadanos comunes.

El “engañame, que me gusta” de la isonomía procesal afectó la credibilidad del Poder Judicial brasileño, en el país y en el exterior. Y las circunstancias del juicio sobre el Habeas Corpus en el STF agravan el escenario. Para combatir la difundida percepción de selectividad, el Poder Judicial seguramente va a acelerar, en los próximos días y semanas, una serie de investigaciones y procesos contra caciques políticos que están en la cuerda floja, los famosos “bueyes para las pirañas”: un premio que se les ofrece a los inocentes y moralistas de buena fe que apoyan la condena de Lula, para que la gran manada corrupta, pujante y obstinada, pase ilesa por el río. Por ejemplo: (a) inmediatamente después del juicio contra Lula, Aécio Neves, el candidato derrotado por Roussef en las elecciones de 2014, senador por el PSDB de Minas Gerais, fue denunciado al STF, pasados ya diez meses desde la filtración de las grabaciones donde se lo escuchaba pedir una coima de dos millones de reales a un empresario; (b) después del juicio contra Lula, Eduardo Azeredo, ex gobernador de Minas Gerais del mismo PSDB, finalmente será juzgado en segunda instancia el próximo 24 de abril, luego de más de diez años de trámite procesal (a diferencia del año escaso que demoró el proceso de Lula). Aún así, no se logrará disimular la falta de respeto del Poder Judicial al primado de la ley (en el caso Lula, y en el de todos los que están en su situación), mientras siga vigente el art. 283 del CPP y otros de nuestra legislación, que exigen la sentencia firme para el cumplimiento de la pena de prisión. De otro manera, estaremos bajo el gobierno de los jueces –y ese grave hecho debería ser rechazado, incluso por los liberales.

La parcialidad y el partidismo de los acusadores, del proceso y del juez

El juez Sergio Moro, titular de la 13ª Corte Federal de Paraná, está eximido de todas sus otras funciones judiciales para ocuparse de modo exclusivo a la llamada operación Lava-Jato, desde la fase de la investigación hasta el proceso y el juicio de las acusaciones. El objeto de la operación es el tratamiento y el juicio de crímenes de corrupción, lavado de dinero y afines, oriundos de redes de crímenes financieros practicados con recursos públicos y operados por especuladores. El foco principal de la operación son los contratos fraudulentos con Petrobras realizados por un cartel de empresas contratistas que, a cambio de beneficios en los precios y en la competencia, pagaba sobornos a los directores de la Petrobras y a partidos políticos. (Para más detalles, leer aquí: http://arte.folha.uol.com.br/poder/operacao-lava-jato/#capitulo1). En tesis, todos los involucrados –especialmente los citados en las listas de pago de las empresas– son juzgados por Sergio Moro.

Pero hay dos excepciones a dicha centralización del expediente y del juicio en el juez de Curitiba: (a) constitucionalmente, existen quienes tienen fueros privilegiados (presidente, ministros, senadores, diputados, etc., en ejercicio de sus funciones), y que por eso son juzgados directamente por los tribunales superiores, como el STF; y, sin una explicación aceptable, existen también (b) quienes son selectivamente encaminados a otros tribunales y juzgados, como si en relación a ellos no hubieran sospechas de corrupción, sino sólo de crimen electoral –lo que vulgarmente se denomina la “caja dos” para la campaña. Este último es el caso de Geraldo Alckimin (PSDB), ex gobernador de São Paulo y  actual postulante a la presidencia de la República en el pleito previsto para octubre de este año: aunque su nombre aparece en una de las listas, como beneficiario de diez millones de reales recibidos de la empresa Odebrecht, investigada en la Lava-Jato, el político logró, en el STJ de Brasília, el 11 de abril de 2018, diferenciar su caso de los demás, quedando a salvo desde el inicio de la sospecha de corrupción, lavado y peculado (bajo la jurisdicción de Sergio Moro), para responder por el cargo de crimen electoral (bajo la jurisdicción del Tribunal Regional Electoral de São Paulo). El caso Alckimin no muestra la parcialidad del juez Moro, que nada puede hacer en cuanto a los juicios pertenecientes a tribunales superiores, como el STJ. Pero como mínimo, ese caso indica la ausencia de una interpretación judicial uniforme en Brasil para casos análogos y, por lo tanto, la selectividad de los procesos y del Poder Judicial en el contexto de la Lava-Jato.

También los fiscales de la Operación Lava-Jato, responsables por la investigación y la sustentación de las denuncias, se mostraron selectivos en las pericias. El cartel de contratistas que actuó fraudulentamente con Petrobras ya funcionaba antes del inicio del primer gobierno de Lula (2003). Y sin embargo, la concentración de las pesquisas y denuncias en el período posterior a 2003 fue una decisión consciente de los procuradores. El 29 de marzo de 2016, ante la creciente insatisfacción social contra la selectividad de las acusaciones, el procurador Paulo Roberto Galvão de Carvalho calificó como “inocua” y “jurídicamente inviable” la investigación de prácticas y contratos anteriores a 2003, porque, según él, los crímenes descubiertos posiblemente habrían prescripto ( https://noticias.uol.com.br/politica/ultimas-noticias/2016/03/29/investigar-gestoes-anteriores-ao-pt-e-inviavel-diz-procurador-da-lava-jato.htm). Ahora bien, una de las funciones declaradas de la Lava-Jato es la de recomponer el patrimonio público desviado por operaciones ilícitas, principalmente el de Petrobras. Los bienes de todos los procesados son bloqueados y, una vez condenados, confiscados por el juez; cuentas descubiertas en Suiza, abiertas para la transferencia de los sobornos, fueron cerradas, siendo el dinero parcialmente repatriado; y los fiscales suelen llamar la atención sobre ese efecto económico de su trabajo. Pero entonces ahí mismo debería radicar la razón para no interrumpir las investigaciones en 2003, y avanzar sobre eventos anteriores: aunque algunos crímenes podrían haber prescripto, varios de ellos seguramente causaron perjuicio al patrimonio público; y la acción para obtener el resarcimiento de la lesión al erario nunca prescribe, conforme el art. 37, §5º de la Constitución brasileña, que dispone: “la ley establecerá los plazos de prescripción para ilícitos practicados por cualquier agente, funcionario o no, que causen perjuicio al erario, salvo las respectivas acciones de resarcimiento”. Quien quiera consultar la interpretación judicial de este artículo de la Constitución, siempre contraria a la prescripción en casos de lesión al erario, puede buscar, p.ex., el juicio del Recurso Especial 1.067.561-AM en la página del STJ (http://www.stj.jus.br/portal/site/STJ). Es decir que, para hechos anteriores a 2003, ocurridos durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso (PSDB), podría haber prescripto la pretensión punitiva del Estado (lo cual volvería inviable la prisión), pero no la acción para recomponer el patrimonio público, siempre imprescriptible. Y eso no podría ser desconsiderado por hombres que se dicen tan incumbidos con el futuro de Brasil, porque uno de los efectos sociales más claros de esa selectividad consciente de las investigaciones es la sensación generada en gran parte de la población –especialmente durante el proceso del impeachment– de que los gobiernos del PT fueron los más corruptos de la historia, cuando en verdad, fueron los únicos gobiernos investigados en la historia, pasando a ser los ex presidentes Lula y Dilma ilegalmente castigados por no haber controlado investigaciones que sus antecesores siempre bloquearon. ¿Los fiscales de la República son republicanos?

Ese hecho deja en evidencia, como la punta de un iceberg, la selectividad de las investigaciones. Y, sin embargo, hasta que se pruebe lo contrario, el juez Sergio Moro no tiene responsabilidad sobre las decisiones de los fiscales acerca de qué investigar y qué denunciar (y qué no). Los que investigan y acusan son los fiscales. Concentrémonos, entonces, en la conducta de Sergio Moro en el caso Lula. ¿Moro es parcial? ¿Moro actúa en forma política?

Hay dos principios de la Operación Lava-Jato que afectan de manera frontal, a medida que se desarrollan las investigaciones y procesos, la imparcialidad del juez. El primer principio es de orden institucional: desde 2014, el juez Moro está exclusivamente designado para esta Operación, sin ninguna otra función en ningún otro proceso, con el objetivo declarado de lograr una mayor eficiencia judicial en una cuestión de tan alto interés público como es el combate a la corrupción. El segundo principio es de orden personal: el juez Moro adopta de modo sistemático el recurso de exponer públicamente a procesados e investigados, en procura del apoyo de la opinión pública que necesita para soportar la presión de poderosos intereses políticos contra el buen funcionamiento de la institución judicial que los investiga, los incrimina y los castiga. El problema –que sólo se manifiesta con el tiempo– es que aquel principio institucional termina convirtiendo a Moro en una especie de súper-juez, un verdadero héroe (para mucha gente), cuyo papel sería el de liberar al país de su histórica corrupción, que únicamente él juzga en primera instancia. En cuanto al principio asociado a la conducta personal, el problema es que alguien que, como Moro, busca de modo sistemático el apoyo de la opinión pública para los procesos que juzga, pero sólo juzga hechos posteriores a 2003, necesariamente queda alineado con los adversarios de Lula: la burguesía que vota masivamente al PSDB y forma la opinión que se publica en los grandes medios brasileños y –lo que es más grave– la masa de fascistas que atraviesa transversalmente a las clases sociales, que recientemente “salió del armario” y conforma el grueso de quienes apoyan a la derecha radical encabezada por Jair Bolsonaro (PSL-RJ).

El principio institucional, es decir, la centralización de los procesos que hace de Moro un héroe, implica un precio a pagar: Moro debe hacer su servicio, entregar lo que todos esperan. Nadie conseguiría ser imparcial por mucho tiempo –por mayor control mental que tenga– bajo ese tipo de presión social, que es cotidiana: en algún momento terminará creyendo que efectivamente es un héroe, con la pretensiosa función suprimir definitivamente el crimen. Y eso ha de influir –en el caso Lula y en otros casos– en el modo de apreciar la prueba, de considerar los argumentos de la defensa y, en consecuencia, en el modo de juzgar: donde hay dudas interpretativas, vacilación del procesado, una explicación inconsistente… el súper-juez tiende a concluir que, en realidad, hay simulación, dolo, crimen. Esa estructura institucional, que personaliza la necesaria lucha contra la corrupción, en sí misma hace al juez recusable, si se trata de garantizar el juicio imparcial del procesado. Una forma alternativa, mucho mejor para el efectivo combate de la corrupción, que ofrecería garantías sobre el trabajo del magistrado y la imparcialidad del juicio, sería tal vez el reparto de las funciones, con rotatividad entre los jueces designados: un equipo de jueces sería responsable de las investigaciones, de recoger y preparar la prueba para el juicio; otro equipo, independiente y sin contactos con la recolección de la prueba, evaluaría el caso y juzgaría al acusado; y al término de un determinado período, los miembros de los equipos serían cambiados, para no personalizar las funciones. Pero la estructura judicial brasileña unifica en un solo juez las averiguaciones y el juicio –un resabio medieval que, en el caso Lula, está siendo cuestionado ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU  (https://www.conjur.com.br/dl/leia-integra-peticao-lula-onu.pdf), por los graves efectos que esto tiene en su proceso. El asunto clave es que el fin buscado (el combate a la corrupción) no autoriza cualquier tipo de medios, y menos aquellos que violan las garantías de la defensa.

A la vez, el principio personal (la conducta de exponer públicamente la acusación, recurriendo a los grandes medios de comunicación), transforma al proceso penal en un espectáculo y tiende a transformar al juez, por más de que éste trate de ser imparcial, en un adversario del acusado. Porque –al precisar recurrir a los medios de comunicación y a la población movilizada por ellos, para fortalecer su figura y poder enfrentar las presiones políticas contra el proceso– el juez acaba exponiendo las conductas del procesado que prejuzga como socialmente reprobables, o los hechos que la acusación considera relevantes, pero nunca los argumentos de la defensa. Así, se convierte en un verdadero enemigo del acusado. Y quiéralo o no (pues lo que está aquí en juego es el inconsciente que determina las acciones) se compone con las pasiones sociales propias de los adversarios políticos del acusado. Esta postura, entonces, más temprano o más tarde, conduce a la adopción de un derecho penal autoritario, que juzga al enemigo, en lugar de un derecho penal que juzga el hecho que se le imputa al procesado.       

En el caso Lula, el círculo vicioso entre el principio institucional y personal que afectan a la operación Lava-Jato y al juez Moro se verifica en la apreciación de la prueba (como veremos en el último apartado de este texto), y en por lo menos tres ejemplos de autoritarismo, parcialidad e, inclusive, descaro partidario.

Ejemplo 1. El 4 de marzo de 2016, cuando aún no existía un proceso penal contra él, Lula fue retirado de su casa por policías federales, a las 6 de la mañana y, sin posibilidad de negarse, fue conducido a declarar en la 24ª fase de la Operación Lava-Jato. La orden de conducción coercitiva (tal es el nombre del procedimiento) fue dada por el juez Sergio Moro. Y hay dos hechos que llaman la atención. Primero: antes de que la policía federal llegara a la casa de Lula, reporteros y camarógrafos se encontraban ya en el lugar, esperando el traslado –cuya imagen, para quien es lego en Derecho, es la misma que la de una prisión. ¿Cómo negar, frente a eso, la intención de transformar al proceso en un espectáculo, y al acusado en un enemigo? ¿Quiénes fueron, sino el mismo juez y los fiscales autorizando interlocutores y asistentes, los que filtraron a los medios el acto inminente contra Lula? Segundo: dicha conducción coercitiva sólo podía ser realizada según los requisitos del art. 218 o del 260 del Código del Proceso Penal, que disponen: “Art. 218 – Si, siendo regularmente intimado, el testigo no comparece y no tiene un motivo justificado, el juez podrá requerir a la autoridad policial su presentación, o determinar que sea conducido por un oficial de justicia, que podrá solicitar el auxilio de la fuerza pública”; “art. 260 – Si el acusado no atiende a la intimación para un interrogatorio, reconocimiento o cualquier otro acto que sin él no pueda ser realizado, la autoridad podrá mandar a que sea conducido a su presencia.” Lula nunca fue intimidado previamente, y luego, nunca dejó de comparecer a un interrogatorio, con lo cual, fue ilegalmente conducido por la policía, a la vista de todo el mundo, como si lo estuvieran llevando preso. Y, de hecho, estuvo privado ilegalmente de su libertad durante seis horas, en un claro acto de abuso de autoridad. ¿Cuál fue justificación de ese acto que el juez Moro aportó entonces? Su cínica (¿qué otro adjetivo usar?) explicación fue que era necesario prevenir “tumultos” entre simpatizantes y adversarios del ex presidente. Una explicación más realista diría que había que mantener el espectáculo en cartel, pues se aproximaba su clímax.

Ejemplo 2. El juez Moro determinó la intervención de todos los teléfonos del estudio de abogados defensores de Lula, lo que unánimemente es reconocido como ilegal, frente a lo dispuesto en el art. 7º, II, de la Ley 8.906/1994 (Estatuto de Abogados). Allí se lee: “art. 7º – Son derechos del abogado: (…) II – que se respete, en nombre de la libertad de defensa y del sigilo profesional, la inviolabilidad de su estudio o lugar de trabajo, de sus archivos y datos, de su correspondencia y de sus  comunicaciones, incluso telefónicas o afines, salvo en caso de búsqueda o secuestro determinado por un magistrado.” Pero no fue sólo eso. Cuando la intervención telefónica llegó al conocimiento de la defensa de Lula, ésta confrontó al juez con los documentos aportados por la operadora de telefonía, que ya había informado al juez que se trataba de un estudio de abogados (a pesar de lo cual, las escuchas ilegales no se interrumpieron). La respuesta del juez fue, como mínimo, displicente: él, que se dedica con exclusividad a los procesos de la Operación Lava-Jato so pretexto de eficiencia, afirmó no haber visto el informe enviado por la compañía telefónica debido a la cantidad de trabajo bajo su responsabilidad.

Ejemplo 3. En un comienzo, de manera legal, el juez Moro determinó la escucha telefónica de Lula como parte del proceso de su investigación. El día 13 de marzo de 2016, a las 11:13hs, sin embargo, suspendió las escuchas, comunicando el hecho a la policía federal. A partir de ese momento, no podían realizarse más escuchas. No obstante lo cual, a las 13:30hs del mismo día, fue registrado e incorporado al proceso un diálogo entre la presidenta Dilma y Lula, en el cual Dilma le decía a Lula que le enviaría, “en caso de que lo precisara”, el documento de asunción como nuevo ministro de la Casa Civil [equivalente a lo que en Argentina es la Jefatura de Gabinete], para que lo firmara. El juez recibió la escucha ilegal, y en vez de retirarla del proceso (como lo determina la ley), rompió el sigilo y la hizo pública, pasadas las 16hs –una hora adecuada para que la conversación entre Lula y la entonces presidenta pudiera ser intensamente expuesta en el mayor noticiero televisivo del país (y luego, en todos los demás), con los titulares afirmando que Lula pretendía huir de Moro. Según la interpretación masivamente difundida por los medios, el nombramiento de Lula en el ministerio de Dilma (en aquel grave momento de la articulación política del gobierno, que tal vez Lula ayudaría a revertir) no era más que un desvío de finalidad. La clara intención de Moro era exponer al ex presidente (¡y a la presidenta!), tratando al mismo tiempo impedir la asunción de Lula, que trasladaría su proceso al STF, retirándolo a Moro del caso. La estrategia del juez (!) fue exitosa. Por decisión de la mayoría, la asunción quedó suspendida, alegándose desvío de finalidad. Y Moro, aunque amonestado por escrito por el fallecido Ministro de la Corte Teori Zavascki acerca de la ilegalidad cometida, no fue responsabilizado por ella. Y salió fortalecido frente a la opinión de la masa adversaria a Lula. Convirtiéndose, desde entonces  (cuando se volvió evidente su intención persecutoria), en el enemigo declarado de los simpatizantes de Lula. El crimen cometido por Moro consta en el art. 10 de la Ley de Interceptaciones de Comunicaciones (Lei 9.296/1996): “constituye un crimen interceptar comunicaciones telefónicas, de informática o telemática, o quebrar el secreto de la justicia, sin autorización judicial o con objetivos no autorizados por la ley”. No haber apartado al juez luego de ese hecho, y no procesar al héroe por el crimen que cometió, constituye un vicio insuperable del caso Lula.

Hubieron varias solicitudes de recusación contra Sergio Moro, siendo todas ellas negadas en todas las instancias judiciales. ¿Pero cuál es el valor de esas negativas, si son los jueces quienes niegan su parcialidad? La pregunta que queda abierta para la historia es: ¿Moro realmente es un juez apto para juzgar el caso Lula? Los principales hechos a ser evaluados acaban de ser sintetizados.

Una última reflexión: luego de la previsible escalada política que fortalece al juez Moro como  héroe nacional contra la corrupción, cualquier decisión judicial contraria o tendencialmente contraria a las suyas pasa a ser inmediatamente sospechosa de ser connivente con la impunidad; eso genera intimidaciones sociales, notas críticas en la prensa, e incursiones periodísticas en el pasado de ministros del STJ y del STF, buscando irregularidades para denunciar. Ese es el clima que se vive en Brasil, y que haría del apartamiento de Moro del caso Lula una decisión –si alguien fuera capaz de asumirla– más que valiente, cuasi heroica. Tristes instituciones, y triste el pueblo que depende de ese embate entre héroes.

La precariedad de la prueba

Sin duda, los especialistas en Derecho y Proceso Penal, simplificando el lenguaje, podrán explicar de forma más clara y contundente el carácter ilegal de la condena a Lula. Hay importantes fuentes disponibles para mayor información: (a) el conjunto de la defensa y los recursos de Lula, en contrapunto con la sentencia y una decisión posterior que la clarifica, pueden leerse aquí: https://www.ocafezinho.com/o-caso-lula-leia-aqui-os-argumentos-da-acusacao-e-da-defesa-de-lula/; (b) el libro escrito por una centena de juristas críticos de la sentencia condenatoria, aquí: https://drive.google.com/file/d/1T_TFknjaV5gVkgsGRg_bp0vlYQbmRfGO/view. El hecho de que la prueba sea precaria, frente a las pretensiones de la acusación, es grave para una sentencia judicial. Si estuviésemos en la fase de investigación, los indicios presentados por el juez Moro contra Lula y su fallecida esposa justificarían, quizás, el inicio de un proceso penal en busca de prueba sustantiva: los elementos reunidos pueden generar sospechas. Pero estamos hablando de una sentencia, del acto final de un proceso, donde bajo ninguna hipótesis los indicios reunidos por Moro sirven como prueba de los crímenes por los que Lula fue condenado y privado de su libertad. Esto puede ser demostrado, señalando ciertos aspectos elocuentes de los criterios utilizados por el juez para la apreciación de la prueba y la deducción de las conclusiones.

Leonardo Boff, Adolfo Pérez Esquivel y Celso Amorim. Foto: Ricardo Stuckert
Leonardo Boff, Adolfo Pérez Esquivel y Celso Amorim. Foto: Ricardo Stuckert

Lula está condenado por dos crímenes: (a) corrupción pasiva (art. 317 del Código Penal brasileño) y (b) lavado de dinero (art. 1º de la Ley 9.613/1998). En Derecho Penal, el papel de los verbos (llamados núcleos del tipo) es central para condenar o absolver, pues indican la conducta específica del reo que debe ser comprobada o descartada. Esa conducta, para poder incriminarlo, debe ser individualizada: determinada como una conducta personal, inscripta en el tiempo y en el espacio, ocurrida de cierto modo a ser descrito. No se puede condenar a alguien por el comportamiento de otro, a menos que éste actúe bajo su dominio o con su participación. Prestaremos atención, entonces, a la redacción de la ley y sus requisitos literales para la condena:

Corrupción pasiva – Código Penal (capítulo de los crímenes contra la administración pública)

Art. 317. Solicitar o recibir, para sí o para otro, directa o indirectamente, aún fuera de la función o antes de asumirla, pero en razón de ella, ventajas indebidas, o aceptar promesas sobre esas ventajas.

Lavado de dinero – Ley 9.613/1998

Art. 1º. Ocultar o disimular la naturaleza, origen, localización, disposición, movimiento o propiedad de bienes, derechos o valores provenientes, directa o indirectamente, de crímenes:

(…)

V – Contra la Administración Pública, incluso la exigencia, para sí o para otro, directa o indirectamente, de cualquier ventaja, como condición o precio para la práctica u omisión de actos administrativos.

Como se lee aquí, el crimen de corrupción antecede necesariamente al crimen de lavado de dinero. Pues el ocultamiento y el disimulo que pueden caracterizar a este último exigen de un crimen antecedente, que en el caso Lula, según la acusación, sería la corrupción pasiva. Una vez descartada la corrupción pasiva, no puede hablarse de lavado de dinero. Concentrémonos, entonces, en los criterios y elementos de prueba sobre el supuesto crimen de corrupción atribuido a Lula.

Según la acusación, una de las contratistas (OAS) que sobornaba a Petrobras, repartiendo coimas entre directores de la empresa estatal, habría ofrecido ventajas indebidas al ex presidente Lula, por medio de la diferencia de precio existente entre un departamento simple en construcción (adquirido, por poco más de 200.000 reales por la fallecida esposa de Lula, Doña Marisa, también acusada en el proceso) y un departamento triple, igualmente en construcción, en el mismo edificio. Es decir: Lula y Doña Marisa habrían solicitado, recibido o aceptado, en el mismo edificio y sin pagar por ello, un tríplex en lugar de un inmueble simple: esa diferencia, asumida por la OAS, sumaría cerca de 2,4 millones de reales. Aún según la acusación, la diferencia se debitaría de una supuesta cuenta corriente de la OAS destinada a la distribución de sobornos al PT. El departamento simple de Doña Marisa, adquirido en el mismo edificio, estaba debidamente declarado en el impuesto de renta de Lula, con quien estaba casada, bajo el régimen de comunión de bienes.

¿Qué debería ser probado, entonces, para caracterizar la corrupción atribuida a Lula?         

Primero: que Lula solicitó, recibió o aceptó la ventaja o la promesa de una ventaja indebida (el tríplex), describiéndose las circunstancias. Segundo: que la solicitud, la recepción o la aceptación se seguirían de la función ocupada por Lula como presidente de la República (o sea, de su influencia sobre Petrobras), describiéndose las circunstancias.

Y aquí aparece la precariedad de la prueba contra Lula en un régimen democrático. Lo resalto: en un régimen democrático. Porque los regímenes autoritarios pueden convivir bien con una apreciación de la prueba hecha de forma vaga –y con condenas motivadas por la decisión íntima de un juez. En tal contexto, el resultado del proceso estará decidido desde el comienzo, y el magistrado elegirá las pruebas y declaraciones que quiere aprovechar, conectándolas en un raciocinio coherente orientado al fin previsto (la condena). Si fuera eso lo que queremos, podemos parar por aquí y confiar en las convicciones íntimas de los jueces; nada habrá que decir sobre la prueba si el modelo es autoritario. Pero si se trata de persistir en los procedimientos criminales propios de los regímenes democráticos, que no sólo deben ser efectivos sino, al mismo tiempo, garantizar derechos, se exige la seguridad en la apreciación de la prueba por parte del juez y la especificación de la conducta criminal que se sigue de ella. Prosigamos, entonces, bajo la hipótesis de que todos queremos un régimen democrático. Toda la apreciación del mérito de la defensa de Lula y de los testigos indicadas por ella se encuentra entre los apartados 780 y 833 de la sentencia –que tiene perlas, como el reto a Lula por no haber combatido, durante su mandato como presidente, fallos del STF entonces vigentes sobre la prisión de condenados por corrupción. Las conclusiones, que revelan el salto deductivo del juez, de la prueba a la condena, está en los apartados 834-937 (http://lula.com.br/sites/default/files/anexos/sentenca_-_12.07.pdf).

Expondremos tres ejemplos sobre los criterios de apreciación de la prueba del juez, respecto a la acusación de corrupción: el primero (1) refiere a supuestas acciones del ex presidente sobre directores de la Petrobras –lo que justificaría el ofrecimiento de una ventaja indebida a Lula y caracterizaría a la oferta del tríplex como hecha “en razón” de la función de presidente de la república, cargo que ocupó hasta 2010; el segundo (2) refiere a la adquisición de derechos sobre el tríplex en 2009, cuando aún era presidente de la República –lo que reforzaría el argumento de la oferta del tríplex como “ventaja indebida” hecha “en razón” de la función de Lula; y el tercer ejemplo (3) refiere a los supuestos de solicitud, recepción o aceptación de la “ventaja indebida” por Lula, oriundos del no pago del tríplex.

Ejemplo 1. Según Moro, el esquema de desvío de dinero de la Petrobras hacia agentes públicos y partidos políticos está comprobado. Este es un punto pacífico. La discordancia radica en las deducciones judiciales que parten de allí. Para conservar ese esquema, los directores que operaban desde adentro de Petrobras tenían que ser mantenidos en sus cargos. De ahí la conclusión de que Lula “tenía un papel relevante en el esquema criminal, pues él debía sugerir nombres de Directores al Consejo de Administración de Petrobras y la palabra del Gobierno Federal era considerada.” Ahora bien, en una democracia, no cabría acusar al presidente que nombra “directores del Consejo de Administración de Petrobras” por los actos de los nombrados, que benefician a empresas contratistas como OAS. Eso sólo podría ser hecho mediante una individualización de la conducta del ex presidente, inexistente en la sentencia. Lo que el juez Moro está suponiendo aquí, de forma muy genérica y arbitraria, es que el ex presidente está involucrado en un esquema de corrupción por ser el que indica quiénes ocuparán funciones en su gobierno; siendo el beneficio de Lula en ese esquema el tríplex de Guarujá. No hay ninguna prueba de que Lula conociera los desvíos de Petrobras, y eso aparta el carácter de omisión que eventualmente se le podría atribuir. Al contrario: la prueba que consta en el proceso es de que Petrobras pasó por dos auditorías durante el período, las cuales no señalaron desvíos en los contratos. No teniendo Lula funciones directas en Petrobras, ¿debía dudar de las auditorías? ¿Por qué? La exigencia judicial de que la conducta del ex presidente en ese contexto debía haber sido otra es arbitraria; sólo no lo sería si se probara –y no se probó– que conocía los desvíos. Alguien ya mencionó que la responsabilización directa de Lula por lo ocurrido en Petrobras equivaldría a la responsabilización personal del Papa por la conducta de los arzobispos, obispos y curas.

Ejemplo 2. Lula niega haber solicitado, recibido o aceptado el tríplex. Nunca fue el propietario formal del tríplex, ni tuvo su posesión directa. Estuvo una vez en el inmueble, en 2014, con su esposa. Ella estuvo una segunda vez. Fueron realizadas reformas importantes en la estructura original del inmueble en 2014, a pedido de Doña Marisa, por lo que todo indica. Y hay un conjunto de pruebas en los autos suficientes para concluir que el inmueble fue reservado o destinado, en 2014, si no a Lula, a Doña Marisa –quien adquirió originalmente el departamento simple en el mismo edificio a modo de inversión. Pero los hechos probados de 2014 no serían suficientes para caracterizar ningún crimen de Lula, aun cuando su versión de que no tenía ningún poder sobre el inmueble pueda ser contradicha, respecto al año 2014, por las reformas hechas a pedido de Doña Marisa. El problema es que de esta inconsistencia específica de la defensa, el juez Moro concluyó directamente el crimen de corrupción. Y los indicios en relación al pasado se transformaron en prueba definitiva. Toda la interpretación se volvió contra Lula. Para atribuirle a Lula el inmueble en el año 2009, cuando aún no estaba construido, el juez Moro se valió centralmente de una nota publicada en el diario “O Globo” en 2010, donde se decía que Lula habría adquirido un tríplex  en el edificio en cuestión; la precariedad de esa prueba es evidente. A esa nota periodística, se agregó la declaración del reo Leo Pinheiro, presidente de la contratista OAS –cuyas declaraciones indican que el inmueble nunca fue puesto a la venta, como si estuviese reservado o destinado a alguien. Ese conjunto probatorio es insuficiente para atribuirle a Lula un poder sobre el inmueble en 2009: el hecho de que, en 2009, OAS reservara un tríplex  en construcción, no prueba que Lula o Doña Marisa hayan sido los destinatarios; ni que Lula supiese sobre reserva alguna, y mucho menos, que haya pedido, recibido o efectivamente aceptado alguna ventaja en 2009, 2010, 2011 o 2012. Sólo con el inicio de las reformas en el inmueble ya construido, en 2014, parecería posible comprobar el poder de hecho de la pareja Lula, principalmente de Doña Marisa, sobre el bien. Pero ni siquiera en ese caso la conducta es criminal. Primero, porque ese poder de hecho en el 2014 no prueba la solicitación, recibimiento o aceptación de Lula en el 2009, cuando aún ejercía la presidencia; segundo, porque no está probada ninguna vinculación entre la reserva del inmueble y alguna influencia específica de Lula sobre Petrobras, en beneficio de la empresa sobornante OAS, siendo aún presidente.  No es posible concluir entonces que hubo corrupción, porque no hay pruebas, ni de que hubo ventaja “indebida”, ni de que se dio “en razón” de la función pública de Lula.

Ejemplo 3. Según el juez Moro, OAS –la empresa dueña del tríplex– era parte de los Consorcios beneficiados por los contratos de Petrobras; y el presidente de la OAS, conocido como Leo Pinheiro, administraría una supuesta cuenta general de sobornos, desde la cual se operaban las ventajas de la corrupción vinculadas al PT. En el apartado 845 de la sentencia está la conclusión de que se habrían debitado de esa cuenta: (a) la diferencia de valor entre el departamento simple adquirido por la esposa de Lula y el tríplex  –cerca de 1,1 millón de reales; y (b) el valor de las reformas realizadas en el inmueble en 2014 –cerca de otro 1,1 millón de reales. ¿Cómo concluye el juez esos graves hechos? Surgen exclusivamente de las colaboraciones informales del mismo Leo Pinheiro: el presidente de la OAS, condenado en la Operación Lava-Jato, que en una primera declaración había negado que Lula tuviese algún conocimiento del esquema de Petrobras; que fue recluido en la cárcel; y luego, condenado a más de 30 años de prisión; y que, finalmente, decidió decirle al juez lo que tal vez él quisiera oír: que Lula conocía todo el esquema, y que la prueba era el soborno del tríplex. El hecho clave es que, gracias a su colaboración, la pena de Leo Pinheiro se redujo drásticamente: de 30 años, a menos 3 años de reclusión. La única pena que “condena” a Lula es la declaración de Leo Pinheiro. En un proceso democrático, sería posible aprovechar las declaraciones de otro acusado (como Leo Pinheiro) condenado e interesado en reducir su castigo, sólo en caso de que hayan otras pruebas confirmando la declaración, en un cotejo a ser realizado punto por punto, afirmación por afirmación. Pero en la sentencia contra Lula, se incorporó globalmente la declaración de Leo Pinheiro, acepándose su relato íntegro, como si se tratara de los hechos mismos, en vez de se confrontado minuciosamente con otros elementos de los autos. Y fue en virtud de ese criterio, que le permitió absorber de manera acrítica y global una declaración sospechosa, convertida en el eje de su sentencia, que Moro condenó y detuvo a Lula.

La apreciación judicial de la prueba es vaga y trágicamente interesada. Para condenar a Lula por corrupción, Sergio Moro no confronta explícitamente la conducta individualizada del acusado con la prueba de los autos y con los elementos que caracterizan al crimen de corrupción según la ley. El art. 317 del Código Penal es citado de forma genérica en la sentencia, aunque sea la previsión legal que autorizaría la condena por corrupción. Para atribuirle a Lula toda conducta individualizada de Doña Marisa en 2014 en relación al tríplex, p.ex., el juez alega que la pareja vivía bajo régimen de comunión de bienes. Suficiente. No se desarrollan cuestiones que son centrales para la incriminación de cualquier acusado en un proceso penal: si Lula practicó el crimen de corrupción, ¿en qué circunstancias específicas eso sucedió? Si Lula pidió, recibió o aceptó ventajas o promesas de ventajas, ¿cómo, dónde, y cuándo eso sucedió? Nótese: pedir, recibir y aceptar son los verbos que caracterizan el núcleo de la conducta criminal, cuya especificación es necesaria para condenar a alguien por corrupción. Y la individualización del modo, del lugar y del tiempo también es importante para permitir que la defensa ofrezca la contraprueba. Éste es el punto sobre el que llama la atención el criminalista Juarez Cirino dos Santos: los vicios de la acusación genérica contra Lula fueron reproducidos por la sentencia, igualmente genérica, de Moro. Para finalizar, leamos las palabras de Cirino:

“La sentencia del Juez Moro, que debería indicar los motivos de hecho y de derecho de la decisión (art. 381, III, del Código del Proceso Penal), logra ser peor que la denuncia: no demuestra las circunstancias concretas en cuanto a los medios o los modos de realización del hecho imputado (¿cómo?), en cuanto al lugar de realización del hecho imputado (¿dónde?), en cuanto al tiempo de realización del hecho imputado (¿cuándo?), en relación a las acciones típicas de solicitar, o aceptar promesas, o recibir (para sí o para otro) ventajas indebidas, en razón del cargo(…). La consecuencia procesal de la indeterminación temporal o espacial del hecho imputado es la atribución de una prueba imposible al acusado: la prueba negativa de que no solicitó ventajas indebidas, o no aceptó promesas de ventajas indebidas, o no recibió ventajas indebidas en ninguno de aquéllos 1.927 días y en ningún lugar de Brasil o del mundo. Por el contrario, la determinación del tiempo, del lugar, de los medios o del modo de realización del hecho imputado –como exige la ley procesal– habría permitido una prueba positiva de que el hecho imputado no podría haber ocurrido del modo o por medio indicados, o en el tiempo, o en el lugar determinados, lo cual puede suceder en las condenas criminales que se ajustan a los criterios legales, rotos por la sentencia.”

Ni Lula es un santo, ni Moro es un conspirador perverso. Pero, como puede apreciarse, el proceso está políticamente contaminado. Y el ex presidente, preso, está impedido de participar en las elecciones de este año –lo cual es muy grave para el avance democrático. Están, sin embargo, los que piensan al Derecho y a los derechos siempre en contra de las mayorías, incluso cuando el proceso judicial manipula la ley, no observa los criterios mínimos de imparcialidad e isonomia y, en vez de probar, hace conjeturas. He aquí el gobierno de los jueces.

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