Filosofía Política
El hombre endeudado o ¿cómo operar sobre la servidumbre de sí?

Por Roque Farrán (CIECS, UNC, Conicet)

Creo que ya se ha instalado casi como un lugar común, al menos para cierto pensamiento de izquierda, el hablar del mecanismo de sujeción que opera la deuda a todo nivel: la producción de la subjetividad endeudada como paradigma de la racionalidad instrumental del gobierno neoliberal (a nivel individual, local, colectivo, regional, nacional y trasnacional). Sin embargo, considero que no se ha despejado suficientemente cuáles son las condiciones de posibilidad para que ese mecanismo se implante tan bien, es decir, cuáles son las prácticas concretas sobre las que se monta su efectividad. El mecanismo del hombre endeudado, por el cual opera el neoliberalismo generando una subjetividad que se siente culpable de su ineluctable fracaso, está bien descrito por muchos autores actuales (Lazzarato, Han, etc.); pero ello funciona fundamentalmente porque trabaja sobre la servidumbre de sí, condición de posibilidad que es mucho más antigua de lo que se cree. Por supuesto, no se trata de remontarse a los orígenes perdidos del pensamiento verdadero, ni nada por el estilo. Más que una mirada ontológica principista, guiada por el principio antrópico o cualquier otro, podemos extender con Foucault el arco histórico que le permite -y nos permite- entender cómo se constituyen las subjetividades a través de prácticas concretas. Porque si no se genera una enorme confusión cuando se ponen en el mismo plano la producción y exhortación neoliberal a la constitución de un yo o un sí mismo autónomos (el “empresario de sí”), junto con el mecanismo de endeudamiento generalizado, sin entender de qué otro modo se pueden producir subjetividades que no respondan a ese típico mecanismo; pues eso era justamente lo que exploraba Foucault en La hermenéutica del sujeto, tras encontrarse con los impasses del neoliberalismo en que lo habían depositado sus anteriores investigaciones biopolíticas.

Puntualmente, en su comentario a las Cuestiones naturales de Séneca, resulta por demás esclarecedor cómo se plantea allí el mecanismo de la deuda que opera sobre el sujeto. Primero, Foucault comienza hablando del yo que hay que constituir, como tarea ineludible en el estoicismo tardío; se trata de ser libre, a toda costa, ¿pero libre de qué? Esta es la torsión singular que tanto despista a los comentadores (¿se trata de constituir un yo o de librarse de él?), porque el principal objetivo de las prácticas de libertad reside, antes que nada, en liberarse de sí; liberarse de la servidumbre más agobiante: la “servidumbre de sí”. Y para eso se debe cultivar un yo muy distinto, singular e imperturbable, justamente liberado de esas coacciones propias que hacen al yo vulgar o especular, presto al servicio de distintas operaciones de sujeción. Se trata de otro yo, podría decir, un yo “al que hay que liberar de todo lo que pueda sojuzgarlo, el yo que hay que defender, proteger, respetar, al que hay que rendir culto, al que hay que honrar: therapeuein heauton (rendirse culto a sí mismo).”[1] Y luego, comentando bien de cerca a Séneca, vincula ese cultivo del yo a un afecto característico, gaudium o alegría: “hay que tenerse a sí mismo ante los ojos, no quitarse los ojos de encima y ajustar toda la vida a ese yo que uno mismo se fijó como objetivo; ese yo, por último, del que Séneca nos dice tantas veces que al estar en contacto con él, cerca de él, en presencia de él, puede experimentarse la más grande voluptuosidad, la única alegría, el único gaudium legítimo, sin fragilidad, no expuesto a ningún peligro ni entregado a ninguna recaída (“la alegría del sabio es de una sola pieza [sapientis vero contexitur gaudium]”).[2] Como se puede apreciar, ese yo fijado como objetivo, es un yo a constituir, jamás dado de antemano, por eso son falsas las dicotomías que postulan o bien la preservación del yo o bien su disolución. El mismo Foucault plantea esto que, a primera vista, parece una paradoja: “¿Cómo puede decirse que el yo es, por lo tanto, la cosa que hay que honrar, buscar, mantener ante los ojos, con la cual se experimenta esa voluptuosidad absoluta y decir, a la vez, que hay que liberarse de sí?”.[3] Pues bien, la constitución de yo singular, cuyo afecto característico de alegría e integridad le permite sustraerse a los mecanismos de sujeción habituales, requiere como primera, fundamental y constante operación el liberarse de la servidumbre de sí; que es la que lo predispone y vuelve accesible para todas las demás servidumbres.

Así lo expone Foucault, desagregando punto por punto lo que dice Séneca respecto a la gravedad, asiduidad e ineluctibilidad de la servidumbre de sí: “Ahora bien –en el texto de Séneca es perfectamente claro–, la servidumbre de sí, la servidumbre con respecto a sí mismo, se define aquí como aquello contra lo cual debemos luchar. Al desarrollar esta proposición –ser libre es huir de la servidumbre de sí mismo–, dice lo siguiente: ser esclavo de sí mismo (sive servire) es la más grave, la más pesada (gravissima) de todas las servidumbres. En segundo lugar, es una servidumbre asidua, es decir que pesa sobre nosotros sin descanso. Día y noche, dice Séneca, sin interrupción ni tregua [intervallum, commeatus]. Tercero, es ineluctable. Y cuando dice ‘ineluctable’, ya van a verlo, no se refiere a que es completamente insuperable. Dice, en todo caso, que es inevitable, que nadie está exento de ella: es siempre nuestro punto de partida.”[4] No obstante, pese a todo, es fácil sacársela de encima, dice Séneca, esto solo con dos condiciones: dejar de exigirse mucho de sí y dejar de recompensarse por eso. “Quien es esclavo de sí mismo sufre el más arduo [gravissima] de todos los yugos; pero deshacerse de él es fácil: dejar de plantearse mil exigencias; no recompensar más el propio mérito [si desieris tibi referre mercedem]”.[5] Esas exigencias refieren a las múltiples actividades que, en la época de Séneca, obedecían a su vez a los esfuerzos por obtener ganancias, recompensas o méritos en los negocios, el trabajo de la tierra, el litigar en el foro, el participar en las asambleas públicas, etcétera; una especie de círculo de obligación-recompensa-endeudamiento que sostenía la servidumbre de sí viciosamente, y que bien podríamos visualizar en nuestras actividades actuales; es el modo, el ethos o la forma de conducirse ante las actividades, y no las actividades en sí mismas, las que generan el problema de la servidumbre. Comenta Foucault: “Uno se impone una cantidad de obligaciones y trata de obtener con ellas cierta cantidad de ganancias (ganancia financiera, ganancia de gloria, ganancia de reputación, ganancia en lo tocante a los placeres del cuerpo y de la vida, etc.). Vivimos dentro de ese sistema obligación-recompensa, ese sistema endeudamiento-actividad-placer. Eso constituye la relación consigo mismo de la que debemos liberarnos.”[6]

Esta dis-posición ascética es bien clásica, la encontramos también en la filosofía moderna, por ejemplo en el Tratado de la reforma del entendimiento[7] de Spinoza: cómo salir del círculo vicioso de la búsqueda incesante de placeres, honores y beneficios, que nos impide acceder a un bien verdadero, constante e íntegro; cómo acceder a otro modo de ser que nos dé libertad y autonomía para no depender de la contingencia de los objetos efímeros y sus circuitos reducidos de valor e intercambio; cómo desplazar a un lugar secundario (y no eliminarlos completamente) la riqueza, el honor o el placer. En definitiva, ¿cómo salir de ese circuito de obligaciones-recompensas-endeudamiento que nos somete a la servidumbre, primero de sí y luego de todos los mecanismos que implanta la lógica neoliberal? No es solo por el masivo y algo depresivo I would prefer not (“preferiría no hacerlo”), la resistencia pasiva bartlebyana, tampoco se trata de reeditar las viejas fantasías de fuga y formación de comunidades utópicas, sino de aprender a marcar, trabajar y habitar en una sutil distancia de sí; participar de todas las actividades que surjan pero sin esperar nada a cambio ni esforzarse en pos de hacerlo, según el pretendido fin que las orienta. Participar sin creerse demasiado allí, un poco desplazado, un poco al margen de la escena, ensayando gestos y posiciones insólitas, que no dejan de tener un costado cómico irreductible y que son poderosas en ese extraño sentido. Por ejemplo, como cuando uno de esos viejos estoicos va a una de las fastuosas fiestas romanas donde se comía y bebía copiosamente pero solo consume algo de pan y agua. Lo fabuloso no es el ascetismo en sí, no se trata de autoflagelarse o acostarse sobre clavos (como se burlan un poco los estoicos de los faquires orientales y otros prodigios), sino de efectuar esos mínimos gestos performáticos que interrumpen el régimen de sentido que organiza la escena, su circuito establecido y su modo de goce prevalente (con intensidades contables). Puede acontecer también en una presentación de libros, en una conferencia entre académicos, en una asamblea popular, en el Congreso, o en cualquier lado: desplazarse, interrumpir, introducir otro registro; moderación o exageración, no importa, el asunto es no subordinarse al juego ni rechazarlo de plano. Hay otro goce allí, que si en verdad existiese haría falta que no fuese ese.

¿Cómo salir entonces del círculo de la servidumbre? ¿Es realmente posible hacer algo sin esperar nada a cambio? Todos y todas participamos de diversas actividades esperando, en desigual medida, algún tipo de retribución o ganancia: simbólica o material. Todas y todos realizamos una cartografía aproximada de las situaciones, trazamos un circuito de intercambios posibles y hacemos el cálculo de los valores, con mayor o menor tino (consciencia o inconsciencia). En toda situación social, en consecuencia, hay ganadores y perdedores: imaginarios y reales. La razón de nuestros actos es esencialmente social y relacional, pues se mide y justifica en esas diferencias cualificadas y hasta cuantificadas (en algunos casos). ¿Se puede hacer algo simplemente porque sí, sin más razón que el solo acto de hacerlo? ¿Qué sería una actividad que no busque nada a cambio? ¿Acaso un no-hacer, un sin-sentido, un des-propósito? ¿Implicaría eso desconocer al otro, volver pura y exclusivamente sobre sí? Pensemos, por mínimo que fuese, tal gesto o acto sería implacable, casi inhumano. No se trata de la locura que busca denodadamente inscribirse en circuitos imaginarios o fantasiosos, o que queda repiqueteando en la sola imposibilidad real de articular sentido, sino de un modo de hacer que se dirige a la parte más extraña de sí, imposible de valorar o de hacer entrar en cualquier intercambio; y no obstante, a partir de ella, produce algo dirigido a los otros; y eso que produce, recursivamente, es dar (se) cuenta del mecanismo mismo de producción; y entonces, a partir de allí, puede producir variaciones incesantes del hecho irreductible, genérico o común que nos constituye; algo que no tiene precio: la verdad.

El reciente discurso de Cristina Fernández en el Congreso de la Nación, alegando sobre el allanamiento a su domicilio, se inscribe en ese registro parresiástico: decir la verdad en un momento de máxima exposición y fragilidad. Diría pues que estamos viviendo una profunda crisis del régimen de saber-poder que nos ha gobernado hasta el momento, y que hay que profundizarla examinado más de cerca cómo se encuentra afectada a la verdad en todo ello; la verdad en su politicidad inherente, en su mixtura de procedimientos. La verdad es la clave en este lío. Y no vamos a desembrollarlo apelando a valores históricos o instituciones formales per se. Me refiero puntualmente a las denuncias espectaculares sobre de la patria contratista que involucran al mismo presidente y su entorno. Sucede como en el caso de Edipo Rey que analiza Foucault, cuando pone el foco en ese cambio del régimen de saber-poder de la tiranía que, por vía de los nuevos procedimientos judiciales usados por el propio Edipo, se separa del saber adivinatorio inspirado en los dioses y eso mismo produce su autodestitución y cambio de régimen de gobierno, etc. No creo que las medidas del actual gobierno respondan a una mera “liviandad” o “irresponsabilidad” de su parte, tampoco creo que sepan perfectamente “lo que vinieron a hacer”, sino que su actuar hace a la especificidad del modo de gobierno de las élites argentinas (un modo que no es del todo consciente ni calculable por ellos mismos). En este sentido, ya que no solo detentan ahora el “poder real”, como lo hicieron históricamente, sino el “poder simbólico” de gobierno, y eso los ha hecho (ex) ponerse en primer plano, habría que hacerles atravesar la verdad de su constitución efectiva, no por comparación con otras potencias o países a los que dicen admirar (ideal del yo), sino por su propio peso específico (el objeto que es su causa). Que caigan por su propio peso, en la reconfiguración de los procedimientos de saber y poder que están movilizando, en función de la verdad que nos constituye en común. Aquí es donde la militancia tiene que atravesar y anudar seriamente todos los planos o dimensiones con rigurosidad: saber, poder y ethos; procedimientos jurídicos, políticos, mediáticos y demás. No retrocedamos en esta hora de peligro.

 

[1] Foucault, Michel (2014). La hermenéutica del sujeto: Curso en el Collège de France: 1981-1982, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, p. 264.

[2] Ídem.

[3] Ídem.

[4] Ídem.

[5] Séneca citado por Foucault, nota al pie, íbid. p. 265.

[6] Ibíd., p. 265.

[7] Spinoza, Baruch (2008). Tratado de la reforma del entendimiento, Buenos Aires: Colihue.

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