A 30 años de la caída del muro de Berlín
El recuerdo del futuro

Por Martín Baña (UBA/UNSAM/CONICET)

En 1919, George Clemenceau convocó a las regiones que se habían separado del Imperio ruso a que construyeran un “cordón sanitario” para detener el avance del comunismo sobre Europa. Algunos años después, en 1946, Winston Churchill fue un poco más terminante y sostuvo que sobre el continente había caído una “cortina de hierro” que dividía al mundo capitalista del comunista. Con estas declaraciones, tanto el primer ministro francés como su par británico estaban siendo drásticos pero no originales. Al contrario, se sumaban a una larga tradición de aislamiento basada en el temor –casi siempre más imaginario que real– de una expansión rusa que tuvo como objetivo condenar y aislar a ese país y a todos aquellos que quedaran bajo su influencia.

Como sostiene el historiador Gabriel Gorodetsky, este aislamiento es más el resultado de un problema cultural que uno de realpolitik y demuestra que a la hora de los enfrentamientos los preconceptos resultan ser tan importantes como el despliegue de ejércitos. La rivalidad imperial entre Rusia y Gran Bretaña, por ejemplo, estableció premisas culturales que crearon un conjunto de ideas preconcebidas que se expandieron en el tiempo y que llevaron a una desconfianza mutua. El resultado fue que tanto las relaciones diplomáticas como la toma de decisiones en tiempos de paz o de guerra quedaron fuertemente condicionadas.

De esta manera es interesante remarcar que en la Europa de la primera mitad del siglo XX ya estaba presente, al menos simbólicamente, la idea de una separación geográfica –aunque también racial y sociológica– entre dos espacios: “cordón sanitario” y “cortina de hierro” como metáforas de una división que colocaba a Rusia dentro de un ellos oriental diferente a un nosotros occidental. El Muro de Berlín fue la materialización de esas proyecciones y, a pesar de que fue construido por la República Democrática Alemana con apoyo soviético, fue funcional para las potencias europeas y para Estados Unidos. Con el beneficio de que el costo material y simbólico corrió por parte de los comunistas.

Dentro de este marco, ¿cómo podemos entender la construcción del Muro de Berlín? Más aún, ¿qué podemos decir hoy sobre él a 30 años de su caída? Las páginas que siguen intentan responder brevemente estos interrogantes.

Guerra Fría

El Muro de Berlín se empezó a construir en agosto de 1961. Tenía una extensión de 206 km y rodeaba a toda la parte occidental de la ciudad. De esos 206 km, 43 correspondían a la frontera que dividía al Berlín Occidental del Oriental; el resto lo separaba de la República Federal de Alemania. Pero más importante aún que el Muro fue la construcción de lo que se conoció como frontera intragermana. Es decir una delimitación geográfica construida con vallas, alambres de púas y torres de vigilancia que partía en dos al territorio alemán. Tenía una prolongación de 1.400 km aproximadamente y se extendía desde el Mar Báltico hasta la frontera con Checoslovaquia. Fue menos conocida que el Muro pero quizás más efectiva.

¿Cómo se llega a la drástica decisión de construir un Muro que dividía a dos ciudades y una frontera de alambres y vallas que aislaba a dos países? ¿Por qué, casi de un día para otro, familias y amigos quedaron separados y sin poder verse por casi treinta años? Para responder a estas preguntas, tenemos que retomar lo que plantemos al inicio y sumarle uno de los fenómenos surgidos al finalizar la Segunda Guerra Mundial: la Guerra Fría.

La Guerra Fría fue un fenómeno que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XX y que supuso un enfrentamiento entre las dos mayores potencias mundiales de entonces: Estados Unidos y la Unión Soviética. Ese enfrentamiento tuvo dos grandes características: por un lado, no sólo enfrentaba a dos países sino también a dos modelos de sociedad: capitalismo vs. comunismo. Por el otro, el enfrentamiento nunca ocurrió de manera directa –de ahí el mote de “fría” – sino de manera indirecta ya sea a través de otros contrincantes, como sucedió en Vietnam, o a través de gestos simbólicos, como sucedió en los respectivos boicots a los Juegos Olímpicos de 1980 y 1984. La competencia con el otro y el temor al triunfo explican el desarrollo del armamento nuclear, la carrera espacial, el surgimiento del Estado de Bienestar, los movimientos de liberación nacional en el Tercer Mundo y, por supuesto, la construcción del Muro de Berlín.

En la Conferencia de Potsdam, celebrada en 1945, los líderes de las cuatro potencias vencedores de la Segunda Guerra Mundial –Estados Unidos, Francia, el Reino Unido y la Unión Soviética– acordaron la división del territorio alemán vencido. El este quedó bajo el mando del Ejército Rojo y el oeste se repartió entre las tres potencias restantes.

Berlín se partió en dos con la misma lógica: el este fue ocupado por las tropas soviéticas y el oeste por los otros tres ejércitos. Pero con la particularidad de que quedó ubicada dentro del territorio dominado por la URSS. Cuando en 1949 se fundó la República Democrática Alemana (RDA), en respuesta a la creación de la República Federal Alemana (RFA), la situación se volvió más tensa ya que la intención de las potencias no era la de abandonar Berlín. Ni siquiera cuando el Secretario General de Partido Comunista de la URSS, Nikita Khrushchov, ordenó el infructuoso bloqueo de Berlín entre 1958 y 1959.

La posibilidad de que ingresaran espías, la influencia cultural occidental pero sobre todo la constante fuga de trabajadores y profesionales de la RDA a la RFA, llevó a la drástica decisión de construir el Muro. Hay que tener en cuenta que entre la creación de la RDA y la construcción del Muro, cerca de 2.700.000 personas huyeron del país, en su mayoría a través de Berlín Oeste, ya que las dos mitades de la ciudad estuvieron unidas hasta agosto de 1961. A partir de entonces se detuvo la sangría. Y en ese sentido se cumplió el objetivo: durante 1985, cuatro años antes de la caída del Muro, solo pudieron escapar 185 personas.

Como sostiene Eric Hobsbawm en su celebrada Historia del siglo XX, el Muro de Berlín vino a simbolizar también el cierre de la última frontera indefinida. De hecho, luego de su construcción y hasta 1991 hubo una relativa estabilidad en las relaciones internacionales y no hubo grandes desacuerdos en el reparto del mundo. Estados Unidos incluso pudo tolerar la edificación de un régimen comunista a 200 km de su territorio. En ese sentido debemos destacar que las provocaciones y la propaganda descalificatoria casi siempre provinieron desde Estados Unidos, el cual veía a la URSS como una “amenaza al mundo libre”, mucho más imaginaria de lo que fue en realidad. En la práctica, la URSS no fue ni tan expansionista ni tan agresiva. Más bien siempre asumió una postura defensiva y buscó evitar enfrentamientos por motivos geopolíticos y económicos: históricamente siempre se había limitado a definir una “línea roja” dentro de su zona de influencia y buscó reducir un gasto militar que se hacía cada vez más difícil de sostener.

Crisis

A pesar de la existencia del Muro y de la relativa estabilidad, para la década de 1980 los problemas de la economía centralizada –que los alemanes orientales habían adoptado del modelo soviético– no tardaron en hacerse ver. La escasez de bienes básicos y la proliferación de productos defectuosos estaban a la orden del día. El Trabant, el típico auto fabricado en la RDA, fue el blanco que concentró burlas y críticas. Un chiste que circulaba por el país decía que la velocidad del Trabbi –como se lo conocía popularmente– se medía con el calendario y que su manual traía en las dos últimas páginas los horarios del tren y de los autobuses.

A todo esto, la dirigencia de la Unión Soviética, con Mijaíl Gorbachov a la cabeza, había comenzado un proceso de reformas conocido como perestroika, que buscó revitalizar una economía que desde la década de 1970 se venía desacelerando. Para ello también debió emprender otro proceso conocido como glasnost, que intentó abrir el debate público y profundizar la transparencia de la información. Pero Gorbachov entendió que la reforma del socialismo debía ir a fondo y se propuso trastocar un aspecto delicado: el monopolio del poder del Partido Comunista. Así, a la apertura económica y cultural le siguió la apertura política. Un socialismo sin una verdadera democracia no tenía razón de ser.

Dentro de ese contexto, y a diferencia de 1968 cuando los tanques del Pacto de Varsovia reprimieron la “primavera” checoslovaca, la Unión Soviética no tenía más intenciones de intervenir. Los países comunistas quedaban a la deriva. En su visita a Berlín, Gorbachov le dijo a Erich Honecker –líder de la RDA– que la URSS no aprobaría la represión de las protestas populares. En ese nuevo contexto, la confusión de Günter Schabowski, secretario del Comité Central, al anunciar erróneamente la apertura de la frontera entre las dos Alemanias el 9 de noviembre de 1989 fue la sentencia de muerte para el Muro y para el régimen comunista. En menos de un año las dos Alemanias volvieron a ser una bajo el dominio del mercado.

Treinta años después

La caída del Muro contribuyó a la disolución de la Unión Soviética y a la caída del comunismo europeo, aunque esto no estuviese escrito de antemano. El fin del comunismo a su vez supuso el fin de Guerra Fría, aunque no necesariamente el fin de los conflictos internacionales.

A pesar de que ya pasaron 30 años de la caída del Muro, hay algo que de alguna manera todavía persiste: su materialidad simbólica. En ese sentido, todavía cumple con varias funciones. En primer lugar, como sostiene Ezequiel Adamovsky, cumple con la función de crear una frontera imaginaria que separa a un “nosotros occidental” de un “ellos oriental”. Como dijimos, esto tiene una larga tradición en la historia, asociada al enfrentamiento con Rusia y su descripción como lugar de lo bárbaro e incivilizado y por lo tanto incapaz de desarrollar las instituciones europeas. Esta diferenciación se reforzó y alcanzó su máximo pico precisamente con la Guerra Fría, cuando el Muro de Berlín vino a poner en materia lo que ya existía en las mentes.

Caído el Muro, persiste la idea que sirve para filtrar y condicionar todas nuestras percepciones sobre los países de Europa Oriental. En la década de 1990 ayudó para que el capitalismo penetrara casi sin obstáculos en esos países. Hoy sirve para poner freno a migraciones y para justificar la aplicación de recetas neoliberales, es decir que funciona como un dispositivo discursivo de exclusión y subordinación de esa parte del territorio que acompañan la transformación capitalista y condicionan nuestra percepción de esa región. Cabe preguntarnos aquí si a pesar de la caída, no seguirá funcionando un muro en nuestras cabezas que nos impide ver lo que sucede más allá.

Pero hay otra función, que es la exclusión del recuerdo del comunismo. Como si la demolición física y la idea de enemigo derrotado sirvieran para exponer ante el mundo entero el carácter eminentemente opresor de un poder construido en nombre de la emancipación de toda la humanidad y, por lo tanto, la imposibilidad de seguir pensándolo. Es decir, la idea de un muro destruido que deja al desnudo la crisis de los proyectos emancipatorios al quedar asociados a la experiencia de la Unión Soviética y de los países comunistas de Europa.

Y sin embargo, la caída del Muro de Berlín dejó un espacio para repensar la experiencia socialista, sin lastres autocelebratorios ni condenas preconcebidas. En ese sentido, puede ser valioso recuperar el sentido social y emancipatorio de la democracia. No sólo verla como un juego político sino más bien como el espacio en donde se juega la justicia social, sentido que de hecho estuvo en los orígenes del concepto. Si hoy la democracia parece hecha para expertos que operan en el mundo electoral y viene acompañada de desinformación y manipulación, retomar su sentido del pasado –como rescataron los berlineses de 1989– puede ayudarnos a pensar los movimientos emancipatorios del futuro. En ese sentido, la experiencia del Muro nos puede servir para revisar críticamente la experiencia comunista pero al mismo tiempo para entender que la emancipación no bajará en un plato volador sino que nacerá de la propia experiencia inmanente de todos nosotros.

 

 

 

Imagen de portada: El fotógrafo Regis Bossu fue el encargado de inmortalizar, en el año 1979, el “beso fraternal” entre dos líderes comunistas de la Guerra Fría, Leonidas Brezhnev (URSS) y Erich Honecker (RDA). Una vez caído el muro de Berlín en 1989, el artista ruso Dimitri Vrúbel pintó en mural la famosa fotografía, hoy en día convertido en uno de los puntos más visitados e inmortalizados de la capital alemana.

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