La fuerza de las cosas
Encontrar y perder

Por Diego Tatián 

A partir de las ideas de “encuentro” y de “pérdida” el filósofo Diego Tatián elabora una poética del recomienzo de todas las cosas. Acaso sea esta, y no otra, la naturaleza misma de la palabra política y el último resquicio en el que se juega el futuro de la humanidad, nuestra humanidad: en la capacidad que tienen los seres humanos de comenzar algo nuevo.   

 

Collage para una poética del recomienzo  

Las nociones de “encuentro” y “pérdida” están cargadas de significaciones políticas. Además de un nuevo rigor de la práctica y una renovación de las maneras de comprender los hechos sociales, el hallazgo de una senda perdida hacia fuera de la adversidad convoca el habla oblicua de un arte de perder y un arte de encontrar -que no olvidan, sin embargo, la enseñanza de los grandes maestros del realismo desde Tucídides hasta Maquiavelo y Marx: en el mundo no hay otra fuerza que la fuerza. 

Arte de encontrar 

La disponibilidad a una inmiscusión (al parecer la palabra correcta sería intromisión) en lo desconocido, con desconocidos y desconocidas, quizá tenga su motivación más íntima en un hallazgo de algo colectivo. Lo colectivo1 es lo desconocido. O lo que siempre está por hacerse aún. Jean Oury propone una “libertad de circulación” -en las instituciones de salud mental-, a la que llama también “desenclaustramiento”. Podemos trasladar esa idea para pensar una libertad de circulación intelectual, un “desenclaustramiento” intelectual, como principio básico de la atención. No lo formularía así: “hablar de lo que no se sabe”, sino así: “inmiscuirse en lo que se desconoce”. El desenclaustramiento como práctica es lo que abre la posibilidad de los encuentros.  

Para pensar esta palabra, transcribo una preciosa cita del filósofo húngaro Peter Pál Pelbart. 

Tal vez todo esto dependa, en el fondo, de una teoría del encuentro. Incluso en el extremo de la soledad, encontrarse no es chocar extrínsecamente con otro, sino experimentar la distancia que nos separa de él… envolver a aquello o a aquel que uno se encuentra, de donde la pregunta de Deleuze: “¿cómo puede un ser apoderarse de otro en su mundo, conservando o respetando, sin embargo, las relaciones y mundos que les son propios?”. A partir de esta distancia, que Deleuze llamó “cortesía”, Oury “gentileza”, Barthes “delicadeza”, Guattari “suavidad”, hay al mismo tiempo separación, ir-y-venir, sobrevuelo, contaminación, envolvimiento mutuo, devenir recíproco… Lo que Barthes llamó “socialismo de las distancias”, o un socialismo (palabra caída en desuso), tal como Chatêlet redefinió: “a cada cual según su singularidad”2. 

Una cosa es un hallazgo (de un objeto, una cita, un tesoro escondido…, se trata aquí siempre de un sujeto que encuentra y un objeto encontrado para su “transmutación”) y otra cosa es un encuentro (en el que se pone en juego una capacidad de “afectar y ser afectado”). El encuentro puede ser con personas o con cosas, pero siempre marca una relación -de composición o descomposición, de compenetración o de choque, de libertad o de dominación. En el pasaje de Pál Pelbart, la “cortesía”, la “gentileza” o la suavidad” son inherentes al encuentro -aunque se trate de un encuentro fortuito, sobre todo si es fortuito. De la “delicadeza”, Barthes escribe en Cómo vivir juntos: “Delicadeza querría decir: distancia y consideración, ausencia de peso en la relación y sin embargo calor vivo de esta relación. El principio sería: no manejar al otro, a los otros, no manipular, renunciar activamente a las imágenes (de unos, de otros), evitar todo lo que pueda alimentar el imaginario de la relación”3. 

Una forma activa e ininterrumpida de educación sentimental debería preservar intacta la curiosidad por el mundo, las personas y lo que las personas hacen, pero sobre todo la puesta en obra de una pregunta que nunca se suspende: ¿qué es un encuentro?, ¿qué diferencia entre el encuentro propiciado y el encuentro fortuito?, ¿cómo honrar un encuentro? La palabra latina es occursus. Cada occursus genera una encrucijada de fortuna y de infortunio; de hallazgo y de pérdida. La novedad, lo que se sustrae a lo que ya se sabe, a la inercia, a “lo que va de suyo”, a la recurrente repetición, irrumpe del encuentro afortunado, de lo aleatorio, del juego como arte de encontrar o, más bien, como sabiduría del encuentro -pero sabiduría en sentido muy diferente al de teoría o contemplación- y el consiguiente hallazgo de lo que no había, o no se había visto. Un hacer -o un dejar hacer- que se corresponde con la precisa ontología que el último Althusser designó “materialismo del encuentro”. 

En sentido fuerte, el encuentro libera al tiempo de su captura en lo que Benjamin llamaba “el tiempo homogéneo y vacío”; lo libera del continuum que bloquea la manifestación plena del pasado, el presente y el futuro, y les impide entregar su ofrenda. Aunque no supieran con claridad por qué, los revolucionarios franceses de 1830 disparaban contra los relojes públicos: “Todavía en la revolución de Julio se registró un caso que hizo justicia a esa conciencia. Cuando cayó la noche del primer día de combate ocurrió que, en muchos lugares de París, independientemente y simultáneamente, se disparó contra los relojes de las torres”4 Quizá esa liberación del tiempo (en el doble sentido del genitivo) sea lo que establece las condiciones para la trasmisión de algo perdido y para la preservación de una esperanza lúcida en lo que ha sido derrotado. De una “esperanza en el pasado” -tan diferente de un culto del pasado: se rinde culto a lo que está muerto; se tiene esperanza en lo que está vivo. 

Arte de perder 

En la acepción que quisiéramos darle aquí, saber perder5 -no en el sentido de “ser buen perdedor” sino en el de “dejar ir”, ya se trate de pérdidas deliberadas o involuntarias- intenciona una sabiduría sin la cual quedaríamos capturados por lo que perdemos y perdimos. Un conocido poema de Elizabeth Bishop nos lo recuerda. 

 

El arte de perder 

 

El arte de perder no cuesta tanto
irlo aprendiendo (insisten las cosas 

hasta tal punto en perderse, que el llanto 

por ellas dura poco). Y el espanto
por perder algo cada día, rosas
que se deshojan, horas, llaves, cuanto 

pueda ocurrírsele a uno, no es tanto.
Practica entonces perder más, y goza
el ritmo de la pérdida, su encanto: 

pierde ciudades, nombres, y en Lepanto
pierde una mano, un destino, una moza:
nada de esto será para tanto. 

Perdí el reloj de mi madre, y el manto
con que cubría mis hombros, la loza
en que tomaba el té, pero igual canto. 

Perdí mi tierra, mi rumbo y aguanto
de lo más bien tanta pérdida. Es cosa
de acostumbrarse: no, no es para tanto. 

Perderte a ti, por ejemplo, tu encanto
y tu cariño perder, dolorosa
prueba sería, pero nunca tanto
(aunque parezca condena espantosa)6. 

 

Poética de la supinación: el gesto de la mano que se abre hacia arriba, cuando enseña o da o suelta algo y revierte el impulso natural a la pronación (la mano hacia abajo que oculta la palma en posición de aferrar y no soltar). Saber perder los seres y las cosas que inexorablemente se pierden -dejar ir lo que ya no nos pertenece- preserva precisamente de melancolía, de acedia, de impotencia, y permite prestar atención a los retoños que irrumpen en todas circunstancias, incluso las más desfavorables. Nunca no hay nada. Siempre hay algo desde donde recomenzar: a pensar, a transformar, a transformarse. A veces un brote apenas distinguible. 

Una pequeña prosa baudelaireana de 1862 marca una “pérdida” que será decisiva para la estética contemporánea. Se llama “Pérdida de la aureola” (Perte d’auréole). Alguien encuentra al poeta acodado en una oscura taberna. El poeta relata que al cruzar de prisa el boulevard para no ser atropellado por los carruajes, su aureola se le cayó en el fango, donde debió dejarla para no tener un accidente. Sin embargo, dice, “No hay mal que por bien no venga. Puedo ahora pasearme de incógnito, cometer malas acciones y entregarme a la crápula, como los simples mortales”.  

Despojado de su antigua aureola, el artista de la vida moderna decide no intentar recuperarla para no ser reconocido y “por aburrimiento de la dignidad”. Más aún, “pienso con alegría -agrega- que cualquier malvado la recogerá y se la pondrá impúdicamente”7. De aquí en más, la aureola será portada solo por malos poetas, en tanto que su pérdida por el artista de la vida moderna -en constelación con la “pérdida del aura” de las obras de arte- establece la condición fundamental para lo que François Zourabichvili llama una experiencia del arte como “aventura” o “estado de aventura”, e incluso como “…una jungla donde nunca es seguro que no nos crucemos con un jaguar o desemboquemos en un ‘mundo perdido’…”8. La aventura es una disposición contigua a la del juego. Nunca se sabe a ciencia cierta lo que depara -esa incertidumbre es su esencia misma, al igual que lo es el riesgo, la puesta en riesgo de quien se aventura en una aventura (el riesgo de perderlo todo), motivado por una promesa sin garantía de que hay algo -y alguien- más allá.  

Solo queda intentar construir encuentros con “desconocidos indispensables” para precipitar en algún lugar, en cualquier lugar en el que se esté, una comunidad de los sin comunidad: “¿Existirá otro lugar -se pregunta la documentalista chilena Carmen Castillo, con la acuñación de un neologismo-, un lugar sin límites, la desterria, donde viven los exiliados, los desarraigados de todas partes? ¿Un mundo en el que los muros han sido derribados, en el que las lenguas crean una música cautivante, donde es bueno vivir y morir?”9. Un mundo en el que se encuentran los desarraigados de todos los lugares y también los nativos de todos los tiempos. Donde tal vez el lazo profundo que une a las personas no es político ni religioso sino algo del orden de la amistad. Producción de igualdades postergadas, imaginación de nuevas formas de lo justo, pero también descubrimiento de sentido para los que murieron sin sentido, a modo de ofrenda retroactiva, posible en el tiempo recobrado en el que nada ni nadie se ha perdido. 

“Resistir lo irresistible” por el “camino de lo improbable” trasunta la fidelidad a una promesa; nada tiene que ver con un cálculo de probabilidades del éxito (más aún: “tomar partido por los oprimidos -dice Carmen- hasta en la derrota si es necesario”). Pero esa fidelidad no es apego a lo que solo puede existir en el desapego, ni repetición de lo que fue único, sino la tarea de mantener abierto el enigma de lo que nos toca -y de los que nos tocan (desde atrás, despacio, aunque no podamos verlos). O, como escribió Daniel Bensaïd, “el derecho precioso de recomenzar”10, que está siempre animado por una promesa de devenir otro -como la que se revela en las Cartas del vidente (“madera que se descubre violín”; “cobre que despierta clarín”)11 

En la idea de “transmutación” se conjugan la pérdida y (para) el encuentro. Si algo nuevo puede aún activar el “sagrado derecho de recomenzar”; si algo llegara a irrumpir para sacarnos del tiempo desquiciado que nos toca transitar (¿una nueva militancia? ¿una lengua política distinta? ¿una trama de afectos públicos desconocida? ¿todas esas cosas a la vez?), será por una sabiduría de la pérdida que ponga en obra un arte de encontrar. Sin olvidar que en el mundo no hay otra fuerza que la fuerza. 

 

[para Rosaura, que siempre encuentra] 

 

 


Diego Tatián es filósofo y escritor, investigador del Conicet y profesor en la UNSAM. 

 


Imagen de portada:  Diego Tatián, El naufragio, 2024.

 


Tomo este concepto de Jean Oury, Lo colectivo. Psicopatología institucional de la vida cotidiana (Xoroi Edicions, Barcelona, 2017). Se trata de un volumen que recoge conversaciones, encuentros o seminarios que Oury -fundador de la clínica La Borde, junto a Félix Guattari- sostuvo entre 1984 y 1985 en el centro hospitalario de Saint-Anne. Lo Colectivo no es una colectividad ya dada. Cuando no existe, un conjunto de sucedáneos -por lo general provenientes del Estado o de las instituciones- recubren esa inexistencia: reglamentos, decisiones burocráticas, leyes, normas, estatutos… -el consenso democrático, dice Oury, es un sucedáneo de lo Colectivo. 

2 Peter Pál Pelbart, Filosofía de la deserción, Tinta Limón, Buenos Aires, 2009, pp. 49-50. 

3 Roland Barthes, Cómo vivir juntos, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003, p. 189. 

4 Walter Benjamin, Fragmentos sobre el concepto de historia, Lom / Arcis, Santiago de Chile, 1996, p. 62. 

5 ¿Qué le debo al psicoanálisis? Haber aprendido a saber perder. ¿Qué es la vida para el que no sabe perder? Pero saber perder es siempre no identificarse con lo perdido. Saber perder sin estar derrotado. Le debo al psicoanálisis entender la vida como un desafío en el que uno no puede sentirse víctima; en definitiva, el psicoanálisis me ha enseñado que uno debe entregarse durante toda una vida a una tarea imposible: aceptar las consecuencias imprevisibles de lo que uno elige” (Jorge Alemán, “El aprendizaje de saber perder, en Red psicoanalítica, 27/09/2016). 

6 Versión de Fernando Pérez Villalón en Letras en línea, Universidad Alberto Hurtado de Chile. 

7 Charles Baudelaire, El spleen de París, Lom, Santiago de Chile, 2009. 

8 François Zourabichvili, El arte como juego, Cactus, Buenos Aires, 2021, p. 28. 

9 Carmen Castillo, Desterria. Un país llamado exilio, documental, Francia, 2008. 

10 Carmen Castillo, Lo que nos toca, conversaciones con Alejandro Cozza y Diego Tatián, Caballo negro, Córdoba, 2021. 

11 Arthur Rimbaud, Iluminaciones. Cartas del vidente, Hiperión, Madrid, 1995. 

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