Generación y tradición
Exorcismos

Por Emiliano Exposto (UBA/Conicet) e Ignacio Veliz (UBA)

Encrucijadas de una sensibilidad política generacional

El significante “generación” ha operado en las tradiciones intelectuales y políticas argentinas como un modo de circunscribir las agendas culturales de una época: un corte fundacional que cincela los tópicos de los debates de una sociedad en un determinado momento histórico. Creemos que esta palabra, “generación”, es pasible de ser reapropiada para problematizar la vida intelectual argentina contemporánea, rasgada, desde nuestra perspectiva, por la ausencia de una vocación colectiva que mancomune en una política cultural las potencias dispersas, y sea capaz de asimilar -críticamente- la sociedad compleja en la que vivimos. En otras palabras, entendemos a una generación más como una disposición existencial, una toma de posición singular frente a la época, que como un mero rasgo etario. No obstante, una generación se afirma en el reconocimiento de ciertas huellas, marcas específicas propias de haber compartido una experiencia histórica común, en donde las edades que fraguan una subjetividad cumplen un papel. Es decir, sostenemos la existencia de una sensibilidad generacional, tensa y heterogénea, que aunque no se afirme intelectual y políticamente, naufraga en estado de latencia.

Ante la avanzada del capitalismo neoliberal más rapaz en la región y frente a la encerrona macrista en Argentina, creemos importante indagar sobre las condiciones de posibilidad de lo que podríamos llamar una recomposición generacional de la cultura argentina de izquierdas. Reformulación que busca elaborar los fracasos históricos para no repetir, en un nuevo escenario de conflictos sociales y políticos, las mismas fibras que se pusieron en juego en pasadas y presentes derrotas. Afirmamos la importancia de no ceder en la necesidad de luchar por una perspectiva emancipatoria, pero sin renunciar por ello a desquiciar los obstáculos subjetivos y organizativos que obturan la canalización efectiva de ese mismo deseo en el denominado terreno social-objetivo.

La palabra “generación”, en este trabajo, no opera como una noción positiva, descriptiva o normativa que busca captar algo previamente dado en la extensión del campo social. No se quiere captar lo generacional, a nivel intelectual y político, como siendo el marco de un colectivo humano previamente constituido. Esa idea de generación, creemos, cuenta con la dificultad de intentar identificar una positividad a priori, presuntamente definida por el orden etario, geográfico o cultural que comparten ciertos cuerpos. De modo que una comprensión de lo generacional en clave positiva y afirmativa parece recaer en proponer una totalidad – afectiva, simbólica, imaginante – que, aunque desgarrada en el presente, se presenta como un resorte psico-social o normativo desde el cual partir para ofrecer una crítica exterior a las estructurales históricas. Tal categoría acarrea lastres de ontologías políticas de antaño, las cuales reifican la historicidad conflictiva que vivimos día a día, al proponer una realidad social plena y sin fisuras.

Al contrario, pensamos el significante “generación” como una categoría crítica y negativa, históricamente determinada y contradictoria. Ciertamente, no entendemos a lo generacional como una vigencia subyacente de un cuerpo común previamente establecido y coherente en sí mismo (sumatoria sin más de elementos heterogéneos), que a pesar de estar alienado por la lógica social del capitalismo neoliberal subsistiría como oposición y pliegue de resistencia. Una generación, en sentido crítico y negativo, no adopta la forma de una materialidad conciliada consigo misma. En cambio, una sensibilidad política a nivel generacional es una tarea colectiva permanente, un devenir común y complejo configurado al interior de los antagonismos sociales que recorren los cuerpos. Una tarea según la cual buscamos producir una intervención política e intelectual que procure dislocar los nervios inmanentes de la época.

Sostenemos una comprensión de lo generacional como una toma de posición conducente a desbloquear y viabilizar una sensibilidad política común, entendiendo que está última se halla atravesada por memorias de luchas, por legados imaginarios y simbólicos, germinada al calor de vivencias personales y compartidas. Una generación en tanto territorialidad contradictoria: meollo de una sensibilidad política en disputa y socialmente conflictiva que, allende la diversidad ideológica de cada grupo u organización, se confecciona como un espacio-tiempo en el cual dar batallas por los sentidos sensibles que ciñen la opacidad intrínseca de las vivencias comunes.

De tal modo, aquello que denominamos una sensibilidad política generacional, refiere a la necesidad de disputar una materialidad afectiva y contradictoria que es transversal a la cultura política de izquierdas, la cual animó y aún anima los cuerpos del llamado campo popular durante las primeras décadas del siglo XXI. Sensibilidad en la que se cuecen imaginarios heredados, simbologías tradicionales, memorias de luchas y fracasos, etc., que fraguan la experiencia histórica de una subjetividad generacional. Estructura sensible que, conflictivamente, oficia como una suerte de mediación concreta en la inmanencia de las elaboraciones ideológicas y discursivas. Ahora bien, argumentamos que el problema es que esa subjetividad sensible se halla asediada por inercias y zonas oscuras, afectada por heridas, duelos e impotencias que a la hora de tramitar otros modos de hacer y pensar representan un escollo para las prácticas intelectuales y políticas.

Sin embargo, en la problematización de esos límites que operan a la base de una determinada subjetividad generacional es posible hallar una potencia. Fuerza que surge allí donde pinchamos en las contradicciones que nos forman como motivo para poder trastocarlas. Energía que apunta a sacudir saberes y poderes sociales entumecidos, para descubrir y desbloquear la sedimentación de una riqueza material coagulada en el cuerpo individual como punto de resonancia y posible extensión en un nuevo cuerpo colectivo.

El parricidio como gesto generacional

Consideramos que el modo en el que se ha planteado la afirmación generacional en el campo intelectual y político argentino, en el siglo XX y principios del XXI, ha sido bajo la figura del parricidio. La misma consiste en una figura conceptual, cargada con reminiscencias teóricas freudianas, que implica la transgresión a una ley que se presenta desde la exterioridad de un padre severo. Es un gesto de vanguardia, supone un corte radical, un olvido fundante que da lugar a una producción novedosa que colisiona con la generación previa intelectualmente viva. Supone un choque de fuerzas que tensiona por sus bordes. La generación de 1837, la generación de Borges y la revista Martín Fierro, la generación de Contorno, en el campo literario y cultural, y las generaciones de los años sesenta y setentas, en el campo político, se presentan como ejemplos en esta dirección.

Ahora bien, desde este escrito sostenemos que la figura del parricidio simbólico como operación fundamental resulta poco fértil para afrontar un drama contemporáneo complejo; marcado por un lado, por la eliminación física de la última generación intelectual y política que se afirmó como proyecto y apostó a una transformación revolucionaria (La generación del setenta); por la hegemonía simbólica del lenguaje progresista en el horizonte político post-dictatorial, encarnado en el prolongado protagonismo que tuvieron algunos segmentos de la generación setentista sobreviviente en la transición democrática y en los años kirchneristas (La generación de los ochenta). Y por la tensión de un cúmulo de experiencias generacionales gestadas alrededor de la crisis de fin del siglo XX y principios del siglo XXI que no lograron irrumpir como tal (La generación que no fue: la generación del 2001).

Estos tres rasgos nos delimitan una escena compleja, en la que el mero crimen simbólico no es capaz de sustraer la fuerza y la vitalidad necesaria para una toma de posición que requiere maniobras disruptivas más sofisticadas. Sobre todo, porque nos abre a una escena en la que el pasado enmudecido en los cuerpos opera de un modo involuntario, y modela un clima cultural político confuso en el que las esquirlas míticas de todas las generaciones muertas se han alojado en el suelo mismo de la vida afectiva. Dicho de otro modo, el parricidio simbólico asume una exterioridad radical que hoy resulta inverosímil: fruto de infinitos homenajes -rituales opacos que buscan tramitar como pueden las secuelas de un genocidio político- los mapas cognitivos heredados se han inmanentizado a tal punto en el cuerpo propio, que hacen que el deseo y el mandato estén recíprocamente contaminados, y ya no se sepa cuál es cuál: viejos ecos de rebeldías fallidas, frustradas, se sedimentan silenciosamente en la carne pasiva que el neoliberalismo esculpe.

La eliminación física abrupta de la generación del setenta fue análoga a una mutilación, en la que la ausencia tiene una entidad espectral, como aquel que siente el brazo aunque se lo hayan apuntado. Por este motivo, como primer gesto generacional antes que asesinar al Padre, de lo que se trata es de aceptar su ausencia. De lo contrario, se consolida la tendencia que marcó el comienzo de este siglo: plenificar dicha ausencia subordinando la propia vida a tutelas fallidas, exaltadas por la cobardía que, desesperadamente, busca eludir la angustia que implica decir -alguna vez- algo propio. ¿Es posible encontrar aquí un índice que nos permita pensar por qué no fue posible un proyecto generacional luego del 2001?

Kirchnerismo y drama generacional

En este sentido, el fracaso político de las apuestas de buena parte de las izquierdas en el kirchnerismo patentiza lo que afirmamos: una sensibilidad política, amalgama entre una imaginación militante empobrecida y una simbología desertificada de invención política novedosa, fruto de un drama generacional mal negociado, que se modula en la tensión entre reivindicar la historia del Padre y someterse a ella. ¿Acaso las últimas huestes juveniles no verifican, en sus afectos, sus concepciones y sus retóricas, el cierre conservador de esta tensión? La recomposición de legitimidad de la institucionalidad del Estado en el plano político, y la reconstrucción del mito del país normal (“que sale del infierno”) en el plano simbólico, fue correlativa a la asunción profunda -y apasionada- de tutelas imaginarias. No sólo por parte de los segmentos juveniles que se politizaron al galope de los debates marcados por el dispositivo gubernamental. La sumisión a los moldes conceptuales del siglo XX atravesó a la mayoría de los imaginarios políticos en la primera década del siglo XXI: mofarse de la novedad, tacharlo de “posmoderno” y reivindicar paradigmas robustos fue el temple de los ideologemas de época; donde el significante “Pueblo” o el significante “Clase”, poblados de imágenes desteñidas, salvaban toda incertidumbre estratégica. Así como exaltar consumos culturales presumiblemente más “genuinos”, como el folklore o el tango, en una asimilación aggiornada en clave “pin up” de las estéticas de la década del cuarenta y cincuenta; o volver a la supuesta fortaleza del “Partido”, o de la “Orga” y sepultar los autonomismos acusados de “pre-políticos”; así como la revitalización de íconos de la mitología plebeya argentina, como la de Diego Armando Maradona, o “el Mono” Gatica; fueron algunos de los grumos barrocos de esta pintura que compuso la salida en falso de nuestro drama.

Hablamos de moldes imaginarios y arquitecturas simbólicas que, sostenidos por una sensibilidad compleja y heterogénea, signaron la experiencia colectiva y fragmentaria de una generación intelectual y política en las primeras décadas del siglo XXI. Tales matrices colectivas propiciaban registros gruesos pero verosímiles, constituían seguridades epistémicas que cubrían mal la fragilidad de un campo subjetivo precario, metabolizado a través de una institucionalidad estatal también precaria, con lastres y continuidades neoliberales evidentes, que en lugar de hacer de las mismas una oportunidad para instanciar otras formas de producción política, se disfrazaron de lo que alguna vez representaron en la imaginación histórica argentina.

El exorcismo como gesto generacional

La tesis que buscamos defender es la siguiente: ante la dificultad de aceptar la ausencia del Padre y su posterior inmanentización, es decir, la plenificación de dicha ausencia mediante la exaltación acrítica de sus tutelas conceptuales, la operación parricida es al menos insuficiente. Estas dificultades mal tramitadas en el campo de lo imaginario -que impiden simbolizarlas-, conjugadas con la necesidad de respuestas rápidas ante las urgencias de coyuntura, repusieron esquemas de inteligibilidad heredados que nos condujeron a pensar la realidad bajo una espectralidad simbólica sin asiento en la vida, aunque confundida con ella. Esto conlleva una operación intelectual compleja más cercana al exorcismo que al parricidio tal como fue pensado en el siglo XX.

Pensamos la figura del exorcismo como una práctica de incisión teórica y micro-política que trabaja en el campo de los afectos y sus soportes imaginarios. Según la tradición católica, la práctica exorcista es aquella que posibilita discernir en una persona un límite delgado: si es habitada por un don divino o si el mismo, en realidad, es un signo de posesión. Por ejemplo, según el Statua Ecclesiæ Latinæ, a fines del año 500: 1) El hablar con muchas palabras de lenguas desconocidas o entenderlas. 2) Hacer presentes cosas distantes o escondidas. 3) Demostrar más fuerzas de lo normal.

Estos tres índices, que habilitaban la implementación de diversos conjuros, nos permiten en la actualidad pensar el tipo de relación que mantienen los activos politizados con sus legados simbólicos. Es decir, la figura del militante-poseído: impostación de lenguajes, presentificar cosas muy distantes en el tiempo, y-o demostraciones de una fortaleza mayor de la que realmente se tiene. La figura de la posesión es productiva ya que, en última instancia, cuando las tutelas simbólicas han tomado por completo la afectividad política, se revela como un problema de identidad: ¿Quiénes somos realmente, si cuando hablamos nuestros muertos hablan por nosotros?

Ante una sentimentalidad espectral asentada en los afectos de la propia carne entumecida, de lo que se trata es de removerla desde el mismo pasado que habita en ella: el pasado mudo que opera sin que se lo sepa pasado. Expulsar los fantasmas de la propia carne para poder decidir qué hacer con ellos, en una demora en lo impensado por la generación precedente, revisando sus límites y potencias. En suma, para despertar al cuerpo generacional, cuando está embotado de espectros, el exorcismo se presenta quizás como una salida, ya que supone aceptar una realidad: nuestros Padres y Madres ya están muertos, aunque sus cuerpos biológicamente identificables aún caminen errantes en sus cátedras, puestos institucionales o escriban en diarios y revistas. Sus moldes conceptuales y matrices políticas, sus guías éticas y gestos metafísicos, ya no nos sirven para pensar un país complejo que oculta mal su parasitismo mítico, su vivir del stock, su vivir de los vestigios de lo que fue o quiso ser. En otras palabras, el imaginario tranquilizador de un país en serio, una argentina normal, con burguesías nacionales, obreros con conciencia de sus derechos y Estados presentes e inclusivos, está resquebrajado desde hace décadas. El macrismo en el gobierno, en ese sentido, cumple bien su función de sinceramiento.

Pero al decir esto pareciera que el camino ya estaría allanado: parir la novedad. La pura novedad redentora. No hay nada más anquilosado que dicha ambición. Esgrimir una coherencia plena con lo contemporáneo, en un corte absoluto con el pasado, a la vez que filtra una concepción ingenua frente aquello que las generaciones precedentes no pudieron elaborar, esteriliza toda actitud crítica frente a la época. Ya en el mismo acto de enunciar la noción de “crítica” huele a “viejo” según los cánones de las derechas modernizantes, entregadas al cinismo conservador de los managments de las pasiones alegres. Con lo cual, la tarea generacional, arriesgamos a sostener, también implica reivindicar la reflexión crítica como un necesario anacronismo productivo. Una crítica generacional expandida en una radicalidad que remueva y subvierta los límites incrustados en los propios legados que nos constituyen, en una explicitación de los restos impensados que horadan sus inestables orígenes. Es decir, la tarea crítica se dirige, en primer lugar, hacia un examen de aquello de lo que estamos hechos, para que desde allí podamos reabrir una nueva perspectiva anti-sistémica, desmalezar un nuevo deseo revolucionario, obturado y subestimado por mucho tiempo -paradójicamente por nuestros Padres- por demodé. Por anticuado, por aquello que, por culpa, terror interiorizado, o concesiones incluso perdonables, la tutoría cultural progresista dejó de lado, sellando su adhesión inconfesa al consenso post-derrota, ante la caída de los llamados “socialismos reales”. Pero esa no es nuestra historia, y no tenemos por qué seguir cargando tamaña mochila.

Pensar la crítica

La ausencia de una vocación crítica con respecto a los límites del lenguaje progresista dejó el terreno disponible para que las derechas más reaccionarias se revitalicen y muerdan un cuerpo neutro y en tensión, un complejo de nervaduras excitadas de más consumo y hastiadas de homenajes y fordismo simbólico reciclado. En este sentido, toda crítica al macrismo deviene mera conciencia escandalizada si no lo pensamos en su singularidad, como un hecho cultural amplio, en el que sepamos alojar la pregunta por lo siniestro: ¿En qué medida el macrismo no desnuda nuestras propias estructuras conservadoras? ¿Hasta qué punto su vocación hegemónica no arraiga en un campo cultural desertificado de creatividad y plagado de tabúes por no atrevernos a pensar por nosotros mismos? ¿En qué medida no encarnamos elementos neoliberales que se gestan y reproducen en nosotros como su eficacia más profunda? ¿Acaso los componentes neoliberales hacen sistema con los ingredientes inexplorados de una sensibilidad política de corte generacional diagonal a gran parte de la cultura argentina de izquierdas? Y si es así: ¿es posible sostener que la victoria macrista, reeditada en los últimos tiempos, no refiere tanto a una derrota electoral kirchnerista, sino que, más bien, es índice de un fracaso generacional transversal al amplio arco de las izquierdas y el campo popular?

Ante tales interrogantes, que buscan rascar la coyuntura y se plantean asimismo como preguntas de largo alcance, creemos que una afirmación generacional que subvierta las tutelas imaginarias y simbólicas -incrustadas en una sensibilidad política heterogénea, tensa y común- late como una espera. En este sentido, el exorcismo es una tarea silenciosa, que busca una incitación, un corrimiento, que quizás pueda desbloquear la inmovilidad actual para afrontar un drama complejo, singular y confuso: estamos hechos de todos los fracasos sin elaborar, soldados en cuerpos mudos. Por eso debemos abrirlos, como quien martilla un bloque de cemento, como un caníbal comiendo de sus entrañas.

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